Índice de Poema pedagógico Capítulo 3
La prosa de Kuriazh
Capítulo 5
Idilio
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LIBRO TERCERO

Capítulo 4

TODO VA BIEN

Hasta bien entrada la noche nos tuvo atareados la tentativa de organizar a los muchachos de Kuriazh. Los rabfakianos recorrían los dormitorios y recontaban otra vez a los educandos, en su afán de formar destacamentos. También yo vagaba por los dormitorios, acompañado de Górkovski en calidad de instrumento de medida. Necesitábamos, aunque fuese a ojo, determinar los primeros indicios de colectividad, encontrar, por lo menos, en algún sitio restos de aglutinante social. Górkovski olfateaba en el oscuro dormitorio e inquiría:
- ¿A ver? ¿Qué pandilla hay aquí?
Pero en los dormitorios no había ni pandillas ni casi elementos aislados. Sólo el diablo podría saber dónde estaban metidos los kuriazhanos. A los presentes les preguntábamos quiénes ocupaban el dormitorio, cuáles eran sus amistades, quién era bueno, quién malo, pero las contestaciones no nos dejaban satisfechos. La mayoría de los kuriazhanos no conocían a sus vecinos, raras veces sabían incluso su nombre, en el mejor de los casos les llamaban por el mote -el Oreja, el Medias Suelas, el Hormiga, el Chófer- o simplemente recordaban sus rasgos externos.
- En esa cama duerme uno picado de viruelas, y en aquella otra, uno que han traído de Valkí.
En algunos lugares advertíamos débiles indicios de aglutinante social, pero no encolaba lo que nosotros necesitábamos.
A pesar de todo, yo tenía al anochecer una idea aproximada de la composición de Kuriazh.

Naturalmente, se trataba de verdaderos niños desamparados, pero no eran los desamparados clásicos, por decirlo así. En nuestra literatura y entre nuestra intelectualidad se ha forjado -no sé por qué- una idea acerca del niño desamparado a la manera de un héroe de Byron. El niño desamparado es, ante todo, un filósofo y, además, sumamente ingenioso, anarquista y destructivo, infractor de las leyes y enemigo irreconciliable de todos los sistemas éticos. Las personalidades atemorizadas y lloronas de la pedagogía han añadido a esta imagen un surtido completo de plumas más o menos suntuosas, arrancadas a los rabos de la sociología, de la teoría de los reflejos y de otros parientes ricos nuestros. Estos pedagogos creían profundamente que los niños desamparados estaban organizados, que tenían jefes y disciplina, toda una estrategia del robo y normas de orden interno. Para los niños desamparados no se escatimó incluso términos científicos especiales: La colectividad espontánea, etc...
Y la imagen, ya de por sí bella, del niño desamparado fue todavía más embellecida después por los piadosos trabajos de autores rusos y extranjeros. Todos los niños desamparados eran ladrones, borrachos, depravados, cocainómanos y sifilíticos. En toda la historia mundial solamente a Pedro I se atribuyó tantos pecados mortales. Hablando entre nosotros, todo eso ayudaba intensamente a los calumniadores occidentales europeos a componer las anécdotas más estúpidas e indignantes acerca de nuestra vida.
Y sin embargo... en la vida no hay nada parecido.
Hay que rechazar en redondo la teoría de la existencia permanente de un núcleo de desamparados, que llena nuestras calles no sólo con sus horrendos crímenes y sus pintorescos atavíos, sino también con su ideología. Los autores de infundios románticos acerca del anarquista soviético de la calle no han visto que, después de la guerra civil y del hambre, millones de niños, gracias a un enorme esfuerzo de todo el país, fueron salvados en casas infantiles. En la inmensa mayoría de los casos, todos esos niños crecieron hace ya tiempo y ahora trabajan en las instituciones y en las fábricas soviéticas. Otra cuestión es hasta qué extremo fue doloroso desde el punto de vista pedagógico el proceso de educación de estos muchachos.
