Índice de Poema pedagógico Capítulo 18
Salida de reconocimiento
Capítulo 2
El destacamento mixto de vanguardia
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LIBRO TERCERO
Capítulo 1

Clavos

A los dos días tenía yo que hacerme cargo de la colonia de Kuriazh, y hoy era preciso disponer algo en el Soviet de jefes, decir algo para que los colonos pudieran organizar, en mi ausencia, la dificilísima operación de recoger toda nuestra economía y trasladarla a Kuriazh.
En la colonia, el temor y la esperanza, el nerviosismo y los ojos brillantes, los caballos, los carros y las olas tumultuosas de pequeñeces, de olvidadas nota bene y de perdidas correas formaban un nudo tan complicado, que yo no creía que los muchachos fueran capaces de deshacerlo.
Había transcurrido solamente una noche desde el instante en que recibimos el contrato de la cesión de Kuriazh, pero todo en la colonia hablaba ya de la marcha: el estado de ánimo, el ardor, el ritmo. Los muchachos no tenían miedo a Kuriazh, quizá por no haberlo visto en todo su esplendor. En cambio, ante mi mirada mental Kuriazh se alzaba como un espectro fabuloso y terrible, capaz de agarrarme del cuello con todas sus fuerzas, a pesar de que su muerte había sido oficialmente registrada, hacía ya mucho tiempo.
El Soviet de jefes resolvió que marcharan conmigo a Kuriazh únicamente nueve colonos y un educador. Yo pedí que fueran más. Quise demostrar que con fuerzas tan escasas no podríamos hacer nada, que únicamente minaríamos el prestigio de la colonia Gorki, que en Kuriazh había sido despedido todo el personal, que allí había mucha gente irritada con nosotros.

Me contestó Kudlati, sonriendo irónico y cariñoso:
- En realidad, es lo mismo que vayan diez o veinte: de cualquier forma, no harán nada. Cuando vayamos todos, será ya otra cosa: entonces tomaremos Kuriazh por asalto. Tenga usted en cuenta que ellos son trescientos. Aquí hay que prepararlo todo bien. Sólo cerdos debemos transportar 320. Y, además, fíjese: o en Járkov se han vuelto locos o están haciéndolo a propósito, pero el caso es que cada día nos envían chicos nuevos.
También a mí me abrumaban los nuevos. Diluyendo nuestra colectividad, no nos dejaban mantener la colonia Gorki en su pureza y su fuerza primitivas. Y nuestro pequeño destacamento tenía que hacer frente a una multitud de trescientas personas.
Disponiéndome a la lucha contra Kuriazh, yo confiaba de un solo golpe relámpago: era preciso imponerse a los de Kuriazh de manera fulminante. Todo postergamiento, toda esperanza fundada en la evolución, todo plan basado en la penetración paulatina haría de nuestra operación un asunto dudoso. Yo sabía que penetrarían paulatinamente no sólo nuestras formas, nuestras tradiciones, nuestro ambiente, sino también las tradiciones de la anarquía de Kuriazh. Los sabios de Járkov, al insistir en la penetración paulatina, seguían aferrados, hablando sinceramente, a sus viejos métodos de trabajo artesano: los buenos muchachos influirían saludablemente en los malos. Pero yo sabía ya que, en una colectividad de formas orgánicas blandengues, los muchachos de la mejor calidad se transforman fácilmente en fierecillas salvajes. Sin embargo, no divergía públicamente del criterio de los sabios, calculando con matemática exactitud que el golpe decisivo terminaría antes de que comenzasen las diversas y graduales ingerencias. Pero los nuevos me estorbaban. El inteligente Kudlati comprendía que era preciso prepararles para el traslado a Kuriazh con el mismo cuidado que toda nuestra economía.
Por ello, al salir para Kuriazh, al frente de un destacamento mixto de vanguardia, yo no podía dejar de pensar en la colonia con gran inquietud. Aunque Kalina Ivánovich había prometido tener en sus manos las riendas de la administración hasta el último instante, se encontraba tan abatido y abrumado ante la idea de la separación inminente, que lo único que podía hacer era dar vueltas entre los muchachos, recordando con gran trabajo diversos detalles y olvidándolos en el acto, embargado por su amargo dolor senil. Los colonos escuchaban atentos y cariñosos las disposiciones de Kalina Ivánovích, respondían con un saludo recalcado y un animoso a la orden, pero en cuanto ocupaban sus puestos de trabajo, se desprendían rápidamente del molesto sentimiento de lástima hacia el viejo y organizaban las cosas a su entender.
Dejé a Kóval al frente de la colonia. A lo que más temía Kóval era a ser engañado por la comuna Lunacharski (1), que heredaba de nosotros la finca, los campos sembrados y el molino. Los representantes de la comuna iban y venían ya entre las distintas piezas del mecanismo de la colonia, y hacía ya mucho tiempo que la pelirroja barba del presidente Nesterenko contemplaba desconfiadamente a Kóval. Olia Vóronova no veía con buenos ojos los duelos diplomáticos de estos dos hombres y trataba de convencer a Nesterenko:
- Nesterenko, vete a casa. ¿Qué temes? Aquí no hay ningún bribón. ¡Te digo que te vayas a casa!
