Índice de Poema pedagógico Capítulo 7
El 373 bis
Capítulo 9
Transfiguración
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LIBRO TERCERO

Capítulo 8

El Hopak

La formación de los gorkianos y la muchedumbre de los de Kuriazh estaban frente a frente, a unos siete u ocho metros de distancia. Las filas de los kuriazhanos, formadas rápidamente por Piotr Ivánovich, resultaron de mala calidad. En cuanto nuestra columna hizo alto, estas filas se mezclaron y se extendieron desde la puerta hasta la catedral, doblándose en los extremos y amenazándonos seriamente con un envolvimiento por los flancos e incluso con un cerco completo.

Tanto los kuriazhanos como los de Gorki callaban; los primeros por cierta estupefacción; los segundos por la disciplina obligatoria en las filas cuando se lleva la bandera. Hasta entonces los kuriazhanos habían visto a los colonos únicamente en el destacamento mixto de vanguardia, siempre en traje de faena, bastante agotados, cubiertos de polvo y sin lavar. Ahora, ante ellos se extendían unas filas rigurosas de rostros tranquilos y atentos, con cinturones de brillantes hebillas y unos graciosos y cortos calzones sobre las piernas tostadas.

En una tensión sobrehumana, yo quería captar y fijar en mi conciencia, aprovechando hasta las partículas más fraccionales de un segundo, el tono fundamental en la expresión de la muchedumbre de Kuriazh, pero no pude. Ya no era aquélla la muchedumbre obtusa y uniforme de mi primer día en Kuriazh. Recorriendo los grupos con la vista, yo encontraba nuevas y nuevas expresiones, a veces completamente inesperadas. Sólo unos cuantos nos contemplaban con una mirada tranquila, indiferente y neutral. La mayoría de los pequeños manifestaban francamente su admiración, igual que si se tratase de un juguete que quisieran coger en sus manos y cuyo encanto no despertaba en ellos envidia ni hería su amor propio. Nísinov y Zoreñ se habían abrazado y, las cabezas un poco ladeadas, miraban a los gorkianos y soñaban con algo, tal vez con los tiempos en que también ellos formarían en estas cautivadoras filas y, lo mismo que ellos ahora, les admirarían, soñadores, otros muchachos. Había muchos rostros que miraban con esa atención inesperada y seria, en la que los músculos agitados del rostro se estremecen y los ojos buscan rápidamente el viraje cómodo. La vida se manifestaba violentamente en esos rostros; en una décima parte de segundo, estos rostros dejaban ya leer algo de lo que ocurría en su interior, expresando bien la aprobación, bien el placer, bien la duda, bien la envidia. En cambio, se diluía lentamente la expresión maligna de otras caras, expresión preparada de antemano, expresión de burla y de desprecio. Al oír todavía desde lejos nuestros tambores, esos muchachos se habían metido las manos en los bolsillos y doblado sus talles en actitudes perezosas y condescendientes. Muchos de ellos fueron desalojados inmediatamente de sus posiciones por los torsos y los bíceps espléndidos de las primeras filas de los gorkianos -Fedorenko, Korito, Nechitailo-, frente a los cuales sus propias figuras parecían blandengues. Otros se turbaron un poco más tarde, al hacerse demasiado claro que, de los ciento veinte gorkianos, ni al más pequeño se le podía ofender con impunidad. Y el más pequeño, Vañka Sínenki, estaba ahora delante de todos, apoyando la corneta en la rodilla y disparando miradas con la misma libertad que si fuera un príncipe viajero y no un niño desamparado de ayer y tras él permaneciese respetuosamente mudo, un espléndido séquito que le hubiera proporcionado su papaíto el rey.

Este examen silencioso no duró más que unos segundos. Mi obligación era hacer desaparecer en el acto tanto los siete metros de distancia entre los dos campos como su examen recíproco.
- ¡Camaradas! -exclamé-. A partir de este momento, todos nosotros, cuatrocientas personas, constituimos una colectividad llamada colonia de trabajo Gorki. Cada uno de vosotros debe tenerlo siempre presente, debe saber que es un gorkiano, debe considerar a otro gorkiano como a su compañero más querido y su primer amigo, está obligado a respetarle, a defenderle, a ayudarle en todo si necesita ayuda y a corregirle si se equivoca. Nuestra disciplina será rigurosa. La disciplina nos es necesaria porque lo que tenemos que hacer es mucho y difícil. Y lo haremos mal si entre nosotros no hay disciplina.
También hablé de las tareas que habíamos de resolver, de cómo debíamos enriquecernos, estudiar, abrir camino para nosotros y para los futuros gorkianos; de que debíamos vivir dignamente como verdaderos proletarios y salir de la colonia como verdaderos komsomoles para luego poder asimismo construir y fortalecer el Estado proletario.
Me sorprendió la inesperada atención con que los kuriazhanos escuchaban mis palabras. Los gorkianos, por el contrario, escuchaban algo distraídos, quizá porque mis palabras ya no les descubrían nada nuevo, porque hacía tiempo que todo lo que yo decía estaba grabado en cada partícula de su cerebro.
Pero, ¿por qué aún hacía dos semanas estos mismos kuriazhanos no ponían oído a los llamamientos, mucho más fogosos y convincentes, que les dirigía yo? ¡Qué ciencia tan difícil la pedagogía! Era imposible admitir que escuchasen ahora sólo porque a mis espaldas estuviera la legión de los gorkianos o porque en el flanco derecho de esta legión se encontrase, austera e inmóvil, la bandera en su funda de raso.
Y admitirlo era imposible, ya que eso estaba en contradicción con todos los axiomas y teoremas de la pedagogía.
Al terminar mi arenga, manifesté que, dentro de media hora, se celebraría una reunión general de la colonia Gorki; en esta media hora, los colonos deberían trabar conocimiento entre sí, estrecharse las manos y acudir juntos a la reunión. Y ahora, como era de rigor, debíamos guardar nuestra bandera bajo techado...
- ¡Rompan filas!

