Índice de Poema pedagógico Capítulo 5
Idilio
Capítulo 7
El 373 bis
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LIBRO TERCERO

Capítulo 6

CINCO DÍAS

Al día siguiente, después de abrazar a Kalina Ivánovich, a Olia, a Nesterenko, me marché. Kóval quedó encargado de cumplir exactamente el plan de carga y salir cinco días más tarde para Járkov con la colonia.
Yo no estaba tranquilo. En mi alma había sido alterado cierto equilibrio natural y no me sentía a gusto. A eso de la una de la tarde llegué de la estación de Rizhov al monasterio de Kuriazh, tan pronto como entré por la puerta, tropecé con los llamados sucesos desagradables.
Había llegado a Kuriazh una verdadera comisión investigadora: Bréguel, Kliámer, Yúriev, un juez de instrucción y entre ellos bullía, no sé por qué, el antiguo director de Kuriazh. Bréguel me explicó severamente:
- Aquí han empezado ya los apaleamientos.
- ¿Quién apalea a quién?
- Desgraciadamente, no se sabe quién... ni por incitación de quién...
El juez, un hombre grueso, con gafas, miró a Bréguel como disculpándose y dijo en voz baja:
- Me parece que el caso está claro... Tal vez no haya habido incitación. Viejas cuentas, ¿sabe?... En realidad, la paliza ha sido ligera. Pero, de todas formas, sería interesante saber quién ha sido el autor. Ahora ha llegado el director... Quizá usted se entere de algo con más detalle y nos lo comunique.
Bréguel estaba a todas luces descontenta de la conducta del juez. Sin decirme una palabra más, subió al automóvil. Yúriev me sonrió avergonzado. La comisión se fue.
El educando Doroshko había sido apaleado por la noche en el patio cuando, después de robar en los dormitorios media docena de zapatos relativamente nuevos, iba con ellos hacia la salida. Todas las circunstancias del suceso nocturno evidenciaban que la paliza había sido bien organizada, que se había seguido a Doroshko durante la comisión del robo. Cuando estaba ya cerca de la campana, de entre unos arbustos de acacias que crecían junto al pabellón vecino, echáronle encima una manta, le tiraron al suelo y le apalearon. Górkovski, que volvía en aquel momento de la cochera, vio en la oscuridad cómo unas cuantas figuras menudas se dispersaban por todas partes, abandonando a Doroshko, pero llevándose la manta. La busca inmediata de los culpables por los dormitorios no dio ningún resultado: todo el mundo dormía. Doroshko estaba lleno de cardenales, hubo que llevarle a la enfermería de la colonia y llamar a un médico, pero el facultativo no encontró ninguna lesión grave en su organismo. Sin embargo, Goróvich comunicó inmediatamente el hecho a Yúriev.
La comisión investigadora, dirigida por Bréguel, abordó enérgicamente el asunto. A nuestro destacamento mixto de vanguardia se le hizo volver del campo, y sus miembros fueron sometidos a interrogatorio uno por uno. Kliámer, sobre todo, buscaba pruebas de que los apaleadores habían sido los gorkianos. No se interrogó a ningún educador; en general, se evitaba hablar con ellos y la comisión se limitaba a ordenarles que llamaran a uno u otro muchacho. De los kuriazhanos sólo Jovraj y Perets fueron interrogados por separado, y eso seguramente porque no hacían más que gritar bajo las ventanas:
- ¡Pregúntennos a nosotros! ¿Por qué les preguntan a ellos? ¡Nos matarán, y no tendremos a quién quejarnos!
En la enfermería, Doroshko, muchacho desgarbado de unos dieciséis años, me contempló atentamente con una mirada seca y me susurró:
- Hace ya tiempo que quería decirle...
- ¿Quién te ha pegado?
- ¿A qué han venido?... ¡Qué importancia tiene quién haya sido! Yo les digo que no han sido los suyos, y ellos quieren que sean los suyos. Pero si no hubiera sido por los suyos, me habrían matado. Pasó uno que es el jefe, y los muchachos echaron a correr...
- ¿Qué muchachos?
- No lo diré... Yo no robaba para mí... Todavía por la mañana me dijo... ése...
- ¿Jovraj?
Silencio.
- ¿Jovraj?
Doroshko, hundiendo el rostro en la almohada, se echó a llorar. A través de sus sollozos yo distinguía muy mal sus palabras.
- El... sabrá... Yo pensaba que sería por última vez... yo creía...
Esperé a que se calmara y le pregunté otra vez:
- Entonces, ¿no sabes quién te ha pegado?
De pronto se sentó en la cama, se llevó las manos a la cabeza y se balanceó de izquierda a derecha, embargado por una honda pena. Después, sin quitarse las manos de la cabeza, con los ojos todavía húmedos de lágrimas, sonrió:
- No, pero no eran gorkianos. Ellos no lo habrían hecho así...
- ¿Pues cómo lo habrían hecho?