Nesterenko sonríe astutamente con los ojos, y señala a Kóval, rojo e irritado:
- Oliechka, ¿tú conoces a este hombre? Es un kulak, un kulak por naturaleza...
Kóval se turba, enrojece más aún y pronuncia con dificultad, pero con obstinación:
- ¿Y tú qué creías? ¡Hay que ver cuánto trabajo han invertido aquí los muchachos! ¿Y yo debo regalártelo? ¿Por qué? ¿Porque eres de la comuna Lunacharski? ¡Tenéis la tripa llena y todavía os hacéis los pobretones!... ¡Pagad!...
- Pero tú piénsalo: ¿cómo voy a pagarte?
- ¿Y por qué tengo que pensar yo en eso? En qué pensabas tú cuando yo te preguntaba: ¿sembramos? Tú entonces te las dabas de gran señor: ¡sembrad! Pues bien, ¡paga ahora! Por el trigo, y por el centeno, y por la remolacha...
Ladeando un poco la cabeza, Nesterenko desata su bolsa de tabaco, busca algo en el fondo y sonríe con aire culpable:
- Eso es justo, tienes razón... las semillas, claro está... Pero, ¿por qué quieres que pague el trabajo? Los muchachos podían, ¿cómo decirlo?, haber trabajado para la sociedad...
Kóval salta furiosamente de la silla y, ya en la salida, se vuelve arrebatado, como si tuviera fiebre:
- ¿Y por qué razón, vagos del demonio? ¿Es que estáis enfermos? ¡Decís que sois de la comuna y abrís la boca para engullir el trabajo de unos niños!... ¡Si no pagáis, se lo daré a los de Gonchárovka!
Olia Vóronova despide a Nesterenko, y un cuarto de hora más tarde cuchichea en el jardín con Kóval, armonizando gracias a un talento netamente femenil sus contradictorias simpatías por la colonia y por la comuna. La colonia es, para Olia, lo mismo que una madre y en la comuna, ella es quien domina manifiestamente, venciendo a los hombres con sus amplios conocimientos agronómicos, heredados de Shere, y ganando a las mujeres con una prédica tenaz y sarcástica acerca de la emancipación femenina y utilizando, para casos y coyunturas difíciles, una especie de grupo de choque, compuesto por veinte muchachas y muchachos que la siguen como si fuese la Doncella de Orleáns. Olia conquistaba a la gente con su cultura, su energía, su fe animosa, y Kóval, viéndola, se jactaba:
- ¡Obra nuestra!
Olia se sentía orgullosa del valioso regalo que la colonia Gorki legaba a la comuna Lunacharski en forma de hacienda ordenada, con un cultivo alternado de seis hojas, y, sin embargo, este regalo era para nosotros una catástrofe económica. En ningún lugar se siente la enorme significación del trabajo invertido como en la agricultura. Nosotros sabíamos perfectamente lo que era extirpar las malas hierbas, organizar la rotación de cultivos, reparar, hacer cada pieza, conservar y mantener limpio cada pequeño elemento de este proceso lento, largo e invisible. Nuestra verdadera riqueza estaba en algo muy profundo, en el entretejido de las raíces de las plantas, en los establos habituales y elaborados filosóficamente, en el corazón de estas ruedas, de estas varas, de estos timones y estas aspas, tan simples a primera vista. Y ahora, cuando había que abandonar muchas de estas cosas y arrancar otras muchas a la armonía general y embutirlas en la estrechez de sofocantes vagones de mercancías, se comprendía por qué una verdosa tristeza envolvía a Shere, por qué en sus movimientos había aparecido algo que recordaba a la víctima de un incendio.
Sin embargo, la tristeza no impedía a Eduard Nikoláievich preparar metódico y tranquilo sus bienes para el viaje, y yo, al marchar a Járkov con el destacamento mixto, rehuía sin dolor su mustia figura. En torno nuestro, los colonos, excesivamente ruidosos y alegres, giraban como elfos.
Finalizaban las horas más felices de mi vida. Ahora deploro a veces por qué no me detuve entonces con reconcentrada atención, por qué no me obligué a contemplar intensamente aquella vida magnífica, por qué no grabé en mi memoria para siempre las luces, y las líneas, y los colores de cada minuto, de cada movimiento, de cada palabra.
Entonces me parecía que ciento veinte colonos no eran simplemente ciento veinte niños desamparados que habían hallado albergue y trabajo. No, eran centenares de esfuerzos éticos, centenares de energías musicalmente armónicas, centenares de lluvias bienhechoras, que hasta la propia naturaleza, esta mujer enfática y soberbia, espera con impaciencia y alegría.
En aquellos días era difícil ver a algún colono que anduviera tranquilamente. Todos habían adquirido la costumbre de correr de un lado para otro, de saltar como golondrinas, con el mismo diligente gorjeo, con la misma disciplina clara y feliz y la misma belleza de movimientos. Hubo un instante en que yo incluso pequé y me dije: para la gente dichosa no es necesario ningún poder; lo sustituirá este instinto tan alegre, tan nuevo, tan humano, cuando cada hombre sepa exactamente qué debe hacer, cómo hacerlo y para qué hacerlo.