En medida considerable por culpa de esos mismos románticos, el funcionamiento de las casas infantiles se desarrolló muy difícilmente, degenerando muchas veces en instituciones tipo Kuriazh. Por eso, cierta parte de los muchachos (me refiero sólo a los muchachos) se iba frecuentemente a la calle, pero no para vivir en la calle y no porque considerasen la vida callejera lo más adecuado para ellos. Estos muchachos carecían en absoluto de una ideología callejera y se marchaban con la esperanza de ir a parar a una colonia o a una casa infantil mejor. Se agolpaban en las puertas de la Protección Social de menores, de los despachos de los dirigentes de la educación socialista, de la Ayuda a la Infancia y otras comisiones, pero por encima de todo preferían los lugares en que había esperanza de aproximarse a nuestra construcción, sorteando el paraíso del influjo pedagógico... No conseguían sin trabajo lo último. La hermandad pedagógica, obstinada y soberbia, no soltaba tan fácilmente de sus manos a las víctimas que le pertenecían, y, en general, no se imaginaba que pudiera existir una vida humana sin un baño previo de educación socialista. Esta era la causa de que la mayoría de los fugitivos se vieran obligados a comenzar por segunda vez el calvario del proceso pedagógico en alguna otra colonia, de la que, dicho sea de paso, también se podía huir. Entre las dos colonias, la biografía de esos pequeños ciudadanos transcurría, naturalmente, en la calle, y, como para el estudio de las cuestiones de principio y de moral no disponían ni de tiempo, ni de costumbre, ni de mesasescritorio, es natural que, por ejemplo, el problema de la alimentación fuera resuelto por ellos sin moral y sin principios. También en los demás aspectos los moradores de la calle no tenían un gran empeño en que sus actos coincidieran exactamente con las tesis formales de la ciencia acerca de la moralidad; en general, los golfillos no se han sentido nunca inclinados al formalismo. Como tenían cierta noción de lógica, suponían, en el fondo de su alma, que iban por el camino recto que les permitiría llegar a ser metalúrgico o chófer y que para ello hacían falta sólo dos cosas: mantenerse lo más firmemente posible en la superficie del globo terrestre, aunque para ello fuera preciso aferrarse a los bolsos femeninos y a las carteras masculinas, e instalarse cerca de algún garaje o taller mecánico.

En nuestra literatura científica ha habido varias tentativas de crear un sistema satisfactorio de clasificación de los caracteres humanos; los que lo intentaron, hicieron todo lo posible para dejar en este sistema, entre los amorales y los defectivos, un espacio para los niños desamparados. Pero de todas las clasificaciones, yo considero la más acertada la que hicieron para su uso práctico los miembros de la comuna Dzerzhinski de Járkov.
Según la hipótesis práctica de los miembros de la comuna, todos los desamparados se dividen en tres clases. La primera clase son los que participan de la manera más activa en la composición de sus propios horóscopos, sin detenerse ante ningún revés; los que, movidos por su afán de llegar a ser metalúrgicos, están dispuestos a aferrarse a cualquier parte del vagón de pasajeros; los que sienten con más intensidad el gusto por el vértigo de los trenes rápidos y correos, aunque sin dejarse fascinar por los vagones-restoranes, ni por los atributos de los cochescama, ni por la cortesía de los conductores. Hay gente que intenta difamar a estos viajeros, afirmando que andan por los ferrocarriles soñando con los aires perfumados de Crimea o las aguas de Sochi. Eso no es verdad. Lo que les interesa, principalmente, son los gigantes industriales de Dniepropetrovsk, del Donetz y de Zaporozhie, los barcos de Odesa y Nikoláiev, las empresas de Járkov y de Moscú.
La segunda clase de desamparados, aun distinguiéndose también por muchas propiedades, no posee, sin embargo, ese ramillete de nobles cualidades morales que posee la primera. Éstos también buscan, pero sus miradas no se apartan desdeñosamente de las fábricas textiles y de cueros, están dispuestos a reconciliarse hasta con un taller de carpintería y, peor todavía, son capaces de dedicarse al trabajo de cartoneros y, en fin, no se avergüenzan de recoger hierbas medicinales.
La segunda clase también viaja, pero prefiere el tope posterior del tranvía y desconoce la magnífica estación de Zhmérinka y las severidades de Moscú.
Los miembros de la comuna Dzerzhinski preferían siempre atraer a su institución solamente a los ciudadanos de la primera clase. Por eso completaban sus filas, desarrollando su propaganda en los trenes rápidos. La segunda clase en la representación de los miembros de la comuna era mucho más débil.