Mi esperanza de que los gorkianos se acercarían a los de Kuriazh y les estrecharían la mano no se vieron justificadas. Lo mismo que una carga de perdigones se dispersaron y corrieron hacia los dormitorios, clubs y talleres. Los kuriazhanos no se ofendieron por la desatención y echaron también a correr tras ellos. Sólo Korotkov, en medio de su pandilla, permanecía en su sitio y hablaba de algo con ellos. Junto al muro de la catedral, sentadas en las lápidas funerarias, estaban Bréguel y la camarada Zoia. Yo me acerqué.
- Sus muchachos están vestidos bastante coquetonamente -dijo Bréguel.
- ¿Y tienen ya preparados los dormitorios? -preguntó la camarada Zoia.
- Nos pasaremos sin los dormitorios -respondí yo y me apresuré a interesarme por un nuevo fenómeno.
Rodeado por los colonos del destacamento de Stupitsin, nuestro ganado porcino, lento y pesado, franqueaba la puerta del monasterio. Había sido distribuido en tres grupos: por delante las hembras, tras ellas las crías y, cerrando el cortejo, los padres. Vólojov, todo sonriente, los recibía con su estado mayor, y Denís Kudlati estaba ya rascando amorosamente detrás de la oreja a nuestro favorito, un lechón de cinco meses, llamado Chamberlain en memoria del famoso ultimátum de este político.
La piara se dirigió a las empalizadas dispuestas para ella, y por la puerta entraron Stupitsin, Shere y Jalabuda, absortos en una entretenida conversación. Jalabuda agitaba una mano y con la otra estrechaba contra su corazón al más pequeño y sonrosado de los lechoncitos.
- ¡Oh, qué cerdos tienen! -exclamó Jalabuda, acercándose a nuestro grupo-. Si la gente es igual a los cerdos, la cosa marchará, os lo aseguro.
Bréguel se levantó de la lápida funeraria y dijo severa:
- Seguramente, el camarada Makárenko, a pesar de todo, consagra su atención principal a los muchachos.
- Lo dudo -replicó Zoia-; para los cerdos se ha preparado ya sitio, y los niños se pasarán sin dormitorios...
Bréguel se interesó de pronto por tan original situación:
- Sí, Zoia, tiene razón. Es interesante oír la respuesta del camarada Makárenko, no del Makárenko ganadero, sino del pedagogo Makárenko.
Me sorprendió mucho la franca hostilidad de esas palabras, pero no quise responder aquel día con la misma franqueza brutal:
- Permítanme que conteste con una respuesta colectiva a las dos preguntas.
- Como guste.
- Los colonos son aquí los dueños y los cerdos están bajo su tutela.
- ¡Y usted quién es? -me preguntó Bréguel, mirando a un lado.
- Si ustedes lo admiten, yo me encuentro más próximo a los dueños.
- Pero, ¿usted tiene el dormitorio asegurado?
- También yo me paso sin dormitorio.
Breguel, contrariada, se encogió de hombros y propuso secamente a la camarada Zoia:
- Dejemos esta conversación. Al camarada Makárenko le gustan las situaciones agudas.
Jalabuda se echó a reír sonoramente:
- ¿Y qué hay de malo en eso! Hace bien... ¡ja!... ¡Situaciones agudas! ¿Qué falta le hacen las situaciones romas?
Yo sonreí involuntariamente, y por eso Zoia se lanzó de nuevo contra mí:
- No sé qué situación es ésta, aguda o roma, cuando hay que educar a la gente a la manera de los cerdos.
La camarada Zoia puso en movimiento no sé qué iracundos motores, y sus ojos saltones comenzaron a horadar mi ser a una velocidad de veinte mil revoluciones por segundo. Yo llegué a asustarme. Pero en aquel instante llegó corriendo con su corneta Sínenki, sonrosado y nervioso, y balbuceó aproximadamente con la misma rapidez:
- Allí... Lápot ha dicho. .. y Kóval dice: espera. Pero Lápot se enfada y dice: haz como yo te he dicho... Y encima va y dice: si te haces el remolón... y también los muchachos... ¡Huy qué dormitorios, huy, huy, huy! Y los muchachos dicen: no se puede tolerar, y Kóval dice que tiene que hablar con usted...
- Comprendo lo que dicen los muchachos y lo que dice Kóval, pero no puedo comprender en absoluto qué es lo que tú quieres de mí.
Sínenki se avergonzó:
- Yo no quiero nada... Pero Lápot dice...
- ¿Qué?
- Y Kóval dice que hay que hablar con usted...
- Pero, ¿qué es lo que dice Lápot? Eso es muy importante, camarada Sínenki.
A Sínenki le agradó tanto mi pregunta, que ni siquiera la escuchó:
- ¿Eh?
- ¿Qué ha dicho Lápot?
- ¡Ah!... Ha dicho: toca a asamblea.
- Eso es lo que debías haber dicho desde el principio.
- Pero si se lo he dicho...
La camadada Zoia cogió con dos dedos las mejillas coloradas de Sínenki y transformó sus labios en un pequeño lacito sonrosado:
- ¡Qué niño tan encantador!
Sínenki, descontento, se soltó de las manos cariñosas de Zoia, se secó la boca con la manga de la camisa y parpadeó, ofendido, en dirección de Zoia.
- ¡Niño!... ¡Fíjate!... ¿Y si yo hiciera eso? No tengo nada de niño... Soy colono...
Jalabuda levantó ligeramente en brazos a Sínenki con su corneta.
- ¡Tienes razón, palabra que tienes razón, y, sin embargo, eres un lechoncillo!
Sínenki aceptó con placer la nueva expresión y no protestó. Zoia lo señaló también.
- Me parece que el calificativo de lechoncillo es el más honroso para ellos.
- ¡Déjalo! -exclamó, disgustado, Jalabuda y volvió a depositar a Sínenki en el suelo.
Una discusión estaba pronta a estallar, pero llegó Kóval y, tras él, Lápot.
Kóval se turbaba como un aldeano ante las autoridades, y a espaldas de Bréguel me guiñaba los ojos, invitándome a apartarme un poco para hablar con él. Pero Lápot no se cohibía ante los jefes:
- Kóval, ¿comprende?, creía que aquí le esperaban colchones de plumas. Y yo pienso que no debe aplazarse nada. Ahora tocamos a asamblea y leemos nuestra declaración.
Kóval enrojeció por la necesidad de hablar ante los superiores y, para colmo, femeninos, a los que siempre había considerado en el fondo de su alma como de segunda clase, pero no renunció a exponer su punto de vista:
- ¿Qué falta me hacen los colchones de plumas? ¡No digas tonterías!... Lo que yo quiero saber es cómo vamos a obligarles a aceptar nuestra declaración. ¿Cómo vas a obligarles? ¿Agarrándoles por el cuello o por el pecho?
Kóval miró temerosamente a Bréguel, pero el verdadero peligro acechaba por otro lado.
- ¿Cómo por el pecho? -preguntó inquieta la camarada Zoia.
- No, es una manera de hablar -enrojeció más aún Kóval-. Para qué necesito yo su pecho, ¡malditos sean! Mañana iré al Comité local; que me manden a la aldea...
- Pero usted ha dicho:
Les obligaremos. ¿Cómo piensa obligarles?
Kóval, irritado, perdió instantáneamente el respeto a los jefes y hasta fue a caer en el extremo opuesto:
- ¡Qué se vayan al ...! ¡Qué demonios! Aquí hay que trabajar y no charlar como mujerucas... ¡Marchaos todos a paseo!...
Y se fue rápidamente al club, arrancando del piso de Kuriazh con sus botas polvorientas restos de las aceras enlosadas del monasterio.
Lápot se encogió de hombros y dijo a Zoia:
- Puedo explicarle qué es eso de obligar. Obligar significa... ¡pues significa obligar!
- ¿Ves, ves? -preguntó a Bréguel, dando saltitos, la camarada Zoia-. ¿Qué dices ahora?
- Sínenki, toca la llamada -ordené.
Sínenki arrancó la corneta de entre las manos de Jalabuda, la apuntó hacia las cruces de la catedral y rasgó el silencio con un staccato preciso de reto y de alarma. La camarada Zoia se llevó las manos a las orejas:
- ¡Dios mío, cornetas!... ¡Jefes!... ¡Qué cuartel!
- Eso no tiene importancia -replicó Lápot-; en cambio, ya lo ve, usted ha comprendido de qué se trata.
- Un timbre sería mucho mejor -objetó suavemente Bréguel.
- ¿Cómo? ¡Un timbre! El timbre es un estúpido que dice siempre lo mismo. En cambio, ésta es una señal inteligente:
reunión general. Y hay otras que significan reunión de jefes y silencio y otra de alarma. ¡Oh! Si Vañka toca a alarma, hasta los muertos correrán a sofocar el incendio y usted correrá también.

