Índice de Poema pedagógico Capítulo 8
El hopak
Capítulo 10
Al pie del Olimpo
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

Capítulo 9

Transfiguración

La transfiguración comenzó inmediatamente después de nuestra asamblea general y duró unas tres horas, plazo récord para cualquier transfiguración.
Cuando Zhorka agitó la mano indicando que la reunión había terminado, en el club se promovió un griterío indescriptible. Los jefes, de puntillas, gritaban a voz en cuello, llamando a los miembros de sus destacamentos. En el club surgieron dos docenas de corrientes y en el transcurso de varios minutos estas corrientes, tropezando e interceptándose, bulleron entre los viejos muros de la iglesia arzobispal. En los diversos rincones del club, tras las estufas, en los nichos y en el centro empezaron los mítines de los destacamentos. Cada uno de ellos constituía una multitud sucia y gris de harapientos, entre los que se movían sin prisa los hombros blancos de los gorkianos.
Después, los colonos se abalanzaron desde la puerta del club al patio y hacia los dormitorios. Cinco minutos más tarde, en el club y en el patio había un silencio absoluto, y sólo los Mercurios de los destacamentos volaban con encargos urgentes, trepidando sus alitas en los pies.
Yo podía descansar un poco.
Me acerqué al grupo de mujeres congregado en el atrio de la iglesia, y desde esa altura observé los acontecimientos posteriores. Sentía deseos de permanecer callado sin pensar en nada. Ekaterina Grigórievna y Lídochka, alegres y tranquilas, se defendían con indolente laxitud de no sé qué preguntas de la camarada Zoia. Junto a la verja polvorienta del atrio, Bréguel decía a Guliáeva:
- Veo que todos esos atributos dan una impresión de armonía. Pero, ¿qué? Eso no es más que el aspecto exterior.
Guliáeva se volvió hacia mí:
- Antón Semiónovich, conteste usted. Yo no entiendo nada de esto.
- También yo me oriento débilmente en cuestiones de teoría -respondí de mala gana.
Callamos. A pesar de todo, conseguí organizar una ración mínima de descanso y, mirando a mi alrededor, observé el magnífico objeto que de antiguo se llama mundo. Eran aproximadamente las dos de la tarde. Al otro lado del estanque, se calentaban, bajo el sol, los techos de bálago de la aldea. En el cielo habían quedado inmóviles sobre Kuriazh unas nubecillas blancas probablemente por disposición especial hasta nueva orden: una especie de reserva del negociado de las nubes. Yo sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo ahora en la colonia. En los dormitorios, los muchachos desmontaban las camas, sacaban la paja de los colchones y de las almohadas, formaban bultos con todo ello. Dentro iban las mantas, las sábanas, los zapatos nuevos y los viejos, todo. En el cobertizo de la cochera, Aliosha Vólkov se hacía cargo de todos esos andrajos, tomaba nota de ellos y los enviaba a la cámara de desinfección. La cámara de desinfección había venido especialmente de la ciudad. Estaba montada sobre ruedas. Funcionaba en la era, y el que dirigía todo allí era Denís Kudlati. Detrás de la catedral, en el lado opuesto al atrio, Dmitri Zheveli entregaba a los jefes de los destacamentos o a sus delegados ropa nueva y jabón, según la relación establecida. De detrás de los muros de la catedral, apareció de pronto Sínenki y, apartando, preocupado, su corneta, me dijo rápidamente:
- Taraniets ha dicho que toque a reunión de jefes en el comedor.
- ¡Venga!
Sínenki susurró con sus invisibles alitas y voló hacia la puerta del comedor. Deteniéndose en la puerta, tocó varias veces una corta señal, compuesta de tres sonidos.
Bréguel contempló atentamente a Sinenki y luego se volvió a mí:
- ¿Por qué ese niño no hace más que pedir su permiso... para dar... esas señales? ¡Si es una cosa tan baladí!
- Nosotros nos atenemos a una regla: si la señal no está prevista por el horario, deben notificármela. Yo debo saberlo.
- Todo eso, naturalmente, es bastante... ¿cómo decirlo?... efectista. ¡Pero no es más que el aspecto exterior! ¿Usted no lo cree así?
Yo comenzaba a sentirme irritado. ¿A santo de qué me hostilizaban precisamente hoy? Y, además, ¿qué pretendían en realidad? ¿ Tal vez les daba pena Kuriazh?
- Sus banderas, sus tambores, sus saludos no hacen más que organizar exteriormente a la juventud...
Sentí deseos de chillar. ¡Déjeme!, pero dije un más cortésmente:
- Usted concibe a la juventud o, pongamos por ejemplo, a un niño como una cajita: existe el aspecto exterior, la envoltura o cosa así, y existe lo interior, las tripas. Según usted, debemos ocuparnos únicamente de las tripas. Pero, sin envoltura, este precioso contenido se desparramará.
Bréguel siguió con una mirada rabiosa a Vetkovski, que pasó corriendo hacia el comedor.
- No obstante, esto recuerda mucho a un cuerpo de cadetes...
- ¿Sabe usted una cosa, Varvara Víktorovna? -dije, esforzándome por dar un acento amable a mis palabras-. Vamos a dejarlo. Me es muy difícil hablar con usted sin...
- ¿Sin qué?
- Sin intérprete.
La maciza figura gris de Bréguel separóse pesadamente de la verja y avanzó hacia mí. Apretó los puños detrás de la espalda, pero ella, no sé de dónde -quizá del cuello-, sacó una sonrisa de fabricación artesana y se la colocó sin prisa en el rostro, igual que los miopes se ponen las gafas.
- Habrá intérpretes, camarada Makárenko.
- Esperaremos.