Pero en Kuriazh no predominaba la primera clase, ni la segunda, sino la tercera. En el mundo de los desamparados, como en el mundo de los sabios, hay muy pocos de primera clase, un poco más de la segunda y la inmensa mayoría corresponde a la tercera; esta inmensa mayoría no corre a ningún lado y no busca nada, ofreciendo benévolamente los tiernos pétalos de sus almas infantiles a la influencia organizadora de la educación socialista.

En Kuriazh, yo tropecé, precisamente, con la veta fundamental de la tercera clase. Estos niños tenían también en sus breves historias tres o cuatro casas infantiles o colonias y, a veces, muchas más, hasta once, pero esto no era ya el resultado de su tendencia a un futuro mejor, sino de la tendencia del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública a la creación, tendencia tan confusa a veces, que hasta el oído más experto era incapaz de distinguir dónde empezaba o concluía la reorganización, la completación, la liquidación, la restauración, la ampliación, la standardización, la especialización, la evacuación y la reevacuación.
Y como yo también había negado a Kuriazh con propósitos y reorganización, debía acogerme esa misma indiferencia que era la única actitud defensiva de cada desamparado frente a los juegos pedagógicos del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública.
La obtusa indiferencia era el producto de un largo proceso educativo y, en cierta medida, demostraba el gran poder de la pedagogía.
La mayoría de los kuriazhanos oscilaba entre trece y quince años de edad, pero en sus fisonomías ya habían tenido tiempo de grabarse intensamente diversos atavismos. Ante todo, saltaba a la vista la total ausencia en ellos de todo elemento social, a pesar de que casi desde su nacimiento se habían desarrollado bajo el signo de la educación socialista. Una primitiva ingenuidad vegetal se transparentaba en cada uno de sus movimientos, pero ésta no era la ingenuidad de un niño que reacciona simplemente a todos los fenómenos de la vida. Los kuriazhanos no conocían ninguna vida. Sus horizontes se limitaban a la lista de productos alimenticios, hacia los que eran atraídos en un reflejo sombrío y somnoliento. Abrirse paso hacia la marmita de la comida en medio de fierecillas semejantes a ellos: tal era toda su tarea. A veces, esta tarea se resolvía con más fortuna, otras veces con menos suerte; el péndulo de su vida privada no conocía otras oscilaciones. Como acción directa, los kuriazhanos robaban solamente los objetos que estaban a su alcance o aquellos sobre los que caía toda su multitud. La voluntad de estos niños estaba aplastada hacía ya mucho tiempo por las violencias, los coscorrones y los insultos de los mayores, los llamados tragones, que han florecido tan profusamente sobre la base de la no resistencia y de la autodisciplina en la educación socialista.
Al mismo tiempo, estos niños no tenían nada de idiotas. En realidad, eran muchachos corrientes, colocados por el destino en una situación increíblemente estúpida: por una parte, estaban privados de todos los bienes del desarrollo humano, por otra parte, el destino les habia arrancado a las condiciones salvadoras de la sencilla lucha por la vida al asegurarles la pitanza, mala, pero diaria.
Sobre el fondo de esa masa fundamental resaltaban ciertos grupos de otro orden. En el dormitorio de Jovraj se encontraba, al parecer, el estado mayor de los tragones. Mis muchachos decían que eran unos quince y que el papel principal entre ellos era desempeñado por un tal Korotkov. Yo no había visto aún al propio Korotkov, y, en general, estos educandos pasaban la mayor parte del tiempo en la ciudad. Evguéniev, que había encontrado entre ellos a viejos amigos, afirmaba que todos ellos eran unos rateros vulgares y que la colonia les hacía falta tan sólo en calidad de domicilio. Pero Vitka Górkovski no estaba de acuerdo con él:
- ¡Qué van a ser rateros! ¡Son hampones!...
Vitka decía que Korotkov, y Jovraj, y Perets, y Churilo, y Podnebesni, y todos los demás operaban, precisamente, en la colonia. Al principio, habían desvalijado las casas de los educadores, los talleres y los depósitos. Algo se podía robar también entre los educandos. Para el Primero de Mayo a muchos educandos sé les había entregado calzado nuevo: según Górkovski, el calzado había sido el principal objetivo de la actividad de los ladrones. Además, operaban en las aldeas y algunos incluso en la carretera. La colonia estaba situada en la carretera principal de Ajtir.
