Índice de Del artesanado al socialismo de José María GonzálezPresentación de Chantal López y Omar CortésSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Nuestras ideas

Una serie no interrumpida de desgracias acaecidas desde nuestra emancipación de España hasta el presente, ha venido no sólo entorpeciendo, sino paralizando el progreso natural de la clase obrera en la parte social económica que debe, tarde o temprano, colocar en el lugar que le corresponde a esa verdadera mayoría del pueblo mexicano.

Los desaciertos de nuestros primeros gobiernos, ocasionados por la falta de experiencia, hicieron que la clase obrera fuese vista con desprecio por la nobleza ridícula fundada por los aventureros conquistadores, y que se creyese que sólo el trabajador estaba obligado a ser siempre tributario del que poseía una propiedad.

Tan arraigada estaba esa creencia, que se consideraba como un crimen la sola idea de que un vástago de aquellos nobles sin título pensase en ser artesano o industrial: el que más comprendía la imperiosa necesidad que todo hombre tiene de trabajar, aspiraba a ser empleado vitalicio del gobierno.

La fabulosa riqueza que había en México en los primeros años después de su independencia, excitó la codicia de los especuladores políticos y religiosos, y valiéndose de la ignorancia y del fanatismo de que era presa la gente trabajadora, la empobrecieron y humillaron hasta hundirla en la desgracia.

Las revueltas políticas que se suscitaron desde un principio por establecer la República federativa en nuestra patria, dieron un pretexto para empezar el sistema de extorsionar al pueblo, obligándolo por fuerza a dar un contingente de sangre y de dinero, engañándole miserablemente con decirle que se trabajaba por su felicidad.

Los políticos, los teocráticos y los militares, se hicieron por muchos años guerra sin cuartel, sangrienta y vergonzosa, sin lograr nunca establecer un sistema de gobierno que, bueno o malo, prestase garantías y establecimiento: y siempre para esos enemigos encarnizados y sin conciencia, para esos conspiradores infames que ponían en peligro nuestra nacionalidad, había una fuente inagotable de elementos; esa fuente era el pueblo hambriento y humillado que no comprendía las miras rastreras de los que se llamaban sus salvadores.

Creemos que de esa situación fatigosa nacieron la indiferencia y embrutecimiento que se alejaron algo, cuando el Plan de Ayutla le anunció que había llegado la época del derecho y de la ilustración a que era tan acreedor.

Lleno de fe y entusiasmo, empuñó voluntariamente las armas para hacer triunfar aquel plan por medio de la única revolución social que, a nuestro juicio, ha tenido México, e hizo que se hundiera en el polvo la tiranía teocrático-militar del general Santa-Anna.

El gozo que produjo aquel triunfo fue inmenso, como que por vez primera el pueblo contemplaba frente a frente, el hermoso sol de libertad.

La Constitución de 57 fue el premio de tanto martirio, de tanta sangre derramada inútilmente, de tanta miseria e ignorancia.

Ya el pueblo tenía una bandera sagrada, tenía un principio político: la democracia; inmediatamente podía hacer uso de los derechos que esa constitución le daba, podía emprender con seguridad la tarea de su engrandecimiento social. Y la emprendió, pero tan confiado, tan desprevenido, que la primera asociación obrera se convirtió en un batallón de artesanos que cayó envuelto en el ridículo, en unión del hombre del golpe de Estado.

Con alguna experiencia, y creyendo salvarse de la miseria, la clase obrera emprendió de nuevo la tarea, y comenzó a establecer algunas sociedades mutualistas, sociedades que más tarde se multiplicaron, pero sin intentar siquiera reformarlas. Los hombres que tal sistema de asociación establecieron, cometieron un error, pero disculpable, porque no conocían otros; además, creyeron que su misión se reducía a aliviarse en las adversidades de la vida, y que lo relativo a su engrandecimiento verdaderamente social, quedaba a cargo del gobierno. Creencia funesta. Los gobiernos, siempre ingratos, se olvidan de los que les dan su sangre y su dinero. Es que les conviene que el obrero siempre sea esclavo, que nunca se eleve ni se ilustre, que siempre sea tributario del rico aristócrata, con quien hacen el continuo pacto de hambre que debilita las fuerzas y entorpece la inteligencia del desheredado.

