Índice de Poema pedagógico Capítulo 6
Cinco días
Capítulo 8
El hopak
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

Capítulo 7

El 373 bis

Al amanecer del día 17 fui a recibir a los gorkianos a la estación de Liubotin, a treinta kilómetros de Járkov. En el sucio y mísero andén de la estación hacía calor. Por él vagaban indolentes y aburridos aldeanos, agotados por las incomodidades del transporte, y pasaban ferroviarios desgarbados, empapados en lubrificante, haciendo crujir sus botas. Todo se había puesto hoy de acuerdo para llevar la contraria al majestuoso brocado de que se había revestido mi alma. O quizá aquello no fuera brocado, sino algo mucho más simple: un sombrero de tres picos y una guerrera gris de campaña.

Hoy era un día de batalla general. No tenía importancia que el mozo de equipajes, un hombretón fuerte, me hubiera empujado involuntariamente y que, lejos de horrorizarse de su acto, ni siquiera hubiese reparado en mí. Tampoco tenía importancia que el empleado de guardia de la estación me hubiera informado con poco respeto y hasta con poca urbanidad de dónde podría encontrar el 373 bis. Esta gente absurda fingía no comprender que en el 373 bis llegaban el grueso de mis fuerzas, las gloriosas legiones mandadas por los mariscales Kóval y Lápot, que toda su estación de Liubotin estaba destinada a ser hoy la plaza de armas de mi ofensiva contra Kuriazh. ¿Cómo explicar a esta gente que lo que me jugaba hoy era más sublime e importante, ¡palabra de honor!, que lo que pudo estar en juego en cualquier Austerlitz? Dudosamente el sol de Napoleón hubiera podido eclipsar mi gloria de este día. Y para Napoleón era mucho más fácil combatir que para mí. Me gustaría saber qué habría sido de Napoleón si los métodos de la educación socialista hubieran sido para él tan obligatorios como para mí.

Vagando por el andén, yo miraba hacia Kuriazh y recordaba que el enemigo había manifestado hoy ciertos indicios de debilidad de espíritu.
Me había levantado muy temprano, pero en la colonia ya se notaba movimiento. No sé por qué había muchos grupos junto a las ventanas de la habitación de los pioneros. Otros descendían hacia la fuente milagrosa en busca de agua, haciendo sonar los cubos. Junto a la puerta del campanario estaban Zoreñ y Nísinov.
- ¿Cuándo llegarán los gorkianos? ¿Por la mañana? -me preguntó seriamente Mitka.
- Por la mañana. Hoy os habéis levantado temprano.
- Sí... No sé por qué, pero no tenemos sueño... ¿Vendrán por la estación de Rizhov?
- Sí. Y vosotros les recibiréis aquí.
- ¿Pronto?
- Tendréis tiempo de lavaros.
- Vamos, Mitka -dijo Zoreñ, disponiéndose a realizar inmediatamente mi propuesta.
Ordené a Goróvich que, para recibir a los gorkianos y saludar a la bandera, hiciese formar en el patio a los muchachos de Kuriazh, pero sin presionarles de una manera especial.
- Simplemente invíteles.

Por fin, de entre los laberintos de la estación de Liubotin salió un espíritu del bien en forma de guarda anguloso y agitó la campana. Después de hacerlo, me reveló el misterio de esa acción simbólica:
- Es el 373 bis que pide vía libre. Dentro de veinte minutos estará aquí.
De pronto, el plan trazado para el recibimiento se complicó inesperadamente, y a partir de entonces todo se deslizó de un modo embrollado, ardiente y saturado de una alegría infantil. Antes que el 373 bis, llegó el tren suburbano de Járkov, y desde los vagones cayó sobre mí una refrescante ducha rabfakiana-komsomoliana. Belujin tenía en la mano un ramo de flores.
- Recibiremos al quinto destacamento como si llegasen unas condesas. Yo, en mi calidad de viejo, tengo derecho.
Entre la muchedumbre chillaba, en su exceso de sentimiento, la rubia y rizosa Oxana, y pacíficamente se calentaba al sol la serena sonrisa de Rajil. Brátchenko agitaba los brazos, como si tuviera en ellos un látigo, y no cesaba de repetir a alguien:
- ¡Oh! Ahora yo soy un cosaco libre. Hoy mismo montaré en el
Molodiets.
