Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Desmoralización

La inmoralidad más desenfrenada caracteriza actualmente al pueblo mexicano -dicen varios periódicos de la capital- y lo más sensible es que esos periódicos no hallan palabras con que afear los crímenes que cometen muchos individuos del pueblo; periódico ha habido que ha nivelado a toda la clase artesana con criminales que, al ser interrogados por el juez, han creído que atenúan su crimen con decir que son artesanos, y ese periódico no extraña que los artesanos sean los que más crímenes cometen, desde el momento en que, según él cree, viven continuamente en la taberna.

No pretendemos negar que se están cometiendo muchos crímenes, ni que en el registro de las cárceles aparecen como artesanos muchos criminales, ni que las pulquerías estén continuamente concurridas por gente perdida; pero sí haremos notar, que los crímenes que se están cometiendo son una consecuencia lógica de la miseria general, de lo mal gobernados que estamos hace mucho tiempo, del ningún caso que hacen los que deben, de la educación del pueblo, de la desmoralización de que son presa los hombres a quienes se toma de leva y se les hace estar por fuerza en el cuartel, es decir, en el lugar en donde se vician más que en la cárcel; y por último, de esa escuela fatal de las continuas revoluciones a mano armada, revoluciones que para triunfar necesitan más de la concurrencia de gente perdida, que de gente honrada. Allí, en el campamento, allí, adonde no hay más recursos que los que cada cual puede proporcionarse en uso de los derechos de la guerra; allí, en donde la caja de cada ciudadano pacífico es la caja del pronunciado; allí, en donde la mujer honrada, esposa del hombre de bien, es plagiada por la chusma que acaudilla tal o cual general, para ser violada por esa misma chusma; allí, en donde es preciso ser desalmado para sufrir la vida errante del revolucionario, en donde es necesario acostumbrarse a matar, a matar a sangre fría, en donde se necesita mucha calma, mejor dicho, mucho cinismo para talar, para incendiar, para destruir la propiedad ajena, allí vemos crecer la mala índole, allí vemos al hombre perfeccionarse en el crimen; y más tarde, cuando la revolución ha triunfado, cuando no hay colocación para todos y cada uno de los que la hicieron triunfar; cuando es necesario trabajar para vivir y el trabajo se hace pesado; entoncés, como una plaga, cae sobre la sociedad esa turba de bandidos que frecuentan las tabernas y los garitas, que asaltan al ciudadano pacífico para robarIe, que asesinan al que los estorba, que estupran a la doncella que les gusta; entonces se confunden con el pueblo, visten su traje, se relacionan con la clase trabajadora para estafarIe el producto de su trabajo y deshonrar a ese pueblo y esa clase.

No es la verdadera clase artesana, como pretenden los que la odian, en donde reside el crimen; muy al contrario, en ella reside la virtud desde el momento en que se consagra al trabajo. Si se recorre una por una las casas de vecindad, se verá que en todos los cuartos hay una familia, si se pregunta lo que hace esa familia, se sabrá que el padre es artesano y que está en el taller o en su mismo cuarto trabajando, que la esposa es obrera y trabaja para auxiliar a su marido, o se entrega a las labores de su casa, y que los hijos están en la escuela, si se va los domingos a los teatros de segundo orden, se observará desde luego, que hay una concurrencia más decente en lenguaje y educación, que la que asiste a los teatros de lujo; y si se pregunta quiénes forman el público de los primeros, se sabrá que los artesanos y sus familias; en los paseos se ven multitud de hombres acompañados de señoras y niños, que van con más circunspección y comedimiento que esa pléyade de elegantes bulliciosos y groseros que a todo el mundo atropellan y tratan mal; los primeros son artesanos, los segundos no.