- No sé cómo, pero lo habrían hecho sin la manta... Ellos no hubieran usado la manta...
- ¿Por qué lloras? ¿Te duele?
- No, no me duele, sólo que... yo creía que sería la última vez... y que usted no lo sabría...
- Eso no importa -le tranquilicé-. Reponte; todo se olvidará...
- Sí... Por favor, Antón Semiónovich, olvídelo...
Por fin, se calmó.

Comencé una investigación por cuenta propia. Goróvich y Kirguísov hacían gestos de perplejidad y se enfadaban. Iván Denisovich intentaba hasta poner cara de enfado y fruncía las cejas, pero su fisonomía estaba cubierta desde hacía ya tanto tiempo de unas capas tan poderosas de bondad, que esas muecas me hicieron únicamente reír:
- ¿Por qué se enfada usted, Iván Denísovich?
- ¿Cómo que por qué me enfado? Aquí van a matarse unos a otros, y yo debo saberlo. Han pegado a ese Doroshko, ¿y qué? Serán probablemente viejas cuentas...
- Yo dudo de que sean viejas cuentas.
- Entonces, ¿de qué se trata?
- Las cuentas son, seguramente, nuevas. Ahora bien, ¿está usted seguro de que no han sido los gorkianos?
- Pero, ¿qué dice usted? -se admiró Iván Denísovich-. ¿Para qué demonios necesitan nuestros muchachos hacer una cosa así?
Vólojov me miraba furioso:
- ¿Quiénes? ¿Los nuestros? ¿A un insecto semejante? ¿Quién de nosotros es capaz de hacer eso? Si fuera a Jovraj o a Churilo o a Korotkov, yo mismo estaría dispuesto a hacerlo, aunque fuera ahora mismo, si usted me lo permitiese. Pero, ¿a ése, por haber robado unos zapatos? ¡Si roban todas las noches! Y, además, ¿cuántos zapatos quedan aún? De todas formas, antes de que venga la colonia aquí no quedará nada. ¡Que roben si quieren! Nosotros ni siquiera hacemos eso. Otra cosa es que no quieran trabajar...
Encontré a Ekaterina Grigórievna y a Lídochka en su habitación vacía. Se hallaban en un estado de desorientación completa. Lo que más las había asustado era la llegada de la comisión investigadora. Lídochka, sentada junto a la ventana, contemplaba fijamente el sucio patio. Ekaterina Grigórievna escrutaba mi rostro con obstinación.
- ¿Está usted contento? -me preguntó.
- ¿De qué?
- De todo: de la casa, de los muchachos, de los jefes.
Durante un minuto me quedé pensativo: ¿estaba contento? Y en realidad, ¿qué motivos particulares tenía para estar descontento? Aproximadamente todo aquello correspondía a lo que esperaba.
- -contesté-, y, en general, no soy propicio a gemir.
- Pues yo gimo -dijo sin animación y sin sonrisa Ekaterina Grigórievna-; si, gimo. No puedo comprender por qué estamos tan solos. Esto es una verdadera desgracia, un auténtico horror humano, y encima vienen a vernos unos... boyardos... se pavonean, nos desprecian. Así, aislados, fracasaremos sin falta. Y yo no quiero... ni puedo.
Lídochka golpeó lentamente con su puñito el poyo de la ventana y empezó a decir a Ekaterina Grigórievna, reteniendo apenas los sollozos:
- Yo soy una persona pequeña, pequeña... Deseo trabajar, lo deseo ardientemente, tal vez más aún... puedo hacer una proeza... Pero soy... una persona... una persona y no un insecto.
De nuevo se volvió hacia la ventana, y yo salí a la alta e inestable terracilla, cerrando fuertemente la puerta. Cerca de la terracilla estaban Vania Záichenko y Kostia Vetkovski. Kostia se reía:
- Bueno, ¿y qué? ¿Se las zamparon?
Vania señaló la línea del horizonte con un gesto solemne de marqués y dijo:
- Se las zamparon. Encendieron unas hogueras, las asaron y se las zamparon. ¡Y tan tranquilos! ¿Sabes? Y después se tumbaron a dormir. Y durmieron. Mi destacamento trabajaba junto a ellos: estábamos sembrando sandías. Nosotros nos reíamos, y su jefe, Petrushko, se reía también... no hacía más que decir: ¡qué rica es la patata asada!
- Pero, ¿cómo? ¿Se comieron todas las patatas? ¡Si había cuarenta
puds!
- ¡Se las comieron! ¡Las asaron y se las comieron! Del resto, una parte la escondieron en el bosque y la otra la dejaron tirada en el campo y se echaron a dormir. Ni siquiera bajaron a comer a la colonia. Petrushko decía: ¿qué falta nos hace comer? Hoy hemos sembrado patatas... Odariuk le dijo: eres un cerdo. Y se pelearon. Vuestro Misha estuvo allí al principio y les enseñó cómo había que sembrar la patata, pero después le llamó la comisión.