Los fundadores del sistema mutualista en México, no tuvieron en cuenta la necesidad lógica que todo tiene de propender a su mejoramiento, y por eso cerraron las puertas a la reforma social, haciendo muy difícil la revolución económica que varias veces se ha iniciado en otras y en la presente época, dando con esto una gran consistencia, un ensanche mayor a la desfavorable opinión que los hombres de saber tienen de la incapacidad de engrandecimiento de nuestra clase. Los que desarrollaron el mutualismo en México, no se fijaron bien en el espíritu de la Constitución de 57, y creyeron que el derecho de asociación era tan limitado, que no nos permitiría nunca hacer a un lado al gobierno indiferente, para elevarnos al grado de formar una potencia que se hiciera respetable por su riqueza y su organización social y política. ¡Qué distinto hubiera sido el porvenir de la clase obrera, si cuando emprendió su mejoramiento, hubiera tenido hombres desinteresados en un negocio de tanto interés!

Pero ya que la fatalidad hizo que el egoísmo se sobrepusiera a los sentimientos humanitarios de los hombres de influencia y de saber, ya que dejó a esa misma clase obrera que caminara al acaso, buscando lo que ansiaba hallar, ya que la experiencia adquirida a costa de grandes sacrificios le ha venido demostrando que nada tiene que esperar de los poderosos; dé un paso en el verdadero sendero de su engrandecimiento, formando compañías cooperativas que la pongan a cubierto de la miseria y que la hagan adelantar en los conocimientos políticos y sociales que tanta falta le hacen.

No espere nunca que los gobiernos abran las cajas públicas para darle lo que necesita porque esto, además de ser vergonzoso, es imposible, supuesto que los gobiernos no están obligados a dar dinero, sino leyes sabias y justas que hagan feliz no a una clase determinada, sino a todo el pueblo que gobiernan.

Por lo mismo, desde el momento en que cualquiera obtiene cantidades del erario público por donativos o subvenciones, se constituye en tutorado, porque ese mismo gobierno tiene ya la obligación de intervenir en los negocios para que dio esas cantidades. Que pida subvenciones un empresario de ferrocarril, un empresario de telégrafos o caminos, en buena hora, porque se comprende que esas empresas son en beneficio de la nación y necesitan de la acción directa del gobierno. Pero que las pida una clase determinada para engrandecerse en provecho propio, es, como dijimos antes, vergonzoso, porque ya no tiene el carácter de subvención, sino de limosna; y creemos que por miserable que esté la clase obrera, por poca dignidad que se le conceda, nunca llegará al grado de convertirse en limosnera, y de humillarse al extremo de admitir interventores de sus actos. Por esto dijimos que no es posible y sí vergonzoso, esperar que para engrandecernos, el gobierno ponga a nuestra disposición los tesoros públicos.

¿Y qué necesidad tenemos de ellos? Esos tesoros se forman con el óbolo que todos damos para contribuir a los gastos de la administración. Qué, ¿no podremos, dando otro óbolo, formar otros tesoros que sólo sean nuestros y sirvan para ilustrarnos y nivelarnos con el sabio que nos desprecia? Creemos que sí. Muy satisfactorio será para la clase obrera no deberle su agradecimiento a nadie; muy satisfactorio será también el mentís que se dé a los que dicen que es viciosa y corrompida.

No negaremos que en ella, como en todas las clases de la sociedad, hay vicios y corrupción; pero con las preguntas que vamos a hacer, y que serán tomadas en consideración por los hombres sensatos y justos, desvaneceremos esa pésima opinión que tienen del trabajador. Los sabios, los modelos de moralidad, los que nos llaman léperos, plebe, canalla, etc., ¿ han descendido alguna vez hasta nosotros para indagar el origen de esa que llaman nuestra degradación? ¿Se han acordado siquiera de que vivimos en torno de ellos con las mismas aspiraciones y los mismos derechos? No. Los poderosos, los que viven en la virtud, los modelos de integridad y de honradez, ¿nos han tendido en alguna época una mano protectora, han intentado siquiera redimirnos, enseñándonos el modo de practicar las virtudes? Tampoco. ¿Luego por qué se espantan, por qué son injustos, por qué se han olvidado de los deberes que les impone la humanidad?

Con el establecimiento de compañías cooperativas se conseguirá la formación de propiedades, pequeñas al pronto, pero colosales más tarde; la educación verdaderamente civilizadora de las masas; la emancipación relativa del trabajo y el capital; el aumento de precio de ese mismo trabajo; la respetabilidad del gobierno, y sobre todo, un porvenir mejor para nuestros hijos. ¿Qué necesitamos para realizar el establecimiento de esas compañías? Voluntad y constancia.

Personas que se creen ilustradas nos han dicho que pretendemos arrastrar a la clase obrera al comunismo: esto no es cierto; porque si tal fuera nuestra intención, sabemos cuál es el camino por donde se llega a él con facilidad.

