Índice de Poema pedagógico Capítulo 2
El destacamento mixto de vanguardia
Capítulo 4
Todo va bien
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

Capítulo 3

La prosa de Kuriazh

Al día siguiente, a las dos de la tarde, el director de Kuriazh firmó altanero el acta de la cesión y el despido de todo el personal. Después se instaló en un coche de punto y se fue. Contemplando su nuca que se alejaba, envidié la fortuna luminosa de este hombre: ahora era libre como un gorrión, nadie lanzaría en su persecución ni siquiera una piedra.
Yo no tengo alas semejantes, y por eso me muevo pesadamente entre los personajes terrenales de Kuriazh y siento cómo se me extiende la hiel.
El sol de mayo ilumina a Vañka Shelaputin, que refulge igual que un brillante con su confusión y su sonrisa Lo mismo que él quiere refulgir también la campana de cobre suspendida del muro de la catedral. Pero la campana está sucia y es vieja, y sólo puede reflejar opacamente los rayos del sol. Y, además, está rota, y, por mucho que se esfuerce Vañka, no se puede extraer de ella nada sensato. Y, sin embargo, Vañka necesita tocar a asamblea general.
El sentimiento desagradable, pesado, hormigueante de la responsabilidad es absurdo por naturaleza. Se aferra a cada bagatela, intenta sinuosamente penetrar en el más pequeño resquicio y se queda allí, todo tembloroso de inquietud y de ira. Mientras Shelaputin toca a asamblea, este sentimiento queda suspendido de la campana: ¿cómo puede tolerarse que unos sonidos tan indignos se expandan sobre la colonia?
Cerca de mí, Vitka Górkovski escruta atentamente mi rostro. Traslada su mirada al campanario, junto a la puerta del monasterio, y súbitamente sus pupilas se oscurecen y dilatan; una docena de diablillos asoma afanosamente por ella. Vitka se ríe silenciosamente, irguiendo la cabeza, enrojece un poco y dice con voz ronca:
- Ahora mismo vamos a organizarles, ¡palabra de honor!
Va rápidamente hacia el campanario y, de paso, celebra una conferencia relámpago con Vólojov. Mientras tanto, Vañka hace toser por segunda vez a la vieja campana y dice riéndose:
- ¿Es que no comprenden o qué? Llamo, llamo, y ellos como si nada...

El club es también una antigua iglesia. Altos ventanales con rejas, polvo y dos estufas de hierro. En el semicírculo donde antes se hallaba el altar hay ahora una mesita anémica sobre unas tablas agujereadas. La sentencia china que afirma: Vale más estar sentado que de pie no ha sido reconocida en Kuriazh: es que los kuriazhanos no se hallan tampoco dispuestos a hacerlo. De vez en cuando, una cabeza despeinada asoma por la puerta y se oculta inmediatamente; por el patio vagan grupos de tres o cuatro muchachos aburridos en espera de la comida, que, por encontrarnos en el interregno, hoy se dará más tarde. Pero todos ésos no son más que la plebe: las verdaderas fuerzas motrices de la civilización de Kuriazh se esconden en lugares ignotos.
No se ve a los educadores. Ahora ya comprendo de qué se trata. Hemos pasado la noche no muy bien sobre las duras mesas de la habitación de los pioneros, y los muchachos me han relatado emocionantes historias de la vida en Kuriazh.
Los cuarenta educadores tenían en Kuriazh cuarenta habitaciones. Hace año y medio llenaron triunfalmente esas habitaciones de diversos objetos de cultura: mantelerías bordadas y camas turcas de modelo provinciano. También poseían otros valores más portátiles y adecuados para el paso de un dueño a otro. Y esos valores, precisamente, comenzaron a pasar a manos de los educandos de Kuriazh por el procedimiento más simple, conocido ya en la antigua Roma bajo el nombre de robo con fractura. Esta forma clásica de adquisición se extendió tanto en Kuriazh, que los educadores, uno tras otro, se apresuraron a trasladar a la ciudad los últimos objetos de cultura, en sus habitaciones quedó un mobiliario extraordinariamente modesto, si puede considerarse como tal un número de Izvestia extendido en el suelo y que servía de lecho a los pedagogos durante sus guardias.