Vania no llevaba hoy sus viejos y rotos pantalones, sino unos calzones, y sus calzones tenían bolsillos, como se cosían solamente en la colonia Gorki. Seguramente Shelaputin o Toska había repartido con él su guardarropa. Mientras contaba a Vetkovski lo sucedido, agitando los brazos y moviendo sus airosas piernas, Vania me miraba con los ojos entornados, y en sus pupilas fulguraban sin cesar unas cálidas lucecitas de simpática ironía infantil.
- ¿Ya estás bueno, Vania? -le pregunté.
- -replicó Vania, pasándose la mano por el pecho-. Ya estoy bien. Mi destacamento ha estado hoy en el
primer S mixto. ¡Ja, ja! La S quiere decir sandías. Hemos trabajado con Denís, pero después le llamaron y nos quedamos solos. ¡Ya verá usted qué sandías van a salir! ¿Y cuándo llegarán los gorkianos? ¿Dentro de cinco días? ¡Qué interesante será ver cómo son todos esos gorkianos! ¡De verdad que será muy interesante!
- Vania, ¿a ti qué te parece? ¿Quién ha pegado a Doroshko?
Vania giró súbitamente hacia mí su rostro serio y clavó una mirada penetrante en mis gafas. Después alzó las mejillas, las dejó caer, las levantó de nuevo y, por fin, sacudió la cabeza, agitó un dedo junto a la oreja y sonrió:
- No lo sé.
Y se fue con el aire de un hombre atareado.
- ¡Vania, espera! Tú lo sabes y debes decírmelo.
Cerca de la muralla de la catedral Vania se detuvo. Me miró desde lejos, se turbó un segundo, pero después, como un hombre, dijo con sencillez y frialdad, subrayando cada palabra:
- Le diré la verdad: yo he estado allí, pero no diré quién más. ¡Y él que no robe!
Vania y yo nos quedamos pensativos. Kostia se había ido un poco antes. Estuvimos pensando, pensando, y, por fin, le dije a Vania:
- Estás arrestado en la habitación de los pioneros. Di a Vólojov que estás arrestado hasta el toque de silencio.
Vania alzó los ojos, asintió calladamente con la cabeza y corrió a la habitación de los pioneros.

Estos cinco días se me presentan sobre el fondo de mi vida como un largo guión negro. Un guión y nada más. Ahora recuerdo con gran trabajo algunos detalles de mi actividad de entonces. Verdaderamente, no era actividad, sino más bien un movimiento interior de tal vez una potencia pura, la calma de unas fuerzas bien domadas y sujetas. Entonces me parecía que desplegaba un trabajo frenético, que me dedicaba al análisis, que resolvía algo. Pero, en realidad, no hacía más que aguardar la llegada de los gorkianos.

No obstante, algo hacíamos.
Recuerdo que nos levantábamos puntualmente a las cinco de la mañana. De un modo sistemático y paciente nos enfurecíamos al observar la desgana absoluta de los kuriazhanos por seguir nuestro ejemplo. En aquel tiempo, el destacamento mixto de vanguardia casi no se acostaba: había trabajos inaplazables. Shere llegó un día más tarde que yo. Durante dos horas midió con una mirada aguda y ofendida los campos, los patios, los cobertizos, las plazoletas, cruzó por todo ello a paso de marcha de Suvórov, callando y royendo toda clase de porquerías del reino vegetal. Por la noche, los gorkianos, tostados, polvorientos y enflaquecidos, comenzaron a limpiar la plazoleta en que debía ser instalada nuestra enorme piara.
Se comenzó también a cavar zanjas para invernaderos y estufas. Vólojov demostró en aquellos días su gran calidad de jefe y de organizador. Se las ingeniaba para dejar en el campo a una sola persona con dos pares de caballos y enviaba a los demás a otro trabajo. Piotr Ivánovich Goróvich salía por las mañanas con una pala particularmente encantadora en la mano y, agitándola, decía a un montón de kuriazhanos curiosos:
- ¡Vamos a cavar, campeadores!
Los campeadores torcían la cabeza y se iban a sus asuntos. En el camino se encontraban a Butsái, negro como la noche, y con la misma timidez oían sus invitaciones, formuladas en las notas más bajas del registro:
- ¡Vagos del demonio! ¿Es que voy a trabajar mucho tiempo para vosotros?...
Por las tardes llegaba alguno de los rabfakianos y se ponía a trabajar, pero a éstos yo les hacía volver rápidamente a Járkov. No se podía andar con bromas: estaban en la época de los exámenes de primavera. Nuestra primera promoción rabfakiana pasaba aquel año a instituciones de enseñanza superior.
Recuerdo que en el transcurso de aquellos cinco días se hizo no poco y muchas cosas fueron empezadas. En torno a Borovói, que había concluido fulminantemente el local de uso especial, amplio y sin corrientes, trabajaba ahora toda una brigada de carpinteros: las cuevas, la escuela, las casas, los invernaderos... En la centralilla se afanaban tres electricistas, otros tres estaban dedicados a la exploración del subsuelo: por los vecinos de Podvorki sabíamos que aun bajo el poder monástico había existido en Kuriazh una conducción de agua. Efectivamente, en la plazoleta superior del campanario descubrimos un espacioso tanque, y desde el campanario comenzamos con bastante éxito a excavar las cañerías.
