Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Las sociedades mutualistas

El espíritu de asociación se ha desarrollado de una manera extraordinaria en todas las clases de la sociedad, y por eso tenemos un número respetable de corporaciones que tienen distintos objetos: unas son científicas, otras literarias, algunas de beneficencia, y las más mutualistas. De estas últimas vamos a hablar con la mayor detención e imparcialidad posible, porque queremos consignar aquí lo que la experiencia nos ha enseñado.

Las sociedades mutualistas, en sus resultados benéficos, son, incuestionablemente, una institución digna de elogio; pero por desgracia son también las que con más facilidad se prestan a la especulación de unos cuantos, que de mala fe se acogen a ellas para explotarlas a su satisfacción y consumir sus fondos, casi siempre pequeños, en muy poco tiempo; ninguna sociedad mutualista podrá negar esta verdad, porque casi todas han contado en su seno socios que no han correspondido dignamente a sus compromisos. Por eso vemos que esas sociedades no pueden formar un gran fondo, ni establecer una compensación entre el debe y el haber; por eso las vemos continuamente en discordia y en un estado de paralización que aterra al que las contempla desapasionadamente.

Es un hecho fuera de duda, que todo capital grande o pequeño no movilizado, jamás produce utilidad alguna, y sí está expuesto a las asechanzas de todo aquel que desea ganar sin trabajar. Pues bien, las sociedades mutualistas no tienen jamás un centavo de utilidades, porque sus fondos no están en movimiento, no se imponen en empresas lucrativas, ni siquiera se benefician todos los asociados con esas economías que quitan de su trabajo, con perjuicio tal vez de sus familias.

A muchos honrados artesanos conocemos, que tienen algunos años de pertenecer, no a una, sino a varias sociedades, que han pagado con religiosidad sus cuotas y los impuestos extraordinarios, y que sin embargo nunca han recibido ni la más pequeña cantidad de auxilio, porque nunca tampoco han padecido la más ligera enfermedad.

Es cierto que ninguna culpa tienen las corporaciones que cuentan con socios en buen estado de salud; pero también es cierto que el dinero que se va depositando para crear el fondo, debía producir alguna utilidad a aquéllos que nunca son gravosos.

Por el contrario, hay socios que padecen males interiores que se desarrollan periódicamente, o que no aparecen a primera vista, y estos socios, con la conciencia de que casi siempre están enfermos, se inscriben en una o más mutualistas y procuran pagar con puntualidad sus cuotas mensuales todo el tiempo necesario para llegar a gozar el derecho de auxilio, y que una vez llegado este tiempo se declaran enfermos y empiezan a recibir el fruto de su mala fe. Supongamos, por ejemplo, que un hombre de los que acabamos de mencionar, se inscribe en cuatro sociedades mutualistas; por el pronto desembolsa un peso por derecho de inscripción; por término medio en esas sociedades se fijan cuatro meses de plazo para llegar a tener el derecho de auxilio: ahora bien: en esos cuatro meses paga ocho pesos de cuotas, y sumando, resulta que ha desembolsado nueve pesos; se declara enfermo, e inmediatamente comienza a recibir cuatro pesos diarios, por espacio de cuarenta días, que hacen la insignificante cantidad de ciento sesenta pesos; además, tiene médicos y recetas pagados; y todavía le queda el recurso de que, si al terminar los cuarenta días no se ha restablecido completamente, se le sigue ministrando una cantidad menor, es cierto, pero que, todavía entre las cuatro, no baja de un peso.

Y aun hay todavía más. Hemos presentado ya las ventajas que obtienen aquellos individuos que perteneciendo a tres o cuatro sociedades; adquieren por medio de su buena o mala fe, en sus enfermedades, pagando con puntualidad la cuota asignada. Pero aquellos que se desvelaron por fundar una sociedad, que emplearon su tiempo y su dinero por conseguirlo, que durante cuatro años fueron los más cumplidos con sus comisiones y pago de cuotas, y que no recibieron en ese transcurso de tiempo el más mínimo auxilio; ¿será justo, será conveniente, que por su triste situación después, que les impiden hacer sus pagos pierdan sus derechos adquiridos, sus desvelos, y hasta se les expulse de la corporación que ayer establecieran?

Contéstese con franqueza: ¿ hay compensación entre la entrada y la salida? ¿Es justo que el que ha pagado en cinco años en cuatro sociedades, suponiendo las cuotas de cincuenta centavos mensuales, ciento veinte pesos, no haya recibido ninguna utilidad, y el que sólo ha dado nueve pesos en cuatro meses, reciba ciento sesenta o doscientos en menos de dos meses? Y no hablamos aquí de los gastos de entierro, luto de familia, auxilio último extraordinario que hay que dar a esa misma familia, cuando fallece un socio; no mencionamos tampoco las faltas que suele haber en los fondos al hacer balance, ni las cantidades que desaparecen repentinamente junto con los colectores; ni de renta de casa, papel para la Secretaría, alumbrado, mozo de oficios, conserje y otros muchos gastos que se erogan.

¿Se puede progresar así? ¿Hay, repetimos, compensación entre el debe y el haber?

Por mucho que se arguya en favor de las sociedades mutualistas, nunca los argumentos serán tan sólidos que convenzan.