De las esquinas de los pabellones, de los cobertizos, de detrás de las murallas del monasterio aparecían grupos de colonos que iban al club. Los pequeños echaban muchas veces a correr, pero eran inmediatamente frenados por diversas impresiones casuales. Los muchachos de la colonia Gorki y los kuriazhanos se habían mezclado ya y charlaban entre sí acerca de no sé qué temas que, según todos los indicios, tenían un carácter de enseñanzas morales. No obstante, la mayoría de los kuriazhanos se mantenía al margen.
El club, frío y desierto, se llenó de una abigarrada muchedumbre, pero las camisas blancas de los gorkianos se aproximaron más hacia el altar. Yo observé que eso se hacía por indicación de Taraniets, que, a todo evento, concentraba las fuerzas.
La debilidad numérica del grupo de choque de los gorkianos saltaba a la vista. De las cuatrocientas personas de la reunión, ellos eran unos cincuenta: los destacamentos segundo, tercero y décimo estaban ocupados en la instalación del ganado, y Osadchi tenía en Rizhov a unos veinte colonos, sin contar a los rabfakianos. Además, nuestras muchachas no entraban en la cuenta. Las muchachas de Kuriazh las habían recibido muy cariñosamente, de un modo casi conmovedor, con besos e interminables conversaciones, y las habían dado albergue en su dormitorio, que no en vano Olia Lanova había arreglado con tanto afán.
Antes de abrir la reunión, Zhorka Vólkov me preguntó en un susurro:
- Entonces, ¿andarse sin rodeos?
- Sin rodeos -contesté.
Zhorka salió al altar y se dispuso a leer lo que todos nosotros llamábamos en broma declaración. Era un acuerdo de la organización del Komsomol de los gorkianos, en el que Zhorka, Vólojov, Kudlati, Zheveli y Górkovski habían depositado un sinnúmero de iniciativas, de ingenio, de amplio impulso ruso y de escrupulosa aritmética, añadiendo a ello una dosis moderada de nuestra pimienta gorkiana, de sano cariño a los camaradas y de cariñosa crueldad camaraderil.
Hasta aquel instante, la declaración había sido consideraba como un documento secreto, a pesar de que en la discusión de su texto habían participado muchas personas: el documento había sido discutido varias veces en la reunión de los miembros del Buró en Kuriazh, y, durante mi viaje a la colonia, fue examinado y comprobado una vez más con Kóval y el activo del Komsomol.