Dos días más tarde, todo el patio de Kuriazh estaba lleno de vigas y de astillas y atravesado de zanjas: había comenzado el período de reconstrucción en el sentido exacto de la palabra.
Hicimos muy poco para mejorar la situación sanitaria de los kuriazhanos, aunque, en honor a la verdad, debe decirse que también nosotros nos lavábamos raramente.
Por la mañana temprano, Shelaputin y Soloviov se dirigían con los cubos a la fuente milagrosa al pie de la montaña, pero, mientras trepaban por las escarpadas vertientes, cayéndose y derramando el precioso líquido, nosotros corríamos a nuestros lugares de trabajo, los muchachos se iban al campo, y el cubo de agua se recalentaba sin provecho alguno en nuestra tibia habitación de los pioneros. Lo mismo iban de mal las cosas en otras esferas próximas a la cuestión sanitaria. El décimo destacamento de Vania Záichenko, tan resueltamente incorporado a nuestro bando, se había trasladado sin planes ni disposiciones a nuestra habitación y dormía en el suelo sobre las mantas que había traído consigo. A pesar de que este destacamento estaba integrado por muchachos simpáticos y buenos, llenó nuestra habitación de varias generaciones de piojos.
Desde el punto de vista de las cuestiones pedagógicas de entidad mundial, eso no suponía una gran desgracia. Sin embargo, Lídochka y Ekaterina Grigórievna nos pidieron que, en la medida de lo posible, no entráramos en sus habitaciones y, si lo hacíamos, procurásemos no utilizar los muebles y no acercarnos a las mesas, camas y otros enseres delicados. No puedo decir cómo se las arreglaban ellas mismas y el motivo de la persecución de que nos hacían víctimas, cuando, en realidad, ellas se pasaban casi el día entero en los dormitorios de los educandos, esclareciendo muchos detalles de la vida de la colectividad de Kuriazh según el programa trazado especialmente por nuestra organización del Komsomol.
Yo había planeado la reorganización básica de todos los edificios de la colonia. Las largas habitaciones del antiguo albergue del monasterio, que los kuriazhanos llamaban escuela, serían utilizadas como dormitorios. Resultaba que se podía instalar a los cuatrocientos educandos en un solo edificio. No era difícil desembarazar ese edificio de los restos de muebles escolares y llenarlo de albañiles, carpinteros, estuquistas y vidrieros, para la escuela destinaba el edificio sin puertas en que se alojaba la primera colectividad, pero, naturalmente, la reparación era aquí imposible mientras estuviesen los muchachos.
Sí, hicimos gala de una actividad poco corriente, aunque esta actividad no tenía nada de pedagógica. En la colonia no existía ni un rincón en que no trabajase gente. Todo se reparaba, se pintaba, se fregaba. Incluso el comedor fue trasladado al patio y nos dedicamos resueltamente a cubrir de pintura los rostros de los santos de género masculino y femenino. Unicamente los dormitorios no fueron afectados por la idea restauradora.
En los dormitorios, continuaban hormigueando los kuriazhanos, dormían, hacían la digestión, alimentaban a sus piojos, se robaban mutuamente toda suerte de fruslerías y pensaban algo misterioso acerca de mí y de mi actividad. Yo dejé de entrar en los dormitorios y de interesarme por la vida interior de las seis colectividades de Kuriazh. Mis relaciones con los kuriazhanos habían adquirido un carácter preciso y severo. A las siete, a las doce y a las seis de la tarde se abría el comedor, uno de mis muchachos tañía la campana y los kuriazhanos se arrastraban a comer. Pero no les convenía, sin embargo, arrastrarse con excesiva lentitud, y no sólo porque el comedor se cerraba a una hora fija, sino también porque los que llegaban antes engullían su ración y la de los rezagados. Los retrasados me insultaban a mí, insultaban al personal de la cocina y al Poder soviético, pero no se atrevían a pasar a una protesta más enérgica, porque el comandante de nuestro centro nutritivo seguía siendo Misha Ovcharenko.
Yo había aprendido a observar con maligno placer las dificultades que debían superar ahora los kuriazhanos para llegar al comedor y volver a sus asuntos después de haber comido: les estorbaban el paso troncos, zanjas, serruchos, hachas, círculos de arcilla amasada y montones de cal... y sus propias almas. En estas almas, según todos los indicios, se engendraban tragedias, pero no en un sentido humorístico, sino auténticas tragedias shakespearianas. Estoy seguro de que, en aquella época, muchos kuriazhanos declamaban para sus adentros: Ser o no ser: tal es la cuestión...