No sé quién chilló:
- ¡Pero si hace ya mucho tiempo que el tren está aquí!... en la décima vía...
- ¿Qué dices?
- En la décima vía... y hace ya mucho...
No tuvimos tiempo de quedarnos estupefactos ante la prosa inesperada de ese comunicado. Debajo de un vagón de mercancías de la tercera vía nos miraba el rostro malicioso de Lápot, y sus ojos un poco hinchados contemplaban irónicamente nuestro grupo.
- ¡Mírad! -gritó Karabánov-. ¡Si Vañka está ya debajo de un vagón!
Toda la muchedumbre se abalanzó hacia Lápot, pero él se metió más todavía debajo del vagón y dijo seriamente desde allí:
- ¡Guardad el turno! Y, además, besaré únicamente a Oxana y a Rajil. A los restantes les daré un apretón de manos.
Karabánov sacó a Lápot por un pie de debajo del vagón, y sus plantas desnudas se agitaron en el aire.
- ¡Que el diablo os lleve! ¡Besad! -dijo Lápot, dejándose caer en el suelo y ofreciendo su mejilla salpicada de pecas.
Oxana y Rajil se dedicaron, efectivamente, al rito de los besos, y los demás lanzáronse bajo los vagones.
Durante largo tiempo Lápot estuvo agitando mi mano. En su rostro resplandecía una sincera y simple alegría, desusada en él.
- ¿Qué tal venís?
- Lo mismo que a una feria -contestó Lápot-. Sólo el
Molodiets escandaliza: se ha pasado toda la noche dando patadas, ha dejado el vagón hecho astillas. ¿Vamos a estar aquí parados mucho tiempo? He dispuesto que todos estén preparados. Si estuviéramos aquí mucho tiempo, podríamos lavarnos y en general...
- Ve a averiguarlo.
Lápot corrió a la estación, y yo, apretando el paso, fui hacia el tren. Estaba formado por cuarenta y cinco vagones. Desde las portezuelas abiertas de par en par y desde los ventanillos superiores me miraban los rostros magníficos de los gorkianos, riéndose, gritando, agitando sus gorros. Por un ventanillo próximo Gud sacó el cuerpo hasta la mitad de la cintura y me dijo parpadeando de emoción:
- Antón Semiónovich, padre querido, ¿está bien esto? No está bien. ¿Es una ley? No, no es una ley.
- Buenos días, Gud. ¿De quién te quejas?
- Del maldito Lápot. Nos ha dicho que al que salga del vagón antes de la señal le arrancará la cabeza. Tome usted pronto el mando, que estamos ya hartos de Lápot. ¿Es que Lápot puede ser jefe? ¿Verdad que no?
A mis espaldas está ya Lápot y prosigue de buen grado en el diapasón de Gud:
- ¡A ver, atrévete a salir del vagón antes de la señal! ¡A ver! ¿Te parece que me gusta tratar con bichejos como vosotros? ¡A ver! ¡Sal!
Gud replica humildemente:
- ¿Tú crees que tengo tantas ganas de salir? Estoy a gusto aquí. Es una cuestión de principio.
- ¡Ah! -exclama Lápot-. A ver, mándame a Sínenki.
Un minuto más tarde, tras el hombro de Gud asoman los simpáticos morritos infantiles de Sínenki. El muchacho, perplejo, parpadea con sus ojos somnolientos y abre su pequeña boca fresca y elástica:
- ¡Antón Semiónovich!...
- Di
buenos días, ¡tonto! -gruñe Gud-. ¿Es que no lo sabes?
Pero Sínenki me mira fijamente, se sonroja y zumba desorientado:
- ¡Antón Semiónovich!... ¿qué es eso?... ¡Pero si es Antón Semiónovich!...
Se frota los ojitos con los puños y de pronto se enfada decididamente con Gud:
- ¡Y tú habías prometido despertarme! ¡Huy, cómo eres, y eso que te llamas jefe! Tú bien te has levantado. ¿Estamos ya en Kuriazh? ¿Sí? ¿ Ya es Kuriazh?
