Índice de Cartas sobre la educación de los niños de Johann Heinrich PestalozziCarta VigesimacuartaCarta VigesimasextaBiblioteca Virtual Antorcha

CARTA VIGESIMAQUINTA

5 de marzo de 1819.

Mi querido Greaves:

Respecto de los cursos de ejercicios que he recomendado, anticipo que puede hacérseles una objeción que debemos tener en cuenta antes de proceder a hablar de educación intelectual.

Concedido que estos ejercicios puedan ser tan útiles a su modo como el lenguaje, concedido incluso que pueda ser deseable ver difundidos entre todas las clases sociales algunos de los conocimientos que proporcionan; y, sin embargo, podría preguntarse por qué medios puede esperarse generalizarlos entre otras clases que las superiores. Podemos esperar madres competentes, y, quizá, inclinadas a emprender la dirección de esos ejercicios con sus hijos. Pero, considerando el estado presente de las cosas, ¿no es absolutamente quimérico imaginar que entre las madres del pueblo se encuentren algunas calificadas para hacer algo en beneficio de sus hijos en esa dirección?

A esta objeción respondería yo en primer lugar que no siempre es legítimo suponer que en el futuro haya de persistir el presente estado de cosas; y siempre que, como ocurre en ese estado actual, se pruebe que es deficiente, pero capaz al mismo tiempo de mejora, todos los amigos de la humanidad convendrán conmigo en que tal conclusión es inadmisible.

Es inadmisible; porque la experiencia habla en contra de ella. Para un observador reflexivo, la historia presenta a la humanidad trabajando bajo el influjo de una cadena de prejuicios, cuyos eslabones va logrando romper sucesivamente.

Los acontecimientos más interesantes de la historia no son sino la consumación de cosas que se habían considerado como imposibles. En varios se fijan límites a las mejoras logradas por el ingenio; pero menos aún puede circunscribirse el ejercicio de la benevolencia.

Tal conclusión es inadmisible por tanto. Y la historia habla más directamente en este punto. Los hechos de más trascendencia abogan a favor de nuestros deseos y de nuestras esperanzas. Los más brillantes y activos filántropos, hace dos mil años, no podían prever el cambio que se ha operado en el mundo intelectual: no podían haber anticipado aquellas facilidades por las cuales no sólo se estimula la investigación realizada por unos cuantos, sino que los resultados prácticos de esta indagación son comunicados con una maravillosa rapidez a millares de personas que viven en los países más remotos del globo. No podían prever la gloriosa invención por la cual la ignorancia y la superstición han sido derrocadas, y el conocimiento y la verdad difundidos por los canales más universales y más eficaces. No podían haber previsto que el espíritu de indagación podía llegar a ser excitado aun entre aquellos que anteriormente habían sido sometidos a la creencia ciega y a la obediencia pasiva.

Verdaderamente, si hay algún rasgo por el cual la edad presente tiende a redimirse y a cicatrizar las heridas que ha producido en las naciones es éste -que son visibles los esfuerzos hechos en todas direcciones con un celo y una extensión sin precedentes, hasta ahora para ayudar al pueblo en la adquisición de aquella parte de independencia intelectual, sin la cual la verdadera dignidad del carácter humano no puede ser mantenida ni sus deberes adecuadamente satisfechos. Hay algo tan acariciador en esta perspectiva ante la cual número de aquellos para quienes el conocimiento está destinado aumenta con la esfera del conocimiento mismo, de modo que difícilmente encontraremos en él un campo en el cual los hombres de espíritu superior no hayan penetrado para coger las flores y cosechar los frutos, en beneficio de aquellos que no tienen tiempo o capacidad para manejar los instrumentos o para seguir los refinamientos de la ciencia y los objetos todavía más materiales para facilitar los meros pasos, para echar los cimientos, para asegurar los progresos lentos, pero sólidos, y para hacer todo esto de la manera mejor adaptada a la naturaleza del espíritu humano y para el desenvolvimiento de sus facultades; este objeto ha sido perseguido con tal interés y tal ardor, que aun los resultados que hemos visto en nuestra vecindad inmediata son una muestra suficiente de que la persecución no ha sido abandonada y que no estamos muy lejos de su éxito final.

Esta perspectiva es halagadora; pero, amigo querido, no es sobre perspectiva sobre la que he construido la esperanza de mi vida. No es la difusión del conocimiento, sea proporcionado en las escuelas del antiguo plan o en establecimientos regidos por un nuevo principio o sometido al examen y concebido para el mejoramiento de los adultos -no es la difusión del conocimiento solamente la que he tenido en cuenta para el bienestar de esta o de aquella generación. No: a menos de que consigamos darle un nuevo impulso y elevar el tono de la educación doméstica; a menos de que sea difundida una atmósfera de simpatía, elevada por el sentimiento moral y religioso; a menos de que el amor maternal sea utilizado más que ningún otro agente en la primera educación; a menos de que las madres consientan en seguir el llamamiento de su propio sentimiento mejor que el de los hábitos del placer o de la inconsciencia; a menos de que consientan en ser madres y obrar como madres, y a menos de que sean éstos los caracteres de la educación, nuestras esperanzas y nuestros esfuerzos estarán condenados al fracaso.

Han confundido el sentido de todos mis planes y el de los de mis amigos, los que suponen que nuestros esfuerzos a favor de la educación popular no tienen un fin más elevado que el del mejoramiento de un sistema de instrucción o el perfeccionamiento como si dijéramos de la gimnasia del intelecto. Nos hemos esforzado en reformar las escuelas, porque las consideramos esenciales para el progreso de la educación, pero, consideramos más esencial el círculo que las envuelve. Hemos hecho todo lo que estaba a nuestro alcance para educar a los niños, de modo que puedan llegar a ser maestros, y tenemos razones para congratularnos de que las escuelas se hayan beneficiado con este plan. Pero, tenemos que considerar como el rasgo más importante y el deber primordial de las nuestras y de cualquier escuela, desarrollar en los discípulos confiados a nuestro cuidado aquellos sentimientos, y almacenar en su espíritu aquellos conocimientos que, en un período más avanzado de su vida, puedan capacitarles para consagrar todo su corazón y el uso infatigable de sus facultades a la difusión del verdadero espíritu que debe prevalecer en un círculo doméstico. En una palabra, todo el que tenga sobre su corazón el bienestar de la generación naciente, no puede hacer nada mejor que considerar como el objeto más elevado la Educación de las Madres.

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