Índice de Poema pedagógico Capítulo 1
Clavos
Capítulo 3
La prosa de Kuriazh
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

Capítulo 2

El destacamento mixto de vanguardia

A la cabeza del destacamento mixto de vanguardia iba Vólojov. Vólojov era sumamente parco en palabras y gestos, pero sabía expresar muy bien su actitud frente a los acontecimientos o el hombre, y esta actitud estaba siempre saturada de una ironía un poco indolente y de una inalterable seguridad en sí mismo. Estas cualidades en formas primitivas existen en cada granuja redomado, pero, pulidas por la colectividad, dan a la personalidad un brillo noble y reservado y permiten el juego hábil de una fuerza invencible y serena. En la lucha hacen falta jefes así, porque poseen una audacia absoluta y frenos de la mejor calidad. Lo que más me tranquilizaba era la circunstancia de que Vólojov ni siquiera pensaba en Kuriazh y en sus pobladores. A veces, provocado por la charla incesante de los muchachos, Vólojov replicaba con aspereza.
- ¡Dejad ya en paz a los de Kuriazh! Ya lo veréis: serán de la misma pasta que todos.
Esta circunstancia no impidió, sin embargo, que Vólojov prestara un cuidado extraordinario a la composición del destacamento mixto de vanguardia. Minuciosamente, en silencio, sopesaba cada candidatura y decidía tajante:
- ¡No!... ¡Peso ligero!

El destacamento mixto de vanguardia fue constituido con mucha habilidad. Estaba compuesto exclusivamente por komsomoles, pero, al mismo tiempo, unificaba a los representantes de todas las principales ideas y de los hábitos particulares de la colonia. Formaban parte del destacamento mixto de vanguardia:

1) Vitka Bogoiavlenski (1), a quien el Soviet de jefes, no deseando entrar en liza con un apellido tan antipático, se lo cambió por otro, de una elegancia nunca vista: Górkovski. Górkovski era delgado, feo y listo como un foxterrier. Perfectamente disciplinado, estaba siempre dispuesto a actuar, de todo tenía una opinión propia y juzgaba a la gente con rapidez y decisión. El principal talento de Górkovski consistía en ver al trasluz a cada muchacho y apreciar sin error su verdadera naturaleza. Al mismo tiempo, Vitka no diluía nunca su atención, y la idea que se formaba de cada persona sintetizábase en el acto por él en imágenes colectivas, en conocimientos de grupos, líneas, diferencias y fenómenos típicos.

2) Mitka Zheveli, nuestro viejo conocido, el representante más afortunado y apuesto del verdadero espíritu gorkiano. Mitka había tenido una infancia feliz, y ahora era un joven maravillosamente esbelto, con una cabeza airosa, en la que resaltaba la mirada viva y brillante de sus ojos un poco rasgados. En la colonia había siempre muchos pequeños que trataban de imitar a Mitka en la manera de expresarse enérgicamente, con gestos inesperados y breves, y en el atildamiento y la pulcritud de su indumentaria, y en la manera de andar, y hasta en su convencido, alegre y bonachón patriotismo de gorkiano. Mitka veía en nuestro traslado a Kuriazh un asunto de gran significación política, estaba seguro de que habíamos encontrado formas acertadas de organización de los muchachos y de que, para el provecho de la República proletaria debía ser extendido nuestro hallazgo.

3) Mijaíl Ovcharenko, un muchacho bastante simplote, aunque excelente trabajador, sumamente expansivo respecto a la colonia y a sus intereses. Tenía una biografía muy confusa, en la que él mismo se orientaba con gran trabajo. Había estado en casi todas las ciudades de la Unión Soviética, pero sus andanzas no le habían servido ni para adquirir conocimientos ni para desarrollarse. Desde el primer día se enamoró de la colonia, y en su hoja de servicios no había casi ninguna falta. Servía para muchas clases de trabajo, pero no se había calificado en ninguna rama, porque no soportaba la permanencia en ningún lugar de trabajo durante mucho tiempo. En cambio, poseía un indiscutible talento de administrador, la capacidad de organizar el trabajo del destacamento, la carga y el transporte siempre con rapidez y acierto, salpicando el trabajo de refunfuñamientos y sentencias que no se hacían insoportables, porque despedían invariablemente el hálito agradable de su tontería bien intencionada y de su inextinguible bondad. Misha Ovcharenko era el más fuerte de todos en la colonia, incluso más fuerte que Silanti, y me parece que Vólojov, al elegir a Misha, había tenido principalmente en cuenta esa propiedad.

4) Denís Kudlati, la figura de mayor relieve de la colonia en la época de la ofensiva contra Kuriazh. Muchos colonos se cubrían de un sudor frío cuando Denís pedía la palabra en alguna asamblea general y mencionaba sus nombres. Sabía de un modo fundamental y brillante pulverizar a un hombre y exigir con las palabras más convincentes su expulsión de la colonía. Lo más terrible de todo era que Denís poseía verdadera inteligencia y su argumentación solía ser abrumadoramente maciza. Respecto a la colonia, observaba una actitud profunda y seria, convencido de que era una cosa útil, bien fundida y organizada. En su imaginación, se asemejaba, probablemente, a un carro bien engrasado y ajustado, en el que se podía recorrer con toda tranquilidad y sin prisa mil verstas y, después de andar media hora a su alrededor con el martillo y la aceitera, recorrer otras mil verstas. Kudlati parecía un kulak típico, y en nuestro teatro desempeñaba sólo papeles de kulak, lo cual no impedía que fuese el primer organizador de nuestro Komsomol y su miembro más activo. Al modo gorkiano, era parco en palabras, observaba una actitud silenciosa y hostil respecto a los oradores y soportaba los discursos largos con verdadero sufrimiento físico.

