Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Obreros de la esclavitud

Así podemos llamar a los hombres obcecados que con sus preocupaciones intentan detener el curso del socialismo, pretendiendo, ¡torpes! convencer al pueblo desheredado, de que el pillaje, el incendio y la holgazanería, son los principios que encierra esa grande idea. Y para apoyar su dicho citan, como modelo, la Comuna francesa, que tantos estragos hizo en París, confundiendo esos obreros de la esclavitud la palabra comuna con socialismo, y asimilando las tendencias de una idea con las tendencias de la otra, sin confesar, aunque lo saben bien, que son diametralmente opuestas esas ideas.

Está aceptada generalmente la creencia de que la comuna es enemiga de la sociedad tal como se halla establecida, y que pretende reformarla de tal modo, que llegaría, si triunfase, a disolverla, o en último caso, a convertirla en un caos.

No nos meteremos a discutir si la comuna tiende o no a tal fin, y si ese fin sería el caos; dejamos que los comunistas se defiendan como puedan, y nos concretamos a defender nuestras ideas socialistas, tan mal entendidas y peor interpretadas por nuestros enemigos, porque nos parece que defendiendo el socialismo, defendemos la justicia.

Uno de los cargos más terribles que nos hacen nuestros enemigos es, el de que los socialistas queremos vivir sin trabajar, y ser ricos por medio del robo, o, si esto no es posible empobrecer por cualquier medio a los ricos, despechados porque no lo somos.

A cargo tan monstruoso contestaremos, que los socialistas, al menos los mexicanos, amamos tanto el trabajo, que lo hemos deificado, porque creemos que en él está encarnada la Providencia que emana de Dios; y si alguna vez nos quejamos, si llegamos en ocasiones hasta la desesperación, es porque el trabajo huye de nosotros, o porque es tan penoso que nos destruye antes de tiempo, o porque es tan mal remunerado que equivale a no trabajar, o, por último, porque trae muchas veces el carácter de la esclavitud. Y en tales casos, las quejas son justas, y anhelar el remedio es un anhelo racional que en nada pugna con los principios más morales, ni con las más severas leyes de la sociedad.

Observen los enemigos del socialismo, que los prosélitos de éste pertenecen a la clase verdaderamente trabajadora, a la clase que consagra la mayor parte del día a labores rudas que destruyen muy pronto al individuo, y que le producen tan poco, que apenas puede alimentarse. Pues bien; si los socialistas son adoradores del trabajo, si lo ejecutan diariamente, si se entregan a él con delirio porque saben que además de ser su único patrimonio, cumplen esa obligación sagrada impuesta por Dios, ¿por qué entonces llamarles holgazanes? Este cargo, repetimos, es monstruoso, es absurdo, y sólo sirve para engendrar odios y provocar divisiones.

El segundo cargo es más injusto, porque si el primero imprime en los socialistas el vicio de la holgazanería, el segundo los hace aparecer como ladrones; y, francamente, son tan ajenos a este crimen, que primero preferirían ser antropófagos que ladrones.

No: los socialistas mexicanos no somos holgazanes, y mucho menos bandidos; mal puede ser holgazán el que trabaja, y ni se puede concebir que éste pretenda tomar lo que no es suyo. Si se nos concede que el trabajo moraliza al hombre, siendo los socialistas trabajadores, los socialistas son morales; y si la moralidad es una garantía en el individuo, en la familia y en la sociedad común, el individuo, la familia y la sociedad común están garantizados en el socialismo.

Los tres principios que proclaman el socialismo son: Libertad, Igualdad y Fraternidad; y si estos principios no están en perfecta armonía con la idea sublime del Hacedor, entonces es necesario confesar que la razón ha huido de la humanidad.

Los socialistas entendemos por libertad, no la del salvaje, libertad que no tiene más límite que la muerte, sino la libertad que permite a cada cual el ejercicio de sus derechos, derechos que deben armonizar perfectamente con los comunes de la sociedad. Y aunque esa libertad está restringida, porque, repetimos, no es la libertad del salvaje, precisamente de esa restricción que nos hace ceder una gran parte de nuestros derechos, en bien de la colectividad, es de donde nace el bienestar del individuo, de la familia y de la sociedad común: salir de esa órbita, es llegar al libertinaje.

Por igualdad entendemos, no aquella que hiciera a todos los hombres ricos o pobres, esclavos o amos, gobernantes o gobernados, sino aquella que en los derechos, que en la virtud, que en el talento no pone diferencia. Por consiguiente, creemos que la ley y que la sociedad no podrían dar preferencia a un rico que reclamara sus derechos, con perjuicio de un pobre que se hallara en iguales circunstancias; que no distinguirían a dos sabios porque uno era blanco y el otro negro, pues que esta diferencia en nada alteraría el saber de ambos; que si un magnate y un pastor hacían a la vez una acción noble, la ley y la sociedad nivelarían el hecho sin hacer caso de la posición social; hacer lo contrario, sería declarar a unos de distinto origen de otros, y sería retroceder al feudalismo, a la barbarie.

La fraternidad no creemos que consista en ser hijos de un mismo padre, pues que esto será tratándose de la familia, sino en ese amor mutuo que forma el lazo sagrado que debe unir a todos los hombres para que vivan en armonía y hagan generalmente de los intereses particulares el interés común; si este lazo de amor no existe, si cada cual procura su bienestar individual sin preocuparse por el común bienestar, es evidente que la sociedad descansa sobre una base falsa, y que cualquier oscilación, cualquier movimiento la hará rodar al abismo.