Se detenían en pequeños grupos junto a los lugares de trabajo, se miraban medrosos, y con un paso culpable y pensativo se dirigían a los dormitorios. Pero en los dormitorios no quedaba ya nada interesante. Ni siquiera había qué robar. Y los kuriazhanos salían otra vez a vagar alrededor de los que trabajaban, y por una vergüenza mal interpretada ante los compañeros no se atrevían a izar la bandera blanca y a pedir permiso para trasladar cualquier cosa, aunque no fuera más que de un sitio a otro. Por delante de ellos, los gorkianos volaban en líneas rectas, rápidos como lanchas motoras, saltando ligeramente sobre toda suerte de obstáculos: su capacidad de trabajo atontaba a los kuriazhanos, y éstos se detenían de nuevo en posturas dignas de Coriolano o de Hamlet. Tal vez la situación de los kuriazhanos fuese todavía más trágica, porque a Hamlet nadie le había gritado con una alegre voz:
- ¡No te metas debajo de los pies! ¡Hasta la hora de comer faltan aún dos horas!
Con la misma imperdonable alegría maligna, yo observaba cómo los corazones de los kuriazhanos se encogían y cesaban de latir al mencionarse el nombre de nuestros muchachos. Los miembros del destacamento mixto de vanguardia se permitían, a veces, pronunciar réplicas que, naturalmente, no hubieran pronunciado en caso de haber concluido los estudios en algún instituto pedagógico superior.
- Espera, espera. Cuando vengan los nuestros, sabrás lo que significa vivir a costa ajena...
Los mayores y más desenvueltos de los kuriazhanos probaban a poner en duda la importancia de los acontecimientos inminentes y preguntaban con cierta ironía:
- Bueno, ¿y qué cosa terrible va a ocurrir?
A esa pregunta Denís Kudlati respondía:
- ¿Qué va a ocurrir? Ya lo verás: te van a meter en cintura de tal modo... que hasta el día de tu boda te acordarás de ello.
Misha Ovcharenko, en general enemigo de las cosas poco claras y confusas, se expresaba todavía con mayor nitidez:
- ¿Cuántos parásitos sois aquí? Doscientos ochenta. Pues serán doscientos ochenta los morros que van a hincharse. ¡Y cómo! ¡Dará miedo verlos!
Jovraj escucha también esas palabras y dice entre dientes:
- ¡Hincharse! Aquí no estáis en la colonia Gorki. ¡Esto es Járkov!
Misha considera tan importante la cuestión planteada, que deja el trabajo y comienza con una voz cariñosa:
- Simpático, ¿por qué me dices que esto no es la colonia Gorki, sino Járkov, etc?... Tú, amiguito, date cuenta, ¿quién te permitirá vivir a costa de la colonia? ¿A quién le haces falta, amiguito, quién te necesita?
Misha vuelve a su quehacer y, empuñando ya algún instrumento de trabajo, deja caer el acorde final:
- ¿Cómo te llamas?
Jovraj sacude, sorprendido, la cabeza:
- ¿Qué?
- ¿Cómo te llamas? ¿Súslikov? ¿O cómo? ¿A lo mejor Ezhikov?
Jovraj enrojece de indignación y de agravio:
- ¿A ti qué te importa?
- ¡Dime tu apellido! ¿Es que te da reparo?
- Pues Jovraj...
- ¡Ah! Jovraj... Es cierto. ¡Y yo que me había olvidado! Veo que anda por aquí un pelirrojo estorbando sin ningún provecho... Si tú trabajases, amiguito, entonces haría falta decir alguna vez:
Jovraj, trae esto; Jovraj, ¿terminarás pronto?; Jovraj, sostén un momento. Pero así, claro, uno puede olvidarse de tu nombre... Bueno, ve a pasear, querido, yo estoy ocupado, ¿ves?, debo calafatear este chisme, porque vosotros no tenéis más que un barril que igual trae agua para la sopa que para el té o para lavar la vajilla. Y a ti hay que darte de comer. Si no, estirarás la pata, olerás mal, cosa que no es nada agradable, y encima habrá que hacerte el ataúd... ¡es decir, más preocupaciones!
Jovraj consigue, por fin, liberarse de Misha y se va. Misha le despide cariñosamente:
- Ve a respirar el aire fresco... Es muy útil, muy útil...
¿Quién sabe si está convencido Jovraj de la utilidad del aire fresco y si está convencida también toda la aristocracia de Kuriazh? En los últimos días intentan, de todas maneras, aparecer menos ante nuestra vista, pero yo había conseguido ya conocer la rama de la sangre azul de los kuriazhanos. En conjunto, los muchachos no son malos; a pesar de todo, tienen su personalidad, y esto me ha gustado siempre a mí: hay a donde aferrarse. El que me gusta más es Perets; cierto que anda contoneándose a intento, y que lleva la gorra torcida y un mechón que le llega hasta las cejas, y que sabe fumar sujetando el pitillo con el labio inferior, y que puede escupir artísticamente. Pero yo veo que su rostro, deformado por la viruela, me mira con curiosidad, y esta curiosidad es la de un muchacho inteligente y vivo.
