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Bertrand Russell

ENSAYOS SOBRE EDUCACIÓN

SEGUNDA PARTE

LA EDUCACIÓN DEL CARÁCTER

CAPÍTULO DÉCIMO

IMPORTANCIA DE LOS OTROS NIÑOS





Hemos tratado hasta ahora de lo que padres y maestros pueden hacer para formar en el niño un buen carácter. Pero hay probablemente muchas cosas que no pueden hacerse sin la ayuda de otros niños. Esto es más cierto todavía a medida que se hacen mayores, pues nunca es más importante que en la Universidad la comunicación entre muchachos de edad aproximada. En los primeros meses del primer año de la vida el niño no necesita de los otros; en los tres últimos meses esta necesidad comienza a hacerse sentir ligeramente. A esta edad le convienen niños un poco mayores. El primer hijo de una familia tarda generalmente más en aprender a andar y a hablar que los hijos siguientes, porque los mayores lo hacen demasiado bien para que la imitación sea fácil. Un niño de tres años es mejor modelo para el niño de uno, porque las cosas que hace son más parecidas a las que el menor quisiera hacer y porque sus facultades no le producen el efecto de lo sobrenatural. Los niños notan que los otros niños son más parecidos a él que los adultos y, por lo tanto, su ambición está más estimulada por lo que otros niños hacen. Nadie facilita mejor que la familia esta educación común. La mayor parte de los niños, si pueden elegir, prefieren jugar con otros niños mayores, porque así ellos se sienten grandes; estos mayores prefieren a su vez jugar con otros mayores todavía, y así sucesivamente. El resultado es que, tanto en la escuela como en las calles de un barrio pobre, como en cualquier parte donde la elección sea posible, los niños juegan casi siempre con sus coetáneos, porque los mayores no quieren jugar con los menores. De aquí se deduce que lo que tengan que aprender de otros niños mayores, tienen que aprenderlo principalmente en casa. Esto tiene el inconveniente de que en toda familia hay un niño, el mayor, que no puede participar de las ventajas de este método. Y como las familias son cada vez menores, el porcentaje de los primogénitos es mayor, y el inconveniente aumenta. Las familias pequeñas son en cierto modo una desventaja para los niños, a menos que utilicen las escuelas de párvulos. Pero a estas escuelas les dedicamos un capitulo aparte.

Los niños mayores, los menores y los coetáneos son utilizables, pero las relaciones de los mayores con los menores, por las razones expuestas, tienen lugar principalmente en la familia. La gran utilidad de los niños mayores está en que pueden excitar ambiciones asequibles. El niño hace esfuerzos enormes para que lo admitan en los juegos de los niños mayores. Los niños mayores se conducen de una manera espontánea y natural, sin la importancia y artificio de que se rodean las personas mayores en sus juegos con los niños. La misma falta de importancia en una persona mayor sería desagradable, porque las personas mayores tienen poder y autoridad y porque juegan, no para divertirse ellos, sino para divertir al niño. Un niño se somete alegremente a un hermano o hermana mayor con más facilidad que a un adulto y sin necesidad de disciplina. La cooperación en un papel subordinado se aprende mejor de otros niños; cuando personas mayores quieren enseñarla, se encuentran con los dos peligros opuestos de severidad y rigor; severidad si aspiran a una cooperación real, y simulación si se conforman con su apariencia. No quiero decir que deba evitarse siempre la cooperación real o simulada, sino que no tiene la espontaneidad que es posible entre un niño mayor y otro menor y, por lo tanto, no puede utilizarse durante horas enteras de un modo agradable para ambas partes.

Los muchachos un poco mayores son de una especial utilidad para enseñar, no cosas serias, sino lo que puede enseñarse fuera de las horas de trabajo. Un muchacho o muchacha un poco mayores constituyen siempre un estímulo muy eficaz para la ambición, y siendo afables, pueden explicar dificultades mejor que un adulto, por estar reciente en ellos la experiencia de haberlas resuelto. En la misma Universidad yo aprendí de muchachos un poco mayores que yo más de lo que me hubieran podido enseñar señores graves y sesudos. Yo creo que esta experiencia es general dondequiera que la vida social universitaria no se ha hecho demasiado rígida por la tradición. Ello se hace imposible donde los estudiantes más antiguos consideran su dignidad rebajada al tener relación con los más modernos.

También pueden utilizarse niños menores, especialmente desde los tres a los seis años, para la educación moral. Mientras un niño se relaciona con adultos, no tiene ocasión para el ejercicio de muchas importantes virtudes, especialmente las que debe reunir el fuerte en sus relaciones con el débil. A un niño debe enseñársele que no quite a sus hermanos menores cosas por la fuerza, que no se irrite demasiado cuando el menor derriba inadvertidamente su torre de ladrillos, que no esconda los juguetes que no utiliza y que el otro desea.

Debe enseñársele que el menor puede hacerse daño fácilmente si no se le trata con cuidado, y a sentir pesar cuando le haga llorar desconsideradamente. Al proteger a un niño menor, puede hablarse al mayor con una violencia y dureza que en otro caso no se justificarían, pero que producen impresión precisamente por no ser esperadas. Todas éstas son lecciones útiles que sería difícil dar de otra manera. Es una tontería y una pérdida de tiempo dar instrucción moral abstracta a un niño; todo debe ser concreto y acomodado a la situación de actualidad del niño. Muchas cosas que al adulto le parecen educación moral son para el niño como la teoría del manejo de una sierra. El niño cree que se le debe demostrar cómo se hacen las cosas. Por ello el ejemplo es tan importante. El niño que ve trabajar a un carpintero procura imitar sus movimientos; el niño que ve a sus padres comportarse con afabilidad y consideración, procura imitarles también en este aspecto. En ambos casos el niño quiere imitar lo que se le aparece con prestigio. Si damos a nuestro hijo una lección solemne sobre el uso de la sierra y la empleamos luego como un cuchillo, no conseguiremos hacer de él un carpintero. Y si insistimos en que se porte bien con su hermanita y nosotros la tratamos mal, habremos perdido nuestro tiempo. Por ello, cuando nos veamos obligados a hacer llorar a un niño para limpiarle la nariz, por ejemplo, debemos explicar al mayor cuidadosamente por qué nos vemos obligados a ello. De lo contrario, pudiera ocurrir que el mayor saliera en defensa del pequeño y echara en cara al padre su crueldad. Si un padre permite que su hijo tenga la impresión de que es cruel, no podrá desviar, en caso necesario, sus impulsos hacia la tiranía.