Ahora bien, como los educadores de Kuriazh estaban acostumbrados a temblar no sólo por sus bienes, sino también por su vida, en poco tiempo las cuarenta habitaciones destinadas a los educadores adquirieron una fisonomía de verdaderos bastiones, entre cuyos muros el personal pedagógico pasaba honradamente las horas de la guardia. Ni antes ni después de ello yo he visto en mi vida medios defensivos como los que había en las ventanas, puertas y otras rendijas de las habitaciones de los educadores de Kuriazh. Enormes ganchos, gruesas barras de hierro, cerrojos forjados ucranianos, cerrojos rusos de medio pud cada uno y candados pendían en racimos de los marcos y de las contraventanas.
Desde la llegada del destacamento mixto de vanguardia yo no había visto a ninguno de los educadores. Por ello, el propio cese tenía más bien un carácter simbólico; yo veía también sus habitaciones como signos convencionales, ya que sólo las botellas de vodka y las chinches recordaban que en ellas había vivido gente.
De paso vi a un tal Lozhkin, hombre de edad y aspecto muy indeterminados. Intentó demostrarme su potencia pedagógica y quedarse en la colonia Gorki para, bajo su dirección, seguir conduciendo a la juventud hacia el progreso. Durante media hora estuvo dando vueltas a mi alrededor y divagando sobre distintas sutilezas pedagógicas.
- ¡Esto es el caos, el caos más completo! Ya ve, han tocado ustedes, y ellos no acuden. ¿Por qué? Yo le digo que es preciso enfocar pedagógicamente las cosas. Tienen razón quienes aseguran que hace falta una conducta condicionada, pero ¿qué conducta condicionada puede haber si, usted perdone, ellos roban sin que se lo impida nadie? Yo sé tratarles, y ellos acuden siempre a mí y me respetan, pero a pesar de todo... estuve dos días en casa de mi suegra cuando cayó enferma, y ellos rompieron los cristales y me robaron todo, absolutamente todo. Me quedé tal como mi madre me parió, a excepción de esta guerrera. ¿Y por qué, puede preguntarse? Bueno, roba al que te trata mal, mas ¿para qué robas al que te trata bien? Yo le digo: es preciso enfocar pedagógicamente las cosas. Yo reúno a los muchachos, hablo con ellos una vez, dos, tres, ¿comprende usted? Consigo interesarles, y la cosa va bien. Les planteo problemas. En un bolsillo hay siete kopeks más que en el otro, y, juntos, suman veintitrés kopeks: ¿cuántos hay en cada bolsillo? Ingenioso, ¿ verdad?
Y Lozhkin me guiña pícaramente los ojos.
- Bueno, ¿y qué? -pregunto yo por cortesía.
- No, usted dígame: ¿cuántos?
- ¿Cómo, cuántos?
- Dígame: ¿cuántos hay en cada bolsillo? -insiste, Lozhkin.
- Pero... ¿Usted quiere que se lo diga yo?
- Pues claro... Dígame: ¿cuántos kopeks hay en cada bolsillo?
Yo me indigno:
- Oigame, camarada Lozhkin, ¿ha estudiado usted en alguna parte?
- ¡Cómo no! Pero más que nada soy un autodidacta. Durante toda mi vida no he hecho, en realidad, más que instruirme por mí mismo. Yo, naturalmente, no he tenido ocasión de estudiar en institutos pedagógicos. Y le diré que aquí había gente con instrucción superior, uno hasta había terminado unos cursos de taquigrafía, otro había estudiado derecho, pero cuando se les planteaba un problemita así. .. O este otro: dos hermanos han recibido una herencia...
- Entonces, ¿se trata del mismo taquígrafo que escribió aquella consigna en la pared?
- Sí, el mismo, el mismo... Durante todo el tiempo quiso organizar un círculo de taquigrafía, pero, cuando le robaron, dijo:
No quiero trabajar en medio de tanta incultura, y no organizó el grupo. Únicamente se limitó a cumplir sus funciones de pedagogo...
En el club, cerca de la estufa, pendía un pedazo de cartón, y en él estaba escrito:

LA TAQUIGRAFÍA ES EL CAMINO DEL SOCIALISMO

Lozhkin estuvo hablándome largo tiempo, después se evaporó de un modo invisible, y sólo recuerdo que Vólojov dijo entre dientes en calidad de último adiós:
- ¡Qué pelmazo!

