Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

¡Siempre lo mismo!

Cuando creíamos que con la caída de D. Sebastián Lerdo de Tejada la situación de la clase obrera había cambiado, y que una era dichosa venía, cual nuevo verbo, anunciándonos la paz y el engrandecimiento de nuestra infortunada patria, nos encontramos con que esa situación es la misma, y que en vez de paz la guerra fratricida continúa con más ardor.

Triste situación por cierto es la que guardamos en la actualidad: por un lado la miseria, por el otro la guerra civil, y como complemento de estos males, tres gobiernos distintos y ninguno verdadero. Cincuenta mil hombres, poco más o menos, sobre las armas, se destrozan, como fieras en los campos de batalla, inutilizando las sementeras y cegando todas las fuentes del trabajo; y esos cincuenta mil combatientes no pertenecen a la clase alta ni a la clase media de la sociedad, sino que son obreros del pueblo pobre, de ese pueblo que siempre trabaja y siempre tiene hambre y está desnudo. En esa muchedumbre guerrera hay labradores del campo, fabricantes, artesanos, industriales, etc., gente toda útil y necesaria para activar la riqueza pública y para aumentar, por la procreación, la pequeña población de la República.

¡Y esta gente útil es la que se mata! ¡Y esta gente útil es la que con sus propias manos está destruyendo los elementos del trabajo, su único patrimonio!

Maldita sea la guerra civil.

Y es el Partido Liberal el que, fraccionado, está dando un escándalo ridículo hasta el extremo; es el Partido Liberal el que, fundando doctrinas en la moral y en la filosofía, ha desorganizado a la sociedad y la va desmoralizando a grandes pasos; es el Partido Liberal, en fin, el que con tres distintos programas no puede formar uno, verdaderamente útil, con que gobernar a ocho millones de habitantes.

No se crea por esto que nosotros juzgamos incapaces para dirigir los destinos de México al general Díaz ni al licenciado Iglesias, no; cualquiera de estos dos ciudadanos, con la Constitución en la mano, gobernaría bien; lo que nos parece que sucede es que, al emprender ambos la revolución, se vieron obligados a contraer compromisos con sus partidos, y hoy esos partidos diametralmente opuestos, obligan a sus jefes, de una manera vergonzosa, a desechar toda conciliación que nos traiga la paz y bienestar.

Muy difícil de arreglar nos parece la actual cuestión política, porque cuando el nuevo Congreso de la Unión llegue a reunirse, no puede discutirla, no puede analizarla; tiene que aceptarla supuesto que es declarada ya como ley suprema de la Nación, y esto, a la verdad, nos parece inconsecuente. Creemos que el Plan de Ayutla fue más sabio que el de Tuxtepec, porque aquel dijo que se haría una Constitución, sin fijar sus bases, y éste no sólo proclamó la no-reelección, sino que la decretó ya, autorizado por los derechos de la guerra.

Y esta cuestión que tanta sangre ha costado, seguirá costando más; el catálogo de las víctimas no está cerrado, por consiguiente en él seguirán inscribiéndose los nombres de más y más mártires inocentes, y México tendrá que seguir llorando la pérdida de tantos hijos útiles, de tantos padres de familia.

¡Ah, señores presidentes! si os aislaseis un momento; si os alejaseis un poco del tiempo de vuestros aduladores que os precipitan; si consultaseis con vuestra conciencia; si dirigieseis vuestros ojos a las montañas del Jazmín y de Epatlán y a los campos de Tecoac, os conmoveríais y derramaríais una lágrima de compasión por los millones de víctimas que están sirviendo de pedestal a vuestras sillas presidenciales.

Qué, ¿no sabéis que los que en esos lugares han sucumbido hechos pedazos por la metralla, son mexicanos? Qué, ¿no comprendéis que esos mexicanos eran hombres, no bestias, que tenían madres ancianas, que tenían esposas y pequeñitos hijos, que tenían hermanos, y que todos estos seres delicados esperaban diariamente el pobre jornal para comprar maíz y frijol con que alimentarse? Qué, ¿ignoráis acaso que la gloria más grande en la tierra es la que no va acompañada de espectros y de manchas de sangre?

Habéis derrocado al tirano y planteado el gran principio de la no-reelección, ¿por qué no os avenís pronto?

Hasta hoy la guerra ha sido por conquistar una reforma salvadora; pero más tarde ya no será por eso sino por conquistar un pedazo de pan. El hambre está llamando a las armas a los pobres para lanzarse contra los ricos; ya se va olvidando a la Constitución, al Plan de Tuxtepec y al programa de Iglesias; ahora se piensa en el estómago: la miseria es la señora del pueblo.

Vamos, señores presidentes, comprended la situación; el 1° de enero de 1877 está llamando a las puertas de México, y tras el 1° de enero viene un hombre con el pabellón de las estrellas en una mano y un recibo en la otra: ¿a quién cobrará este americano? A Lerdo, a Iglesias, a Porfirio Díaz. Ninguno tiene con que pagarle, y entonces ...

Somos artesanos, estamos en contacto continuo con los trabajadores, y vemos su miseria y comprendemos su situación; no se extrañe, por lo mismo, que no tengamos palabras de alabanza para ninguno de los tres presidentes que gobiernan a un tiempo la República. Agradecemos el beneficio que nos han hecho los héroes de la actual Revolución, mas esta gratitud no nos quita el derecho de juzgar los acontecimientos por sus resultados: que hay miseria nadie lo puede negar; que hay una división vergonzosa en el Partido Liberal, es incuestionable; que la clase obrera, para quien escribimos, es la víctima, se comprende luego; por consiguiente, no estamos conformes con la situación presente; vemos que se quiere más sangre; vemos que el espíritu de partido se sobrepone al amor patrio y a los sentimientos humanitarios. Y mientras no veamos desaparecer la división del Partido Liberal, mientras no veamos que el gobierno se establece llevando la bandera de la paz y fundándose en el derecho, creemos que podemos decir a nuestros hermanos:

Obreros: ¡Siempre lo mismo!

El Hijo del Trabajo. Año 1. Época segunda. Núm. 27, México.

Diciembre 14 de 1876, pp. 1 Y 2.

José María González

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