Por la puerta salió el primer destacamento, y Gud, su jefe, preguntó en voz alta, después de examinar rápidamente el atrio:
- Entonces, Ustimenko, ¿tú dices que por esta puerta no se pasa?
Un muchacho de Kuriazh, morenucho, como de quince años, tendió la mano hacia la puerta:
- No, no... Te lo aseguro. No pasa nadie. Siempre está cerrada. Pasan por aquélla y por ésa; por ésta, no, te lo aseguro.
Uno de atrás pronunció:
- Allí en medio tienen armarios, con velas y otras cosas por el estilo...
Gud subió corriendo al atrio, dio unas vuellas por él y rompió a reír:
- ¿Qué más necesitamos? ¡Oh! Aquí estaremos muy bien. ¿Para qué demonios necesitamos una gradería tan magnífica? Y, en caso de lluvia, tenemos alero... Sólo que la cama será dura. ¿No será demasiado dura?
Karpinski, un antiguo gorkiano, que trabajaba desde hacía tiempo como zapatero en el destacamento de Gud, contempló alegremente las losas del atrio.
- ¡Qué va! Tenemos seis mantas y seis colchones. Y tal vez encontremos algo más.
- Tienes razón -asintió Gud.
Y luego, volviéndose de cara hacia el estanque, manifestó:
- Sabed todos que este lugar está ocupado por el primer destacamento. Y no hay protesta que valga. ¡Antón Semiónovich, usted es testigo!
- Bueno.
- Entonces... empezad... A ver, ¿a quién le toca? Esperad.
Gud sacó una lista del bolsillo:
- Sliva y Jlébchenko, a ver cómo sois. Presentaos.
Jlébchenko es pequeño, delgadito, pálido. Por una razón desconocida, su cabello negro y liso, en vez de crecer hacia arriba, crece hacia adelante, y su nariz está llena de espinillas negras. La sucia camisa le llega hasta las rodillas y el borde desgarrado baja todavía más. Sonríe torpemente y mira en derredor. Gud le examina con un ojo crítico y luego traslada su mirada a Sliva. Sliva es igual de delgado, pálido y andrajoso que Jlébchenko, pero se distingue de él por su elevada estatura. Sobre su cuello, fino hasta más no poder, se yergue, de repente, una cabeza estrecha, en la que sorprenden los labios gruesos y sonrosados. Sliva sonrie con aire de víctima y mira hacia un rincón del atrio.
- ¡El diablo sabe qué os dan aquí de comer! -exclama Gud-. ¿Por qué estáis todos tan flacos... como perros? Antón Semiónovich, tendremos que cebar al destacamento. ¡Fíjese usted qué destacamento me han dado! ¿Es que el primer destacamento puede ser así? ¡No puede ser! ¿Tenemos bastante comida? ¡Cómo no! ¿Y tragar sabéis?
Los muchachos del destacamento se ríen. Gud pasea una vez más su mirada de desconfianza por los rostros de Sliva y de Jlébchenko y dice tiernamente:
- Escuchadme, Sliva y Jlébchenko. Ahora hay que fregar muy bien este atrio. ¿Comprendéis con qué tenéis que fregarlo? Con agua. ¿Y en qué debéis traer el agua? En un cubo. Karpinski, rápido, ve donde Mitka y dile que te dé nuestro cubo y nuestro trapo. Y una escoba. ¿ Vosotros sabéis fregar?
Sliva y Jlébchenko asienten con la cabeza. Gud se vuelve hacia nosotros, se quita el gorrito y hace un vasto ademán:
- Queridos camaradas, les rogamos que nos disculpen: este territorio ha sido ocupado por el primer destacamento, y no hay nada que hacer. Con motivo de que aquí se va a proceder a una limpieza general, les indicaré un buen destacamento.
El primer destacamento sigue con entusiasmo este galante proceder. Yo agradezco a Gud el ofrecimiento de buen sitio con bancos, pero renuncio a él.
Llega Karpinski, haciendo sonar los cubos. Gud da las últimas disposiciones y agita alegremente una mano:
- ¡Y ahora a cortarse el pelo y a bañarse!
Descendiendo los peldaños del atrio, Bréguel observa en silencio las pisadas de sus propios pies. Yo siento unos terribles deseos de que los forasteros se vayan cuanto antes. Junto al mismo atrio, donde ha establecido Zheveli su almacén y donde se ha formado ya una fila de delegados de destacamentos y sus ayudantes y sus mozas cargan sobre los hombros montoncitos azules de calzones y montoncitos blancos de camisas aprietan bajo el brazo cajas marrones de jabón y hacen sonar los cubos, está detenido el Fiat del Comité Ejecutivo Regional. Aburrido y somnoliento, el chófer contempla con angustia a Bréguel.
Vamos en silencio hacia la puerta. Yo no sé dónde hay que ir. Si estuviera solo, me tumbaría ahora en la hierba, al pie del muro de la catedral, y seguiría observando el mundo y sus magníficos detalles. Todavía falta más de una hora para que termine nuestra operación, y después otra vez me absorberá el trabajo. En una palabra, comprendo perfectamente las miradas angustiosas del chófer.
Pero de la puerta sale un grupo parlanchín y riente, y en mi alma siento de nuevo una inyección de alegría. Es el octavo destacamento, porque veo delante la figura espléndidamente modelada de Fedorenko, porque aquí están Korito, Nechitailo, Oleg Ognev. Mis ojos se fijan con involuntaria perplejidad en unas figuras completamente nuevas que llevan con poca naturalidad la ropa, habitual para mí, de los gorkíanos. Por fin, empiezo a darme cuenta: todos ellos son antiguos muchachos de Kuriazh. Ésta es la transfiguración, en cuyos preparativos hemos invertido dos semanas. Rostros frescos, lavados, gorritos de terciopelo que todavía conservan sus dobleces sobre las cabezas recién rasuradas de los muchachos. Y lo más importante, lo más agradable: miradas alegres y confiadas, la gracia recién engendrada, de hombres pulcramente vestidos y libres de piojos.
Fedorenko con el estilo lento y majestuoso que le es propio se hace a un lado y dice, enhebrando elegantemente sus palabras sólidas y abaritonadas:
- Antón Semiónovich, puede usted hacerse cargo del octavo destacamento de Fedorenko en completo orden, como se dice.
Junto a él, Oleg Ognev extiende sus finos y largos labios de íntelectual y me saluda circunspecto:
- En la medida de mis fuerzas he participado en el bautismo de estos pueblos. Apúntelo en algún lugar de su libro de notas por si en otra ocasión mi conducta no es tan afortunada.
Estrecho cordialmente los hombros de Oleg. Lo hago porque siento unos terribles deseos de besarle y de besar también a Fedorenko y a todos mis demás muchachos, magníficos y encantadores. Ahora me es difícil anotar algo en mi libro de notas y en mi alma. Mi alma se ha llenado repentinamente de ideas, de ímágenes, de solemnes coros y de ritmos de danza. Pero, en cuanto apreso algo por el rabo, ese algo desaparece en la multitud, y otro fenómeno nuevo grita, atrayendo descaradamente mi atención. Bautismo, transfiguración -sigo pensando de paso-, todos ésos son términos religiosos. Pero el rostro sonriente de Korotkov borra también por un segundo este esquema original. Sí, yo fui quien insistió en que se incluyera a Korotkov en el octavo destacamento. El general Fedorenko, que ha captado al vuelo mi mirada a Korotkov, le abraza por los hombros y dice, estremeciendo levemente las pupilas de sus ojos grises:
- Antón Semiónovich, nos ha incluido usted un buen colono en el destacamento. Ya he hablado con él. Dentro de poco tiempo será un buen jefe.
Korotkov me mira seriamente y me dice afable:
- Después quiero hablar con usted, ¿bueno?
Fedorenko contempla, alegre e irónico, el rostro de Korotkov:
- ¡Qué absurdo eres! ¿Para qué quieres hablar? No hace falta hablar. ¿Para qué sirve eso?
Korotkov observa también atentamente al astuto Fedorenko:
- ¿Sabes?... Es que... yo tengo un asunto especial...
- No tienes ningún asunto especial. ¡Eso son tonterías!
- Es que quiero... que también a mí... se me pueda arrestar.
Fedorenko se ríe a carcajadas:
- ¡Menudas cosas quieres!... Todavía es pronto. Para eso hay que ganar primero el título de colono. ¿Ves la insignia? Y a ti no se te puede todavía arrestar. A ti se te dirá: estás arrestado, y tú responderás:
¿Por qué? Yo no soy culpable.
- ¿Y si, efectivamente, no soy culpable?
- ¿Ves cómo no lo entiendes? Tú crees que el no ser culpable tiene una enorme importancia. Pero cuando seas colono, entonces comprenderás otra cosa... ¿cómo explicártelo?... Comprenderás que lo importante es la disciplina y que la cuestión de si eres o no culpable, no es, en realidad, un asunto de tanta importancia. ¿Verdad, Antón Semiónovich?
Asentí con un movimiento de cabeza a las palabras de Fedorenko. Bréguel nos contemplaba como si fuéramos monstruos en tarros, y sus mejillas comenzaron a adquirir la forma de unos morros de bulldog. Me apresuré a distraer su atención de cosas desagradables:
- ¿Y qué grupo es aquél? ¿Quiénes son?
- Es aquel muchacho... -contesta Fedorenko-. Aquel muchacho tan combativo. Dicen que le han dado una buena tunda.
- Cierto, es el destacamento de Záichenko -digo, reconociendo a los muchachos.
- ¿Quién le ha pegado? -se interesa Bréguel.
- Le han apaleado una noche... los de aquí, naturalmente.
- ¿Por qué? ¿Cómo no lo ha comunicado usted? ¿Y hace tiempo?
- Varvara Víktorovna -digo con rudeza-, aquí, en Kuriazh, han estado mofándose de los muchachos durante muchos años. Como eso a usted le interesaba poco, yo tenía motivos para pensar que también este caso era indigno de su atención... tanto más cuanto que yo me había interesado personalmente por él.
Bréguel interpretó mi áspero discurso como una invitación a irse.
- Hasta la vista -dijo secamente.
Y se dirigió al coche, del que ya asomaba la cabeza de la camarada Zoia.