En el club nos esperaban cosas desagradables y ofensivas. Los kuriazhanos no acudieron a la reunión. Los ojos de Vólojov contemplaban con angustia los muros altos y desnudos del club. Kudlati, verde de rabia, con los pómulos tirantes, refunfuñaba algo incomprensible. Mitka sonreía entre confuso y despreciativo, y sólo Misha Ovcharenko tenía una bonachona placidez y continuaba un tema iniciado hacía tiempo:
- Lo más importante es que hace falta arar... y sembrar. ¡Porque fijaos, estamos en mayo, los caballos no hacen nada, todo está parado!...
- Y en los dormitorios no hay nadie; todos se han ido a la ciudad -dijo Vólojov y lanzó un juramento fuerte y claro sin cohibirse por mi presencia.
- Mientras no se reúnan, no hay que darles de comer -propuso Kudlati.
- No -dije yo.
- ¿Cómo
no? -gritó Kudlati-. En realidad, ¿qué hacemos aquí? El campo está lleno de maleza, ni siquiera ha sido labrado, ¿qué quiere decir esto? ¡Y ellos se dedican a comer! Entonces, camarada Makárenko, ¿libertad para los holgazanes o qué?
Vólojov se humedeció los labios secos y febriles, se encogió de hombros como si tuviera escalofríos, y dijo:
- Antón Semiónovich, vamos a nuestra habitación, allí hablaremos.
- ¿Y la comida?
- Que esperen, el diablo no se los llevará. Y, además, es igual: están en la ciudad.
En la habitación de los pioneros, cuando todos hubimos tomado asiento en los bancos, Vólojov pronunció el siguiente discurso:
- ¿Hay que labrar? ¿Hay que sembrar? ¡Pero qué diablos vamos a sembrar cuando ellos no tienen absolutamente nada, ni siquiera patatas! ¡Que se vayan al cuerno! Nosotros mismos sembraríamos, pero no hay nada de nada. Y después... toda esta porquería, este hedor. Si vienen los nuestros, va a ser una vergüenza. Un hombre aseado no tiene donde dar un paso. ¿Y los dormitorios, los colchones, las camas, las almohadas? ¿Y los trajes? Todos andan descalzos. ¿Y la ropa interior, dónde está? Ni platos, ni cucharas, fijaos, no hay nada. ¿Por dónde empezar? Y, sin embargo, hay que empezar por algo.
Los muchachos me contemplaban en una ardiente espera, como si yo supiese por dónde empezar.
Los muchachos de Kuriazh no me preocupaban tanto como los infinitos detalles del trabajo puramente material, y estos detalles formaban una masa tan compleja y tan confusa, que en ella podían perderse los trescientos kuriazhanos.

Según lo acordado con la Comisión de Ayuda a la Infancia, yo tenía que recibir veinte mil rublos para la reparación de Kuriazh, pero ahora veía ya claramente que esta suma no significaba nada en comparación con las necesidades efectivas. Mis muchachos tenían razón en su lista de las cosas que faltaban. La miseria extraordinaria de Kuriazh se puso plenamente de manifiesto cuando Kudlati empezó a hacerse cargo de sus bienes. En vano se preocupaba el director por el hecho de que el acta de cesión tuviese al pie firmas indignas de un documento tan solemne. El director era simplemente un sinvergüenza; el acta resultó muy breve. En los talleres había algún que otro torno y en la cochera unos caballejos vulgares, y nada más: ni instrumentos, ni materiales, ni herramientas agrícolas. En una porqueriza lastimosa, anegada en lodo y en basura, se refocilaba media docena de cerdos. Al verlos, los muchachos no pudieron contener la risa: tan escasamente se parecían esos animales ágiles y vivarachos, de cabeza grande sobre finas patas, a nuestros cerdos de raza inglesa. En un rincón perdido del patio, Kudlati desenterró un arado y se alegró lo mismo que si hubiera encontrado a alguien de la familia. Ya antes había descubierto un rastrillo en un montón de ladrillos viejos. En la escuela hallamos tan sólo patas sueltas de sillas y de mesas y restos de pizarras, fenómeno completamente natural, ya que todo invierno tiene su fin y cada amo puede dejar para la primavera cierta reserva de combustible.