Vitka entornó de repente los ojos y se echó a reír:
- ¿Y sabéis lo que han inventado ahora esos bichos? Los pequeñuelos les tienen miedo, tiemblan ante ellos, y, entonces, ellos se meten a organizadores, ¿comprendéis? En su lenguaje los pequeños son llamados
perritos. Cada uno de ellos tiene varios perritos. Y por la mañana les dicen: ve a donde quieras, pero trae algo por la noche. Entonces, ellos roban, bien en los trenes, bien en el mercado, pero la mayoría no sirve para eso y lo que hacen es mendigar. Piden en las calles, en el puente, en Rizhov. Dicen que reúnen cada día dos o tres rublos. Churilo es quien tiene los mejores perritos; le traen hasta cinco rublos. Y hasta han señalado una norma: una cuarta parte para el perrito, y el resto para el amo. ¡Oh! No se fije usted en que no tengan nada en los dormitorios. Tienen ropa y dinero, sólo que todo está escondido. Aquí, en Podvorki, hay casas que se dedican a ello; en cuanto a Caínes, hay todos los que usted quiera. Cada noche organizan juergas allí.

El segundo grupo estaba constituido por muchachos como Záichenko y Málikov. Cuando profundicé más en la colonia, resultó que no eran tan pocos: unos treinta en total. Habían conseguido por puro milagro conservar, en medio de todas las vicisitudes de la vida, unos ojos brillantes, una encantadora agresividad juvenil y frescos talentos analíticos que les permitían reaccionar a cada fenómeno con bélico entusiasmo. Yo amo a esta categoría de la humanidad, la amo por lo bello y lo noble de sus movimientos espirituales, por su profundo sentido del honor, hasta por ser solteros convencidos y antifeministas. Desde que mi primer destacamento mixto entró en funciones, estos muchachos alzaron la nariz, aspirando con avidez el aire fresco, después se agitaron por los dormitorios, irguiendo el rabo y haciendo girar rápidamente los talentos analíticos arriba mencionados. Aún tenían miedo a pasarse manifiestamente a mi lado, pero su apoyo estaba asegurado ya.
Vitka y yo tropezamos involuntariamente con el tercer grupo de elementos sociales, y Vitka se detuvo ante ellos como un setter ante la liebre, temeroso y asombrado. En un ángulo lejano del patio, apoyado contra la vieja muralla, había un pabellón aislado con una terraza de madera tallada. Vania Záichenko nos dijo, señalándonos ese edificio:
- Ahí viven los agrónomos.
- ¿Qué agrónomos? ¿Cuántos son?
- Catorce.
- ¿Catorce agrónomos? ¿Para qué tantos?
- Ellos son los que sembraron el centeno y ahora viven...
Recordé a Jalabuda y todavía dudé más:
- Os burláis de ellos llamándoles así?
Pero Vania puso una cara muy seria y, señalando el pabellón, agitó la cabeza con más insistencia aún:
- No, son agrónomos de verdad, vayan ustedes a verles. Ellos son los que labraron y sembraron el centeno. Y fíjese cómo ha crecido. ¡Ya está así de grande!
Vitka contempló a Vania con indignación:
- ¿Son aquéllos... de la camisa azul? Pero si son educandos... ¿Por qué mientes?
- ¡No miento! -chilló Vania-. ¡No miento! Y hasta título deben recibir. En cuanto lo reciban, se marcharán...
- Bien, bien, vamos a ver a vuestros agrónomos.

En el pabellón había dos dormitorios. Sobre las camas, cubiertas por mantas relativamente nuevas, había unos muchachos, vestidos, en efecto, con unas camisas de satén azul, bien peinados y con cierto aire especial de virtud. Adornaban las paredes tarjetas postales, recortes de revistas y pequeños espejos en marcos de madera, todo ello cuidadosamente clavado. Los alféizares de las ventanas estaban revestidos de limpios papeles recortados por los bordes.
Los serios muchachos respondieron secamente a mi saludo y no expresaron ninguna indignación cuando Vania Záichenko hizo, inspirado, las presentaciones:
- ¡Todos éstos son agrónomos, ya os lo he dicho! ¡Y éste es el principal, Voskobóinikov!