Se ve, pues, que los principios que como socialistas profesamos no son absurdos ni encierran elementos disolventes como pretenden hacer creer nuestros enemigos, sino que por el contrario, esos principios, en nuestro concepto filosófico, son una consecuencia forzosa del engrandecimiento a que aspiran todos los hombres de buena voluntad.

Si se examina con imparcialidad la organización de las sociedades o pueblos de toda la tierra, se verá que esa organización es viciosa; pero si se examina con alguna detención la de la nuestra, se comprenderá que además de viciosa es ridícula; y ese vicio y esa ridiculez son los que están obligando al pueblo trabajador a buscar su salvación.

Si cree hallarla en el socialismo, es porque en la política no está, supuesto que desde su emancipación de España hasta nuestros días ha ensayado todas las formas de gobierno aceptadas por los otros pueblos, y en ninguna de esas formas ha conseguido lo que anhela: por otra parte, comprende que el gobierno tiene límite en sus facultades, y que no puede, mientras tenga leyes a que atenerse, extralimitar esas facultades, ni hacer más de lo que hace; por consiguiente, abandona ese camino y busca el de la revolución social.

Esta revolución tiene que efectuarse necesariamente, no más que ella será pacífica o tumultuosa, según las circunstancias, o según lo quieran los que a ella se oponen.

Si los opositores del socialismo reflexionan a tiempo y por una convención resuelven ellos el problema con la pluma, entonces no se verterá ni una lágrima ni una gota de sangre; pero si en vez de esa convención, si en vez de la pluma, empuñan la espada, la revolución será sangrienta y tendrá que cantar su triunfo sobre ruinas y cadáveres.

El socialismo no es un capricho, es una idea filosófica, y las ideas se adormecen, pero no se mueren; tardarán más o menos tiempo en desarrollarse, pero al fin se desarrollan.

El pueblo obrero reclama ciertos derechos que sus enemigos le niegan, y los reclama porque sabe que la sociedad de quien forma parte se los debe; si así no fuera, nada reclamaría.

Negar que el pueblo obrero es víctima del hambre por falta de trabajo; que es explotado sin que le resulte ningún provecho; que sobre él pesa una esclavitud vergonzosa; que se le considera como máquina y no como hombre; que se le tiene embrutecido por un cálculo criminal; que se le roba indirectamente su escaso trabajo; que el capital pesa sobre ese trabajo como un quintal sobre un adarme; que se le niegan todos los derechos y se le exije el cumplimiento de todos los deberes; que no se procura enaltecerlo por ningún medio, es negar la existencia de la luz.

Además; no se crea que sólo estas causas hacen del pueblo obrero mexicano un pueblo socialista, hay otras, también poderosas; causas que no pueden dejar de ser porque las engendra la época, el progreso, la tendencia de caminar en busca del perfeccionamiento.

La sociedad primitiva nunca pudo creer que hubiera otra organización mejor que la que tenía, y sin embargo, gradualmente el progreso la hizo avanzar hasta el estado que hoy guarda. ¿Y se cree de buena fe que la actual organización sea perfecta para espantarse porque se pretende mejorarla? Nos parece que si tal creencia tienen los enemigos del socialismo, muestran muy poca capacidad, o mucha ignorancia en la historia de la humanidad.

Los que creemos que el socialismo es el perfeccionamiento de la sociedad, también estamos en un error, porque más tarde, cuando esa idea se realice, se verá que adolece de defectos, y las generaciones venideras inventarán otro sistema más perfecto. De manera, que a medida que la humanidad avance en años, avanzará en ideas, y a los hombres del porvenir les parecerá monstruoso nuestro socialismo, como a nosotros nos parece el feudalismo.

Es necesario convencerse: la organización de nuestra sociedad es viciosa, cada día se hace más tirante, más insoportable, y fuerza es, pese a quien pesare, que esa tirantez reviente y que produzca una revolución anunciada hace mucho tiempo.

El hambre es mala consejera, dicen, y es la verdad; pues bien, cuando se llega al extremo, hay que esperarlo todo, porque interesa la salvación.

Hasta hoy el dinero todo lo ha suplido, él ha sido el que ha salvado las dificultades; pero va llegando la época en que el dinero será necesario, porque lo más positivo será el trabajo; por lo mismo que el dinero ha servido para tiranizar al pobre, éste, que no posee más que el trabajo, hará que el trabajo tiranice al rico; hoy el dinero es el dios de la tierra; más tarde el trabajo será ese dios.

Y como el trabajo es la moralidad, y como los pueblos la desean para mejorar su condición, y como en el socialismo se halla ese bello ideal, el socialismo será el gobierno de los pueblos.

Oponedle obstáculos, declaradle una guerra sin cuartel, pintadlo con los más negros colores, anatematizadlo cuanto queráis, no importa, que al fin él triunfará.

Dios lo protege, Dios lo lleva de la mano y lo conduce por un camino llano y fácil; por un camino adonde no pueden penetrar los obreros de la esclavitud.

El Hijo del Trabajo. Año III. Época segunda. Núm. 102, México.

Julio 7 de 1878, p. 1.

José María González

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