No se crea por esto, que somos enemigos de esas sociedades, no; las respetamos y bendecimos sus resultados, que algunas veces son verdaderamente benéficos; lo que pretendemos es convencer a los miembros de esas corporaciones, a que busquen el medio de hacer útiles sus fondos en beneficio de todos. Hay un modo que en nuestro humilde concepto puede conciliar el auxilio mutuo y la utilidad común: hablamos de las compañías cooperativas. Por este método de sociedades, se consiguen muchos beneficios, y tan grandes, tan trascendentales, que sólo pensándolos desapasionadamente, se pueden comprender; vamos, aunque sea ligeramente, a dar una idea de esos beneficios.

Establecida una compañía cooperativa, puede formar un capital cuantioso por medio de acciones pagaderas en determinados plazos: con el dinero que se reúne en el primer plazo, se establecen inmediatamente almacenes de consumo de efectos de primera necesidad: desde luego se comprende que esos efectos serán nobles, y que los asociados quedan obligados a comprarlos; la ventaja es: que si en la tienda pública dan un mal efecto y pesan las libras catorce onzas, en los almacenes de la compañía dan buenos efectos y pesados legalmente; como la venta de estos efectos produce utilidad, ésta es repartible entre los asociados. Una vez que el fondo aumenta, se establecen talleres para dar trabajo al socio que carezca de él; con esto se consigue hacer independiente al trabajador del capitalista, y hacer subir el precio del trabajo.

A medida que ese mismo fondo vaya en aumento, se compran terrenos para establecer colonias, y por este medio el proletariado llega a ser propietario y a valorizar en conciencia el amor que se debe a la patria en que se nace.

Cuando la prosperidad sonríe a esa compañía, hay escuelas perfectamente atendidas para instruir y educar a los hijos de los socios, para instruir y educar a los adultos, y para desterrar por medio de la moralización, los vicios de que adolezcan algunos de los asociados; por este medio se llega a no deberle nunca al Gobierno el raquítico favor de sus imperfectas escuelas, y a no llamarle la atención con motivo de guerras ocasionadas por el hambre, lo mismo que a no distraerle sus fondos con mantener una multitud de criminales que se hallan encerrados en las cárceles.

Creemos que la prostitución de la mujer de la clase media y de la ínfima desaparecería irremisiblemente; que la mendicidad no tendría razón de ser; que los abusos que suelen cometer los gobiernos con la clase obrera, se estrellarían ante la ilustración y moralidad de esa misma clase; que el pueblo sería respetado, porque formaría una entidad social que infundiría miedo al que quisiera oprimirla, y que la clase obrera sería grande por ella misma.

Podríamos pormenorizar muchas más ventajas que resultan del método de asociación que aconsejamos; entre ellas y para probar que el mutualismo no es imposible en las compañías cooperativas, está la de formar un fondo especial con la pequeñísima cantidad que cedería cada asociado de las utilidades que le correspondieran; pero no podemos ser muy extensos, por la pequeñez de nuestro periódico.

Para probar que lo que proponemos no es una utopía, vamos a poner un ejemplo. Cien asociados pueden en dos años formar un capital de diez mil pesos, tomando cada uno de ellos una acción de cien pesos; estas acciones pueden ser pagadas en todo ese tiempo por cantidades mensuales fijas; es decir, que había que dar cada mes cuatro pesos diez y siete centavos aproximadamente; en el primer mes se colectarían 416 pesos, que puestos en giro inmediatamente y calculándoles una utilidad de un tres por ciento, darían por resultado una ganancia positiva de doce pesos cuarenta y ocho centavos, ganancia que iría en aumento según aumentara el fondo de mes a mes. Este cálculo es muy pequeño, casi miserable, porque no queremos alucinar sino convencer; pero si se hiciese con detención y en mayor escala, es decir, con un número de accionistas tal, que en la primera colecta se pudieran reunir cien mil pesos, entonces se vería con asombro lo gigantesco del proyecto.

Qué, ¿no habrá en la capital, un número de diez mil obreros sensatos, que comprendan sus intereses y se unan para realizar el bello ideal de su emancipación. y engrandecimiento? creemos que sí; sólo se necesita que las sociedades mutualistas den el primer paso; que olviden su sistema de cofradías y se conviertan en compañías cooperativas; y muy pronto seguirían su ejemplo todas las sociedades que hay en los Estados de la República, y se vindicarían de la nota de egoístas que pesa sobre ellas.

Un momento de calma para que reflexionen bastará para que se regeneren los obreros. A los hombres de corazón, a los que aman a México, a los que tienen hijos y deseen para ellos la felicidad, a los que sufren la tiranía de los ricos, a los que lloran sumidos en la miseria y la ignorancia, a los verdaderos obreros, es decir, a los que tienen las manos encallecidas por el trabajo, y les punza el pulmón por la fatiga de muchas horas; a los que comen el pan empapado con el sudor de su frente, a esos hacemos esta pregunta: ¿Os conformáis con vuestro maldito presente y no pensáis en el porvenir?

El Hijo del Trabajo. Año 1. Primera época. Núm. 16, México.

Agosto 6 de 1876, pp. 1 Y 2.

José María González

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