5) Evguéniev había sido elegido por el jefe en calidad de cebo imprescindible para el hampa. Era un buen komsomol y un camarada fuerte y alegre, pero en su manera de hablar y en sus modales vibraban aún los recuerdos de los tiempos tumultuosos de la calle y del reformatorio y, como era un buen artista, no le costaba trabajo hablar con una persona en su dialecto, de ser necesario.

6) Zhorka Vólkov, la mano derecha de Kóval en el Komsomol, había ingresado en nuestro destacamento como comisario político y artífice de la nueva Constitución. Zhorka era un activista político por temperamento: apasionado, seguro y tenaz. Al enviarle, Kóval dijo:
- Zhorka sabrá tirar de los nervios políticos a esos miserables. Los malditos se creen que viven en la época del imperialismo. Bueno, y si la cosa llega a las manos, Zhorka tampoco se echará para atrás.

7 y 8) Toska Soloviov y Vañka Shelaputin iban como representantes de la joven generación. Los dos, dicho sea de paso, lucían peinados de moda, sólo que Toska era rubio y Vañka moreno. Toska tenía una carita juvenil, fresca y graciosa, y Vañka un rostro astuto, chato y expresivo.

Por último, en el noveno lugar iba el colono... Kostia Vetkovski. Su vuelta a la colonia había ocurrido de la manera más rápida y prosaica. Tres días antes de nuestra partida, Kostia llegó a la colonia: flaco, verdoso y avergonzado. Fue acogido con reserva, y sólo Lápot dijo:
- Bueno, ¿y cómo está la roca
Pásame, Señor?
Kostia sonrió con dignidad:
- ¡Que se vaya al diablo! No he estado allí.
- ¡Qué lástima! -exclamó Lápot-. ¡En vano te ha esperado la maldita!
Vólojov entornó los ojos, mirando amistosamente a Kostia:
- ¿Entonces te has atiborrado de cosas interesantes hasta hartarte?
Kostia respondió sin ruborizarse.
- Sí, me he atiborrado.
- ¿Y de postre qué quieres?
Kostia se echó a reír estrepitosamente:
- Pues ya lo ves, esperaré al Soviet de jefes. Son maestros en lo dulce y en lo amargo...
- Ahora no podemos perder el tiempo con tu menú -replicó desabrido Vólojov-. ¿Sabes una cosa? Aliosha Vólkov tiene un pie malo; tú irás en su pueslo. Lápot, ¿a ti qué te parece?
- Creo que sirve.
- ¿Y el Soviet? -preguntó Kostia.
- Ahora nos hallamos en estado de guerra; podemos prescindir del Soviet.
De esta manera tan inesperada para nosotros y para él, sin trámites y sin psicología, fue a parar Kostia al destacamento mixto de vanguardia. Al día siguiente vestía ya el traje de colono.

Con nosotros viene también Iván Denísovich Kirguísov, un nuevo educador, a quien yo he atraído intencionadamente del ascetismo pedagógico de Pirogovka en lugar del dimisionario Iván Ivánovich. Para un observador poco perspicaz, Iván Denísovich puede parecer un vulgar maestro de aldea, pero, en realidad, Iván Denísovich es ese héroe positivo que está buscando insistentemente desde hace tiempo la literatura rusa. Iván Denísovich tiene treinta años, es bondadoso, inteligente, tranquilo y posee una rara capacidad de trabajo. De la última cualidad no pueden alabarse los héroes de la literatura rusa, tanto los positivos como los negativos. Iván Denísovich sabe hacerlo todo y siempre está haciendo algo, pero desde lejos parece que aún se le puede encargar algo más. Sólo al acercaros, comenzáis a advertir que no es posible encomendarle ningún nuevo trabajo, pero vuestra lengua, que ya está dispuesta a hablar, no sabe detenerse rápidamente y entonces pronunciáis, enrojeciendo y tartamudeando un poco:
- Iván Denísovich, hay... que... embalar el gabinete de física...
Iván Denísovich levanta la cabeza de algún cajón o cuaderno y sonríe:
- ¿El gabinete?... Bueno... Buscaré a algunos muchachos y lo embalaremos...
Vosotros os alejáis avergonzados de allí, mientras Iván Denísovich, olvidando en el acto vuestra monstruosidad, dice cariñosamente a alguien:
- Ve, palomo, y tráeme a unos cuantos muchachos...