Vitka Górkovski me miró con la misma expresión que si se nos invitara a conocer, en lugar de agrónomos, a magos o brujos, en cuya existencia Vitka no podía creer de ninguna manera.
- Escuchadme, muchachos, no ofenderos, pero decidme: ¿por qué os llaman agrónomos?
Voskobóinikov -un joven alto, en cuyo rostro la palidez luchaba con la suficiencia, sin que las dos pudieran ocultar una inmóvil y estancada ignorancia- se levantó de la cama, metió con gran esfuerzo las manos en los estrechos bolsillos de sus pantalones y me dijo:
- Nosotros somos agrónomos. Pronto recibiremos los diplomas...
- ¿Quién debe dároslos?
- ¿Cómo quién? El director.
- ¿Qué director?
- El director de antes.
Vitka se echó a reír.
- ¿Tal vez también a mí me dará un diploma?
- No hay por qué reírse -se picó Voskobóinikov-. Si no comprendes, cállate. ¡Qué sabes tú!
Vitka se enfadó:
- Yo comprendo que aquí todos sois unos tarugos. Decidme claramente, ¿quién está aquí haciendo el tonto?
- Tal vez tú -respondió ingeniosamente Voskobóinikov, pero Vitka se sentía ya incapaz de resistir más hechicerías:
- ¡Déjalo, te digo!... ¡Venga, habla!...
Nos sentamos en las camas. Superando su suficiencia y su virtud, resistiéndose y ofendiéndose, alternando sus escuetas palabras con muecas desconfiadas y despreciativas, los agrónomos revelaron ante nosotros los secretos del centeno de Jalabuda y de su propia vertiginosa carrera. Durante el otoño había trabajado en Kuriazh un representante de Jalabuda con la misión especial de sembrar centeno. Convenció a unos quince muchachos de los mayores y les retribuyó muy generosamente: les instaló en un pabellón aparte, les compró camas, ropa blanca, mantas, trajes, abrigos, pagó a cada uno cincuenta rublos y se comprometió a entregarles el diploma de agrónomo cuando terminaran el trabajo. Como todo lo convenido -las camas y lo demás resultó cierto, los muchachos no tenían motivos para dudar de los diplomas, tanto más cuanto que todos ellos eran semianalfabetos y ninguno había pasado del segundo grado de la escuela primaria. La fecha de la entrega de los diplomas fue postergándose hasta la primavera. Esta circunstancia, sin embargo, no inquietó demasiado a los muchachos, aunque el representante de Jalabuda se había diluido en el éter de los combinados de la Ayuda a la Infancia, porque el director de la colonia había asumido noblemente sus compromisos. Ayer, al marcharse, les había confirmado que los diplomas estaban ya listos. Sólo faltaba traerlos a Kuriazh y entregarlos solemnemente a los agrónomos.
Yo dije a los muchachos:
- Os han engañado. Para llegar a ser agrónomos, hay que estudiar mucho, estudiar durante varios años. Hay unos institutos en los que se puede estudiar; mas, para ingresar en ellos, hace falta estudiar también varios años en una escuela corriente. Y vosotros... A ver, ¿cuántos son siete por ocho?
Un muchacho moreno y agraciado, al que yo había dirigido a boca de jarro la pregunta, respondió inseguro:
- Cuarenta y ocho.
Vania Záichenko lanzó una exclamación de asombro y desorbitó sus sinceros ojitos:
- ¡Huy, huy, huy con el agrónomo! ¡Cuarenta y ocho! ¡Vaya un descubrimiento, vaya un descubrimiento! ¡Pues sí que!...
- ¿Y tú por qué te metes? ¿A ti qué te importa? -chilló Voskobóinikov a Vania.
- ¡Pero si son cincuenta y seis! -y Vañka palideció de la apasionada convicción-. ¡Cincuenta y seis!
- Entonces, ¿qué va a pasar? -preguntó un muchacho corpulento y anguloso, a quien todos llamaban Svatkó-. Nos habían prometido plaza en el sovjós, y ahora...
- Eso es posible -respondí yo-. Está bien trabajar en el sovjós, pero no seréis agrónomos, sino obreros.