Nosotros pretendemos, y en esto creemos hacer uso de un derecho natural, que la clase obrera de nuestra República se haga respetar del rico, adquiriendo propiedades, porque tenemos el convencimiento de que un pueblo de proletarios, es un pueblo de esclavos: pretendemos que se ilustre en sus escuelas, porque allí no recibirá la instrucción por caridad ni sus hijos serán recibidos según el traje que lleven; pretendemos que se una, porque es necesario que forme una entidad social que sepa y pueda reclamar los derechos que le concede su carta fundamental, cuando los gobiernos se los quieran arrebatar; pretendemos que tenga sus cátedras de economía política y derecho constitucional, porque en el sistema democrático que hemos aceptado, todos tienen derecho a los puestos públicos, y hace un papel muy ridículo, y es una rémora para el progreso el gobernante, el legislador, el concejal, el empleado de graduación que necesita valerse de los caballeros de industria políticos para que le aconsejen lo que debe hacer; pretendemos que conozca sus derechos para que sepa valorizar sus actos públicos, y no se deje, por indolencia, arrebatar su voto en las elecciones, por los pillos, por los infames que lo explotan; pretendemos que se moralice, que se regenere, que se haga virtuoso por medio del trabajo; porque ya basta de tanto ultraje que se le hace, de tanta humillación que se le impone, de tanto que se le roba y extorsiona.

Si estas pretensiones son comunistas, entonces que la clase obrera sea comunista; por nuestra parte nunca le aconsejaremos que haga uso del petróleo ni del puñal, nunca le diremos que lave con sangre el lodo que a cada momento le arrojan a la cara, nunca; en fin, le diremos que no odie sino que perdone y ame. Sí, que perdone y ame como Jesucristo perdonó y amó a los que lo crucificaron; le diremos que trabaje para que se acerque más a Dios, que respete la propiedad ajena y la vida privada del individuo, que ame la virtud y aborrezca el vicio; que acate las leyes de sus gobernantes cuando éstos sean legítimos; que tienda a su perfeccionamiento por medio de la paz; que ame a su patria y la haga respetar del extranjero; que pida al gobierno, no dinero, no limosna, sino leyes protectoras que hagan que la agricultura, el comercio, las artes y la industria prosperen; que sea buen ciudadano y buen padre de familia; que sea, por último, un pueblo verdaderamente libre.

Este programa, que nos parece racional y lógico, no ataca a nadie; por lo mismo, esperamos que las otras clases de la sociedad, es decir, las clases privilegiadas, las que se consideran de distinta naturaleza a la nuestra, no nos impidan realizar nuestro propósito; si no nos ayudan, porque esto es imposible, a lo menos que no nos pongan tropiezos que nos hagan desviar de nuestro camino.

Se lastima el alma al contemplar a la multitud de vagos forzados que pululan por las calles llenos de desesperación en busca de trabajo; al ver los hospitales siempre llenos de enfermos que regularmente van, después que mueren allí, a la fosa común; al considerar que las pocas prendas de ropa que constituyen todo el haber del obrero, van a perderse en una friolera a los empeños; al ver los malos efectos que se expenden en las tiendas públicas, y el robo que allí se hace en el peso y la medida; al tropezar continuamente con el artesano y con el industrial que pudieron hacer alguna obra propia y que no hallan comprador; al saber que los juzgados menores están llenos de demandas a obreros por rentas, embargos y desocupación de casa; al penetrar en esos calabozos húmedos y malsanos que se llaman cuartos de vecindad, en donde habitan los infelices trabajadores, pagando rentas exhorbitantes a exigentes propietarios; al ver al hijo del obrero siempre harapiento, siempre sufrido, siempre con hambre, por más que tenga un padre honrado y trabajador; al escuchar el lenguaje obsceno que se habla en las tabernas; al ver a la policía conduciendo a la cárcel a los pendencieros; al tener que consignar aquí, que gran parte de esos males son originados por el cálculo infame de los que han olvidado que la Divinidad nos hizo a todos hermanos.

Pues bien, si hubiese muchas compañías cooperativas, desaparecería esa gran parte de males, y el aspecto que presentaran las ciudades y los pueblos, sería muy distinto del que hoy presentan.

Insistimos en que las sociedades mutualistas cambien de sistema, no porque solamente ellas sean las únicas que formen la mayoría de la clase obrera, sino porque estando ya organizadas, teniendo algunos conocimientos de socialismo, estando establecidas en edificios muy conocidos, poseyendo muebles y demás útiles, tienen más facilidad de emprender la reforma; a ejemplo de ellas se formarán otras compañías y aun las que hoy son mutualistas, cambiándose en cooperativas, tendrán, por esa reforma un gran número de nuevos asociados.

El Hijo del Trabajo. Año l. Primera época. Núm. 20, México.

Septiembre 3 de 1876, pp. 1 y 2.

José María González

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