Lápot se echa a reír:
- ¡Qué va a ser Kuriazh! ¡Es Liubotin! ¡Despiértate ya, basta de dormir! Da la señal.
Sínenki se pone serio de repente:
- ¿La señal? ¡A la orden!
Ya consciente del todo, me sonríe y me dice cariñosamente:
- ¡Buenos días, Antón Semiónovich! -y desaparece en busca de la corneta.
Dos segundos después se asoma con la corneta, me ofrenda otra maravillosa sonrisa, se seca los labios con la mano desnuda y los aplasta en un gesto indescriptiblemente gracioso contra la embocadura de la corneta. Por la estación se extiende nuestro viejo toque de diana.
De los vagones saltan los colonos, y yo me dedico a repartir infinitos apretones de manos. Lápot, sentado ya en el techo del vagón, nos envía indignadas muecas.
- ¿Para qué habéis venido aquí? ¿Para poneros sentimentales? ¿Y cuándo pensáis lavaros y limpiar los vagones? ¿O es que pensáis entregarlos sucios? Pues sabedlo, no habrá perdón. Y poneos los calzones nuevos. ¿Dónde está el jefe de guardia?
Por la plataforma vecina asoma Taraniets. Sobre su cuerpo lleva tan sólo unos calzones arrugados y desteñidos. En su brazo desnudo rojea flamante un brazalete.
- Aquí estoy.
- ¡No veo ningún orden! -vocifera Lápot-. ¿Sabes dónde está el agua? ¿Sabes cuánto tiempo vamos a estar aquí? ¿Sabes que hay que distribuir el desayuno? Habla!
Taraniets trepa al techo donde se ha instalado Lápot y doblando los dedos de la mano informa que estaremos aquí cuarenta minutos, que es posible lavarse cerca de aquella torre y que Fedorenko tiene ya preparado el desayuno y se puede empezar cuando se quiera.
- ¿Os habéis enterado? -pregunta Lápot a los colonos-. Pues si os habéis enterado, ¿a qué ángel esperáis?

Las piernas tostadas de los colonos son un rápido centelleo en todas las vías de Liubotin. Por los vagones se pasean las escobas, y el cuarto destacamento mixto L, armado de cubos, echa a andar a lo largo de los vagones recogiendo la basura. Vérshnev y Osadchi sacan en brazos del último vagón a Kóval, todavía dormido, y le sientan cuidadosamente en un pequeño poste de señales.
- No se ha despertado aún -dice Lápot, poniéndose en cuclillas ante Kóval.
Kóval se cae del poste.
- Ahora sí que se ha despertado -dice Lápot, señalando el acontecimiento.
- ¡Qué harto estoy de ti, pelirrojo! -exclama seriamente Kóval y, saludándome, explica-: ¿Hay algúien que pueda obligar a este hombre a estarse quieto? Toda la noche se la ha pasado dando brincos por los techos de los vagones, o en la locomotora, o de pronto le parecía que se habían escapado los cerdos. Si estoy cansado de algo, es de Lápot. ¿Dónde puede uno lavarse aquí?
- Nosotros ya lo sabemos -contestó Osadchi-. ¡Vamos, Kolka!
Arrastraron a Kóval hacia la torre, y Lápot dijo:
- Y aún está descontento... ¿y usted sabe, Antón Semiónovich? Tal vez sea hoy la primera noche que Kóval ha dormido en toda esta semana.
Media hora más tarde los vagones estaban limpios, y los colonos, con brillantes calzones de color azul oscuro y blancas camisas, se sentaron a desayunar. A mí me obligaron a entrar en el vagón del estado mayor y a comer un buen trozo de María Ivánovna.
Desde abajo, desde la vía, alguien dijo en voz alta:
- Lápot, el jefe de la estación ha anunciado que dentro de unos cinco minutos nos vamos.
Volví la cabeza al oír una voz conocida. Los ojos enormes de Mark Sheinhaus me contemplaban con una mirada seria y en ellos seguían agitándose las mismas oleadas oscuras de pasión.
- Mark, buenos días. ¿Cómo no te he visto antes?
- Es que estaba montando la guardia junto a la bandera -respondió Mark con seriedad.
- ¿Cómo vives? ¿Estás ahora contento de tu carácter?