Los agrónomos pegaron un salto de indignación sobre sus camas. Svatkó palideció de rabia:
- ¿Usted cree que no encontraremos la verdad? ¡Nosotros comprendemos, lo comprendemos todo! El director nos había prevenido ya. ¡Sí! Usted necesita ahora que le labren la tierra y, como no quiere hacerlo nadie, por eso arma todo ese lío. ¡Y hasta al camarada Jalabuda le han convencido! ¡Pero no será como usted quiere, no lo será!
Voskobóinikov hundió de nuevo las manos en los bolsillos y extendió hasta el techo su largo cuerpo.
- ¿Para qué venís aquí con cuentos?... Gente enterada nos lo había advertido. ¡Hay que ver cuánto trabajamos y sembramos! ¡Y usted necesita explotarnos! ¡Ya está bien!
- ¡Qué estúpidos! -pronunció tranquilamente Vitka.
- ¡A ver si te doy en los morros!... ¡Gorkianos!... ¿Habéis venido aquí para que otros os saquen las castañas del fuego?
Me levanté de la cama. Los agrónomos nos miraban con sus rostros obtusos y enfadados. Procuré despedirme de ellos lo más tranquilamente posible:
- Allá vosotros, muchachos. Queréis ser agrónomos, sedlo... No necesitamos por ahora vuestro trabajo. Nos arreglaremos sin vosotros.
Fuimos hacia la salida. De todas formas, Vitka, incapaz de resistir, declaró obstinadamente en el umbral:
- A pesar de todo sois unos idiotas.
Esta declaración produjo tanto descontento entre los agrónomos, que Vitka se vio obligado a salir de la terracilla en tercera velocidad.

En la habitación de los pioneros Zhorka Vólkov pasaba revista a los kuriazhanos que a trancas y barrancas habían sido promovidos a jefes. Yo había advertido a Zhorka que de esta empresa no saldría nada, que no necesitábamos a semejantes jefes. Pero Zhorka quiso convencerse prácticamente.
Los candidatos elegidos estaban sentados en los bancos y se rascaban un pie descalzo contra el otro, lo mismo que las moscas. Zhorka parecía ahora un tigre: sus ojos eran agudos y chispeantes. Los candidatos se conducían como si se les hubiera traído aquí para tomar parte en algún juego nuevo, pero las reglas de este juego parecían demasiado embrolladas y, en general, los viejos juegos eran más divertidos. Aunque trataban de sonreír delicadamente en respuesta a las ardientes explicaciones de Zhorka, sus sonrisas le causaban escasa alegría:
- Vamos a ver, ¿de qué te ríes? ¿De qué? ¿Comprendes de lo que se trata? ¡Basta de ser parásito! ¿Sabes lo que es el Poder soviético?
Los rostros de los candidatos se ponen serios y hacen unos visajes de vergüenza con sus mejillas iluminadas por Una sonrisa.
- Entendedlo bien: ya que eres jefe, tu orden debe ser cumplida.
- ¿Y si ellos no quieren? -pregunta, floreciendo de nuevo en una sonrisa, un muchacho rubio de frente despejada, por lo visto vago y charlatán, llamado Petrushko.
Entre los invitados se halla también Spiridón Jovraj. Su reciente conversación con Belujin y Karabánov parece haberle enternecido, pero ahora está desilusionado: se exige de él desfavorables y molestas complicaciones con los camaradas.

Aquella tarde, después de los apasionados discursos de Zhorka y de la sonriente indiferencia de los kuriazhanos, constituimos, a pesar de todo, el Soviet de jefes, hicimos una lista de todos los habitantes de la colonia y hasta señalamos el trabajo para el día siguiente. Mientras tanto, Vólojov y Kudlati prepararon las herramientas para la salida al campo. Tanto el Soviet de jefes como las herramientas tenían un aspecto sumamente precario, y nuestro estado de ánimo al acostarnos era de cansancio y de derrota. Aunque Borovói y su ayudante habían empezado a trabajar y alrededor de los montículos de tierra de un negro vivo brillaban ya frescas astillas, la tarea general en Kuriazh seguía apareciendo confusa y carente de ese cabito salvador de que era preciso tirar para poder empezar.