Respiré a gusto. Fui hacia el encuentro del decimooctavo destacamento de Vania Záichenko.
Vania conducía solemnemente el destacamento. Con toda intención habíamos formado el decimooctavo destacamento a base tan sólo de kuriazhanos. Esta circunstancia daba al destacamento y a Vania un brillo especial. Vania lo había comprendido. Fedorenko se echó a reír estrepitosamente:
- Pero mírales qué bien van.
El decimooctavo destacamento se aproximaba a nosotros, alardeando de porte militar. Los veinte muchachos marchaban en filas de a cuatro marcando el paso y hasta moviendo militarmente los brazos. ¿Cuándo había tenido tiempo Záichenko de conseguir semejante militarización? Decidí apoyar el espíritu militar del decimooctavo destacamento y me llevé la mano a la visera de la gorra:
- ¡Salud, camaradas!
Pero el destacamento decimooctavo no estaba preparado para tal maniobra. Cada muchacho chilló a su modo, y Vañka hizo un ademán de desesperanza:
- ¡Cuidado que sois... mujiks!
Fedorenko se golpeó, entusiasmado, las rodillas:
- ¡Mírale, ya ha aprendido!
Para resolver de algún modo la situación, ordené:
- ¡Rompan filas! A ver, los del destacamento decimooctavo, contadme cómo os habéis bañado...
En el rostro de Piotr Málikov resplandeció una sonrisa luminosa:
- ¿Cómo nos hemos bañado? Nos hemos bañado bien. ¿Verdad, Timka?
Odariuk volvió la cabeza y murmuró contra el hombro del que estaba detrás de él:
- Con jabón...
Záichenko me miró orgullosamente:
- Ahora nos bañaremos todos los días con jabón. Nuestro encargado de estas cosas es Odariuk, ¿ve usted?
Y me señaló una caja color marrón en manos de Odariuk.
- Hoy hemos gastado dos pedazos de jabón: ¡dos pedazos enteros! Pero... es sólo el primer día... Después gastaremos ya menos... Ahora queremos hacerle una pregunta, ¿comprende?... Nosotros, claro está, no gemimos... ¿Verdad que no gemimos? -preguntó, volviéndose a los suyos.
- ¡Pero mire usted qué demonios de muchachos! -se admiró Fedorenko.
- ¡No gemimos! ¡No, no gemimos! -gritaron los muchachos.
Vania volvió varias veces la cabeza en todas direcciones:
- Pero, ¿sabe?, queremos plantearle una cuestión. ¿Comprende?
- Bueno, comprendo: vosotros no gemís: únicamente queréis plantear una cuestión.
Vania abultó los labios y desorbitó los ojos:
- Eso es. Y la cuestión es ésta: en otros destacamentos hay gorkianos viejos, aunque no sean más que tres o cinco. ¿Verdad? Pero nosotros no tenemos a ninguno. No tenemos y no hay más que hablar.
Cuando Vania pronunciaba las palabras no tenemos elevaba la voz hasta chillar y hacía un movimiento encantador con un dedito enhiesito desde la oreja derecha hacia un lado.
De pronto se echó a reír sonoramente:
- ¡No tenemos mantas! ¡Ninguna! ¡Ni colchones! ¡Ni un colchón! ¡No tenemos!
Vania volvió a reírse con más alegría aún, y los demás miembros del decimooctavo destacamento le hicieron coro con sus carcajadas.
Escribí al jefe del decimooctavo destacamento una nota para Aliosha Vólkov: entregar inmediatamente al destacamento seis mantas y seis colchones.