Zhorka pronunció unas breves palabras de exordio:
- ¡Camaradas colonos! Seamos sinceros: cualquiera sabe por dónde hay que comenzar. Pero voy a leeros la decisión de la célula del Komsomol y en el acto comprenderéis por dónde hay que empezar y cómo va a desarrollarse todo. Ahora no trabajáis, no sois ni komsomoles ni pioneros, ni el diablo sabe qué sois, todo está sucio, y ¿qué sois en realidad? ¿Desde qué punto de vista se os puede considerar? Sólo desde éste: sois una base alimenticia para las chinches, los piojos, las cucarachas, las pulgas y demás canallas.
- ¿Acaso tenemos nosotros la culpa? -gritó alguien.
- Claro que la tenéis vosotros -respondió inmediatamente Zhorka-. Vosotros sois los culpables y lo sois en todos los terrenos. ¿Qué derecho tenéis a ser unos parásitos, unos vagos y unos desvalidos? No tenéis ningún derecho. Y al mismo tiempo, ¡menuda suciedad! ¿Qué derecho tiene un hombre a vivir entre esta porquería? Nosotros lavamos todas las semanas a los cerdos con jabón, deberíais verlo. ¿Y vosotros creéis que hay algún cerdo al que no le guste lavarse o que nos diga:
Váyase usted a paseo con su jabón? Nada de eso; nos saludan y dicen: Gracias. Mientras que vosotros hace dos meses que no veis el jabón...
- Pero si no nos lo dan -replicó profundamente ofendido alguien de la muchedumbre.
El rostro redondo de Zhorka, en el que aún no se habían borrado las huellas amoratadas del encuentro nocturno con el enemigo de clase, frunció el ceño y se puso serio:
- ¿Y quién debe dártelo? Aquí tú eres el dueño. Tú mismo debes saber lo que debe hacerse y cómo.
- ¿Y en vuestra colonia quién es el dueño? ¿Tal vez Makárenko? -preguntó uno, escondiéndose inmediatamente entre la muchedumbre.
Las cabezas se volvieron hacia el lugar de donde había partido la pregunta, pero en aquel lugar las cabezas también estaban vueltas y únicamente algunos rostros sonreían satisfechos en el centro.
Zhorka sonrió ampliamente:
- ¡Vaya tontería! Nosotros confiamos en Antón Semiónovich porque es nuestro amigo y actuamos juntos. Y el que ha hecho esa pregunta es un buen tonto. Pero que no se preocupe; nosotros enseñamos también a tontos como ése, que no hacen más que mirar alrededor y preguntar: ¿dónde está mi dueño?
En el club estalló una carcajada general: Zhorka había remedado con mucho acierto la estúpida fisonomía de un tonto en busca de dueño.
Zhorka continuó:
- En el País Soviético el dueño es el proletariado y el obrero. Y vosotros coméis a costa del Estado lo emporcáis todo, y tenéis la misma conciencia política que un gallo.
Yo empezaba ya a temer que Zhorka irritase demasiado a los de Kuriazh. No habría estado mal un poco más de afecto en el tono. Y en aquel momento la misma voz inapresable de antes gritó:
- ¡Veremos cómo vais a emporcarlo vosotros!
Por el club corrió una ola de risas contenidas y de sonrisas satisfechas, llenas de comprensión.
- Puedes mirar, si te gusta -dijo Zhorka serio y afable-. Hasta puedo ponerte un sillón junto al excusado para que puedas sentarte tranquilamente y mirar. Incluso te vendrá bien, porque no sabes ni hacer tus necesidades. Se trata, claro está, de una calificación modesta, pero, en fin, cada uno debe conocerla.
Los kuriazhanos, aun enrojeciendo, no pudieron renunciar a la risa. Sujetándose mutuamente, se tambaleaban de gusto. Las niñas lanzaban gritos, volviéndose hacia la estufa ofendidas contra el orador. Sólo los gorkianos retenían delicadamente la sonrisa y miraban con orgullo a Zhorka.
Los kuriazhanos dejaron de reír, y sus miradas, fijas en Zhorka, se hicieron más cálidas y comprensivas, como si, efectivamente, hubieran escuchado de labios de Zhorka un programa útil y aceptable.