Al día siguiente, por la mañana temprano, los rabfakianos volvieron a Járkov. Según lo acordado en el Soviet de jefes, a las seis se tocó diana. A pesar de que del muro de la catedral colgaba ya una nueva campana con buena voz, el toque no produjo ningún efecto en los muchachos de Kuriazh. El educador de guardia, Iyán Denísovich Kirguísov, se asomó con un flamante brazalete rojo a unos cuantos dormitorios, pero salió malhumorado de ellos. La colonia dormía; sólo junto a la cochera se afanaba nuestro destacamento mixto de vanguardia, disponiéndose a marchar al campo. Veinte minutos más tarde, salió con tres pares de caballos, que arrastraban arados y rastrillos. Kudlati subió al cabriolet y se fue a la ciudad en busca de semilla de patata. A su encuentro, venían de la ciudad unas figuras pálidas y entumecidas. A mí no me quedaban fuerzas para detenerlas y registrarlas, para hablar de los pormenores de la noche pasada. Sin ningún obstáculo se metieron en los dormitorios y, de tal modo, el número de durmientes incluso aumentó.
Conforme al plan de trabajo elaborado ayer y ratificado unánimemente por el Soviet de jefes, todas las fuerzas de Kuriazh debían ser lanzadas a la limpieza de los dormitorios y del patio, al desbrozamiento del terreno para invernaderos, a la labranza de parcelas para huerta alrededor de la muralla del monasterio y a la demolición de la propia muralla. En los raros momentos de optimismo comenzaba a notar en mí una nueva y agradable sensación de fuerza. ¡Cuatrocientos colonos! Me imaginaba cómo se habría alegrado Arquímedes si le hubieran ofrecido cuatrocientos colonos. Posiblemente hubiese renunciado hasta a su punto de apoyo en su afán de mover el mundo. Sí, los doscientos ochenta muchachos de Kuriazh eran para mí un inusitado coágulo de energía después de los ciento veinte gorkianos.
No obstante, ese coágulo de energía reposaba en unas camas sucias y ni siquiera tenía prisa por desayunar. Disponíamos ya de platos y cucharas, y todo esto había sido colocado con relativo orden sobre las mesas del comedor, pero Shelaputin estuvo tañendo la campana una hora entera hasta que en el comedor aparecieron las primeras figuras. El desayuno se prolongó hasta las diez. Yo pronuncié varios discursos en el comedor, por décima vez repetí a qué destacamento pertenecía cada uno, quién era el jefe y qué trabajo correspondía a cada destacamento. Los educandos escuchaban mis discursos sin levantar la cabeza del plato. Estos miserables ni siquiera tuvieron en cuenta el hecho de que se les había condimentado una sopa muy sabrosa, con mucha grasa, y que sobre el pan había cuadraditos de mantequilla. Con un aire indiferente devoraron la sopa y la mantequilla, se guardaron trozos de pan en los bolsillos y salieron del comedor, chupándose los sucios dedos y despreciando mis miradas, llenas de una esperanza digna de Arquímedes.
Nadie se aproximó a Misha Ovcharenko, que había colocado en los peldaños del atrio de la catedral las palas, las escobas y los rastrillos comprados ayer. Misha tenía en la mano un libro de notas nuevo, también adquirido ayer, en el que debía apuntar cuántos instrumentos habían sido entregados a cada destacamento. Misha estaba como un tonto junto a su almacén, porque ni una sola persona se le acercó. Ni siquiera Vania Záichenko, jefe del décimo destacamento de kuriazhanos, integrado por sus amigos, y en el que yo confiaba principalmente, llegó en busca de las herramientas ni le vi durante el desayuno. De los jefes nuevos, únicamente Jovraj se me acercó en el comedor, se puso a mi lado y contempló con desenfado a la muchedumbre que pasaba junto a nosotros. Su destacamento -el cuarto- era el encargado de demoler la muralla del monasterio: para él, Misha había preparado unas barras. Pero Jovraj ni siquiera se acordaba del trabajo que le había sido encomendado. Con el mismo desparpajo empezó a hablar conmigo de temas que no tenían ninguna relación con la muralla del monasterio:
- Dígame, ¿es verdad que en la colonia Gorki hay chicas guapas?