Llegamos a Járkov por la mañana. En la estación nos recibió, tan resplandeciente como la mañana de mayo y como nuestro animoso estado de ánimo, el inspector Yúriev, del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública. Nos daba palmaditas en la espalda y no dejaba de decirnos:
- ¡Vaya con los gorkianos!... ¡Muy bien, muy bien!... ¿Y Liubov Savélievna está también aquí? ¡Magnífico! ¿Saben ustedes una cosa?... Yo tengo un automóvil, vamos a buscar a Jalabuda, y nos marchamos directamente a Kuriazh. ¿Usted también vendrá, Liubov Savélievna? ¡Magnífico! Y los muchachos que vayan en tren hasta Rizhov. La colonia está cerca: a unos dos kilómetros. Pueden ir por el prado. Sólo que hay que darles a ustedes de comer, ¿eh? O tal vez les den de comer en Kuriazh. ¿Usted qué piensa?
Los muchachos me miraban expectantes a mí y contemplaban irónicos a Yúriev. Sus tentáculos combativos, electrizados al máximo, palpaban ansiosos el primer objeto de Járkov: Yúriev.
Yo dije:
- Mire usted, nuestro destacamento mixto de vanguardia es, por decirlo así, el primer escalón de los gorkianos. Ya que nosotros vamos en automóvil, que vayan ellos también. Me parece que se puede alquilar dos automóviles.
Yúriev saltó de entusiasmo:
- ¡Magnífico, palabra de honor! ¡Cómo son!... ¡Todo a su manera!... ¡Qué encanto! ¿Sabe usted una cosa? Alquilaré los coches por cuenta del Comisariado. ¿Sabe? Yo iré con ellos... con los
muchachos...
- Vamos -dijo Vólojov, enseñando los dientes.
- ¡Magnífico, magnífico!... Entonces, vamos... ¡Vamos a alquilar los coches!
Vólojov ordenó.
- Ve tú, Toska.
Toska saludó y pió a la orden, Yúriev contempló a Toska con los ojos resplandecientes de entusiasmo y, frotándose las manos, hizo una pirueta:
- ¡Pero qué se puede decir! ¡Qué se puede decir!...
Corrió a la plaza, volviendo la cabeza hacia Toska, que, naturalmente, no podía olvidar tan pronto su gravedad de miembro del destacamento mixto de vanguardia e ir corriendo por la estación.
Los muchachos se miraron, Górkovski me preguntó en voz baja:
- ¿Quién es... ese tipo tan raro?...

Una hora más tarde, tres automóviles alquilados por nosotros subían a toda marcha la pendiente de Kuriazh y hacían alto cerca de un costado, medio derruido, de la catedral. Unas cuantas figuras, desgreñadas y sucias, se dirigieron indolentes hacia los coches, arrastrando por la tierra sus pantalones largos y rotos, y contemplaron sin mucha curiosidad a los gorkianos, esbeltos como pajes y severos como jueces.
Dos educadores se aproximaron a nosotros y, disimulando apenas su animosidad, cambiaron una mirada entre sí.
- ¿Dónde les instalaremos? A ustedes podemos ponerles unas camas en la habitación de los maestros, y los muchachos pueden ir a los dormitorios.
- Eso no tiene importancia. Ya nos instalaremos en algún sitio. ¿Dónde está el director?
El director está en la ciudad. Pero hay un tipo con unos pantalones de color gris claro, ornados de manchas redondas y grasientas, que, con cierto trabajo y con alusiones a la irregularidad del turno, accede, de todas formas, a presentarse como responsable de guardia y a mostrarnos la colonia. Yo no tengo nada que ver en ella. Yúriev se interesa también poco por las impresiones visuales. Dzhurínskaia calla entristecida, y los muchachos, sin esperar al cicerone oficial, han corrido ya a examinar las riquezas de la colonia: tras ellos, despacio, ha echado a andar Iván Denísovich.
Jalabuda señala con el bastón diversos puntos del horizonte, evocando algunos detalles de su propia actividad organizadora, enumerando los elementos de los bienes inmuebles de Kuriazh y reduciéndolo todo a un denominador común: el centeno. Los muchachos regresan con una mueca de asombro en el rostro. Kudlati me contempla con una expresión, que parece querer decir: ¿Cómo ha podido usted, Antón Semiónovich, meterse en una historia tan estúpida? Los ojos de Mitka Zheveli brillan furiosamente. Con las manos metidas en los bolsillos, mira todo por encima del hombro, y Dzhurínskaia capta perfectamente este movimiento despreciativo:
- ¿Qué, muchacho? ¿Se está mal aquí?
Mitka no contesta nada. De repente, Vólojov se echa a reír:
- Me parece que no podremos pasarnos sin bofetadas.
- ¿Cómo? -inquiere, palideciendo, Liubov Savélievna.
- Tendremos que agarrar por las agallas a esta gentuza -explica Vólojov, y de pronto, sujetando con dos dedos por el cuello a un chiquillo mugriento y delgado, vestido con un largo klift, aunque descalzo y sin gorro, le hace acercarse a Dzhurínskaia.
- Mire usted sus orejas.
El chicuelo mugriento se vuelve dócilmente. Sus orejas son, en efecto, notables. Lo de menos es que estén negras y que la suciedad haya tenido tiempo de acharolarse en los diversos roces cotidianos; es que, además, se hallan adornadas por una tumultuosa invasión de pupas sangrientas, de costras y de granos en vías de cicatrización.
- ¿Por qué tienes así las orejas? -pregunta Dzhurínskaia.
El chicuelo mugriento sonríe cohibido, se frota una pierna contra la otra, y vemos que tiene las piernas por el mismo estilo.
- Es sarna -responde con una voz ronca el chicuelo mugriento.
- ¿Cuántos días te faltan para morirte? -se interesa Toska.
- ¿Por qué para morirme? ¡Quia! ¡Como yo hay muchísimos, y todavía no se ha muerto nadie!
No se ve -ignoro la razón- a los colonos. Por el club cochambroso, por las escaleras salpicadas de escupitajos, por los senderos llenos de excrementos vagan unas cuantas figuras aburridas. En los dormitorios desmantelados y hediondos, donde ni siquiera el sol puede abrirse paso a través de los cristales emporcados por las moscas, tampoco hay nadie.
- ¿Dónde están los colonos? -pregunto al educador de guardia.
El de guardia vuelve orgullosamente la cabeza y dice entre dientes:
- Esa pregunta es superflua.
Junto a nosotros, marcha, sin rezagarse, un muchacho carirredondo, como de quince años.
- Bueno, ¿y qué tal vivís? -le pregunto yo.
El muchacho levanta hacia mí sus inteligentes morritos, sucios como todos los morros de Kuriazh.
- ¿Cómo vivimos? ¡Esto qué va a ser vida! Pero dicen que pronto las cosas irán mejor, ¿es verdad?
- ¿Quién lo dice?
- Los muchachos. Dicen que pronto será otra cosa. Pero también dicen que nos pegarán con varas por cualquier cosa que hagamos.
- ¿Pegaros? ¿Y por qué?
- Dicen que pegarán a los ladrones. Aquí hay muchos.
- Dime, ¿y tú por qué no te lavas?
- ¡Pero si no hay con qué! ¡No hay agua! La central eléctrica está estropeada y la bomba no funciona. Tampoco hay toallas, ni jabón...
- ¿Es que no os dan?
- Antes nos daban... Pero ahora lo han robado todo. Aquí lo roban todo. Ahora ya no hay nada ni en el almacén.
- ¿Por qué?
- Una noche saltaron el cerrojo de la despensa y robaron todo lo que había. El director quiso disparar...
- ¿Y qué?
- Nada... no disparó. Decía: ¡dispararé! Y los muchachos le dijeron: ¡dispara! Pero él no disparó. Lo único que hizo fue llamar a la milicia...
- ¿Y la milicia qué hizo?
- No lo sé.
- ¿Y tú también te llevaste algo del almacén?
- No, yo no me llevé nada. Quería coger unos pantalones, pero los que había eran grandes y sólo me llevé dos llaves que estaban tiradas en el suelo.
- ¿Y hace mucho que ocurrió eso?
- En el invierno.
- Bien... ¿Y cómo te llamas?
- Piotr Málikov...