El programa tiene una gran significación en la vida del hombre. Hasta el homúnculo más insignificante, si no ve ante sí tan sólo un simple espacio de tierra con colinas, valles, pantanos y montículos, sino, aunque no sea más que una perspectiva modesta -senderos o caminos con curvas, puentecillos, arbolado y postes-, inmediamente comienza a distribuir su actividad en determinadas etapas, enfoca con más alegría el futuro y la propia naturaleza aparece más ordenada a sus ojos: éste es el lado izquierdo, aquél el derecho, éste se halla más cerca del camino y aquel más lejos.
Nosotros confiábamos conscientemente en la gran significación de toda perspectiva, incluso de una perspectiva en la que no hubiese rosquillas y ni siquiera un gramo de azúcar. Precisamente en este espíritu había sido redactada la declaración de la célula del Komsomol, que Zhorka comenzó, por fin, a leer ante la asamblea:

Decisión de la célula de las Juventudes Comunistas Leninistas de la colonia de trabajo Gorki del 15 de mayo de 1926.

1) Considerar disueltos todos los viejos destacamentos de gorkianos y los nuevos destacamentos de Kuriazh y organizar inmediatamente veinte destacamentos nuevos integrados por... (Zhorka leyó una lista de los colonos con su distribución en destacamentos y los nombres de los jefes por separado).
2) Secretario del Soviet de jefes sigue siendo el camarada Lápot; administrador, Denís Kudlati y encargado del almacén, Alexéi Vólkov.
3) Se invita al Soviet de jefes a poner en práctica todo lo indicado en esta decisión, a entregar la colonia en perfecto orden a los representantes del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública y del Comité Ejecutivo Regional el día del primer haz, que debe ser celebrado como es de rigor.
4) Inmediatamente, es decir, antes del anochecer del 17 de mayo, recoger toda la ropa, interior y exterior, de los educandos de la antigua colonia de Kuriazh, toda la ropa de cama, las mantas, colchones, toallas y demás prendas, comprendida hasta la ropa de propiedad particular, y entregarla hoy mismo a la cámara de desinfección y después a la sección de costura para su reparación.
5) Entregar a todos los educandos y colonos camisetas y calzones confeccionados por las niñas de la vieja colonia, y entregar la segunda muda una semana después, cuando la primera haya sido dada al lavadero.
6) Todos los educandos, a excepción de las niñas, deben cortarse el pelo al cero y recibir un gorrito de terciopelo.
7)Todos los educandos deben bañarse hoy donde puedan, poniéndose el lavadero a disposición de las niñas.
8) Los destacamentos no deben dormir en los dormitorios, sino en el patio, bajo los matorrales, o donde puedan, donde haya dispuesto su jefe, hasta que se termine la reparación de la antigua escuela y la instalación de los nuevos dormitorios en ella.
9) Dormir empleando las mantas, las almohadas y los colchones traídos por los viejos gorkianos, y repartir sin discusión el número que corresponda a cada destacamento, independientemente de su cantidad.
10) No debe haber ninguna queja ni lamento de que no hay en qué dormir, sino encontrar salidas racionales a la situación.
11) Comer en dos turnos por destacamentos enteros sin permitirse pasar de un destacamento a otro.
12) Prestar la mayor atención a la limpieza.
13) Cerrar hasta el 1 de agosto todos los talleres, exceptuando el de confección, dedicándose los educandos a los siguientes trabajos:
Demoler la muralla del monasterio y construir con los ladrillos una porqueriza para trescientos cerdos.
Pintar todas las ventanas, puertas, barandas y camas de la colonia.
Trabajar en el campo y en la huerta.
Reparar todos los muebles.
Proceder a la limpieza general del patio y de la vertiente de la montaña en todas direcciones, trazar senderos, plantar flores y hacer invernaderos.
Confeccionar a todos los colonos un buen par de trajes y adquirir calzado para el invierno. En verano, andar descalzos.
Limpiar el estanque y bañarse.
Plantar un nuevo jardín en la vertiente meridional de la montaña.
Preparar tornos, materiales y herramientas en los talleres para trabajar a partir de agosto.