Le volví la espalda y me dirigí a la salida, pero él echó a andar junto a mí y, mirándome a la cara, continuó:
- Y también dicen que tienen ustedes unas educadoras que... miel sobre hojuelas. ¡Ja, ja! ¡Será interesante verlas cuando vengan! También aquí teníamos unas mujercitas que no estaban mal... Pero, ¿sabe usted una cosa? ¡Tenían un miedo a mi mirada, que vamos! Las miraba, y ellas se ponían todas así de encarnadas. Y ¿por qué es eso, dígame usted, por qué tengo yo una mirada tan temible?
- ¿Por qué no ha salido tu destacamento a trabajar?
- ¡Que el diablo se lleve al destacamento, a mí qué me importa! Yo tampoco he salido...
- ¿Por qué?
- No tengo ganas, ¡ja, ja, ja!
Entornó los ojos, mirando la cruz de la catedral:
- También aquí, en Podvorki, hay unas mujercitas arrebatadoras... ¡Ja, ja!... Si usted quiere, puedo presentárselas...
Desde ayer, mi cólera estaba aplastada por el peso muerto de poderosísimos frenos. Por eso, aunque dentro de mí surgía algo obstinado y brutal, en la superficie de mi alma oía solamente un chirrido sofocado y se me recalentaban las válvulas del corazón. En mi cabeza alguien dio la voz de firme, y los sentimientos, las ideas y hasta las ideítas se apresuraron a enderezar las filas oscilantes. Ese mismo alguien ordenó severamente:
¡Deja a Jovraj! Hay que averiguar urgentemente por qué el destacamento de Vania Záichenko no ha salido al trabajo y por qué Vania no ha venido a desayunar.
Y por eso y por otras razones dije a Jovraj:
- ¡Vete al cuerno!...
Jovraj, muy sorprendido por mi trato, se apresuró a retirarse. Yo corrí al dormitorio de Záichenko.
Vania yacía sobre el jergón desnudo. Alrededor del jergón estaba toda la pandilla. Vania tenía recostada la cabeza sobre un brazo, y aquel bracito pálido y delgado contra el fondo de la almohada sucia parecía limpio.
- ¿Qué ha ocurrido? -pregunté.
La pandilla, en silencio, me dejó pasar hacia la cama. Haciendo un esfuerzo, Odariuk sonrió y dijo apenas perceptiblemente:
- Le han pegado.
- ¿Quién le ha pegado?
Con una voz inesperadamente sonora Vania dijo desde la almohada:
- Alguien me ha pegado, ¿comprende?, ¿puede imaginárselo? Vinieron por la noche, me taparon con una manta y me pegaron a conciencia. ¡Me duele el pecho!
La voz sonora de Vania Záichenko estaba en flagrante contradicción con su carita enflaquecida y paliducha. Yo sabía que entre los pabellones de Kuriazh había uno que llevaba el nombre de enfermería. Allí, entre las habitaciones vacías y sucias, había una que era la residencia de una viejecita enfermera. Envié a Málikov en su busca. En la puerta Málikov tropezó con Shelaputin:
- ¡Antón Semiónovich, ha venido gente en coche y están buscándole!
Junto a un Fiat grande y negro se hallaban Bréguel, la camarada Zoia y Kliámer. Bréguel sonrió majestuosamente:
- ¿Ha tomado usted posesión?
- Sí.
- ¿Cómo van los asuntos?
- Todo va bien.
- ¿Completamente bien?
- Se puede vivir.
La camarada Zoia me miró con desconfianza. Kliámer examinaba todo a su alrededor. Probablemente quería ver a mis educadores de cien rublos. Tropezando, pasó a nuestro lado con un rápido trote senil la vieja enfermera que corría a ver a Vania Záichenko. Desde la cochera llegaban las palabras indignadas de Vólojov:
- ¡Canallas, han echado a perder a la gente y a los caballos! ¡No hay un par que trabaje, no son bestias, sino prostitutas!
La camarada Zoia enrojeció, dio un salto y agitó su cabeza grande y desgarbada:
- ¡Eso sí que es educación socialista!
Yo me eché a reír:
- Eso no es educación socialista. Se trata, simplemente, de un hombre que no encuentra palabras.
- ¿Cómo que no las encuentra? -sonrió sarcástico Kliámer-. A mí me parece que sí las encuentra.
- Sí, claro, al principio no las encontraba, pero después las ha encontrado.
Bréguel quiso decir algo, me miró fijamente y no dijo nada.

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