Vamos hacia la escuela, Yúriev escucha en silencio nuestra conversación. Rezagándose, marcha Jalabuda, rodeado de gorkianos: los muchachos tienen un olfato sorprendente para descubrir a la gente divertida. Jalabuda yergue su rostro rematado por una barba pelirroja y habla de la buena cosecha a los muchachos. Tras él se arrastra, arañando la tierra, un bastón grueso y nudoso.
Por fin entramos en la escuela. Es el antiguo albergue anejo al monasterio, reconstruido por el Comité de Ayuda a la Infancia. El único edificio de la colonia donde no hay dormitorios: un pasillo larguísimo y, a un lado y otro, clases largas y estrechas. ¿Por qué ha sido instalada aquí la escuela? Estas habitaciones sirven únicamente para dormitorios.
Una de las clases, llena de carteles y de malos dibujos infantíles, nos es presentada como el rincón de los pioneros. Probablemente, es mantenida tan sólo para las comisiones de revisión y por decencia política: tenemos que esperar, por lo menos, media hora hasta que aparece la llave y es abierta la habitación.
Nos sentamos a descansar en un banco. Mis muchachos se han quedado silenciosos. Vitka susurra cautelosamente tras de mi hombro:
- Antón Semiónovich, hay que dormir en esta habitación. Todos juntos. Pero nada de camas. Están llenas de piojos, ¿sabe?...
Por encima de las rodillas de Vitka se inclina hacia mí Zheveli:
- Y aquí hay muchachos que no están mal. Sólo que no quieren a sus educadores. Y trabajar, no trabajarán sin...
- ¿Sin qué?
- No trabajarán si no se les arma antes un buen escándalo.

Comenzamos a discutir el orden de la cesión. De la ciudad llega en un coche de punto el director. Contemplo su rostro obtuso e incoloro, y me digo: realmente, ni siquiera se le puede llevar a los tribunales. ¿Quién ha colocado en el puesto sagrado de director a este ser lamentable?
El director emplea un tono belicoso y nos dice que es preciso entregar la colonia lo antes posible, que él no puede responder de nada.
Yúriev le pregunta:
- ¿Cómo que no responde usted de nada?
- Es que los muchachos están muy excitados. Puede ocurrir toda clase de excesos. Tengan ustedes en cuenta que disponen hasta de armas.
- ¿Y por qué se hallan tan excitados? ¿No tendrán ustedes la culpa de ello?
- Yo no necesito excitarles. Ellos mismos comprenden a qué huele todo esto. ¿Ustedes creen que ellos no lo saben? ¡Ellos lo saben todo!
- ¿Qué es lo que saben?
- Lo que les espera -replica expresivamente el director y con un gesto todavía más expresivo se vuelve hacia la ventana, demostrando así que incluso nuestro aspecto no augura nada bueno para los educandos.
Vitka me susurra al oído:
- ¡Qué bicho, pero qué bicho!...
- Calla, Vitka -le tranquilizo yo-. Cualesquiera que sean los excesos que puedan producirse aquí, los responsables de ellos seréis vosotros, independientemente de que ocurran antes o después de la toma de posesión. Y a propósito, también yo solicito que sean aceleradas lo más posible todas las formalidades.
Acordamos que la entrega debe efectuarse mañana, a las dos de la tarde. Todo el personal -sólo de educadores, cuarenta personas- es despedido y en el plazo de tres días tiene que abandonar las habitaciones que ocupa. Para la entrega de las herramientas y los materiales de trabajo se fija un plazo suplementario de cinco días.
- ¿Y cuándo vendrá su administrador?
- No tenemos administrador. Designaremos para la recepción a uno de nuestros educandos.
- No pienso hacer la entrega a ningún educando -dice, ya engallándose, el director.
Comienza a irritarme toda esta concentración de estupidez. En realidad, ¿qué es lo que tiene que entregar?
- ¿Sabe usted una cosa? -le digo-. Para mí es igual si hay o no acta. Para mí lo que tiene importancia es que dentro de tres días no quede aquí ni uno solo de ustedes.
- ¡Ah! ¿Eso es para que no estorbemos?
- ¡Exactamente!
El director, ofendido, se levanta de un salto y corre a la puerta. Tras él corre el educador de guardia. Ya en la puerta, el director se desahoga:
- ¡Nosotros no les estorbaremos, pero les estorbarán otros!
Los muchachos se ríen a carcajadas. Dzhurínskaia suspira. Yúriev observa algo, turbado, en el alféizar de la ventana. Sólo Jalabuda examina inalterablemente los carteles de la pared.
- Bueno, ¿y si nos fuéramos? -propone Yúriev-. Mañana volveremos, ¿eh, Liubov Savélievna?
Dzhurínskaia me mira tristemente.
- No vengan ustedes -suplico.
- ¿Cómo no vamos a venir?
- ¿Qué necesidad tienen? A mí no me ayudarán en nada, y no haremos más que perder el tiempo hablando.
Un poco ofendido, Yúriev se despide. Liubov Savélievna nos estrecha fuertemente la mano a mí y a los muchachos y pregunta:
- ¿No tienen ustedes miedo? ¿No?
Se marchan a la ciudad.