Hace poco me aproximé a su grupo un anochecer, cuando estaban sentados en las lápidas funerarias del nuevo solario destinado a los lechones; los muchachos fumaban y departían de algo sin gran entusiasmo. Yo me detuve frente a ellos y empecé a liar un pitillo con la intención de pedirles fuego. Perets me examinó con una mirada alegre y amistosa y me dijo en voz alta:
- Trabaja usted mucho, camarada director, y, sin embargo, fuma
majorka. ¿Tampoco para usted ha preparado cigarrillos el Poder soviético?
Me acerqué a Perets, me incliné hacia su mano y encendí el cigarrillo. Después le dije también en voz alta y alegre con la dosis más microscópica de mandato:
- ¡A ver, quítate la gorra!
La expresión de los ojos de Perets pasó de la sonrisa al asombro, pero la boca seguía sonriendo.
- ¿Qué pasa?
- Que te quites la gorra, ¿es que no entiendes?
- Bueno, ya me la quitaré...
Alcé su mechón con mi mano, escruté su fisonomía, ahora un poco asustada, y dije:
- Así... Bueno...
Perets clavó inmediatamente su mirada en mí, pero yo acabé mi cigarrillo de unas cuantas chupadas, me volví rápidamente y me marché a donde estaban los carpinteros.
En aquel momento sentí que literalmente todos mis movimientos, hasta el débil brillo de mi cinturón, estaban saturados de un amplio deber pedagógico; era preciso agradar a esos muchachos, era preciso que sintieran penetrados sus corazones de una simpatía irresistible, fascinadora, y, al mismo tiempo, hacía falta hasta el máximo grado que estuviesen profundamente convencidos que su simpatía me importaba un comino, que incluso se ofendieran, blasfemasen y rechinaran los dientes.
Los carpinteros terminaron su trabajo, y Borovói empezó con todas sus energías a demostrarme las ventajas del óleo bien cocido sobre el óleo cocido mal. Esta nueva cuestión me interesó tanto, que ni siquiera advertí que alguien me tiraba de la manga por detrás. Tiraron por segunda vez. Volví la cabeza. Perets estaba mirándome.
- ¿Qué?
- Dígame usted, ¿por qué me ha mirado antes? ¿Eh?
- Por nada de particular... Bien, Borovói, entonces hay que conseguir verdadero óleo...
Borovói emprendió animosamente la continuación de su monografía acerca del buen óleo. Yo advertí la rabia con que Perets miraba a Borovói, esperando el final de su discurso. Por fin, Borovói levantó estrepitosamente su cajón y fuimos hacia el campanario. Junto a nosotros iba Perets, pellizcándose el labio superior. Borovói se marchó a la aldea, y yo, con las manos a la espalda, me coloqué frente a Perets:
- Bueno, ¿qué quieres?
- ¿Por qué me ha mirado usted? Dígamelo.
- ¿Tu apellido es Perets?
- Sí.
- ¿Y te llaman Stepán?
- ¿Y usted de dónde lo sabe?
- ¿Eres de Sverdlovsk?
- Sí... Pero ¿usted cómo lo sabe?
- Yo lo sé todo. Sé que robas y haces bribonadas. Sólo me faltaba saber si eres inteligente o bobo.
- ¿Y qué?
- Me has hecho una pregunta muy tonta acerca de los cigarrillos, tan tonta, tan tonta, ¡qué diablos! Tú perdóname...
Hasta en la oscuridad se vio cómo el rubor teñía las mejillas de Perets, cómo se inyectaban sus párpados en sangre y le invadía el calor. Dio torpemente unos pasos y volvió la cabeza.
- Bueno, a qué viene pedir perdón... Claro... Pero, ¿dónde está la tontería?
- Muy sencillo. Tú sabes que tengo mucho trabajo y no dispongo de tiempo para ir a la ciudad a comprar cigarrillos. Tú lo sabes. Y no tengo tiempo porque el Poder soviético me ha cargado de trabajo: hacer tu vida racional y feliz, tu vida, ¿comprendes?... ¿O quizá no lo comprendes? Entonces, vámonos a dormir.
- Comprendo -ronqueó Perets, arañando la tierra con la punta del zapato.
- ¿Comprendes?
Le miré desdeñosamente a los ojos, a las mismas pupilas. Vi cómo las barrenas de mi voluntad y de mi pensamiento se atornillaban en esas pupilas. Perets bajó la cabeza.
- Lo comprendes, holgazán, y te atreves a ladrar contra el Poder soviético. ¡Tonto, más que tonto!
Me volví hacia la habitación de los pioneros. Perets me cerró el paso, extendiendo la mano:
- Bueno, bueno, supongamos que soy tonto... ¿Y qué más?
- Pues que miré tu cara. Quería comprobar si eras tonto o no.
- ¿Y lo ha comprobado?
- Lo he comprobado.
- ¿Y qué?
- Ve a mirarte al espejo.