Así pensaba yo a veces. Sin embargo, la réplica de algún Aliosha Vólkov, que volvía, descontento, su rostro con manchas hacia el lugar de la alarma, me hacía descender rápidamente de las alturas anarquistas:
- ¿Qué estás haciendo, pedazo de atún? ¿Qué clavos utilizas para cerrar ese cajón? ¿Es que tú crees que los clavos de tres pulgadas están tirados por la calle?
Enérgico y acalorado, el pequeñuelo deja caer, en un gesto impotente, el martillo y se rasca con él, perplejo, el talón desnudo:
- ¿Cómo? ¿Pues cuántas pulgadas deben tener?
- Para eso existen los clavos viejos, ¿comprendes?, los clavos usados. ¡Espera!... ¿Y de dónde has sacado éstos?
Es decir... ¡ha comenzado! Vólkov ya ha caído sobre el pequeñuelo y analiza iracundo su ser, que de pronto ha resultado en contradicción con la idea de los clavos nuevos de tres pulgadas.
¡Sí! ¡Aún hay tragedias en el mundo!
¡Hay muchos que no saben qué son los clavos usados!
Por medio de diversos e ingeniosos métodos hay que arrancarlos de tablas viejas, de cosas rotas y muertas, y de ahí salen reumáticamente torcidos, herrumbrosos, con las cabecitas deformes, con las puntas estropeadas, a veces doblados en dos, en tres, frecuentemente en forma de tirabuzón o de nudos, que no podría hacer a propósito ni el cerrajero de más talento. Hay que enderezarlos con el martillo sobre un pedazo de riel, sentado en cuclillas y dándose con frecuencia en los dedos y no en el clavo. Y, después, al emplear de nuevo estos clavos viejos, se doblan, se rompen y no penetran donde hace falta. Quizá por eso los muchachos de la colonia aborrecen los clavos viejos y realizan sospechosos negocios con los nuevos, sentando el comienzo de procesos judiciales y profanando la causa grande y alegre de la marcha a Kuriazh.
¿Ahora bien, se trataba solamente de los clavos? Todas estas mesas sin barnizar, estos bancos de los modelos más diversos, esta enorme cantidad de diferentes banquetas, de viejas ruedas, de hormas de calzado, de cepilladoras desgastadas, de libros rotos, todo este poso de la vida quieta y de los intereses económicos hería nuestra bizarra cruzada... Pero daba lástima abandonarlo.
¡Y los muchachos nuevos! Empezaban a dolerme los ojos cuando veía sus figuras mal cortadas, extrañas. ¿No sería mejor dejarles aquí, cedérselos a alguna casa pobre de niños, deslizando en forma de soborno un par de lechones o unas cuantas decenas de kilos de patatas? Yo no hacía más que revisar su composición y seleccionarlos por grupos, clasificándoles desde el punto de vista de su valor humano y social. En aquel tiempo poseía ya una mirada bastante experta, que al primer golpe de vista, orientándome por indicios externos, por inapreciables muecas de la fisonomía, por la voz, por la manera de andar y aun por otros pequeños detalles de los individuos, quizá hasta por el olor, me permitía predecir de manera relativamente exacta qué producción saldría, en cada caso concreto, de esta materia prima.
He aquí, por ejemplo, a Oleg Ognev. ¿Llevarle a Kuriazh o dejarle aquí? No, a éste no se le puede abandonar. Es de una calidad rara e interesante. Oleg Ognev es un aventurero, un viajero y un descarado, según todas las probabilidades descendiente de los antiguos normandos y, lo mismo que ellos, alto, largo y rubio. Tal vez entre él y sus antepasados, los varegos, ha habido unas cuantas generaciones de buenos intelectuales rusos, porque Oleg tiene una frente alta y despejada y una boca inteligente, que se extiende de oreja a oreja y que armoniza a las mil maravillas con sus ojos grises y animosos. Oleg fue detenido por no sé qué negocio con unos giros postales y llegó a la colonia en compañía de dos milicianos. Oleg Ognev, alegre y bonachón, caminaba entre ellos, examinando con curiosidad su incierto futuro. Libre, por fin, de sus guardianes, Oleg escuchó serio y cortés mis primeras instrucciones, habló afectuosamente con los viejos colonos, contempló alegre y sorprendido a los pequeños y, deteniéndose en medio del patio, separó sus finas piernas y se echó a reír:
- Entonces, ¿ésta es la colonia Máximo Gorki? ¡Fíjate! Bueno, pues hay que probar...
Le destinaron al octavo destacamento, y Fedorenko, al verle, entornó, desconfiado, un ojo:
- Tú, seguramente, para el trabajo... no serás muy fogoso, ¿verdad? Y la chaquetita que llevas no es muy apropiada... ¿sabes?...
Oleg examinó sonriente su elegante chaqueta, alzando alternativamente sus faldones, y escrutó con alegría el rostro del jefe.
- Esto, ¿sabes?, no tiene importancia, camarada jefe. La chaqueta no me estorbará. ¿Quieres que te la regale?
Fedorenko se echó a reír a carcajadas y, con él, rompieron también en una carcajada los demás titanes del octavo destacamento.