Nosotros salimos. Por lo visto, es la hora del reparto de la comida, porque de la cocina a los dormitorios van muchachos con cazuelas de borsch. Kostia Vetkovski me tira de la manga y se ríe a carcajadas: Mitka y Vitka han detenido a dos muchachos que llevan una cazuela.
- ¿Acaso se puede hacer eso? -pregunta Mitka con acento de reproche-. ¡Cómo sois! ¿Es que no lo entiendes o es que eres un caníbal?...
Yo tardo en comprender de qué se trata. Kostia agarra con dos dedos por una manga a uno de los muchachos de Kuriazh. El chico lleva debajo del otro brazo un pan, al que ha sido arrancada la mitad de la corteza. Kostia sacude por la manga al turbado muchacho: toda la manga está empapada en borsch y cubierta hasta el hombro de trocitos de col y de remolacha.
- ¡Miren! -Kostia se desternilla de risa.
Tampoco nosotros podemos contenernos: el muchacho aprieta en el puño un pedazo de carne.
- ¿Y el otro?
- ¡También! -responde Mitka, riéndose a carcajadas-. Se dedican a pescar la carne del
borsch... mientras lo llevan... ¿Cómo no te da vergüenza, idiota? ¡Debías haberte arremangado, por lo menos!
- ¡Huy, qué difícil va a ser esto, Antón Semiónovich! -exclama Kostia.

Mis muchachos se dispersan en direcciones desconocidas. El dulce día de mayo envuelve el monte del monasterio, pero el monte no le responde con la misma sonrisa afable. En mi imaginación, el mundo es dividido por una superficie transparente y horizontal en dos partes: arriba, un cielo saturado de brillo azul, un aire saludable, sol, vuelos de pájaros y crestas de nubes altas y serenas. De los bordes del cielo, que descienden hacia la tierra, cuelgan lejanos grupos de jatas, agradables sotos y la alegre sierpe del río perdiéndose a lo lejos. Bajo el sol, extiéndense, engalanados como para una fiesta, campos negros, verdes y rojos. Nadie sabe si todo eso está bien o mal, pero es grato contemplarlo, es dulce y sencillo, y uno siente el deseo de convertirse en una parte de este diáfano día de mayo.
Y, mientras tanto, a mis pies está la tierra emporcada de Kuriazh, los viejos muros, saturados de olores a sudor, a incienso y a chinches, los pecados seculares de los popes y la miseria purulenta de los niños desamparados. No, esto, naturalmente, no es el mundo real. Esto parece inventado por alguien.
Vago por la colonia. Nadie se me acerca, pero el número de colonos parece mayor. Me observan de lejos. Entro en los dormitorios. Hay muchos, y no me imagino dónde, por fin, no los habrá, cuántas decenas de casas, de casitas y de alas estarán llenas de dormitorios. En ellos hay ahora muchos colonos. Están sentados en montones apelmazados de trapos o en las tablas rasas y en los bordes de hierro de las camas. Están sentados y con las manos entre las rodillas de los pantalones harapientos digieren la comida. Alguno se dedica al exterminio de sus piojos; en los rincones, hay grupos de jugadores de cartas; en otros rincones, algunos colonos terminan de comer un borsch frío en cazuelas ahumadas. Nadie me hace el menor caso. Yo no existo en este mundo.
En uno de los dormitorios pregunto a un grupo de muchachos que, para mi gran sorpresa, están viendo las ilustraciones de una vieja revista:
- Muchachos, explicadme, ¿dónde han ido a parar vuestras almohadas?
Todos levantan sus rostros hacia mí. Un mozalbete de nariz aguda ofrece libremente a mi mirada una fisonomía irónica:
- ¿Las almohadas? ¿Usted es el camarada Makárenko? ¿Sí? ¿Antón Semiónovich?
- Sí.
- ¿El que anda inspeccionando por aquí?
- El mismo.
- Mañana desde las dos de la tarde...
- Sí, desde las dos de la tarde -le interrumpo-, pero tú no has respondido a mi pregunta: ¿dónde están vuestras almohadas?
- Vamos a contárselo, ¿bueno?
El muchacho sacude afablemente la cabeza y se aparta, haciéndome sitio en el jergón sucio y remendado. Yo me siento.
- ¿Cómo te llamas? -le pregunto.
- Vania Záichenko.
- ¿Sabes leer?
- El año pasado estudié en el cuarto grado, pero este invierno... seguramente, usted lo sabe... no hemos tenido clases.
- Bueno, ¿pero dónde están las sábanas y las almohadas?
Con los grises ojos brillantes de malicia, Vania examina rápidamente a sus camaradas y se instala sobre la mesa. Un zapato, amarillo y deteriorado, se apoya en mi rodilla. Los demás se sientan, apretándose, en la cama. Entre ellos reconozco, de repente, el rostro redondo de Málikov.
- ¿También tú estás aquí?
- ¡Claro!... Es nuestra pandilla. Este es Timka Odariuk, y éste es Ilyá... ¡ Ilyá Fonárenko!