Era preciso comprar, hacer, construir todo. En primer lugar hacía falta construir excusados. En la metodología del proceso pedagógico no se dice nada de los excusados, y probablemente por eso la gente prescindía en Kuriazh con tanta ligereza de ese útil y vital instituto.
El monasterio de Kuriazh había sido construido sobre una montaña, bastante abrupta por todos lados. Sólo en su vertiente meridional no tenía muros, y desde aquí, se divisaban, a través del pantanoso estanque monástico, los tejados de bálago de la aldea de Podvorki. El paisaje era soportable en todos los aspectos, un paisaje ucraniano decente, que haría estremecer el corazón de cualquier lírico, amante de las jatas blancas y de los jardincillos de cerezos. Los kuriazhanos retribuían con la más negra de las ingratitudes a los vecinos de Podvorki la posibilidad de admirar ese bello paisaje ofreciendo a sus miradas únicamente filas enteras de indígenas en cuclillas sobre la montaña escarpada, absortos en la última transformación de los millones asignados por el presupuesto de Estado para la educación socialista en un producto del que ya no se podía hacer nada.
Este problema preocupaba extraordinariamente a mis muchachos. Misha Ovcharenko llegaba al máximo de seriedad y de convencimiento cuando se lamentaba:
- Pero ¿esto qué es, en realidad? ¿Qué vamos a hacer? ¿Ir a Járkov o qué? ¿Y cómo ir?
Por eso, ya al final de nuestra reunión, en la puerta de la habitación de los pioneros aparecieron dos carpinteros de Podvorki, y el que parecía el jefe, un hombre con aspecto de soldado y una gorra de color caqui, apoyó, diligente, mis disposiciones:
- Claro, ¿cómo puede ser eso?... Ya que el hombre come, no puede pasarse sin... Y respecto a las tablas, allí, en Rizhov, hay un depósito. Usted pierda cuidado, aquí me conocen todos, deme la suma asignada y haremos una construcción como no la tenían ni los frailes. Claro que, si quiere que resulte más barata, emplearemos madera terciada o restos de tablas, pero entonces será una construcción ligera. Yo le aconsejo hacerla de tablas de pulgada y media o de dos. Así resultará mejor y será más cómodo para la salud: el viento no le sopla a uno, en invierno está al resguardo y en verano no aplana el calor.
Me pareció sentir por primera vez en mi vida verdadero enternecimiento al contemplar a este hombre magnífico, artífice y organizador del invierno y del verano, de los vientos y del sol. Hasta su apellido era agradable: Borovói. Le di un puñado de billetes, y me alegré una vez más al oír las órdenes que daba a su ayudante, un mozo sonrosado y mofletudo:
- Yo, Vania, iré por la madera y tú comienza. Corre por la pala y tráete también la mía. Entre unas cosas y otras, iremos haciéndolo... Y alguno nos enseñará dónde y cómo...
Kirguísov y Kudlati, sonriendo, fueron a indicar el sitio, y Borovói, después de envolver el dinero en un trapito, me apoyó moralmente una vez más.
- ¡Lo haremos, camarada director, esté usted seguro!
Yo estaba seguro. Nos sentimos más animados después de terminar esta torpe y lenta etapa preparatoria y pasamos al trabajo pedagógico en Kuriazh.

La segunda cuestión que resolvimos satisfactoriamente aquella tarde fue también una cuestión relacionada con la vida material: los platos y las cucharas. En el refectorio abovedado, en cuyas paredes asomaban a través del estuco los ojos negros y serios de santos y vírgenes, así como algún que otro dedo en acción de bendecir, había mesas y bancos, pero los kuriazhanos no sabían lo que era la vajilla. Después de mucho trabajo y de numerosas filigranas diplomáticas en la cochera, Vólojov consiguió, por fin, instalar a Evguéniev en un viejo cabriolet y enviarle a la ciudad con el encargo de comprar cuatrocientos pares de platos y la misma cantidad de cucharas de madera.
Cuando el cabriolet de Evguéniev salió a la carretera, fue acogido por aclamaciones entusiásticas, abrazos y apretones de manos de una verdadera muchedumbre. Los muchachos olieron inmediatamente la afluencia de un viento conocido y jubiloso y corrieron a su encuentro. También corrí yo, y en el acto caí entre las garras de Karabánov, que desde hacía algún tiempo había adquirido la costumbre de demostrar su fuerza en mi caja torácica.