A pesar de su sencillez exterior, la declaración produjo gran impresión en todos. Hasta nosotros, sus autores, nos sentimos impresionados por su definición estricta y su exigencia práctica. Además, cosa que más tarde fue señalada especialmente por los kuriazhanos, la declaración evidenció de repente a todos que nuestra inactividad anterior a la llegada de los gorkianos ocultaba firmes designios y una preparación oculta, teniendo muy en cuenta diversos fenómenos reales.
Los komsomoles habían constituido admirablemente los nuevos destacamentos. El genio de Zhorka, de Górkovski y de Zheveli les permitió distribuir a los kuriazhanos en los destacamentos con farmacéutica exactitud, teniendo en cuenta los vínculos de la amistad y los abismos del odio, los caracteres, los gustos, las tendencias y las desviaciones. No en vano el destacamento mixto de vanguardia había estado recorriendo los dormitorios durante dos semanas.
Con la misma atención concienzuda habían sido distribuidos los gorkianos: los fuertes y los débiles, los enérgicos y los blandos, los austeros y los alegres, los hombres verdaderos y los aproximados, todos hallaron su puesto según diversas consideraciones.
Si hasta para muchos gorkianos las líneas enérgicas de la declaración fueron una novedad, los muchachos de Kuriazh oyeron leer la declaración a Zhorka en un estado de estupefacción completa. Durante la lectura, algunos interrogaban en voz baja a su vecino sobre una palabra mal oída, alguien, sorprendido, se ponía de puntillas y miraba a su alrededor, hasta se oyó un
¡Oh! en el lugar más fuerte de la declaración, pero cuando Zhorka terminó la lectura, un silencio absoluto se hizo en la sala y, en medio de este silencio, comenzaron a alzarse algunos tímidos conatos de preguntas apenas perceptibles: ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿Someterse, protestar, alborotar? ¿Aplaudir, reír o atacar?
Zhorka dobló modestamente la hoja de papel. Lápot paseó por la muchedumbre la mirada irónica y atenta de sus ojos un poco hinchados y extendió, sarcástico, los labios:
- A mí esto no me gusta. Yo soy un viejo gorkiano. Antes tenía mi cama, mi manta, mi colchón. Y ahora debo dormir bajo una mata. ¿Y dónde está la mata? Kudlati, tú que eres mi jefe, dime dónde está mi mata.
- Hace ya tiempo que te la he elegido.
- Y en esa mata, ¿crece, por lo menos, algo? ¿A lo mejor crecen cerezas o manzanas? Tampoco estarían mal unos ruiseñores... ¿Hay ruiseñores, Kudlati?
- Por ahora no hay ruiseñores, pero sí gorriones.
- ¿Gorriones? Personalmente, los gorriones me agradan poco. Cantan mal, además, no son nada cuidadosos. ¡Si me pusieras, por lo menos, un jilguero!
- Bien, te pondré un jilguero -rió Kudlati.
- Y además... -Lápot miró alrededor con aire de sufrimiento-. Nuestro destacamento es el tercero... Dame la lista... Sí... el tercero... Gorkianos viejos hay uno, dos, tres... ocho. Es decir, ocho mantas, ocho almohadas y ocho colchones, pero en el destacamento hay veintidós muchachos. Esto me gusta poco. ¿Quiénes hay? A ver, Stegni. ¿Dónde está Stegni? Levanta la mano. ¡A ver, ven aquí! ¡Ven, ven, no tengas miedo!
Se acercó al altar un muchacho que no se había lavado ni peinado desde la Edad de Piedra, con los cabellos completamente descoloridos y un rostro, en el que los colores, la huella tostada del sol y la porquería se habían transformado hacía tiempo en una complicadísima composición, ya toda cubierta de grietas. Stegni, confuso, se balanceó sobre sus pies negros en el altar y clavó en la muchedumbre unos ojos inexpresivos, enseñando sus dientes grandes y esplendorosamente blancos.
- Entonces, ¿es contigo con quién debo dormir debajo de la misma manta? Dime, ¿tú sueles dar muchas patadas por las noches?
Stegni bufó de risa y babeó, quiso secarse la boca con el puño, pero se avergonzó de su puño negro y se secó la boca con el larguísimo de su camisa semipodrida.
- No...
- Bien... y dime, camarada Stegni, ¿qué haremos si empieza a llover?
- ¿Escaparnos?, ¡ji, ji!...
- ¿A dónde?
Stegni pensó un poco y dijo:
- ¡Quién lo sabe!
Lápot contempló, preocupado, a Denís:
- Denís, ¿a dónde tenemos que huir en caso de lluvia?
Denís se adelantó y entornó pícaramente los ojos a la manera ucraniana, contemplando a la asamblea:
- No sé lo que pensarán acerca de ello los demás compañeros jefes, y en la declaración, hablando en plata, se ha pasado por alto este punto. Pero yo os diré que, en casos de lluvia o de otra cosa por el estilo, el tercer destacamento no debe temer nada. Tenemos cerca el río, y yo os llevaré a él. Porque, efectivamente, si nos metemos en el río, la lluvia no nos hará nada y, si se sumerge uno, no nos caerá encima ni una gota de agua. La cosa no será terrible, y, desde el punto de vista de la higiene, saldremos ganando.
Denís contempló inocentemente a Lápot y se apartó. De pronto Lápot se enfadó y gritó a Stegni, absorto en la contemplación de los grandiosos acontecimientos.
- ¿Te das cuenta o no?
- Me doy cuenta -respondió alegremente Stegni.
- Pues ten cuidado: dormiremos juntos debajo de mi manta, ¡maldito seas! Pero antes te lavaré en ese mismo río y te esquilaré las lanas de la cabeza. ¿Comprendes?
- Claro que comprendo -sonrió Stegni.
Lápot abandonó su máscara de broma y, acercándose más al extremo del tablado, preguntó:
- Entonces, ¿todo está claro?
- ¡Todo! -gritaron en diversos sitios.
- Pues si está claro, hablaremos francamente: esta decisión, desde luego, no es... muy agradable. Pero, a pesar de todo, nuestra asamblea general tiene que aceptarla. No hay más remedio.
De repente alzó la mano en un ademán desesperado y dijo con una voz en la que resonaban inesperados y amargos sollozos:
- ¡Pon el acuerdo a votación, Zhorka!
Los muchachos se echaron a reír. Zhorka extendió la mano:
- Pongo el acuerdo a votación: ¡los que estén a favor, que levanten la mano!
Se alzó un bosque de manos. Examiné atentamente las filas de toda mi mole. En favor votaron todos, incluido el grupo de Korotkov, que estaba cerca de la puerta. Las niñas alzaban sus manos con solemnidad conmovedora y sonreían ladeando un poco la cabeza. Me sorprendió mucho que también votase a favor el grupo de Korotkov. El propio Korotkov, apoyado contra la pared, mantenía pacientemente la mano en alto, contemplando con sus bellos ojos el grupo que nosotros formábamos en la escena.
La solemnidad del instante fue interrumpida por la aparición de Borovói. Irrumpió en la sala en un estado demasiado alegre, tropezó con la puerta y chillando estruendosamente, tiró de su acordeón:
- ¡Ah! ¿Han llegado los dueños? Esperad... ahora... os voy a tocar una diana... conozco una diana que...
Korotkov puso la mano sobre el hombro de Borovói y le dio a entender algo con los ojos. Borovói irguió la cabeza, abrió la boca y se calló, pero siguió enarbolando agresivamente el acordeón: a cada minuto podía esperarse la música más tenaz.
Zhorka anunció el resultado de la votación:
- En favor de la propuesta de la célula del Komsomol, 354 votos. En contra, ninguno. Consideramos, pues, que la propuesta ha sido aprobada por unanimidad.
Los gorkianos, sonriéndose y mirándose mutuamente, se pusieron a aplaudir; los de Kuriazh, inflamados por una especie de arrebato, corearon esa forma de expresión desacostumbrada para ellos, y, quizás por primera vez desde la fundación del monasterio, bajo sus bóvedas resonaron los sonidos ligeros y alegres de los aplausos de una colectividad humana. Los pequeños aplaudieron largo tiempo, separando los dedos, bien alzando las manos sobre la cabeza, bien poniéndolas junto a la oreja, y así estuvieron hasta que Zadórov apareció en el altar.
Yo no había advertido su llegada. Por lo visto, había traído algo de Rizhov, porque tenía el rostro y el traje manchados de blanco. Ahora, como siempre, producía en mí una impresión de pureza inmaculada y de simple y franca alegría. También ahora ofreció en primer lugar a la atención de los reunidos su cautivadora sonrisa.
- Amigos, quiero deciros dos palabras. Escuchad: yo fui el primer gorkiano, el más antiguo y, en otro tiempo, el peor. Seguramente Antón Semiónovich se acordará bien de ello. Pero ahora soy ya estudiante del primer curso del Instituto Tecnológico. Por eso escuchadme: habéis aprobado una buena decisión, magnífica, palabra de honor, sólo que muy difícil de cumplir. ¡Es preciso reconocer que muy difícil!
Giró la cabeza, indicando la dificultad de la tarea. En la sala resonaron risas de simpatía.
- Pero es lo mismo. Ya que la habéis aprobado, no hay más que hablar. Eso hay que tenerlo en cuenta. Tal vez alguno esté pensando ahora: siempre se puede aprobar, que luego ya veremos. El que piensa eso, no es una persona; es peor que un bicho, es un bichejo, ¿comprendéis? Según nuestra ley, aquel que no cumple las decisiones de la asamblea general no tiene más que un camino: ¡fuera, a la calle!
Zadórov apretó con fuerza los labios, súbitamente palidecidos, y alzó el puño sobre la cabeza.
- ¡Echarle! -repitió bruscamente, haciendo caer el puño.