En un café, en una fonda se ven muchos individuos sentados tomando alimento o conversando, pero sin desorden, sin lastimar los oídos de nadie con palabras obscenas, ni con narraciones de aventuras inmorales; esos son artesanos. Pero si se penetra en un restaurant o una cantina de lujo, allí se ve una multitud de jóvenes vestidos ricamente (por supuesto que no son artesanos), pero en tal desorden y hablando tales cosas, que se necesitaría ser muy desvergonzado para referirlas. Entre esa multitud sí reside verdaderamente el vicio; los que forman esas reuniones no piensan en la familia, ni en la moral, ni en la religión, ni en la sociedad, ni en la patria, el egoísmo su religión, la orgía su moral, ellos cometen crímenes terribles pero están escudados por su dinero y por su posición social; para ellos no hay censura, no hay periódicos que denuncien su mal vivir, no hay quien denuncie su conducta infame.

Lo repetimos; la clase trabajadora es la que da más pruebas de moralidad; y si algunos que a ella pertenecen cometen crímenes, no hay justicia para hacer recaer una mancha infame sobre toda esa clase a que nosotros pertenecemos.

Los que hablan mal de los artesanos, lo hacen generalmente sin reflexionar, guiados únicamente por ese odio que profesan al que vive y duerme tranquilo después de un día de trabajo. Si los que tan mal juzgan al artesano lo estudiaran, si penetraran en su cerebro y en su corazón, verían que en el primero germinan ideas de engrandecimiento y prosperidad para la familia y para la patria; y en el segundo anidan, por decirlo así, la generosidad y la nobleza; entonces, en vez de humillarlo, en vez de robarle su trabajo, en vez de hacer más sólida la muralla que lo separa de la ilustración, le ayudarían, le instruirían, le remunerarían mejor su trabajo y harían de él un ser más útil y benéfico de lo que es ahora.

Nadie puede negamos que la inmoralidad se ha desarrollado más desde que se reglamentó el juego; y esta reglamentación no la pidió el pueblo ni menos la clase artesana sino que se hizo de buena o mala fe para el actual gobernador; tampoco se nos puede negar que la miseria es más horrible hoy que antes, y esta miseria no la ha pedido el pueblo ni la clase artesana particularmente, sino que proviene del gobierno, de las continuas revoluciones y de la falta de instrucción en el pueblo.

Pues bien; si agentes poderosísimos nos han conducido sin quererlo al estado que hoy guardamos ¿por qué culpar a una clase de la sociedad?, ¿ por qué hacer recaer la culpa sobre los que son las víctimas más directas e inofensivas de males ocasionados precÜiamente por los que se quejan de ellos?

Si se quiere evitar la desmoralización, moralícense primero los que no son artesanos, obliguen al gobierno atienda de preferencia la instrucción del pueblo, discutan seriamente el modo de proporcionar trabajo a millares de brazos ociosos, obren, muévanse, agítense sin cesar hasta conseguir el remedio a tantos males, y si después de sus trabajos no obtienen lo deseado, entonces quéjense, castiguen y hagan cuanto sea dable hacer contra los que persistan en ser perversos. Pero mientras así no sea; mientras el egoísmo sea el que impere, mientras las ambiciones personales se sobrepongan a todo interés general; mientras con encono y sin justicia se haga la guerra al trabajador, el mal no dejará de existir, y la situación pública empeorará cada día.

Ni atenuamos el crimen, ni queremos hacer comprender a la clase obrera que es inocente; por el contrario, deseamos el castigo más severo para el delincuente, y confesamos que la clase obrera adolece de muchos vicios; nuestro propósito es rechazar indignados, en nombre de la clase artesana, el cargo de criminal y viciosa que le han hecho algunos periódicos, indicar quién es el agente más poderoso para que la desmoralización se desarrolle, y pedir al gobierno, apoyados en el derecho que nos asiste, la atención más preferente a la instrucción pública y la protección a las artes y a la industria, para que México sea feliz.

El Hijo del Trabajo. Año III. Época segunda. Núm. 99, México.

Junio 16 de 1878, p. 1.

José María González

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