Por el camino que llevaba al río había comenzado un gran movimiento. Los destacamentos de los colonos iban por él como de maniobras.
Detrás de la cochera, entre unos espesos matorrales, se habían instalado cuatro peluqueros, venidos ya por la mañana de la ciudad. La corteza de Kuriazh desprendíase a trozos del organismo de los kuriazhanos: confirmando mi eterno punto de vista, los kuriazhanos resultaron unos muchachos corrientes, animados, locuaces y, en general, gente alegre.
Yo veía el entusiasmo con que los muchachos admiraban su nuevo traje, con qué inesperada coquetería se arreglaban los pliegues de la camisa y hacían girar los gorritos en sus manos. El ingenioso Aliosha Vólkov, después de orientarse en la infinita feria de cosas de toda suerte amontonadas alrededor de la catedral, extrajo, ante todo, nuestro único gran espejo y dos muchachos lo colocaron en seguida sobre una altura. Alrededor del espejo se congregó en el acto una muchedumbre de muchachos ansiosos de contemplar su reflejo en el mundo y de saborearlo. Entre los kuriazhanos aparecieron muchos chicos guapos; en cuanto a los restantes, deberían embellecerse en un futuro inmediato, porque la hermosura es un fruto del trabajo y de la alimentación.
Sobre todo había júbilo entre las niñas. Las muchachas de la colonia Gorki habían traído a las de Kuriazh lujosos atavios confeccionados especialmente para ellas: falditas de satén azul con grandes pliegues, blusitas blancas de buena calidad, calcetines de color azul celeste y zapatitos de los llamados de ballet. Kudlati permitió a los destacamentos de niñas llevar las máquinas de coser a sus dormitorios, y allí comenzó la acostumbrada bacanal femenina: prueba, arreglo, planchado. El lavadero de Kuriazh había sido puesto íntegramente a disposición de las niñas durante todo el día de hoy. Yo encontré a Perets y le dije severamente:
- Ponte un mono y ve a calentar el caldero del lavadero para las niñas. Pero no pierdas tiempo: un pie aquí y el otro allá.
Perets tendió hacia mi su rostro arañado, se golpeó el pecho con la mano y me preguntó:
- ¿Cómo?... ¿Que yo caliente el agua para las muchachas?
- Sí.
Perets sacó el vientre, hinchó las mejillas y, llevándose la mano a la visera, como hacen habitualmente los militares, aulló con una voz que resonó en todo el monasterio:
- ¡A la orden, calentar el agua!
La contestación no le salió bien del todo, pero resultó enérgica. Después de tal solemnidad, Perets se entristeció súbitamente:
- Bueno... Pero, ¿de dónde saco el
mono? Nuestro destacamento noveno no los ha recibido todavía...
- ¡Nene! -dije yo a Perets-. ¿Tal vez haga falta cogerte bajo el brazo y llevarte para que te cambies de ropa? Y, además dime: ¿cuánto tiempo todavía piensas estar aquí, dándole a la lengua?
Los muchachos que nos rodeaban rompieron a reír. Perets giró la cabeza y gritó ya sin ninguna solemnidad:
- ¡Lo haré!... ¡Lo haré, esté usted seguro!
Y se fue corriendo.