La multitud quedó suspensa, esperando nuevos horrores, pero a través de la muchedumbre ya se abría paso Karabánov, también manchado, aunque de algo negro, y, en medio del asombrado silencio, preguntó:
- ¿A quién hay que echar? ¡Ahora mismo!
- Es en general -respondió, inalterable, Lápot.
- Puedo hacerlo en general y como queráis. Pero, ¿qué os pasa que estáis todos cariacontecidos, igual que un pope en la feria?
- No nos pasa nada -respondió alguien.
- Entonces, ¿a qué vienen esas caras? ¿Y dónde está la música?
- ¡Pero si está aquí, aquí! -gritó, entusiasmado, Borovói y volvió a tirar de su acordeón.
- ¡Oh! ¡Hasta música! ¡Formad un círculo! ¡Venga, muchachas, basta de calentarse junto a la estufa! ¿Quién baila el
hopak? ¡Natalka, corazoncito! ¡Mirad, muchachos, qué Natalka tenemos!
Los muchachos fijaron con alegre decisión su mirada en los ojos claros y pícaros de Natasha Petrenko, en sus trenzas y en su dientecito oblicuo en medio de una sonrisa azorada.
- Entonces, ¿encarga usted un
hopak, camarada? -preguntó Borovói con la sonrisa rebuscada de un maestro y de nuevo tiró de su acordeón.
- ¿Y tú qué quieres tocar?
- Puedo tocar el vals, y el pasodoble, y todo...
- El pasodoble, padrecito, tócalo después; ahora dale al
hopak.