El séptimo destacamento mixto, al mando de Zadórov, había llegado con sus efectivos completos, y en mi conciencia la multitud de los misteriosos y terribles kuriazhanos se convirtió de pronto en un insignificante problemita, al que ni siquiera Lozhkin hubiese prestado atención.
Era una gran satisfacción hallar en un minuto difícil a todos mis rabfakianos: al pesado y sólido Burún, a Semión Karabánov, sobre cuya ardiente y negra pasión era tan agradable discernir el delicado ornamento impuesto por la ciencia, a Antón Brátchenko, cuya alma espaciosa sabía también ahora amoldarse al estrecho marco de la causa veterinaria, al alegre y noble Matvéi Belujin, al serio Osadchi, saturado de acero, a Vérshnev, intelectual y buscador de la verdad, y a la inteligente Marusia Lévchenko, con sus ojos negros, y a Nastia Nochévnaia y a Gueórguievski, el hijo del gobernador de Irkutsk, y a Schnéider, y a Kráinik, y a Golos y, en fin, a mi predilecto y ahijado, el jefe del séptimo destacamento mixto Alexandr Zadórov. Los mayores del séptimo mixto terminaban ya el Rabfak, y nosotros no poníamos en duda que igualmente en el instituto estudiarían bien. Dicho sea de paso, para nosotros eran más colonos que estudiantes, y ahora no podíamos perder mucho tiempo en calcular sus éxitos en el estudio. Después de los primeros saludos, nos reunimos otra vez en la habitación de los pioneros. Karabánov se instaló detrás de la mesa, se arrellanó más en su silla y dijo:
- Sabemos, Antón Semiónovich, que aquí la cosa está clara: ¡O volver con gloria o no volver más! ¡Por eso hemos venido!
Referimos a los rabfakianos nuestro primer día de Kuriazh. Los muchachos arrugaron el ceño, cambiaron entre sí unas miradas inquietas y se agitaron en las sillas crujientes. Zadórov contempló pensativo la ventana y entornó los ojos:
- No, claro... ahora no se puede con la fuerza: ¡son muchos!
Burún encogió sus hombros poderosos y sonrió:
- ¿Comprendes, Sashka? No es que sean muchos. El hecho de que sean muchos no tiene importancia. No es eso, sino que... ¡cualquiera sabe por dónde empezar! Tú dices que son muchos; pero, ¿dónde están? ¿Dónde? y si no están... ¿por dónde empezar? Hay que... reunirles... congregarles de algún modo. ¿Y cómo se les reúne?
Entró Guliáeva, escuchó nuestra conversación, respondió con una sonrisa a la mirada suspicaz de Karabánov y dijo:
- ¡A todos no conseguiréis reunirlos por nada del mundo! ¡Por nada!...
- ¡Ya lo veremos! -se enfadó Semión-. ¿Qué es eso de
por nada? ¡Les reuniremos! No importa que no sean los doscientos ochenta, pero ciento ochenta vendrán. Y después veremos. ¿Qué hacemos aquí sentados?

Acordamos el siguiente plan de acción a la hora de servir la comida. Los muchachos estaban hambrientos y aguardaban la comida en los dormitorios. ¡Que el diablo se les lleve, pero que coman! Y, durante la comida, todos debían recorrer los dormitorios y hacer agitación. Había que decir a los canallas: ¡acudid a la reunión! ¿Sois gente o qué? ¡Acudid! ¡Es en vuestro interés, estúpidos! Comienza una vida nueva, y vosotros os escondéis como cucarachas por los rincones. Y, si se insolentaban, no había que meterse con ellos. Lo mejor de todo era decirles: aquí, cerca de una cazuela de borsch, te sientes un héroe, pero acude a la reunión y di lo que quieras. Nada más. Y después de la comida, tocar a asamblea.
Junto a la puerta de la cocina se habían sentado unas cuantas decenas de kuriazhanos en espera del reparto de la comida. Mishka Ovcharenko, de pie en la puerta, sermoneaba al pelirrojo que ayer se había interesado por mi apellido.
- Al que no trabaja no le corresponde ninguna clase de comida, y tú me dices que sí le corresponde. No te corresponde nada, ¿comprendes, amigo? Debes comprenderlo bien, si eres un hombre inteligente. Yo quizá te dé de comer, pero eso será solamente en virtud de mi buena voluntad, porque tú no te has ganado la comida, ¿comprendes? Cada hombre debe ganarse la vida, y tú, querido amigo, eres un holgazán, y por eso no te corresponde nada. Puedo darte una limosna, pero nada más.
El pelirrojo contemplaba a Misha con un ojo de fiera ofendida. Con el otro no veía, y en general, desde el día de ayer habían ocurrido grandes cambios en la fisonomía del pelirrojo: algunos detalles de este rostro habían aumentado considerablemente de volumen y adquirido un tinte azulenco; la mejilla derecha y el labio superior estaban manchados de sangre. Todo ello me permitió dirigir a Misha Ovcharenko una pregunta seria:
- ¿Qué es esto? ¿Quién le ha pintarrajeado?
Pero Misha sonrió dignamente y puso en duda el buen planteamiento de la pregunta:
- ¿Por qué razón me lo pregunta, Antón Semiónovich? Esos hocicos no son míos, sino de ese mismo Jovraj. Yo cumplo mi deber, y acerca de ello puedo informarle en detalle como a nuestro director, Vólojov me dijo: ponte en la puerta y que nadie entre en la cocina. Yo me puse y aquí estoy. ¿Es que yo le he perseguido, he ido a buscarle a su dormitorio o me he metido con él? Que lo diga el propio Jovraj: andan por aquí sin tener nada que hacer, y a lo mejor, por pura tontería, ha tropezado con algo.
Jovraj gimió de repente, señalando a Misha con la cabeza, y expuso su punto de vista:
- ¡Está bien! Pensáis matarnos de hambre, bueno. Pero, ¿tienes derecho a darme en los morros? ¿Tú no me conoces? Bien, ¡ya me conocerás!...