- Venga, déjame ver cómo resulta.
Hasta el anochecer anduvo Fedorenko sin quitarse la chaqueta de Oleg, haciendo reír a los colonos con aquel chic nunca visto entre nosotros, pero a la noche devolvió la prenda a su dueño y le dijo severamente:
- Escóndela lo más lejos posible y ponte esta camiseta. Mañana pasearás detrás de la sembradora.
Después de contemplar con sorpresa a su jefe, Oleg echó una mirada sarcástica a la chaqueta:
- Entonces, ¿esta clámide no corresponde al lugar?
A la mañana siguiente apareció con la camiseta, mascullando irónicamente para sí:
- ¡Proletario! ¡Habrá que pasear detrás de la sembradora!... Es un asunto nuevo.
En el asunto nuevo las cosas no le salían bien a Oleg. La sembradora, por causas ignotas, no le obedecía, y él iba tristemente en pos de ella, tropezando en los desniveles del terreno y saltando sin cesar a la pata coja en el inútil afán de sacarse una espina. No sabía manejar la reja de la sembradora, y cada tres minutos gritaba al que iba delante:
- Señor, detenga usted sus bestias, que aquí se ha producido una pequeña avería...
Fedorenko pasó a Oleg a otro trabajo; le encargó que fuese con el rastrillo, pero a la media hora Oleg alcanzó a Fedorenko y le dijo cortésmente:
- Camarada jefe, ¿sabe usted una cosa? Se ha sentado.
- ¿Quién se ha sentado?
- La yegua. Fíjese: se ha sentado y, ¿sabe?, no se mueve. Hable usted con ella, por favor.
Fedorenko corre hacia donde está Mary, tumbada a sus anchas, y se indigna:
- ¡Diablos!... ¿Qué has hecho? ¡Todo lo has embrollado! ¿Qué hace aquí este tirante?
Oleg intenta sinceramente enmendar el entuerto:
- ¿Sabe? ¡Es que hay una de moscas!... Se ha sentado y no se mueve, cuando hay que trabajar, ¿verdad?
A través de la collera, que le sale por las orejas, Mary mira rabiosamente a Oleg. También se enfada Fedorenko:
- Está sentada... ¿Es que una yegua puede estar sentada? ¡Azúzala!
Oleg agarra las riendas y vocifera:
- ¡Arre!
Fedorenko se ríe.
- ¿Por qué gritas
arre? ¿Es que eres cochero?
- Sabe, camarada jefe...
- Parece que te han dado cuerda con lo de camarada jefe.
- ¿Pues cómo hay que decir?
- ¡Cómo va a ser!... ¿Es que yo no tengo nombre?
- ¡Ah!... Mire, camarada Fedorenko, yo, claro está, no soy cochero, pero, créame, es la primera vez en mi vida que trato íntimamente con
Mary. He tenido conocidas que también se llamaban Mary... pero con ellas era otra cosa, porque, ¿sabe?... aquí hay que manejar tirantes, colleras...
Fedorenko contempla ferozmente con sus ojos serenos y fuertes la figura entre elegante y destartalada del varego y escupe.
- ¡Deja en paz la lengua y cuida del tiro!
Al anochecer, Fedorenko abre, desalentado, los brazos y pronuncia sin apresurarse la sentencia:
- ¿Para qué diablos sirve? Comer pasteles, cortejar a las señoritas... Me parece que no nos conviene. Por eso digo que no hace falta llevarle a Kuriazh.
El jefe del octavo me mira preocupado y serio, esperando que sancione su veredicto. Yo comprendo que el proyecto pertenece a todo el octavo destacamento, que, como es sabido, se distingue por sus convicciones macizas y por sus exigencias respecto al individuo. Pero respondo a Fedorenko.
- A Ognev le llevaremos a Kuriazh. Tú explica a la gente del destacamento que es preciso hacer de él un trabajador. Si vosotros no lo conseguís, nadie lo conseguirá, y Ognev se convertirá en un enemigo del Poder soviético, en un golfo. ¿Comprendes?
- Comprendo -dice Fedorenko.
- Explícalo en el destacamento.
- Bueno, habrá que explicarlo -asiente, convencido, Fedorenko y se lleva la mano a la nuca, ese lugar sagrado en que nosotros, los eslavos, guardamos los problemas malditos.
Así, pues, Oleg Ognev viene con nosotros. ¿Y Uzhikov? Respondo categóricamente y con rabia: Arkadi Uzhikov no debe venir y, en general, ¡al diablo con él! En cualquier otra producción, si un hombre recibiese una materia prima tan inservible, exigiría la convocatoria de decenas de comisiones, levantaría decenas de actas, haría que interviniera en este asunto el Comisariado del Pueblo del Interior y todo género de controles y, en caso extremo, escribiría una carta a Pravda, pero acabaría dando con el culpable. Nadie puede obligar a hacer locomotoras de cubos viejos o conservas de mondas de patata. Y yo no debo hacer locomotoras ni conservas, sino hombres verdaderamente soviéticos. ¿Y de qué? ¿De Arkadi Uzhikov?
