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LA PREPARACIÓN ESPIRITUAL DEL MAESTRO

El maestro que creyera poder prepararse para su misión únicamente por la adquisición de conocimientos, se engañaría: debe, ante todo, crear en él ciertas disposiciones de orden moral.

El punto central de la cuestión se relaciona con la manera como se debe considerar al niño: punto de vista que no se puede adoptar desde el exterior solamente, como si se tratara de un conocimiento teórico sobre la manera de instruirle o de surregirle.

Tenemos que insistir sobre la necesidad, para el maestro, de prepararse interiormente; al estudiarse él mismo con una constancia metódica, es necesario que llegue a suprimir en él los defectos que constituirían un obstáculo al tratamiento del niño. Y para descubrir estos defectos, situados en la conciencia, necesita una ayuda exterior, una instrucción. Es necesario que alguien nos indique lo que debemos ver en nosotros.

En este sentido diremos que el maestro debe ser iniciado. Se preocupa demasiado de las malas tendencias del niño, de la manera de corregir los actos indeseables, de la herencia del pecado original.

Debería, por el contrario, comenzar por buscar sus propios defectos, sus propias tendencias al mal.

Suprime primero la viga que tienes en el ojo y sabrás en seguida quitar la paja que hay en el ojo del niño.

La preparación interior no es una preparación genérica. Es una cosa muy diferente de buscar su propia perfección, como la entienden los religiosos. No es necesario para llegar a ser educadores, convertirse en seres perfectos, exentos de toda debilidad. Una persona que trate constantemente de elevar su propia vida interior puede quedar inconsciente de los defectos que le impiden comprender al niño. Es pues necesario que se nos enseñe y que nosotros nos dejemos guiar. Tenemos que educarnos si queremos educar.

La instrucción que nosotros damos a los maestros consiste en indicarles el estado de ánimo que conviene a su tarea, algo como el médico indica el mal que amenaza al organismo.

Y he aquí una ayuda concreta:
El pecado mortal que se erige en nosotros y que nos impide comprender al niño es la cólera.

Y como un pecado no se manifiesta jamás solo, sino que arrastra consigo otros, a la cólera se asocia un nuevo pecado de apariencia noble, pero que no es menos diabólico: el orgullo.

Nuestras malas tendencias pueden corregirse de dos maneras: una, interior, que consiste en la lucha del individuo contra sus propios defectos claramente comprendidos. La otra tiene un carácter externo. Es la resistencia exterior a las manifestaciones de nuestras malas tendencias. La reacción de las formas exteriores es muy importante. Es el medio que revela la presencia de los defectos morales, el generador de la reflexión. La opinión del prójimo vence el orgullo del individuo; las circunstancias de la vida, la avaricia; la reacción del fuerte, la cólera; la necesidad de trabajar para vivir, la pereza; las convenciones sociales, la lujuria; la dificultad de obtener lo superfluo, la prodigalidad; la necesidad de parecer digno, la envidia. Estas circunstancias exteriores no dejan de ser una advertencia continua y saludable. Las confrontaciones sociales sirven para el mantenimiento de nuestro equilibrio moral.

Nosotros, sin embargo, no cedemos a las resistencias sociales con la misma pureza que obedecemos a Dios. Si nuestra alma se somete dócilmente a la necesidad de corregir con buena voluntad los errores que hemos reconocido, acepta menos fácilmente el control humillante de los demás. Nos sentimos más humillados por deber ceder que por haber cometido un error. Cuando es necesario frenar, una defensa de nuestra dignidad mundana nos impulsa a aparecer que nosotros mismos hemos escogido lo inevitable. La pequeña simulación que consiste en decir no me agrada esto de las cosas que no se pueden obtener es un hábito de los más difundidos. Oponemos esta pequeña simulación a la resistencia y entramos así en la lucha, en vez de entrar en una vía de perfección. Y como, en toda lucha el hombre siente pronto la necesidad de organizarse, la causa individual se fortalece en una lucha colectiva. Los que poseen el mismo defecto tratan instintivamente de protegerlo buscando la fuerza de la unión.

Disfrazamos nuestros errores bajo la afirmación de deberes elevados y esenciales; así es como, en tiempo de guerra, las máquinas de la muerte se disimulan bajo el aspecto de campos apacibles. Y cuanto más débiles son las fuerzas exteriores que reaccionan contra nuestros defectos, más cómodamente nos construímos nuestros camuflajes defensivos.

Cuando cada uno de nosotros es atacado en sus propios defectos, vemos cuán débil es el mal para insinuarse ocultándose a nosotros mismos. No es ya nuestra vida lo que defendemos, sino nuestros errores, prontos a ponerse el disfraz que hemos llamado necesidad, deber, bien común, etc. Y poco a poco nos convencemos de la verdad de lo que nuestra conciencia sabía que era antes falso y de lo que cada día es más difícil de deshacerse.