Lápot hizo tocar otra vez a reunión de jefes, esta vez en el atrio de la catedral, donde ya había instalado su dormitorio el destacamento de Gud.
De pie en el atrio, Lápot dijo:
- Jefes, no nos sentaremos. La reunión es sólo para un minuto. Explicadles hoy mismo a los muchachos cómo hay que limpiarse las narices. ¿Qué es eso de que anden moqueando por todo el patio? Y luego otra cosa: Zhorka ha hablado ya en la reunión acerca de los excusados; vosotros también debéis decirles algo. Y sobre los cajones de la basura: advertirles que hay que tirar la basura en ellos y no donde caiga.
- Tú no te apresures; primero hay que quitar toda la porquería. ¡Qué cajones ni qué ocho cuartos! -sonrió Vetkovski.
- ¡Déjalo, Kostia! Una cosa es quitar la porquería y otra es el orden... ¡Tú, que has corrido tanto mundo, debes saberlo perfectamente! Y no olvidaos de que todos conozcan nuestra regla; si no, después dirán:
¡No lo sabíamos! ¿Cómo podíamos saberlo?...
- ¿Qué regla?
- Nuestra regla acerca de los que escupen... Repetid a coro...
Lápot comenzó a dirigir con la mano, y los jefes, sonrientes, declamaron a coro:
- Una vez escupirás y tres días fregarás.
Los muchachos de Kuriazh, que seguían atentamente las deliberaciones del Soviet de jefes con el sagrado estremecimiento de unos masones recién admitidos lanzaron una exclamación de sorpresa y se taparon la boca con la palma de la mano. Lápot levantó la reunión, y los muchachos llevaron la nueva consigna a las guaridas provisionales de los destacamentos. La llevaron hasta Jalabuda, que, para mi sorpresa, salió del establo, lleno de paja, de polvo, de no sé qué migajas de forraje y pronunció con su voz de bajo:
- Estas mujeres del demonio me han abandonado y ahora tendré que ir andando a la estación. Sí. Una vez escupirás y tres días fregarás. ¡Muy bien!... Vitka, ten compasión del viejo. Tú que eres aquí el amo de los caballos, engancha algún jamelgo y llévame a la estación.
Mitka miró al recio Antón Brátchenko. Antón también podía presumir de voz de bajo:
- Pero ¡qué habla usted de jamelgos! Engancha al
Molodiets al cabriolet y lleva al viejo. Pero, como usted hoy nos ha limpiado a Zhorka, justo es que ahora le cepillemos nosotros un poco antes de marcharse.