Timka es pelirrojo, con la cara llena de pecas, los ojos sin pestañas y una sonrisa libre de prejuicios. Ilyá tiene una boca gruesa, es pálido, con la cara llena de granos, pero los ojos son auténticos ojos: ojos castaños, que ciñen unos músculos prietos y elásticos. Vania Záichenko mira al dormitorio vacío por encima de las cabezas de sus camaradas y empieza con una voz apagada de conspirador:
- Usted pregunta dónde están las almohadas, ¿eh? Y yo le contesto francamente que no hay almohadas: ¡nada más!
Súbitamente estalla en una risa sonora y agita las manos, separando los dedos. Los demás se rien también.
- Aquí nos divertimos mucho -dice Záichenko-. Todo tiene mucha gracia. No hay almohadas... Al principio, las había, pero después... ¡puf!... ¡desaparecieron!
Se ríe otra vez.
- El pelirrojo se acostó encima de la almohada y despertó sin ella... ¡puf!... ¡había desaparecido!
Záichenko mira a Odariuk con sus ojos pequeños y pillos. Al reírse, se echa hacia atrás y empuja con más fuerza mi rodilla con su pie.
- Antón Semiónovich, usted dígame: para que haya almohadas, hay que apuntarlo todo, ¿verdad? Hay que contarlas y tenerlas apuntadas, ¿verdad? Y cuándo se han entregado y a quién, ¿verdad? Pero en nuestra colonia nadie lleva cuenta no ya de las almohadas, sino ni siquiera de la gente... ¡Nadie!... y nadie cuenta nada... ¡Nadie!
- ¿Cómo puede ser eso?
- Pues muy sencillo: siéndolo. ¿Usted cree que alguien ha apuntado que aquí vive Ilyá Fonárenko? Nadie y nadie lo sabe tampoco. Y a mí tampoco me conoce nadie. ¡Oh! Si usted supiera... Aquí hay muchos que hacen así: viven un poco en la colonia, luego se van y después vuelven otra vez. Fíjese: ¿usted cree que Timka ha sido traído aquí por alguien? Nadie le ha traído. El mismo ha venido y aquí está.
- Entonces, ¿es que se encuentra bien aquí?
- No, ha venido hace cosa de un par de semanas. Se fugó de la colonia de Bogodújovo. ¿Sabe usted? Quería ir a la colonia Gorki.
- ¿Es que en Bogodújovo están enterados?
- ¡Oh! ¡Allí están enterados de todo! ¡Y de qué manera!
- ¿Y por qué ha venido él solo?
- Es que, naturalmente, cada uno tiene sus gustos. Hay muchos chicos a los que no les gusta la severidad. Según dicen, en su colonia hay una severidad que, si suena la corneta, se debe echar a correr y levantarse en un dos por tres. ¿Ve usted? Y, además, trabajar. Los muchachos de aquí tampoco quieren eso...
- Se escaparán -dijo Málikov.
- ¿Los kuriazhanos?
- Sí. Se irán a los cuatro vientos. Dicen así:
¡Como si no supiéramos nosotros lo que busca Makárenko! El lo que quiere es ganarse condecoraciones, pero a nosotros nos tocará trabajar. Se escaparán todos.
- ¿A dónde?
- ¿Acaso hay pocos sitios? Se irán a la colonia que quieran.
- ¿Y vosotros?
- Nosotros somos una pandilla -se apresuró a decir alegremente Záichenko-. Nuestra pandilla se compone de cuatro personas. ¿Sabe una cosa? Nosotros no robamos. No nos gusta. Sólo Timka... Pero bueno, no lo hace para él, eso jamás, sino para todos...
Timka se sonroja bonachón en la cama y trata de mirarme a través de sus párpados, entornados por la vergüenza.
- Bueno, pandilla, hasta la vista -digo yo-. ¡De ahora en adelante vamos a vivir juntos!
Todos me responden: Hasta la vista y sonríen.