Me marché y ya no vi los ulteriores sufrimientos de Perets.

Los rostros de los kuriazhanos comenzaban a serme familiares. Ya había aprendido a leer en ellos alguna que otra frase mímica. Muchos me miraban con inocultable simpatía y florecían con esa sonrisa, llena de sinceridad y de turbación, con que pueden sonreír solamente los niños desamparados. Conocía ya a muchos por los apellidos y sabía distinguir algunas voces.
Alrededor mío gira con frecuencia Zoreñ, un muchacho chato hasta más no poder. En su rostro incluso las capas seculares de suciedad son incapaces de ocultar el soberbio color de sus mejillas y la gracia indolente de sus músculos visuales. Zoreñ tiene unos trece años, lleva siempre las manos a la espalda, está siempre callado y sonriente. Este chiquillo es guapo; tiene unas pestañas curvadas y oscuras. Las alza lentamente, conecta una luz lejana en sus ojos negros y, sin apresurarse, levanta la nariz, calla y sonríe.
Yo le pregunto:
- Zoreñ, dime aunque no sea más que una palabra. Tengo una curiosidad terrible por oír tu voz.
Enrojece y vuelve, ofendido, la cara, murmurando con una voz ronca:
- Ta-a...
Zoreñ tiene un amigo, tan sonrosado como él, y también apuesto y carirredondo: Mitka Nísinov, un alma bondadosa y pura. De almas así, en el viejo régimen se hacían limpiabotas y recaderos. Yo le miro y me digo: Mitka, Mitka, ¿qué haremos de ti? ¿Cómo adornaremos tu vida sobre el fondo soviético? Mitka también enrojece y también vuelve la cara, pero no ronca ni pronuncia sonidos ininteligibles, sino que se limita a mover sus cejas, negras y rectas, y los labios. Sin embargo, yo conozco la voz de Mitka: es una profunda voz de contralto, una voz mimada de mujer guapa y caprichosa, con los mismos adornos y los mismos elementos inesperados del ruiseñor. A mí me agrada oír esta voz cuando Mitka me habla de los habitantes de Kuriazh:
- Mire usted a aquel que corre... ¿A dónde diablos irá corriendo?... Volodka, mira, es Buriak... Es Buriak, ¿no le conoce? Puede beberse treinta vasos de leche... va corriendo al establo... y ese otro que asoma por la ventana es un muchacho malo. ¡Oh, qué malo es! Es un adulador terrible, ¿sabe? Es como la manteca de pegajoso... Seguramente a usted también le tira de la levita. ¡Oh, yo sé quién le tira de la levita, palabra de honor que sí!
- Vania Záichenko -dice Zoreñ, volviendo la cabeza ofendido y... enrojece.
Mitka es listo como un diablejo. Acompaña con una mirada cohibida la ofensa del chato Zoreñ y me ruega con los ojos que disculpe la falta de tacto de su compañero.
- No -dice-, Vañka no. Vañka tiene su línea.
- ¿Qué línea?
- Pues ésa...
Mitka se pone a dibujar algo en la tierra con el dedo gordo del pie.
- Cuenta.
- ¿Qué voy a contar? En cuanto llegó a la colonia, Vañka formó ya su pandilla, ¿sabes, Volodka?... Naturalmente, les pegaron, pero, a pesar de todo, ellos seguían su línea...
Yo comprendo perfectamente la profunda filosofía de Nísinov, con la que ni siquiera soñaron nuestros sabios. Hay aquí muchos chicos sonrosados, guapos y no muy guapos, que no tienen la suerte de poseer su propia línea. Entre los rostros todavía ajenos para mí, sombríos y recelosos, veo cada vez mayor número de niños cuya vida fluye por líneas ajenas. Se trata de una cosa corriente en el viejo mundo: lo que suele llamarse vida forzada.
Zoreñ, y Nísinov, y el agudo y desgreñado Sóbchenko, y Vasia Gardínov, triste y serio, y Serguéi Jrabrenko, cariñoso y atezado, vagan a mi alrededor y sonríen con tristeza, frunciendo las cejas, pero no pueden pasarse francamente a mi lado. Envidian ferozmente al grupo de Vania Záichenko, siguen con angustiadas miradas los audaces vuelos de sus miembros por el nuevo sendero de la vida y... esperan.
Esperan todos. Es algo transparente, fácil de comprender. Esperan la llegada de los gorkianos, místicamente inmateriales, incomprensibles e imperceptiblemente seductores. Algo -quizá la desgracia, quizá la felicidad- está cada hora más cerca. Incluso entre las niñas la vida adquiere diariamente más calor. Olia Lanova ha formado ya su destacamento sexto, lleno de energía. Este destacamento se afana diligente en su dormitorio, arregla algo, lava, blanquea, hasta canta por las tardes. A cada minuto pasa corriendo por allí la atareada Guliáeva y oculta ante mí su blusa arrugada y torcida. Kudlati las visita con frecuencia por las tardes y actúa francamente de Mecenas. Sin embargo, el sexto destacamento no interviene en las faenas del campo. Tiene miedo a que las tradiciones de Kuriazh, al estallar bajo la impresión de ese acto, sepulte el destacamento entre sus escombros.