Taraniets, con el brazalete de encargado de la guardia, se me acercó todo agitado:
- Allí... viven unos agrónomos... Se han negado a limpiar los dormitorios y dicen: no nos hace falta ningún destacamento.
- Me parece que tienen limpios los dormitorios.
- He estado ahora allí. He examinado sus camas y... los trapos que tienen colgados de la percha. Hay muchos piojos y chinches.
- Vamos.
En la habitación de los agrónomos reinaba un desorden completo: era visible que no había sido arreglada hacía tiempo. Voskobóinikov, designado jefe del destacamento de vaqueros, y otros dos muchachos, incluidos en su destacamento, se habían sometido al acuerdo y, después de entregar sus prendas a la desinfección, se habían marchado dejando en el nido agronómico amplios boquetes y restos abandonados de la existencia sedentaria. En la habitación había varias personas. Me acogieron sombríamente. Pero tanto yo como ellos sabíamos de qué lado estaba el triunfo, y lo único que podía discutirse era la forma de la capitulación.
Yo pregunté:
- ¿No queréis someteros a la decisión de la asamblea general?
Silencio.
- ¿Habéis estado en la reunión?
Silencio. Taraniets repuso.
- No han estado.
- Os he dado bastante tiempo para meditar y decidir. ¿Vosotros qué os consideráis: colonos o inquilinos?
Silencio.
- Si os consideráis inquilinos, puedo permitiros vivir en esta habitación diez días más. Pero no os daré de comer.
- ¿Y quién va a darnos, entonces, de comer? -preguntó Svatkó.
Taraniets sonrió.
- ¡Qué ingenuos! No lo sé -respondí-. Yo no.
- ¿Y hoy tampoco nos dará usted de comer?
- Tampoco.
- ¿Tiene usted derecho a hacerlo?
- Sí, lo tengo.
- ¿Y si trabajamos?
- Aquí trabajan únicamente los colonos.
- Nosotros seremos colonos, pero viviremos en esta habitación.
- No.
- Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Yo saqué el reloj:
- Podéis pensarlo cinco minutos. Comunicad vuestra decisión al responsable de la guardia.
- ¡A la orden! -exclamó Taraniets.
Media hora más tarde pasé otra vez ante el pabellón de los agrónomos. Aliosha Vólkov cerraba con candado la puerta del pabellón. Taraniets permanecía también allí ex officio.
- ¿Se han ido?
- ¡De qué modo! -contestó, riéndose, Taraniets.
- ¿Todos están en distintos destacamentos?
- Sí, a cada uno le han puesto en un destacamento diferente.