Borovói sonrió condescendiente a la simplicidad coreográfica de Karabánov, pensó un poco ladeando la cabeza, extendió de pronto su instrumento y empezó a tocar un baile especial, nervioso y trepidante. Karabánov agitó los brazos y, sin pensarlo más, se lanzó de un salto al desenfrenado e impetuoso baile en cuclillas. Las pestañas de Natasha estremeciéronse de repente sobre su rostro arrebolado y luego descendieron. Sin mirar a nadie, de un modo imperceptible, se apartó del círculo humano, agitando levemente su modesta falda plegada de los días de fiesta. Semión golpeó el piso con sus tacones y se puso a girar alrededor de Natasha con una sonrisa insolente, extendiendo por todo el club el conciso y menudo taconeo de sus pies ágiles y locuaces. Natasha alzó las pestañas y miró a Semión con esa mirada luminosa que se emplea Únicamente en el hopak y que, traducida, quiere decir: Eres guapo, muchacho, y bailas bien, pero ¡ten cuidado!...
Borovói añadió pimienta a la música. Semión añadió fuego, Natasha añadió alegría: su falda ya no giraba lentamente, sino que volaba en un remolino de pliegues y de bordes alrededor de sus piernas. Los kuriazhanos ensancharon el círculo, se limpiaron precipitadamente la nariz con las mangas y vociferaron no sé qué. Las olas, y el traqueteo, y el ímpetu del hopak se extendieron por todo el club, elevando hasta las altas bóvedas del techo el ritmo brioso del acordeón.
Entonces, desde las profundidades de la multitud se extendieron dos manos, que separaron implacablemente a la masa muchachil, y Perets, en jarras, se colocó en medio del torbellino del baile, sacudiendo una pierna y guiñando un ojo a Natalka. La dulce y delicada Natasha paseó por Perets la mirada altiva de sus ojos un poquitín entornados, estremeció levemente un hombro limpio y bordado ante sus mismas narices y, de repente, le sonrió con sencilla cordialidad, como un camarada, inteligente y comprensiva, como un komsomol que acabase de tender a Perets su mano de ayuda.
Perets no resistió esa mirada. En el transcurso interminable de un segundo miró inquieto en torno suyo, hizo volar en su interior no sé qué torres y bastiones, y, dando un salto, golpeó el suelo con su vieja gorra y se lanzó al torbellino. Semión descubrió sus dientes. Natasha, balanceándose todavía con más rapidez, desfiló ante los kuriazhanos. Mientras tanto, Perets bailaba algo suyo, un baile bufonesco, burlón, ingeniosamente mordaz, en el que había un leve matiz del hampa.
Yo miré a mi alrededor. Los ojos profundos de Korotkov se habían entornado seriamente, unas sombras apenas perceptibles habían corrido desde su blanca frente hasta su boca inquieta. Tosió, miró en torno suyo y, reparando en mi atenta mirada, comenzó de repente a abrirse paso hacia mí. Todavía separado por alguien me tendió la mano y me dijo con voz ronca:
- ¡Antón Semiónovich! Todavía no le he saludado hoy.
- ¡Buenos días! -le dije sonriendo y mirándole con fijeza. Korotkov volvió el rostro hacia el baile, se obligó de nuevo a mirarme y quiso decir con una voz alegre, pero lo dijo con la misma voz ronca de antes:
- ¡Qué bien bailan los canallas!...

Índice de Poema pedagógico Capítulo 7
El 373 bis
Capítulo 9
Transfiguración
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