También espera Korotkov. Es el centro de la tradición de Kuriazh. Admirable diplomático. En su conducta no se puede hallar un acto, una palabra, una letra, íncluso un rabo de letra que permita acusarle de algo. No es más culpable que los otros: lo mismo que todos no trabaja y nada más. En el destacamento mixto de vanguardia todos los muchachos se consumen de rabia, de odio a Korotkov, del convencimiento inquebrantable de que Korotkov es nuestro enemigo principal en Kuriazh.

Más tarde supe que Vólojov, Górkovski y Zhorka Vólkov habían intentado terminar este asunto por medio de una pequeña conferencia. Una noche citaron a Korotkov a orillas del estanque y le invitaron a largarse de la colonia con viento fresco. Pero Korotkov rechazó la invitación.
- Por ahora -dijo-, no tiene para mí sentido el largarme. Seguiré aquí.
Así terminó la conferencia. Korotkov no había hablado nunca conmigo y, en general, no manifestaba ningún interés por mi persona. Pero, al verme, levantaba cortésmente su elegante gorra clara y pronunciaba con una voz jugosa y cordial de barítono:
- Buenos días, camarada director.
Su rostro agraciado de ojos oscuros, bien sombreados, me miraba atento y cortés y decía con absoluta claridad:
Ya ve, nuestros caminos no se estorban mutuamente. Usted siga con lo suyo, que yo tengo mis puntos de vista. Mis respetos, camarada director.
Sólo después de mi conversación nocturna con Perets, al encontrarme al día siguiente durante el desayuno junto a la ventana de la cocina, Korotkov se apartó deferente mientras yo daba una orden y de pronto me preguntó con toda seriedad:
- Dígame, camarada director, ¿en la colonia Gorki hay celdas?
- No las hay -respondí con la misma seriedad.
Y él siguió tranquilamente, sin dejar de examinarme como un ejemplar raro:
- Sin embargo, dicen que usted arresta a los muchachos.
- Personalmente puedes estar tranquilo; el arresto existe sólo para mis amigos -dije con sequedad y me apresuré a dejarle, sin interesarme más por el fino juego de su fisonomía.
El 15 de mayo recibí un telegrama:
Mañana por la noche salimos, todo en vagones. Lápot.
A la hora de la cena leí el telegrama y dije:
- Pasado mañana recibiremos a nuestros camaradas. Me gustaría mucho, muchísimo, que les recibierais amistosamente. Porque ahora vais a vivir y... a trabajar juntos.
Las niñas callaban asustadas, como pájaros que olfatean la tormenta. Muchachos de diversas categorías miraron de reojo los rostros de sus camaradas, cierto número de cabezas aumentó el orificio bucal y permaneció así durante un segundo.
En un rincón, cerca de la ventana, allí donde alrededor de las mesas había sillas en lugar de bancos, la pandilla de Korotkov se sintió, de pronto, atacada por una gran hilaridad, se reía a carcajadas y, al parecer, bromeaba.
Por la noche, en el destacamento mixto de vanguardia se discutió los pormenores de la recepción de los gorkianos y se comprobó hasta los detalles más insignificantes de la declaración especial de la célula del Komsomol. Kudlati se llevaba la mano al cogote con más frecuencia que nunca:
- Palabra de honor, que hasta da vergüenza traer a los muchachos aquí.
La puerta se abrió despacio, y Zhorka Vólkov pasó difícilmente por ella. Agarrándose a las mesas, llegó hasta un banco y se dejó caer en él, mirándonos solamente con un ojo, pero incluso este ojo parecía también una incómoda grieta en medio de un carnoso y morado cardenal.
- ¿Qué ha ocurrido?
- Me han pegado -murmuró Zhorka.
- ¿Quién?
- ¡Cualquiera lo sabe! Los mujiks... Venía de la estación... en el paso a nivel... han salido... al encuentro... y me han pegado...
- ¡Espera! -se enfadó Vólojov-. Ya vemos que te han pegado... Pero tú di, ¿cómo ha ocurrido la cosa? ¿Ha habido antes alguna conversación o qué?
- La conversación ha sido breve -respondió Zhorka con una triste mueca-. Sólo uno dijo:
¡Ah! ¿Eres del Komsomol?... ¡Y zas... a los morros!
- ¿Y tú, qué?
- Yo también, naturalmente... Pero ellos eran cuatro.
- ¿Has corrido? -preguntó Vólojov.
- No, no he corrido -respondió Zhorka.
- Entonces, ¿qué?
- Ya lo ves: sigo en el paso a nivel.
Los muchachos rompieron en una carcajada digna de los zaporogos, y únicamente Vólojov contempló con reproche la sonrisa mutilada de su amigo.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 5
Idilio
Capítulo 7
El 373 bis
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