Salté a tierra. Mark se sujetó y, aprovechando la oportunidad, susurró dramáticamente:
- Aún no estoy muy contento, Antón Semiónovich. No estoy muy contento, si he de decirle la verdad.
- ¿Por qué?
- Fíjese: ellos se pasan cantando todo el tiempo y tan contentos, pero yo no hago más que pensar y pensar y no puedo cantar con ellos. ¿Acaso esto es carácter?
- ¿En qué piensas?
- Por qué ellos no tienen miedo y yo sí...
- ¿Tienes miedo por ti?
- No, ¿por qué iba a tener miedo por mí? Por mí no tengo ningún miedo; por quien tengo miedo es por usted y por todos. Tengo miedo en general. Ellos vivían bien antes, pero ahora, en Kuriazh, quizá se viva mal. ¿ Quién sabe cómo terminará todo esto?
- Pero, en cambio, van a la lucha. Y poder luchar por una vida mejor es una gran felicidad, Mark.
- Eso es lo que yo le digo: ellos son felices y por eso cantan. ¿Y por qué yo no puedo cantar y no hago más que pensar?

Casi contra mi oreja Sinenki dio estruendosamente la señal de asamblea.
La señal del ataque -pensé yo- y, lo mismo que todos, corrí al vagón. Al subir, vi cómo corría Mark hacia su vagón alzando libremente sus plantas desnudas y me dije: hoy este muchacho sabrá lo que es el triunfo o la derrota. Entonces será bolchevique.
Silbó la locomotora. Lápot chilló a un rezagado. El tren arrancó.
Cuarenta minutos más tarde entró lentamente en la estación de Rizhov y se detuvo en la tercera vía. En el andén estaban Ekaterina Grigórievna, Lídochka y Guliáeva. Sus rostros temblaban de alegría.
Kóval se acercó a mí:
- ¿Para qué vamos a esperar? ¿Descargamos?
Corrió en busca del jefe. Nos dijeron que para descargar era preciso llevar el tren a la primera vía, a la plataforma, pero no había con qué hacer la maniobra. La locomotora del tren había salido ya para Járkov, y ahora era preciso hacer venir una locomotora especial de maniobra. Jamás había llegado a Rizhov un tren así, y la estación no tenía su propia locomotora de maniobra.
Al principio recibimos la noticia con tranquilidad. Pero transcurrió media hora, después una hora, empezamos a hartarnos de estar al lado de los vagones. También nos inquietaba el Molodiets, que, a medida que el sol ascendía, escandalizaba más en su vagón. Durante la noche había tenido tiempo de sobra para destrozar todo el interior del vagón y ahora la había tomado con el resto. Junto a su vagón iban y venían ya ciertos funcionarios y, manejando unos libros grasientos, calculaban algo. El jefe de la estación corría por las vías como si fueran pistas de carreras y exigía que los muchachos no salieran de los vagones y no anduviesen por las vías, ya que a cada minuto pasaban trenes de pasajeros, suburbanos y de mercancías.
- ¿Pero cuándo va a venir la locomotora? -le asediaba Taraniets.
- ¡Yo no sé más que usted! -respondió, enfadado, el jefe de la estación-. A lo mejor, viene mañana.
- ¿Mañana? ¡Oh! En tal caso, yo sé más...
- ¿Más que? ¿Más que?
- Más que usted.
- ¿Cómo sabe más que yo?
- Pues sabiendo: si no hay locomotora, nosotros mismos haremos rodar el tren hasta la primera vía.
El jefe se encogió de hombros y se fue corriendo. Entonces Taraniets comenzó a asediarme a mí:
- Lo haremos rodar, Antón Semiónovich; ya lo verá. Yo lo sé. Los vagones pueden deslizarse con facilidad, incluso cargados. Y nosotros tocamos a tres por vagón. Vamos a hablar con el jefe.
- ¡Déjame, Taraniets, eso son tonterías!
Hasta Karabánov se quedó perplejo:
- ¡Hay que ver lo que se le ha ocurrido! Hacer rodar el tren. ¿No ves que hay que llevarlo hasta el semáforo, hasta las mismas agujas?