Arkadi Uzhikov vagabundeaba desde pequeño por los caminos del mundo, y las ruedas de hierro de todos los carros de la historia y de la geografía han pasado por él. Era todavía pequeño cuando su padre abandonó a la familia. Los penates de Arkadi se vieron embellecidos por un nuevo padre, que había sido algo en la barraca de feria del gobierno de Denikin. Con este gobierno, el nuevo papá de Uzhikov y toda su familia decidieron abandonar los límites del país e instalarse en el extranjero. El voluble destino, por causas ignotas, les deparó un lugar tan poco apropiado como Jerusalén. En esta ciudad, Uzhikov perdió a todos sus parientes, muertos no tanto de las enfermedades como de la ingratitud humana, y quedó en la inacostumbrada compañía de árabes y otras minorías nacionales. Con el transcurso del tiempo, el auténtico padre de Uzhikov, que, por aquel entonces, había conseguido captar satisfactoriamente los secretos de la nueva política económica y que por ello había pasado a ser miembro de cierto combinado, resolvió, de pronto, modificar su actitud respecto a su descendencia. Buscó a su desdichado hijo y logró aprovechar con tanto acierto la situación internacional, que Arkadi fue metido en un barco, provisto de un acompañante y llevado hasta el puerto de Odesa, donde cayó en los paternos brazos. Pero ya dos meses más tarde el padre se horrorizó al conocer algunas brillantes consecuencias de la educación adquirida por su hijo en el extranjero. En Arkadi se conjugaban a las mil maravillas el impulso ruso y la fantasía morisca, y, en fin de cuentas, el viejo Uzhikov fue escrupulosamente desvalijado. Arkadi se llevó al mercado no sólo las joyas de familia -los relojes, las cucharas y los portavasos de plata-, no sólo los trajes y la ropa blanca, sino incluso algunos muebles, y, para colmo, utilizó hábilmente el talonario de cheques del padre al descubrir en su joven firma un profundo parecido familiar con la enrevesada rúbrica del viejo Uzhikov.
Los mismos brazos poderosos que habían sacado a Arkadi de las cercanías del sepulcro del Señor se pusieron por segunda vez en acción. En plena efervescencia de nuestros preparativos de marcha, Uzhikov padre, con refinamiento europeo y la seriedad de una gran empresa, todavía no muy viejo, tomó asiento frente a mí y me expuso circunstanciadamente la biografía de Arkadi, terminando su relato con un leve temblor en la voz:
- ¡Sólo usted puede devolverme a mi hijo!

Yo contemplé al hijo, sentado en el diván, y me gustó tan poco, que sentí deseos de devolvérselo inmediatamente a su atribulado padre. Pero, con el hijo, el padre traía unos papeles, y yo no sentí fuerzas para discutir con ellos. Arkadi se quedó en la colonia.
Era alto, flaco y desgarbado. A un lado y otro de su cabeza, intensamente pelirroja, sobresalían unas enormes orejas de un rosado traslúcido; su rostro sin cejas, espolvoreado de grandes pecas, parecía tender siempre hacia abajo; la nariz, gruesa y colgante, pendía como si pesara más que el resto de sus facciones. Arkadi miraba constantemente de reojo. Sus ojos turbios, eternamente empapados de un líquido amarillento, producían intensa repugnancia. Añadid a ello una boca babosa, que nunca se cerraba, y una expresión eternamente inmóvil y lúgubre.
Yo estaba seguro de que los colonos le pegarían en los rincones oscuros, que le empujarían al verle, que se negarían a dormir en la misma habitación que él y a comer en la misma mesa, que le odiarían con ese saludable odio humano que yo conseguía sofocar en mí mismo únicamente merced a un esfuerzo pedagógico.
Desde el primer día, Uzhikov comenzó robando a los compañeros y haciéndose aguas menores en la cama. Mitka Zheveli vino a verme y me preguntó en serio, frunciendo sus negras cejas:
- Antón Semiónovich, respóndame usted por las buenas, ¿para qué vamos a llevarnos a uno así? Fíjese usted: de Jerusalén a Odesa, de Odesa a Járkov, de Járkov aquí y ahora a Kuriazh. ¿Para qué vamos a llevarlo? ¿Es que no hay otras cargas? No, usted dígame. ...
Yo guardo silencio. Mitka aguarda pacientemente mi respuesta y frunce las cejas, mirando al sonriente Lápot; después comienza otra vez:
- No he visto nunca a nadie como él. Se le debía dar... eso... estricnina... o hacer una bolita de pan... llenarla de alfileres y echársela.
- ¡No la cogería! -se ríe Lápot.
- ¿Quién? ¿Uzhikov no la cogería? ¡Vamos a tirársela a propósito, y ya verás cómo se la come!... ¡Tú no sabes lo glotón que es! ¡Cómo traga! ¡Puf, no puedo ni recordarlo !...
Mitka se estremece de asco. Lápot le contempla con un gesto de sufrimiento. En mi fuero interno estoy de acuerdo con él y me digo: ¿ Qué hacer?... ¡Pero Uzhikov ha venido con tales papelitos!...
