Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta VigesimaquintaCarta VigesimaséptimaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA VIGESIMASEXTA

15 de marzo de 1819.

Mi querido Greaves:

Permítame repetir que no podemos esperar ningún mejoramiento real de la educación, que se extienda en una esfera amplia y se continúe progresivamente en el tiempo, aumentando su vigor, como corresponde, si no comenzamos por educar a las madres.

Constituye su deber en el círculo doméstico, hacer lo que la instrucción escolar no puede lograr; prestar a cada niño individual aquel grado de atención que una escuela tiene que consagrar al conjunto; dejar que hable su corazón en los casos en que el corazón es el mejor juez; recabar por el afecto lo que la autoridad no hubiera conseguido.

Pero también es su deber tener dispuesto el caudal de sus conocimientos para que sus hijos se beneficien con él.

Comprendo que, bajo las circunstancias presentes, se declararían o serían declaradas por los demás como incompetentes para intentar tales cosas; tan pobres en conocimientos y tan poco prácticas para comunicarlos, abordar semejante tarea podría parecer vana y presuntuosa por su parte.

Ahora bien, éste es un hecho que hasta donde lo permite la experiencia estoy dispuesto a negar. No hablo ahora de aquellas clases o individuos cuya educación no ha sido muy diligente para alcanzar ese objeto en alguna medida. Pensemos en una madre cuya educación ha sido abandonada en alguno o en todos respectos. Supongo una que llega hasta la ignorancia de la lectura y de la escritura aunque no encontremos un individuo tan deficiente en este respecto en ningún país cuyas escuelas están debidamente atendidas, agreguemos a esto el que se trate de una madre inexperta.

Ahora bien, me aventuro a decir que esta pobre enteramente ignorante, esta inexperta madre, no está enteramente privada de los medios de ayudar al desenvolvimiento intelectual de su hijo.

Por muy reducido que pueda ser el caudal de su experiencia y por moderadas que sean sus facultades, debe tener conciencia de que está familiarizada con un número infinito de hechos, como los que ocurren en la vida diaria y respecto de los cuales su hijo es todavía extraño. Debe tener conciencia de que es útil para su hijo familiarizarse pronto con algunos de ellos, tales, por ejemplo, como los que se refieren a cosas con las cuales tiene que ponerse en contacto. Debe sentirse capaz de poner a su hijo en posesión de una variedad de nombres, poniendo simplemente los objetos mismos en presencia del niño, pronunciando sus nombres y haciendo que el niño los repita. Debe sentirse capaz de presentar al niño tales objetos en una especie de orden natural: las diferentes partes, por ejemplo, de un fruto. No despreciemos estas cosas porque son pequeñas. Hubo un tiempo en que nosotros ignorábamos hasta las más pequeñas; y hubo personas a quienes debemos eterno agradecimiento porque nos las enseñaron.

Pero no quiero decir que una madre deba detenerse aquí. Aun la madre de que hablamos, que es una madre enteramente ignorante e inexperta, es capaz de llegar más lejos y agregar una variedad de conocimiento realmente útil. Después de agotar el caudal de objetos que se presentan primeramente, después de adquirir el niño sus nombres y de ser capaz de distinguir sus partes, se le ocurrirá, probablemente, que puede decirse algo más todavía sobre cada uno de estos objetos. Se encontrará capacitada para describirlos a su hijo en cuanto a la forma, el tamaño, el color, la dureza de la superficie, el sonido cuando se les toca y así sucesivamente.

Y la ganancia de un punto material -del mero conocimiento del nombre de los objetos-, ha llevado a su hijo al conocimiento de sus cualidades y propiedades. Nada puede ser más natural para ella que seguir avanzando y comparar diferentes objetos en relación con estas cualidades y el grado mayor o menor en que corresponden a los objetos. Si los primeros ejercicios estaban adaptados para cultivar la memoria éstos están calculados para formar la observación y el juicio.

Todavía puede ella ir más lejos; es capaz de dar al niño la razón de las cosas y las causas de los hechos. Es capaz de informarle del origen, la duración y las consecuencias de una gran variedad de objetos. Las ocurrencias de cada día y de cada hora le proporcionarán materiales para esta clase de instrucción. Su uso es evidente; enseña el niño a inquirir después las causas y le acostumbra a pensar en las consecuencias de las cosas.

En otro lugar tendré ocasión de hablar de la instrucción moral y religiosa; sólo haré aquí observar, por tanto, en pocas palabras, que esta clase de ejercicios últimamente mencionada, que pueden variar y extenderse en series casi ilimitadas, dará ocasión frecuente para los ejemplos o ilustraciones más simples de las verdades que corresponden a esa rama. Hará reflexionar al niño sobre las consecuencias de las acciones; familiarizará al espíritu con el pensamiento; y le llevará frecuentemente a reconocer en los objetos que tiene delante los efectos de la sabiduría infinita de aquel ser al que, mucho antes, la piedad de la madre, si es genuina, le había llevado a reverenciar y amar con todo su corazón y con toda su alma y con toda su energía y con todo su espíritu.

Lamento que la enumeración de estos primeros ensayos de una madre parezcan tediosos a los demás lectores, pero usted no se ha cansado nunca de observar la naturaleza y trazar la instrucción según la corriente inagotable de la experiencia. Creo que simpatizamos acerca de este tema; que sentimos mayor interés por la conciencia sin sofisticar de una pura intención, que por la más espléndida exhibición de conocimiento refinado.

Y no conozco algún motivo que pueda hacer más interesantes estos esfuerzos que el deseo de una madre de hacer todo lo que sea posible a favor del desenvolvimiento físico y mental de su hijo. Por circunscritos que sean sus medios y por limitados que en un comienzo sean sus éxitos, hay siempre algo que no le permite descansar, que le estimula a nuevos esfuerzos y que le coronará al fin con frutos tanto más satisfactorios cuanto mayores hayan sido los esfuerzos para lograrlos.

La experiencia ha mostrado que la madre en situaciones análogas a las que he descrito ha logrado éxitos que han superado sus esperanzas. Considero esto como una nueva prueba del hecho de que nada es demasiado difícil para el amor maternal, animado por una conciencia de su pureza, y elevado por una confianza en el poder de aquel que ha inspirado aquel sentimiento en el corazón de la madre. Lo considero en verdad como un don libre del Creador y creo firmemente que, en la misma medida en que el amor maternal es ardiente e infatigable, en la misma medida en que está inspirado con energía y fortalecido por la fe, en esa misma medida será el amor maternal fortalecido en su ejercicio y provisto de medios aun allí donde más desprovisto aparece.

Creo, como ya he indicado antes, que no es de ningún modo tan difícil dirigir la atención de los niños hacia los objetos útiles aun cuando nada sea más común que la queja. Yo no puedo hacer nada con los niños. Si esto proviene de un individuo que por su especial situación no está llamado a ocuparse de la educación, es de suponer que sea más capaz de hacerse más útil en otra dirección, que mediante una laboriosa y perseverante aplicación a una tarea para la cual ni está predispuesto por inclinación ni capacitado por actitud eminente. Pero aquellas lamentaciones nunca procederán de una madre. Una madre está llamada a prestar su atención a esa materia. Tiene el deber de hacerlo; se lo dice la voz de la conciencia en su interior. La conciencia de un deber no se da nunca sin las cualidades para desempeñarlo; ni se ha emprendido nunca un deber con espíritu valeroso, confiado y amante, sin haber sido siempre coronado por el éxito.

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