Sin embargo, Taraniets insistía, y muchos colonos eran de la misma opinión que él. Lápot propuso:
- ¿Para qué discutir? Vamos a dar la señal de trabajo y haremos la prueba. Si podemos, bien; si no podemos, nada se pierde. Pasaremos la noche en el tren.
- ¿Y el jefe? -preguntó Karabánov, cuyos ojos refulgían ya.
- ¡El jefe! -respondió Lápot-. El jefe tiene dos manos y una garganta. Que manotee y grite. Así será más divertido.
- No -dije yo-, así no se puede. En las agujas puede alcanzarnos algún tren. ¡Y menudo lío!...
- ¡Eso es verdad! ¡Hay que cerrar el paso!
- ¡Dejadlo, muchachos!
Pero los muchachos me rodeaban ya en tropel. Los de atrás, subidos a las plataformas y a los techos, trataban a coro de convencerme. No me pedían más que una cosa: desplazar el tren unos dos metros.
- Solamente dos metros y stop. ¿A quién le importa eso? ¡No hacemos mal a nadie! Solamente dos metros, y luego usted decidirá.
Acabé cediendo. El mismo Sínenki dio la llamada de trabajo, y los colonos, que habían estudiado hacía ya tiempo los detalles de la tarea, se colocaron junto a los largueros de los vagones. Las niñas chillaban cerca de los vagones delanteros. Lápot salió al andén y agitó su gorro.
- ¡Espera, espera! -gritó Taraniets-. Ahora mismo voy por el jefe; si no, va a creerse que sabe más que yo.
El jefe corrió al andén y levantó las manos:
- ¿Qué hacéis? pero, ¿qué hacéis?
- Dos metros -explicó Taraniets.
- ¡Por nada del mundo, por nada del mundo!... ¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede hacer eso?
- ¡Pero si no son más que dos metros! -gritó Kóval-. ¿Es que no comprende usted o qué?
El jefe fijó torpemente sus ojos en Kóval y se olvidó de bajar las manos. Los muchachos se reían a carcajadas junto a los vagones. Lápot alzó de nuevo la mano con el gorro, todos arrimaron el hombro a los largueros, clavaron los pies descalzos en la arena y, mordiéndose los labios, miraron a Lápot. Este agitó el gorro, y el jefe, imitando su movimiento, sacudió la cabeza y abrió la boca. Alguien de los de atrás gritó:
- ¡Empujad!
Durante unos segundos me pareció que no íbamos a conseguir nada: el tren permanecía inmóvil, pero, al mirar las ruedas, observé de pronto que giraban lentamente y un segundo después vi el movimiento del tren. Sin embargo, Lápot vociferó algo, y los muchachos se detuvieron. El jefe de la estación me miró, se secó la calva y me regaló una dulce sonrisa senil y desdentada:
- ¡Empujad, y que Dios os ayude! Pero tened cuidado con no atropellar a nadie.
Movió la cabeza y rompió a reír estrepitosamente:
- ¡Qué hijos de Satanás! Pero, ¿qué se les puede hacer? ¡Venga, venga!
- ¿Y el semáforo?
- Estad tranquilos.
- ¡Preparaos! -gritó Taraniets, y Lápot levantó de nuevo su gorro.
Medio minuto más tarde el tren rodaba ya hacia el semáforo, como empujado por una potente locomotora. Parecía que los muchachos marchaban tranquilamente junto a los vagones sin hacer otra cosa que aferrarse a los largueros. En las plataformas de los frenos habían aparecido -no sé por qué milagro- unos muchachos destinados a detener el tren en el momento oportuno.
Después de sacar el tren hasta las agujas de salida, era preciso llevarlo por la segunda vía hasta el extremo opuesto de la estación y, una vez allí, hacerlo pasar a la primera vía. En el momento en que el tren pasaba por delante del andén y yo aspiraba con todo el pecho el aire salado del zafarrancho, desde el andén me llamó alguien:
- ¡Camarada Makárenko!
Volví la cabeza. En el andén estaban Bréguel, Jalabuda y la camarada Zoia. Bréguel se erguía en el andén con un amplio vestido gris y me hizo recordar el monumento de Catalina la Grande: tal era la majestad de su figura.
Y con la misma majestuosidad me interrogó desde su pedestal:
- Camarada Makárenko, ¿ésos son sus educandos?