Sentados en el diván de madera, los muchachos se quedan pensativos. Por la puerta del despacho asoma el morrito limpio y sonriente de Vaska Alexéiev, y, en un instante, Mitka irradia de alegría:
- ¡De ésos de me usted aunque sea un centenar!... ¡Vaska, ven aquí!
Vaska se cubre de rubor y ofrece precavidamente a Mitka una sonrisa tímida y una mirada fija y cariñosa, se inclina sobre sus rodillas y expresa de pronto sus sentimientos con un sonido indescriptible, en el que se mezclan y confunden el suspiro, el gemido y la risa.
Vaska Alexéiev llegó a la colonia por deseo propio, lloroso y aturdido ante las bribonadas de la vida. Llegó en el preciso momento en que estaba celebrándose una reunión del Soviet de jefes, una tarde de tormenta y de lluvia. Las condiciones meteorológicas, que, al parecer, debían de haber sido en absoluto desfavorables, fueron, sin embargo, el origen de la fortuna de Vaska. De haber hecho buen tiempo, quizá no se le hubiera dejado entrar en la colonia. Pero, como llovía, el jefe del destacamento mixto de guardia le introdujo en el despacho y preguntó:
- ¿Qué hacemos con éste? Estaba llorando al lado de la puerta y no cesaba de llover.
Los jefes interrumpieron el debate de los asuntos cotidianos y clavaron la mirada en el recién llegado. Por todos los medios a su alcance -las mangas, los dedos, los puños, la gorra, los faldones de la chaqueta-, Vaska borró rápidamente de su rostro la expresión de pena y, parpadeando con los ojos húmedos, miró a Lápot, en quien reconoció en el acto al presidente. Tenía un rostro agraciado, rubicundo, calzaba unas buenas botas de becerro, y sólo una vieja y destartalada chaqueta de paño desentonaba de su aspecto decente. Tendría unos trece años.
- ¿Qué quieres? -le preguntó Lápot con severidad.
- Entrar en la colonia -repuso seriamente el pequeño.
- ¿Por qué?
- El padre nos ha abandonado y la madre me ha dicho: ve a donde quieras...
- ¿Cómo? Una madre no puede decir semejante cosa.
- Es que mi madre... no es mi madre.
Sólo por un instante Lápot quedó perplejo ante la nueva circunstancia.
- Espera... ¿Cómo dices?... ¡Ah, sí, no es tu madre! Entonces, tu padre es quien debe recogerte. Está obligado, ¿comprendes?...
En los ojos del muchacho brillaron otra vez unas lágrimas amargas y otra vez se ocupó afanosamente de su eliminación, disponiéndose a hablar. Los ojos agudos de los jefes sonreían, viendo los desusados modales del solicitante. Por fin, el solicitante confesó con un suspiro involuntario:
- Es que mi padre... tampoco es mi padre.
Durante un instante todos quedaron silenciosos en el Soviet. Luego estallaron, de pronto, en una estruendosa carcajada. A Lápot incluso se le saltaron las lágrimas de la violencia de su risa:
- ¡En menudo lío te has metido, hermano!... ¿Cómo puede ser eso?
El solicitante refirió sencillamente, sin coquetería, clavando la vista en el alegre rostro de Lápot, que le llamaban Vaska y que su apellido era Alexéiev. Su padre, cochero de oficio, había abandonado a la familia, marchándose no se sabía a dónde, y la madre se había casado con un sastre. Luego, la madre comenzó a toser y murió un año después. Entonces, el sastre fue y se casó con otra. Y ahora, por Pascua, se había ido a Kongrad y había escrito desde allí que no pensaba volver. Vivid como queráis, decía.
Tendremos que admitirle -expuso Kudlati-. Aunque, a lo mejor, estás mintiéndonos. ¿Ea? ¿Quién te ha dicho que vengas aquí?
- ¿Quién? Pues... un hombre... que vive allí... él es quien me ha dicho: allí viven unos muchachos y siembran trigo.
Así admitimos en la colonia a Vaska Alexéiev. Tardó poco tiempo en ser el favorito de todos, y ni siquiera se planteaba entre nosotros la cuestión de si hacía falta o no llevarlo a Kuriazh. Tampoco se planteaba esta cuestión porque era el Soviet de jefes quien había admitido a Vaska, y, por lo tanto, al muchacho podía considerársele, con pleno derecho, como un príncipe de la sangre.

Entre los nuevos colonos figuraban igualmente Mark Sheinhaus y Vera Berezóvskaia.
A Mark Sheinhaus nos lo envió la Comisión de Odesa encargada de los asuntos de los menores de edad, por robo, como se indicaba en la hoja de ruta. Llegó con un miliciano, pero, a la primera ojeada, yo comprendí que la comisión se había equivocado: una persona con aquellos ojos era incapaz de robar. No intentaré describir los ojos de Mark. En la vida no se encuentran casi nunca ojos así. Sólo es posible hallarlos en los cuadros de artistas como Nésterov, Kaulbach, Rafael, en las imágenes de los santos y, preferentemente, en los rostros de las madonas. Era casi imposible comprender por qué tales ojos habían aparecido en la fisonomía de un pobre judío de Odesa. Y, a juzgar por todos los indicios, Mark era pobre: su escuálido cuerpo de dieciséis años estaba apenas cubierto, en los pies llevaba unos restos indecentes de zapatos, pero su rostro era puro y limpio y su cabellera rizosa aparecía peinada. Mark tenía unas pestañas tan espesas, que, al moverlas, parecían hacer viento.