Aunque tanto los mayores como los menores tienen su importancia, mayor la tienen los de la misma edad, por lo menos a partir de los cuatro años en adelante. Lo que más necesita aprender es la conducta que ha de seguir con sus iguales. Muchas de las desigualdades que existen en el mundo son artificiales, y sería excelente que lo tuviéramos en cuenta en nuestra manera de portarnos. Las personas ricas se creen superiores a sus cocineros y se conducen con ellos de manera muy distinta que en sociedad. A su vez, se sienten inferiores a un duque, y le tratan de manera que indica falta de propia estimación. En ambos casos se equivocan: el duque y el cocinero debieran ser estimados y tratados como iguales. En la juventud, la edad forma una jerarquía que no es superficial, pero por esta misma razón los hábitos sociales deseables para más adelante se aprenden mejor relacionándose con sus coetáneos. La competencia escolar y los juegos de todas clases son mejores entre muchachos de la misma edad. Entre los compañeros de clase un muchacho tiene la importancia que le asigne su criterio; puede ser admirado o despreciado, pero ello depende de su carácter y de sus hechos. Los padres cariñosos crean un medio demasiado indulgente; los padres fríos crean un ambiente en el que se ahoga la espontaneidad. Sólo los muchachos de la misma edad pueden promover la espontaneidad en libre competencia y en igual cooperación. La propia estimación sin tiranía, la consideración sin rebajamiento, pueden aprenderse mejor relacionándose con iguales. Por estas razones no hay solicitud paternal que pueda proporcionar a un muchacho o muchacha, en su casa, las ventajas que le puede proporcionar una buena escuela.

Aparte de estas consideraciones, hay otra, quizá más importante. El cerebro y el cuerpo del niño exigen una gran cantidad de juego, y después de los primeros años, el juego apenas puede ser satisfactorio sino con otros niños y niñas. Un niño que no juega se hace raro y nervioso, pierde la alegría de la vida y se llena de preocupaciones. Es posible, desde luego, educar a un niño, como se educó a John Stuart Mill, haciéndole estudiar griego desde la edad de tres años, sin que conociera expansiones infantiles. Pero aunque desde el punto de vista de la adquisición de conocimientos el resultado puede ser excelente, el sistema en conjunto no es recomendable. Mill cuenta en su Autobiografía que durante su adolescencia estuvo a punto de suicidarse al pensar que todas las combinaciones de notas musicales se agotaran algún día, haciéndose imposible la creación de composiciones nuevas. Es indudable que una obsesión de este tipo es un síntoma de agotamiento nervioso. En años posteriores siempre que se le ocurría algún razonamiento que pudiera demostrar la equivocación de las ideas de su padre, huía de él como un caballo asustado, limitando con ello en gran parte el valor de sus propios juicios. Parece probable que una juventud más normal le hubiera dotado de mayor elasticidad intelectual y le hubiera capacitado para ser más original en su pensamiento. Sea de ello lo que quiera, lo cierto es que hubiera tenido mayor capacidad para gozar de la vida. Yo mismo fui el producto de una educación solitaria hasta la edad de dieciséis años, no tan violenta como la de Mill, pero demasiado ausente de los goces ordinarios de la juventud. Yo experimenté en mi edad adulta la misma tendencia al suicidio que describe Mill, porque creía, en mi caso, que las leyes dinámicas regulaban los movimientos de mi cuerpo, siendo, por lo tanto, la voluntad una mera ilusión. Cuando comencé a reunirme con mis coetáneos, me creía pedante y raro. El tiempo que duró en mi esta actitud no soy yo el llamado a decirlo.

A pesar de todos estos argumentos, estoy dispuesto a conceder que hay un cierto número de niños y niñas que no debieran ir a escuelas y colegios y que algunos de ellos son individualidades sobresalientes. Si un muchacho tiene facultades mentales anormales orientadas en una dirección determinada, al mismo tiempo que una vitalidad pobre y exceso de nerviosismo, puede ser completamente incapaz de encajar en una comunidad de muchachos normales y verse perseguido hasta volverse loco. No es raro encontrar capacidades de excepción en sujetos de inestabilidad mental, y en tales casos es recomendable la adopción de métodos distintos a los normales. Debe analizarse cuidadosamente si la sensibilidad anormal tiene una causa definida y procurar curarla con esfuerzo constante. Pero tales esfuerzos no deben producir un sufrimiento análogo al que su anormalidad tendría que soportar en el trato con compañeros brutales. Yo creo que esta sensibilidad es debida casi siempre a equivocaciones cometidas durante la infancia, que trastornan el estómago o los nervios del niño. Con una educación infantil adecuada, yo creo que casi todos serían lo suficientemente normales como para gozar de la compañía de muchachos y muchachas. Las excepciones de rigor serían debidas a alguna manifestación genial; en ese caso, la escuela es indeseable y es preferible una juventud más recogida.
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