Sigo adelante. Es decir, cuatro están ya de mi parte. Pero, además de ellos hay aún doscientos setenta y seis, tal vez más. Probablemente, Záichenko tiene razón: aquí no se ha contado ni se ha registrado a la gente. De pronto me horrorizo ante esa cifra terrible y no contada. ¿Cómo he podido lanzarme con tanta ligereza a esta empresa francamente desesperada? ¿Cómo he podido poner en peligro, además de mi buena estrella, la vida de toda una colectividad? Mientras esa cifra de 280 se me aparecía en forma de tres números escritos en un papel, mi fuerza me parecía poderosa, pero hoy, cuando esos doscientos ochenta rodean como un nauseabundo campamento a mi insignificante destacamento de muchachos, algo comienza a enfriárseme muy cerca del diafragma, y hasta en las piernas empiezo a sentir una debilidad desagradable y molesta.
En medio del patio se me aproximaron tres muchachos como de diecisiete años, con el pelo cortado y buenos zapatos. Uno llevaba una chaqueta marrón relativamente nueva, pero, debajo de la chaqueta, se veía una camisa toda arrugada y sucia de comida; otro llevaba un abrigo de cuero y el tercero, una camisa blanca y pulcra. El poseedor de la chaqueta hundió las manos en los bolsillos del pantalón, ladeó un poco la cabeza y de repente se puso a silbar una conocida melodía de Odesa, mostrándome a propósito sus dientes bellos y blancos. Observé que tenía los ojos grandes y turbios, a los que daban sombra unas pobladas y rojizas cejas. Los otros dos permanecían juntos, cada uno con un brazo echado por el hombro del otro, y fumaban sendos cigarrillos que hacían pasar rápidamente con la lengua de comisura a comisura de la boca. A nuestro grupo se acercaron unas cuantas figuras más.
El pelirrojo entornó un ojo y dijo en voz alta:
- ¿Es Makárenko, verdad?
Me detuve frente a él y respondí con tranquilidad, procurando por todos los medios no expresar nada en mi rostro:
- Sí, ése es mi apellido. ¿Y tú cómo te llamas?
Sin responder, el pelirrojo se puso a silbar de nuevo, mirándome fijamente con un ojo entornado y balanceando un pie. De pronto se volvió bruscamente de espaldas, encogióse de hombros y, sin dejar de silbar, se fue, separando mucho las piernas y hundiendo todavía más las manos en los bolsillos del pantalón. Sus amigos le siguieron, abrazados como antes y cantando a voz en cuello:

Ha paseado el chiquillo,
Ha paseado por ciudades...

Las figuras que nos rodean siguen examinándome. Una susurra a otra:
- Es el nuevo director...
- Da lo mismo uno que otro -responde también en voz baja la segunda figura.
- ¿Está usted pensando por dónde empezar, camarada Makárenko?
Vuelvo la cabeza: una mujer joven de ojos negros me sonríe. Es extraordinario ver aquí una blusa impecablemente blanca y una severa corbata negra.
- Soy Guliáeva.
La conozco. Es la instructora del taller de costura y el único miembro del Partido en Kuriazh. Da gusto mirarla. Guliáeva ha empezado a engordar, pero tiene un talle aún flexible, unos bucles negros y brillantes, también jóvenes, y de ella se desprende una gran fuerza espiritual, todavía no gastada. Yo le contesto alegremente:
- Venga, vamos a empezar juntos.
- ¡Oh, no! Yo seré un mal ayudante. No sé.
- Le enseñaré.
- Bien... He venido a invitarle a que visite usted a las muchachas; todavía no las ha visto. Le esperan... Incluso le esperan ansiosamente. Yo puedo enorgullecerme un poco: las niñas han estado aquí bajo mi influencia, y entre ellas hay hasta tres komsomolas. Vamos.

Nos dirigimos al edificio central, un pabellón de dos pisos.
- Ha procedido usted muy bien -dice Guliáeva- al exigir el cese de todo el personal. Eche usted a todos, hasta el último, sin tener consideraciones con nadie... y a mí écheme también.
- No, respecto a usted ya hemos llegado a un acuerdo. Precisamente cuento con su ayuda.
- Bueno, pero tenga cuidado, no vaya a lamentarlo después.