Por aquel tiempo aún no habíamos elaborado las tesis acerca del agresor, y me vi obligado a reflexionar. Semejantes casos embrollados aparecían también en la historia y siempre eran resueltos con mucho trabajo. Recordé las palabras de Napoleón después del asesinato del príncipe de Enghien: Esto podría haber sido un crimen, pero no ha sido un error (1).
Prudentemente seguí una línea intermedia:
- ¿Qué derecho tenías a pegarle?
Sin dejar de sonreír, Misha me tendió una navaja.
- Vea usted: una navaja. ¿De dónde la he cogido? ¿Quizá se la he robado a Jovraj? Aquí se ha hablado mucho. Vólojov me dijo: que no entre nadie en la cocina. Yo no me he movido de este sitio, pero él se presentó con una navaja y me dijo: déjame pasar. Yo, naturalmente, no le dejé, Antón Semiónovich, y, entonces, el volvió a insistir y trató de colarse. Bueno, yo le empujé. Así, ligeramente, con cortesía, y él, como un tonto, se puso a agitar la navaja. No puede comprender que hay un orden establecido. Igual que un cafre...
- Pero tú, a pesar de todo, le has pegado... hasta hacerle sangre... ¿Han sido tus puños?
Misha contempló sus puños y se turbó:
- Claro que han sido mis puños. ¿Dónde quiere usted que los meta? Sólo que yo no me moví del sitio. Tal como me dijo Vólojov, así hice, sin moverme del sitio. Y él, claro, empezó a agitar su navaja como un cafre...
- ¿Y tú no agitabas nada?
- ¿Y quién puede prohibirme agitar los brazos? Si estoy de centinela, puedo cambiar de postura, y, si la mano no me hace falta en este lado, puedo trasladarla a otro. Y él fue y chocó con ella. ¿Quién tiene la culpa? Tú, Jovraj, debes ver por dónde vas. ¿Y si hubiera sido un tren?... Tú, por ejemplo, ves que viene un tren; entonces, debes apartarte y mirar. Pero si te pones en medio con tu navaja, el tren, naturalmente, no tiene por dónde torcer y sólo quedará de ti un charco de sangre. Si la máquina está en movimiento, debes acercarte con cuidado, ¡ya no eres un niño!
Misha explicaba todo eso a Jovraj con una voz bondadosa, hasta un poco tierna, accionando inteligente y persuasivamente con la mano derecha para demostrar cómo podía llegar el tren y dónde tenía que estar Jovraj. Jovraj le escuchaba con atención seria y reconcentrada; la sangre de sus mejillas empezaba ya a secarse bajo la acción del sol de mayo. Un grupo de rabfakianos escuchaba seriamente el discurso de Misha Ovcharenko, rindiendo tributo a la difícil posición de Misha y a la modesta sabiduría de sus tesis.
Mientras hablábamos, el número de kuriazhanos fue aumentando. Yo veía, por sus rostros, el entusiasmo que despertaban en ellos los severos silogismos de Misha, que a sus ojos eran aún más justos porque procedían del vencedor. Observé con satisfacción que podía leer algo en los rostros de mis nuevos educandos. Sobre todo, me interesaron los indicios, apenas perceptibles, de una alegría maligna que, como los signos de un telegrama borroso, empezaban a surgir en sus caras sucias y manchadas de borsch. Sólo en la cara de Vania Záichenko, que estaba al frente de su pandilla, esa alegría malévola aparecía escrita con letras claras y brillantes, como en un cartel de fiesta. Vania metió las manos en la cintura de su pantaloncillo, abrió sus desnudas piernas y se puso a observar el rostro de Jovraj con una atención aguda y reidora. De pronto, pateó sin moverse del sitio y cantó más bien que dijo, echando hacia atrás su flexible talle juvenil:
- ¡Jovraj!... ¿Resulta que no te gusta que te den en los morros? ¿No te gusta, verdad?
- ¡Cállate, insecto! -profirió Jovraj con una voz sombría e inexpresiva.
- ¡Ah!... ¡No le gusta! -insistió Vania, señalando a Jovraj con el dedo-. ¡Le han dado en los morros, y nada más!