Con aire culpable alcé los ojos hacia Bréguel, pero en aquel instante cayó sobre mi cabeza toda una sentencia catalinesca:
- Responderá usted muy seriamente de cada pierna seccionada.
En la voz de Bréguel había tal cantidad de hierro y de madera, que cualquier soberana hubiera podido envidiarla. Para completar el parecido, su mano con el índice enhiesto señaló una de las ruedas de nuestro tren.
Me dispuse a objetar que nuestros muchachos ponían cuidado y que yo confiaba en un feliz desenlace, pero la camarada Zoia impidió este honrado impulso de mi docilidad: se acercó de un salto al mismo extremo del andén y tableteó allí como una ametralladora, sacudiendo su enorme cabeza al compás de su discurso:
- Decían que el camarada Makárenko quería mucho a sus educandos... ¡Habría que mostrar a todo el mundo cómo los quiere!
Sentí que una bola se me subía a la garganta. Pero, al mismo tiempo, tuve la impresión de haber dicho de un modo muy reservado y cortés:
- ¡Oh, camarada Zoia, la han engañado vilmente! Soy un hombre tan sin entrañas, que he preferido siempre el sentido común al amor más ardiente.
La camarada Zoia habría saltado seguramente sobre mí desde lo alto del andén, y allí hubiera concluido tal vez mi poema antipedagógico si Jalabuda no hubiese dicho sencillamente, como un obrero:
- ¡Qué bien hacen rodar el tren esos bribones! ¡Mírales, malditos sean!... ¡ Mira, mira, Bréguel!...
Y de repente vimos a Jalabuda marchando junto a Vaska Alexéiev, que había perdido a sus padres y protectores. Cambió algunas palabras con Vaska, y aún no había tenido tiempo de desvanecerse nuestra ira cuando también Jalabuda se puso a empujar el vagón. Miré rápidamente a la petrificada majestad del monumento de Catalina, salté sobre el charco de hiel desprendido de la camarada Zoia y corrí también a los vagones.
Veinte minutos más tarde, los muchachos sacaban al Molodiets del semidestrozado vagón, y Antón Brátchenko salía a galope hacia Kuriazh, dejando en pos durante mucho tiempo un reguero de polvo y la nerviosa conmoción de los perros de Rizhov.
Después de dejar un destacamento mixto al mando de Osadchi, formamos rápidamente en la pequeña plaza de la estación. Bréguel y su amiga subieron al automóvil, y yo sentí la voluptuosidad de hacer verdear otra vez sus rostros con el sonido de las cornetas y el trueno de los tambores de nuestro saludo a la bandera cuando la enseña, en su funda de seda, fue llevada lentamente a su sitio por delante de nuestras solemnes filas. También yo ocupé mi puesto. Kóval dio la voz de mando, y la columna de los gorkianos, rodeada de una muchedumbre de chiquillos lugareños, se puso en marcha hacia Kuriazh. El automóvil de Bréguel alcanzó a la columna, y, al llegar a mi altura, Bréguel me dijo:
- ¡Suba usted!
Yo me encogí de hombros, sorprendido, y me llevé la mano al corazón.
Hacía calor, y en torno nuestro reinaba una absoluta quietud. El camino iba por un prado y un puente tendido sobre un estrecho y anónimo riachuelo. Ibamos en filas de a seis: por delante cuatro cornetas y ocho tambores, tras ellos el jefe de guardia Taraniets y yo, y a continuación la brigada de escolla de la bandera. La enseña iba enfundada, y sus flecos dorados pendían del brillante pico del astil y se agitaban sobre la cabeza de Lápot. Dividida en el centro por cuatro filas de muchachas de faldas azules, la formación de los colonos refulgía detrás de Lápot con la frescura de sus blancas camisas y el joven ritmo de sus pies descalzos.
Saliendo a veces de las filas por un minuto, yo veía el aire serio y apuesto que habían adquirido de pronto las figuras de los colonos. Aunque íbamos por un prado solitario, observaban con todo rigor la formación, y cuando a causa de los desniveles del terreno perdían el paso, se apresuraban cuidadosamente a recuperarlo. Sólo resonaban los tambores, haciendo nacer allá lejos, en las murallas de Kuriazh, un eco seco y preciso. Hoy la marcha de los tambores no adormecía ni equilibraba el juego de la conciencia. Por el contrario, según íbamos aproximándonos a Kuriazh, el redoble de los tambores parecía más enérgico y apremiante, y uno sentía el deseo de subordinar a su severo orden no sólo el paso, sino también cada movimiento del corazón.