Hora y media más tarde, tras unas mesas engalanadas, cubiertas de blancos manteles, se celebró una comida solemne en un comedor imposible de reconocer, que el destacamento mixto de vanguardia había relamido literalmente todavía antes del amanecer, adornándolo de ramas y de flores, y donde, según el dispositivo, Aliosha Vólkov, inmediatamente después de llegar de la estación había colgado los retratos de Lenin y Gorki, mientras Shelaputin y Toska tendían bajo el techo los transparentes con las consignas y los saludos, entre los que surgía de improviso sobre la misma cabeza de los espectadores un cartel con las palabras:

¡NO GEMIR!

Los kuriazhanos, definitivamente desmoralizados, todos pelados y lavados, todos con blancas camisas nuevas, estaban colocados en los finos y esbeltos marcos de los gorkianos, de los que era imposible escapar. Sentados ante las mesas, sin moverse, las manos dobladas sobre las rodillas, contemplaban con profundo respeto los montones de pan sobre las bandejas y los cristalinos y transparentes jarrones llenos de agua.
Las niñas, todas con delantales blancos, y Zheveli, Shelaputin y Belujin, también con bata blanca, se movían silenciosamente y, hablando en voz baja, arreglaban las últimas filas de tenedores y de cuchillos, añadían algo, hacían sitio a alguien. Los kuriazhanos se sometían lánguidamente a ellos, como enfermos en un sanatorio, y Belujin les sostenía, como a enfermos, con cuidado.
Yo estaba de pie en el espacio libre, bajo los retratos, y veía hasta el final todo el oasis del comedor, surgido por un milagro inverosímil en medio del sucio erial del monasterio. En el comedor reinaba un silencio que sorprendía al oído, pero que se reflejaba en el arrebol de las mejillas, en el brillo de los ojos, en la gracia cohibida de la turbación como una verdad apaciguada, como el misterio del nacimiento de algo nuevo.
Del mismo modo silencioso, casi insensiblemente, entraron por la puerta, uno tras otro, los tambores y los cornetas y, mirando con prudencia a su alrededor, enrojecieron preocupados y se alinearon junto a la pared. Solamente ahora les vieron todos, y centenares de ojos se clavaron fijamente en ellos, olvidándose de la comida.
Taraniets apareció en la puerta:
- ¡De pie ante la bandera! ¡Firmes!
Los gorkianos se pusieron de pie con su ímpetu habitual. Los kuriazhanos, desconcertados por la voz de mando, apenas tuvieron tiempo de volver la cabeza y de apoyarse con las manos en las mesas para levantarse cuando ya cayeron sobre ellos, dejándoles nuevamente estupefactos, los truenos de nuestra enérgica banda de música.
Taraniets entró con la bandera, ya sin funda. Los pliegues de seda roja ondulaban seguros. La bandera quedó inmóvil al pie de los retratos, y nuestro comedor adquirió inmediatamente la solemne expresión de las fiestas soviéticas.
- Sentaos.

Yo pronuncié una breve arenga a los colonos, en la que no hablé ya del trabajo, ni de la disciplina, en la que no les exhorté a nada ni puse nada en duda. Únicamente les felicité por el principio de la nueva vida y expresé mi convicción de que esta vida sería magnífica, todo lo magnífica que podía ser la vida humana.
- Viviremos de un modo bello, alegre y racional -dije a los colonos-, porque somos personas, porque tenemos una cabeza sobre los hombros y porque asi lo deseamos. ¿Y quién puede impedírnoslo? No hay gente capaz de arrebatarnos nuestro trabajo y nuestras ganancias. En la Unión Soviética no hay gente así. Y ved, en cambio, qué gente tenemos alrededor nuestro. Entre vosotros ha estado hoy todo el día el camarada Jalabuda, viejo obrero y guerrillero. Os ha ayudado a desplazar el tren, a descargar los vagones, a limpiar los caballos. Es difícil calcular cuánta gente buena e inteligente, cuántos jefes nuestros, cuántos bolcheviques nuestros piensan en vosotros y quieren ayudaros. Ahora voy a leeros dos cartas. Por ellas veréis que no estamos solos, veréis que os estiman y se preocupan de vosotros.

Carta de Máximo Gorki al presidente del Comité Ejecutivo del Soviet de Járkov:

Permítame agradecerle de todo corazón la atención y la ayuda prestadas por usted a la colonia Gorki. Aunque conozco a la colonia únicamente por la correspondencia con su director y los muchachos, me parece que la colonia merece la atención más seria y una ayuda eficaz.
Entre los niños desamparados se extiende más y más la criminalidad y, junto a brotes espléndidos y saludables, crecen también muchos seres deformes. Esperemos que la actividad de colonias por el estilo de la que usted ayuda señalará las vías de lucha contra la deformación, hará bueno de lo malo, como ya ha aprendido a hacer.
Estrecho fuertemente su mano, camarada. Le deseo salud, ánimos y buenos éxitos en su difícil trabajo.