Jovraj se lanzó hacia Záichenko, pero Karabánov tuvo tiempo de poner la mano en su hombro, y el hombro de Jovraj se hundió profundamente, torciendo toda su enchaquetada figura de hombre de la ciudad. Vania, dicho sea de paso, no se asustó. Lo único que hizo fue acercarse más a Misha Ovcharenko. Jovraj torció la cabeza hacia Semión, ladeó la boca y se desprendió de su brazo. Semión le sonrió bonachonamente. Los desagradables ojos claros de Jovraj describieron un círculo y de nuevo tropezaron con la mirada de Vania, atenta y alegre. Por lo visto, Jovraj estaba hecho un lío: su fracaso y su soledad, y la sangre ya seca de su mejilla, y las sentencias que acababa de pronunciar Misha, y la sonrisa de Karabánov exigían cierto tiempo para su análisis, y por eso le era tan difícil quitar la vista de la odiosa insignificancia de Vania y apagar su mirada, habitualmente invencible, insolente y destructora. Pero Vania reaccionó ante esa mirada fija con la todopoderosa fisonomía del sarcasmo:
- ¡Qué miedo tan terrible me das!... ¡Hoy no dormiré!... ¡Qué susto! ¡Qué espanto!
Tanto los gorkianos como los de Kuriazh estallaron en una carcajada. Jovraj silabeó:
- ¡Canalla! -y se aprestó a dar un salto especial, propio del hampa.
Yo le llamé:
- ¡Jovraj!
- ¿Qué quiere? -preguntó él por encima del hombro.
- ¡Acércate!
No se apresuraba a cumplir mi orden, examinando mis botas y, según su costumbre, rebuscando algo en sus bolsillos. Al frío férreo de mi voluntad añadí un poco de carbono:
- ¡Acércate más, te digo!
En torno nuestro, todo quedó en silencio, y sólo Petka Málikov susurró asustado:
- ¡Oh!
Jovraj se acercó a mí, inflando los labios y tratando de confundirme con su mirada fija. Cuando estuvo a dos pasos de mí, se detuvo y balanceó el pie, igual que ayer.
- ¡Firme!
- ¿Qué es eso de firme? -gruñó Jovraj; sin embargo, se irguió y sacó las manos de los bolsillos, pero colocó coquetamente la derecha sobre la cadera con los dedos extendidos hacia adelante.
Karabánov le quitó la mano de la cadera:
- Nene, si te han dicho
firme, no hay por qué bailar el hopak. ¡Más alta la cabeza!
Jovraj movió las cejas, pero yo vi que ya estaba a punto.
- Ahora -le dije- eres un gorkiano. Debes respetar a los camaradas. No te meterás más con los pequeños, ¿verdad?
Jovraj parpadeó afanosamente y sonrió con una parte insignificante del labio inferior. En mi pregunta había más amenaza que ternura, y yo advertí que Jovraj había tomado ya buena nota de esta circunstancia.
- Bien -me respondió lacónicamente.
- No se dice bien, sino a la orden -resonó la voz atenorada de Belujin.
Matvéi, sin ceremonias, hizo dar media vuelta a Jovraj agarrándole por los hombros, pegó unas palmadas sobre sus manos caídas a lo largo de las costuras, le obligó a saludar, levantando el brazo con agilidad y precisión, y martilleó:
- ¡A la orden! ¡No meterse con los pequeños! ¡Repítelo!
Jovraj abrió la boca.
- ¿Pero por qué, muchachos, la habéis tomado conmigo? ¿Qué he hecho yo? Nada de particular... El me ha dado en los morros, esto es lo que ha sucedido. Pero yo, nada...
Los kuriazhanos, fascinados por todo lo que estaba ocurriendo, se acercaron más aún. Karabánov abrazó por los hombros a Jovraj y le dijo ardorosamente:
- ¡Amigo! ¡Querido mío, pero si tú eres un hombre inteligente! Misha está de guardia, no defiende sus intereses propios, sino los intereses comunes. Vamos al robledal, y yo te explicaré...
En medio de un círculo de aficionados a los problemas éticos, se alejaron hacia el robledal.
Vólojov dio orden de servir la comida. El rostro bigotudo del cocinero, coronado por un gorro blanco, que llevaba ya tiempo asomando tras la espalda de Misha, cabeceó en una mirada amistosa a Vólojov y se ocultó. Vania Záichenko se puso a tirar de las mangas a toda su pandilla y murmuró intensamente:
- ¿Comprendéis?
- ¿Comprendéis? ¡Se ha puesto un gorro blanco! ¿Cómo hay que interpretar eso? ¡Timka! ¿Te das cuenta?
Timka, enrojeciendo, bajó los ojos y explicó:
- Ese gorro es suyo. Yo lo sé.