Yo le pregunté:
- Aquí se dice que has robado. ¿Es verdad?
El dolor negro y santo de los enormes ojos de Mark fluyó de pronto en una corriente apenas perceptible. Mark alzó pesadamente las pestañas e inclinó su rostro triste, delgaducho y pálido:
- Claro que es verdad... Yo... he robado...
- ¿Por hambre?
- No, no se puede decir que haya sido por eso. Yo no he robado por hambre.
Mark seguía mirándome de un modo serio, triste, penetrante y sereno.
Yo sentí vergüenza: ¿para qué atormentar a un chiquillo cansado y triste? Traté de sonreírle lo más cariñosamente posible y le dije:
- No debo recordártelo. Has robado, y, ¡qué le vamos a hacer! Al hombre suelen ocurrirle diversas desgracias. Hay que olvidarlas... ¿Has estudiado en algún sitio?
- Sí, he estudiado. He concluido cinco grados y quiero seguir estudiando.
- ¡Eso está muy bien! ¡Magnífico!... Te incluiré en el cuarto destacamento de Taraniets. Toma esta nota y busca al jefe del cuarto, Taraniets. El hará todo lo que haga falta.
Mark cogió el papel, pero, sin ir hacia la puerta, se quedó indeciso junto a la mesa:
- Camarada director, quiero decirle una cosa. Debo decírsela, porque, cuando venía hacia aquí, no hacía más que pensar en cómo se la diría, y ahora ya no puedo más...
Mark sonrió con tristeza y me clavó la mirada de sus ojos implorantes.
- ¿De qué se trata? Habla...
- Yo he estado ya en una colonia, y no puedo decir que allí se estuviera mal. Pero me di cuenta del carácter que se me estaba formando. A mi padre le mataron los de Denikin, yo soy komsomol, y estaba formándoseme un carácter excesivamente blando. Yo comprendía que eso era muy malo. Yo debía tener un carácter bolchevique, y eso comenzó a atormentarme mucho. Dígame, ¿no volverá a enviarme a Odesa si le digo la verdad?
Mark iluminó desconfiadamente mi rostro con sus ojos maravillosos y grandes.
- Cualquiera que sea la verdad que vayas a decirme, no te enviaré a ningún sitio.
- ¡Gracias, camarada director, muchas gracias! Estaba seguro de que usted me contestaría así y por eso me decidí. Me decidí después de leer en el periódico Visti un artículo acerca de su colonia titulado: La forja del hombre nuevo. Entonces comprendí a dónde debía ir, y empecé a solicitarlo. Pero por mucho que lo solicitaba, no conseguía nada.
Es una colonia para delincuentes -me dijeron-, ¿qué necesidad tienes de ir allí? Entonces me escapé de aquella colonia y me fui derecho a un tranvía. Y todo ocurrió tan de prisa, que usted no puede ni imaginárselo: no hice más que meter la mano en el primer bolsillo cuando en el acto me pescaron y quisieron pegarme. Después me llevaron a la comisión.
- ¿Y la comisión creyó que habías robado?
- ¿Por qué no iba a creerlo? Son gente justiciera, había testigos y hasta un acta; todo estaba en orden. Y, además, yo dije que ya antes había hurgado en los bolsillos.
Rompí a reír francamente. Me alegraba que mi desconfianza respecto al veredicto de la comisión hubiera resultado fundada. Mark, ya tranquilo, fue a instalarse en el cuarto destacamento.

Un carácter completamente distinto era el de Vera Berezóvskaia.
La cosa ocurrió en el invierno. Había ido yo a la estación para despedir a María Kondrátievna Bókova y enviar por mediación suya una carta urgente a Járkov. Encontré a María Kondrátievna en el andén, discutiendo acaloradamente con un vigilante ferroviario. El vigilante sujetaba de la mano a una muchacha como de dieciséis años, que llevaba unos chanclos en los pies desnudos y sobre los hombros una corta capa, pasada de moda, probablemente regalo de alguna buena viejecita. La cabeza destocada de la muchacha tenía un aspecto terrible: los revueltos cabellos rubios habían dejado ya de ser rubios; por un lado, detrás de la oreja, se alzaban como un cojín bien aplastado, y sobre los ojos y la frente caían en oscuros y pegajosos mechones. Tratando de desprenderse de la mano del vigilante, la muchacha sonreía. Era muy guapa. Pero en sus ojos vivos y rientes yo tuve tiempo de captar los destellos opacos de la impotente desesperación de una débil fierecilla. La sonrisa era su única forma de defenderse, su pequeña diplomacia.
El vigilante decía a María Kondrátievna:
- A usted le es fácil razonar, camarada, pero ¡hay que ver lo que tenemos que sufrir nosotros con ellos! ¿Tú estuviste la semana pasada en el tren? Borracha, ¿verdad?