El dormitorio de las niñas es muy grande. En él hay sesenta camas. Me admiro: cada cama tiene su manta, cierto que vieja y gastada. Debajo de las mantas hay sábanas. Y hasta almohadas.
Las niñas nos esperaban, efectivamente. Visten unos trajecitos de percal viejos y remendados. La mayor de ellas tiene quince años.
Yo las saludo:
- ¡Buenas tardes, niñas!
- Os he traído a Antón Semiónovich, ya que deseabais conocerle.
En voz baja las niñas responden al saludo y poco a poco se aproximan a nosotros, arreglando de paso sus camas. No sé por qué, siento de pronto una gran compasión por estas niñas y unos terribles deseos de proporcionarles aunque no sea más que una pequeña alegría. Se sientan en las camas alrededor de nosotros y me miran tímidamente. Yo no acabo de comprender por qué me dan tanta lástima. Quizá porque están pálidas, porque tienen los labios exangües y miran con recelo o quizá porque tienen el traje remendado. Y pienso rápidamente: es imposible tolerar que las niñas vistan semejantes andrajos; esto puede imprimir en ellas una gran amargura para toda la vida.
- Decidme, niñas, cómo vivís -les pido.
Las niñas callan, me miran y sonríen tan sólo con los labios. De pronto veo claramente que sólo sus labios saben sonreír, que, en realidad, estas niñas no tienen ni idea de lo que es una verdadera sonrisa viva. Examino lentamente todos los rostros y, trasladando la mirada a Guliáeva, digo:
- Soy una persona experta, pero aquí hay algo que no comprendo.
Guliáeva enarca las cejas:
- ¿Qué?
De repente, una niña morena sentada frente a mí, con una falda muy cortita de color rosa, bajo la que asoman sus rodillas, dice, mirándome con sus ojos extáticos:
- Venga usted cuanto antes con sus gorkianos, porque aquí es muy peligroso vivir.
Y yo comprendo inmediatamente de qué se trata: en el rostro de esta muchacha morenita, en sus ojos inmóviles, en las involuntarias convulsiones de su boca hay una inequívoca expresión de miedo, de auténtico temor.
- Están asustadas -digo a Guliáeva.
- Su vida es muy dura, Antón Semiónovich, durísima...
A Guliáeva se le enrojecen los ojos. Rápidamente se aparta hacia la ventana.
Yo pregunto resueltamente a las niñas:
- ¿A qué tenéis miedo? ¡Decídmelo!
Al principio, de un modo tímido, ayudándose e interrumpiéndose mutuamente, después con sinceridad y terribles pormenores, las niñas me cuentan su vida.
Sólo en el dormitorio se sienten relativamente seguras. Tienen miedo a salir al patio, porque los muchachos las persiguen, las pellizcan, les dicen tonterías, las acechan cuando van al excusado y abren la puerta. Frecuentemente, las niñas pasan hambre, ya que no las dejan comida en el comedor. Los muchachos arramblan con toda la comida y se la llevan a los dormitorios. Eso está prohibido y el personal de la cocina trata de impedirlo, pero los muchachos, sin hacer ningún caso, se llevan las cazuelas y el pan y las muchachas no pueden hacer otro tanto. Llegan al comedor y esperan, luego les dicen que ya no queda nada, porque los muchachos se han llevado todo. A veces les dan un poco de pan. Mas permanecer en el comedor es también peligroso, porque suelen entrar los muchachos, las maltratan, las llaman prostitutas y cosas todavía peores, quieren enseñarles toda suerte de palabrotas. Además, exigen de ellas la entrega de diversas cosas para venderlas, pero, como las niñas no se las dan, los muchachos corren al dormitorio, se apoderan de una manta, o una almohada u otro objeto y se lo llevan a la ciudad para venderlo. Las niñas se atreven a lavar su ropa solamente de noche, pero ahora incluso de noche es peligroso:los muchachos las acechan en el lavadero y hacen cosas imposibles de contar. Valia Gorodkova y Mania Vasilenko fueron a lavar, y después volvieron y se pasaron llorando toda la noche y por la mañana huyeron de la colonia no se sabe adonde. Una muchacha se quejó al director, y cuando, al día siguiente, fue al excusado la atraparon y le untaron la cara con... eso mismo... del excusado. Ahora algunos muchachos dicen que van a cambiar las cosas, pero otros afirman que, de todas maneras, no se conseguirá nada, porque los gorkianos son muy pocos y les obligarán a marcharse.
Guliáeva escuchaba a las niñas, sin apartar la vista de mí. Yo sonreí no tanto a ella como a las lágrimas que acababa de verter.
Las muchachas acabaron su triste relato, y una de ellas, a la que todas llamaban Smena, me preguntó seriamente:
- Dígame usted, ¿es que una cosa así es posible bajo el Poder soviético?
Yo le respondí:
- Lo que me habéis contado es una gran iniquidad, y bajo el Poder soviético no debe haber iniquidades semejantes. Dentro de algunos días, todo cambiará para vosotras. Viviréis felices, nadie os ofenderá y tiraremos esos trajes.
- ¿Dentro de algunos días? -interrogó, pensativa, una niña rubia, sentada en el poyo de la ventana.
- Exactamente dentro de diez días -respondí.

Vagué por la colonia hasta el anochecer, dominado por los pensamientos más sombríos.
En cada metro cuadrado de este antiquísimo espacio circular, encerrado entre murallas de una toesa de espesor y tres siglos de edad, con una catedral desvencijada en medio, surgían, como una triunfante maleza en la tierra emporcada, los problemas pedagógicos. En la vieja y tambaleante cochera, llena de estiércol hasta el techo, en la cuadra, especie de asilo para uha decena de solteronas de la raza vacuna, en todo el patio, en la reja rota del jardín hacía tiempo desaparecido, en todo el espacio circundante sobresalían los tallos secos de la educación socialista. Y en los dormitorios de los colonos y, todavía más cerca de nosotros, en las habitaciones vacías del personal, en los llamados clubs, en la cocina, en el comedor, se mecían sobre esos tallos unos frutos gordos y venenosos que yo debía tragarme en el transcurso de los próximos días.
Con los pensamientos se me despertó la ira. Empecé a reconocer en mí la cólera del año 1920. Repentinamente surgió a mi espalda el demonio tentador de odio desenfrenado. Quería ahora mismo, inmediatamente, sin moverme del sitio, agarrar a alguien por el cuello, meterle de narices en los charcos y en los montones hediondos, exigir las acciones más elementales... No, no de la pedagogía, ni de las teorías de la educación socialista, ni del deber revolucionario, ni del énfasis comunista, no, no, nada de eso, sino del más corriente sentido común, de la vulgar y despreciada honradez pequeñoburguesa. La furia apagó en mí el temor al fracaso. Los ataques de indecisión, aparecidos momentáneamente, iban siendo exterminados sin piedad por la promesa que había hecho a las niñas. Estas decenas de niñas atemorizadas, pálidas y silenciosas, a las que había garantizado tan insensatamente una vida humana para dentro de diez días, pasaron a ser de pronto en mi alma representantes de mi propia conciencia.

Gradualmente iba oscureciendo. En la colonia no había luz eléctrica. Desde las murallas del monasterio se arrastraba hacia la catedral una penumbra sombría y compacta. Por todos los agujeros, pasos y rincones husmeaban los muchachos, apoderándose desorganizadamente de la cena y disponiéndose a pasar la noche. Ni risas, ni canciones, ni voces alegres. A veces llegaban hasta mí sordos gruñidos, el habitual e indolente altercado. Por las escaleras medio rotas que conducían a un dormitorio, trepaban dos borrachos, blasfemando aburridos. Desde la penumbra, Kostia Vetkovski y Vólojov les contemplaban con silencioso desprecio.

**NOTA**

(1).-Bogoiavlenski en ruso significa presentado por Dios.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 1
Clavos
Capítulo 3
La prosa de Kuriazh
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