La columna entró en Podvorki. Tras los cercados y las empalizadas estaban los habitantes; y los perros de presa, descendientes de los antiguos mastines del monasterio, que antaño guardaran tesoros, daban saltos sujetos por sus cadenas. En esta aldea no sólo los perros, sino también los hombres habían sido alimentados en los jugosos pastos de la historia monástica. Eran engendrados, criados y educados a costa de las monedas obtenidas de la salvación del alma, de la curación de males, de las lágrimas de la Santísima Virgen y de las plumas de las alas del arcángel Gabriel. En Podvorki quedaba mucha gente así: antiguos curas y frailes, seminaristas, cocheros y otros paniaguados, cocineros monásticos, jardineros y prostitutas.
Y por eso, al atravesar la aldea, yo sentía con agudeza las miradas hostiles y los susurros de los grupos congregados tras las empalizadas, adivinando exactamente los pensamientos, las palabras y los piadosos votos que nos dedicaban.
Aquí, en las calles de Podvorki, comprendí claramente la gran significación histórica de nuestra marcha, aunque ésta expresaba únicamente uno de los fenómenos moleculares de nuestra época. De repente, la imagen de la colonia Gorki perdió para mí sus formas determinadas y su tinte pedagógico. Ya no existían los meandros del Kolomak, ni las sólidas construcciones de la vieja finca de los Trepke, ni los doscientos arbustos de rosas, ni la porqueriza de hormigón. También se habían secado y perdido por el camino los enrevesados problemas pedagógicos. Quedaban tan sólo hombres puros, hombres de una nueva experiencia y de una nueva posición humana sobre las llanuras de la tierra. Y de pronto comprendí que nuestra colonia estaba cumpliendo ahora una tarea, aunque pequeña, de importancia política, una tarea verdaderamente socialista.
Desfilando por las calles de Podvorki, nos parecía atravesar un país enemigo, donde se habían agrupado, en una convulsión aún viva, los viejos hombres, los viejos intereses y los viejos y ávidos tentáculos. Y entre las murallas del monasterio, que ya se divisaban delante de nosotros, había verdaderos montones de ideas y de prejuicios que yo detestaba: el baboso idealismo intelectual, el formalismo torpe y vulgar, las baratas lágrimas mujeriles y la pasmosa ignorancia burocrática. Me imaginé las enormes superficies de ese infinito muladar: cuántos años, cuántos miles de kilómetros habíamos pasado por él, y todavía apestaba delante de nosotros y nos rodeaba por todas partes, a derecha e izquierda. Por eso parecía tan limitada en el espacio la pequeña columna de los gorkianos, que ahora no tenía nada material: ni comunicaciones, ni base, ni parientes. Trepke había sido abandonado para siempre; Kuriazh no había sido conquistado aún.
Las filas de los tambores empezaron a subir: la puerta del monasterio estaba ya ante nosotros. De la puerta salió corriendo en calzones Vania Záichenko, se quedó petrificado un segundo y luego corrió como una flecha hacia nosotros. Yo llegué a asustarme un poco: ¿qué habría ocurrido? Pero Vania se detuvo bruscamente ante mí y, llevándose un dedo a la mejilla, me imploró con lágrimas en los ojos:
- Antón Semiónovich, yo iré con ustedes. No quiero estar allí.
- Ven con nosotros.
Vania se puso a mi lado, cogió aplicadamente el paso e irguió la cabeza. Después, captando mi mirada atenta, se enjugó una lágrima y sonrió cariñosamente, exhalando, aliviado, su emoción.
Los tambores retumbaron estruendosamente en el túnel del campanario. La masa infinita de los kuriazhanos estaba formada en varias filas, y delante de ella Goróvich se puso firme y alzó la mano para saludar a la bandera.
Índice de Poema pedagógico Capítulo 6
Cinco días
Capítulo 8
El hopak
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