M. Gorki.

Respuesta del Comité Ejecutivo del Soviet de Járkov a Máximo Gorki:

Querido camarada: El Presídium del Comité Ejecutivo del Soviet de Járkov le ruega acepte el testimonio de su más profundo reconocimiento por la atención que presta usted a la colonia infantil que lleva su nombre.
Las cuestiones relacionadas con la lucha contra el desamparo y la delincuencia infantiles atraen especialmente nuestra atención y nos mueven a adoptar las medidas más serias para la educación de los muchachos y su adaptación a una vida sana y normal de trabajo.
Esta tarea, claro está, es difícil, y no puede ser cumplida en un breve plazo, pero nosotros hemos acometido ya enérgicamente su realización.
El Presídium del Comité Ejecutivo del Soviet de Járkov está seguro de que el trabajo en la colonia en las nuevas condiciones se organizará bien, de que en un futuro próximo este trabajo será ampliado y, gracias a los esfuerzos comunes, su situación estará a la altura a que debe hallarse una colonia que lleva su nombre.
Permítanos, querido camarada, desearle de todo corazón el máximo de fuerzas y de salud para sus futuros trabajos, para su futura y bienhechora actividad.

Mientras leía las cartas, yo contemplaba a los muchachos por encima del papel. Me oían, y su alma estupefacta se había agolpado, íntegra, en sus ojos, sorprendidos y alegres, pero incapaces, al mismo tiempo, de abarcar todo el misterio y toda la amplitud del mundo nuevo. Muchos medio se habían levantado de la mesa y, apoyando los codos en ella, tendían sus rostros hacia mí. Los rabfakianos, de pie contra la pared, sonreían con aire soñador, las niñas habían comenzado ya a secarse los ojos, y los muchachos, viriles, las miraban a hurtadillas. En la mesa de la derecha, Korotkov pensaba en algo frunciendo sus bellas cejas. Jovraj miraba por la ventana, apretándose las mejillas con un gesto de sufrimiento.
Terminé. Tras las mesas corrieron las primeras olas de movimientos y de palabras, pero Karabánov alzó la mano:
- ¿Sabéis qué? ¿Para qué hablar? Aquí... ¡el diablo lo sabe!... Aquí hay que cantar y no hablar. A ver, empecemos... pero como es debido...
¡La Internacional!
Los muchachos comenzaron a gritar, a reír, pero yo vi que muchos de los kuriazhanos, turbados, se habían quedado silenciosos: adiviné que no conocían la letra de La Internacional.
Lápot se subió a un banco:
- ¡A ver! ¡Muchachas, afinad la voz!
Sacudió la mano, y todos comenzamos a cantar.

Quizá porque cada estrofa de La Internacional estaba íntimamente relacionada con nuestra vida de hoy, el caso es que cantábamos nuestro himno sonrientes y alegres. Los muchachos miraban de reojo a Lápot e imitaban involuntariamente su mímica ardiente y expresiva, en la que Lápot sabía reflejar todas las ideas humanas. Y cuando cantamos:

Atruena la razón en marcha,
es el fin de la opresión...

Lápot señaló expresivamente a nuestros cornetas, que vertían en nuestro cántico las voces argentinas de sus instrumentos.
Terminamos de cantar. Matvéi Belujin agitó un pañuelo blanco y trinó en dirección al ventanillo de la cocina.
- ¡A la mesa los gansos y los cisnes, la miel y la cerveza, el vodka y los entremeses y los helados en platos soperos!
Los muchachos se echaron a reír, clavando en Matvéi sus ojos radiantes, y Belujin, sonriendo, les respondió con una voz lenta y atenorada:
- Queridos camaradas, el vodka y los entremeses no los hemos traído, pero helados sí, ¡palabra de honor! Y ahora engullid el
borsch.
Por el comedor corrieron unas sonrisas cordiales y sanas. Observándolas, descubrí repentinamente los ojos dilatados de Dzhurínskaia. Estaba de pie en la puerta del comedor, y a su espalda asomaba el rostro sonriente de Yúriev. Corrí hacia ellos.
Dzhurínskaia me dio distraídamente la mano, incapaz, de separar su mirada de la fila de cabezas peladas, de blancos hombros y de sonrisas cordiales:
- ¿Qué es esto? ¡Antón Semiónovich, espere!... ¡Pero no! -Sus labios temblaron-. ¿Todos éstos son sus muchachos? ¿Y aquéllos... dónde? Pero dígame usted: ¿qué pasa aquí?
- ¿Qué pasa? ¡Cualquiera sabe lo que pasa aquí!... Creo que esto se llama transfiguración. Pero por lo demás... todos éstos son nuestros.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 8
El hopak
Capítulo 10
Al pie del Olimpo
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