A las cinco se celebró la asamblea general. Bien porque la agitación de los rabfakianos ayudó, bien por otra causa, el caso es que en el club se congregaron bastantes kuriazhanos. Y cuando Vólojov colocó en la puerta a Misha Ovcharenko, y Osadchi y Shelaputin se pusieron a hacer la lista de los asistentes, comenzando por el recuento, indispensable en la causa pedagógica, de los objetos a educar, en la puerta empezaron a atropellarse los rezagados y a preguntar con inquietud:
- ¿Y al que no se ha apuntado, le darán de cenar?

La antigua nave de la iglesia era incapaz de contener esta masa de mineral humano. Desde el altar, yo contemplaba el amontonamiento de haraposos, asombrándome de su volumen y de su mísera expresividad. En raros puntos de la muchedumbre resaltaban rostros vivos e interesantes, se oían voces humanas y una franca risa infantil. Las niñas se apiñaban junto a la estufa próxima a la salida, y entre ellas reinaba un asustadizo silencio. En el mar negro-sucio de los klift, de las pelambreras hirsutas y de los olores a herrumbre había -redondas manchas sin vida- rostros apáticos, primitivos, con la boca abierta, la mirada áspera y los músculos como de estopa.
Yo les hablé brevemente de la colonia Gorki, de su vida y su trabajo. Brevemente expuse nuestras tareas: limpieza, trabajo, estudio, nueva vida, nueva felicidad humana. Les hablé de que vivían en un país feliz, donde no había ni señores ni capitalistas, donde el hombre podía crecer y desarrollarse libremente en un trabajo placentero. Me cansé pronto, no sostenido por la viva atención de los oyentes. Parecía que me dirigía a los armarios, a los toneles, a los cajones. Expliqué que los educandos debían organizarse por destacamentos a razón de veinte muchachos en cada uno, y pedí que designaran a catorce muchachos en calidad de jefes. Ellos permanecían callados. Pedí que hicieran preguntas. También callaron. Kudlati subió al altar y dijo:
- Hablando francamente, ¿cómo no os da vergüenza? Coméis pan, patatas,
borsch, ¿y quién está obligado a daros todo esto? ¿Quién está obligado? ¿Y si yo no os doy de comer mañana? Entonces, ¿qué pasará?
Tampoco a esa pregunta respondió nadie. En general, el pueblo callaba.
Kudlati se enfadó:
- En tal caso, propongo que a partir de mañana se trabaje seis horas. Hay que sembrar, ¡demonios! ¿Trabajaréis?
Alguien gritó desde un rincón lejano:
- ¡Trabajaremos!
Toda la muchedumbre, sin apresurarse, volvió la cabeza hacia el sitio de donde había partido la voz, y la línea de fisonomías inexpresivas se enderezó de nuevo.
Miré a Zadórov. Se echó a reír en respuesta a mi turbación y puso una mano sobre mi hombro:
- ¡No importa, Antón Semiónovich, esto pasará!

**NOTA**

(1).- El autor no cita estas palabras con toda exactitud.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 2
El destacamento mixto de vanguardia
Capítulo 4
Todo va bien
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