El maestro, y en general aquel que quiere educar al niño debe purgarse de este estado de error que falsea su posición frente a aquél. El defecto fundamental, formado de orgullo y de cólera, debe presentarse a la conciencia del maestro en su deseo de verdad. La cólera es en verdad el defecto principal, al cual el orgullo ofrece el disfraz atractivo, el ropaje de dignidad que hasta puede exigir respeto.

Pero la cólera es uno de los pecados que tropieza más fácilmente con la resistencia del prójimo. Por eso hay que reprimirla, y el hombre que sufre la humillación de guardarla oculta acaba por tener vergüenza de ella.

Constituye un verdadero alivio para nosotros encontrarnos ante seres incapaces de defenderse, voraces de comprendernos, como los niños, que soportan todo lo que les decimos. No solamente olvidan éstos las ofensas, sino que se sienten culpables de todo de lo que les acusamos.

Es conveniente que el educador reflexione a fondo sobre los efectos que determina tal situación en la vida del niño. En éste, la razón sola no ha comprendido la injusticia; pero todo su espíritu la combate y es oprimido y como deformado por ella. Las reacciones infantiles -timidez, mentira, caprichos y lloros sin causa aparente, insomnio, miedo obsesivo- representan el estado inconsciente de defensa del niño, cuya inteligencia no llega a determinar la verdadera razón en sus relaciones con el adulto.

La cólera no significa la violencia material. De la ruda impulsión primitiva se derivan otras formas bajo las cuales el hombre psicológicamente refinado disfraza y complica su estado.

En su forma más simple, la cólera es una reacción a la resistencia declarada del niño. Pero ante las oscuras expresiones del alma infantil, la cólera y el orgullo se interpenetran para formar un estado complejo, asumiendo esta forma precisa, tranquila y respetable que se llama la tiranía.

La tiranía está por encima de toda discusión; coloca al individuo en la fortaleza inexpugnable de la autoridad reconocida. El adulto domina al niño en virtud del derecho natural que posee por el hecho de ser adulto. Pero este derecho en discusión equivaldría a atacar una forma establecida y sagrada de soberanía. Si en la comunidad primitiva, el tirano es el mandatario de Dios, para el niño el adulto es Dios mismo. Sobre esto, ninguna discusión. Aquel que podría faltar a la obediencia -el niño- no tiene más que callarse. Se adapta no importa a qué cosa, cree no importa qué cosa, y después obedece.

Si llega a manifestar una defensa, difícilmente será una respuesta directa e intencional a la acción del adulto. Será más bien una defensa vital de su integridad psíquica o una reacción inconsciente de su espíritu oprimido.

Sólo al desarrollarse aprenderá a dirigir su reacción directamente contra el tirano; pero entonces el adulto sabrá vencerlo en un arreglo de cuentas con justificaciones aún más complejas y tortuosas, convenciendo al niño de que se ejerce esta tiranía por su bien.

De un lado, el respeto; de otro, el derecho legítimo a la ofensa; el adulto tiene el derecho de juzgar al niño y de ofenderle, y lo hace sin respeto a su sensibilidad. El adulto puede dirigir o suprimir a su conveniencia las exigencias del niño. Las protestas de éste se considerarán como insubordinación, actitud peligrosa si se la tolera.

He aquí un modelo de gobierno primitivo en el cual el súbdito paga su tributo sin decir una palabra. Hubo pueblos que creían que todo aquello de que gozaban era un don del soberano; así ocurre con el pueblo de los niños, que cree que todo lo debe a los adultos. ¿No es más bien el adulto el que lo cree? Éste se ha forjado además la máscara del creador. Cree, en su orgullo, que ha creado todo lo que existe en el niño. Es él quien le hace inteligente, bueno y piadoso; que él confiere los medios de entrar en relación con su medio, con los hombres, con Dios. ¡Dura tarea! Para hacer el cuadro completo, niega que ejerza la tiranía. ¿Hubo alguna vez tirano que confesara sacrificar a sus Súbditos?

La preparación que nuestro método exige del maestro es el examen de sí mismo, la renuncia a la tiranía. Debe desterrar de su corazón la vieja costra de la cólera y el orgullo; humillarse, revestirse de caridad: éstas son las disposiciones del alma que debe adquirir; éste es el fiel de la balanza, el punto de apoyo indispensable para su equilibrio. En esto reside la preparación interior: el punto de partida y el punto de llegada.

Esto no quiere decir que deba aprobar todos los actos del niño, ni abstenerse de juzgar a éste, o que no deba hacer nada para desarrollar su inteligencia y sus sentimientos; por el contrario, no debe olvidar que su deber es educar, ser positivamente el maestro del niño.

Es necesario que realice un acto de humildad: la supresión de un prejuicio que ha hecho su nido en nuestros corazones. Lo que nos es necesario suprimir no es la ayuda aportada por la educación, es nuestro estado interior, nuestra actitud de adulto lo que nos impide comprender al niño.

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