- ¿Cuándo he estado yo borracha? No hace más que inventar -y la muchacha sonrió ya de un modo encantador al vigilante y, arrancando, de pronto, su mano se la acercó rápidamente a los labios, como si le doliera mucho. Después dijo con suave coquetería-: ya ve usted, me he soltado.
El vigilante hizo un movimiento hacia ella, pero la muchacha retrocedió tres o cuatro pasos y se echó a reír estrepitosamente, sin hacer caso de la multitud congregada a nuestro alrededor.
María Kondrátievna miró, turbada, en torno suyo. Entonces me vio:
- ¡Querido Antón Semiónovich!...
Me llevó aparte y empezó a susurrarme con pasión:
- ¡Fíjese usted, qué horror! ¿Es posible esto? Pero si es una mujer guapísima... y no es porque sea guapísima... es que no se puede consentir esto...
- María Kondrátievna, ¿qué quiere usted?
- ¿Cómo qué? No finja, por favor, ¡ave de rapiña!
- ¡Vaya, hombre!
- Sí, ave de rapiña... No hace usted más que pensar en su conveniencia, en sus cálculos, ¿verdad? Y esto no le conviene, ¿verdad? Con ésta que se entiendan los vigilantes, ¿eh?
- Pero óigame, si es una prostituta... ¿quiere usted que la lleve a una colectividad de muchachos?
- ¡Deje sus consideraciones, desgraciado... pedagogo!
Palidecí del ultraje y dije furioso:
- Bueno, ¡ahora mismo vendrá conmigo a la colonia!
María Kondrátievna me cogió de los hombros:
- Querido Makárenko, simpático, ¡gracias, gracias!...
Se precipitó hacia la muchacha, la agarró por los hombros y empezó a cuchichearle algo en secreto. El vigilante gritó enfadado a los curiosos:
- ¿Qué hacéis aquí, papamoscas? ¿Es que esto es un cinematógrafo? ¡Cada uno a lo suyo!
Después, el vigilante escupió, se encogió de hombros y se fue.
María Kondrátievna se acercó a mí con la muchacha, todavía sonriente.
- Le presento a Vera Berezóvskaia. Está de acuerdo con ir a la colonia. Vera, éste es su director. Tenga en cuenta que es una persona muy buena y que usted estará muy bien allí.
Vera me sonrió igualmente:
- ¡Iré!... ¿Por qué no?
Nos despedimos de María Kondrátievna y nos acomodamos en el trineo.
- Te helarás -dije a la muchacha y saqué una manta de debajo del asiento.
Vera se arropó en ella y me preguntó alegremente.
- ¿Y yo qué voy a hacer en la colonia?
- Estudiarás y trabajarás.
Vera permaneció callada mucho tiempo. Después dijo con una voz caprichosa de mujer consentida:
- ¡Oh, Dios mío!... Yo no pienso estudiar, y no me venga usted con cuentos...
Nos envolvió una noche nublada, oscura, inquietante. Ibamos por un sendero en medio del campo, balanceándonos violentamente en los baches. Yo dije en voz baja a Vera, de modo que no lo oyese Soroka, sentado en el pescante:
- En la colonia todos estudian, lo mismo las muchachas que los muchachos, y tú también estudiarás. Y estudiarás bien. Y para ti empezará una buena vida.
Se apretó contra mí y repitió en voz alta:
- Una buena vida... ¡Oh, qué oscuridad!... Tengo miedo... ¿A dónde me lleva?
- Cállate.
Calló. Entramos en el bosque. Soroka insultaba a alguien a media voz: seguramente al inventor de la noche y del angosto camino forestal.
Vera susurró:
- Le diré una cosa... ¿Sabe usted qué?
- Habla.
- ¿Sabe qué?... Estoy embarazada...
Pasados unos minutos, le pregunté:
- ¿No es una invención tuya?
- No... ¿Para qué iba a inventarlo?... Palabra que es verdad.
A lo lejos brillaron las luces de la colonia. De nuevo cuchicheamos. Yo dije a Vera:
- Te haremos un aborto. ¿De cuántos meses?
- De dos.
- Se te hará.
- Van a reírse de mí.
- ¿Quiénes?
- Los suyos... los muchachos...
- Nadie se enterará de nada.
- Se enterarán...
- No. Lo sabremos tú y yo. Y nadie más.
Vera se rió con desparpajo:
- Sí hombre... ¡Me lo voy a creer!
Guardé silencio. Al subir la pendiente que conducía a la colonia, fuimos al paso. Soroka bajó del trineo y echó a andar junto al hocico del caballo, silbando una canción. De pronto, Vera se inclinó sobre mis rodillas y rompió a llorar amargamente.
- ¿Qué le pasa? -me preguntó Soroka.
- Está apenada -le respondí.
- Seguro que tiene parientes -adivinó Soroka-. No hay nada peor que tener parientes.
Subió al pescante y agitó el látigo:
- Al trote, camarada
Mary, al trote. ¡Así!

Entramos en el patio de la colonia.
Tres días más tarde María Kondrátievna volvió de Járkov. No le dije nada de la tragedia de Vera. Y una semana después explicamos a los colonos que Vera debía ingresar en una clínica: estaba mal de los riñones. Regresó de la clínica dócil y triste y me preguntó en voz baja:
- ¿Qué hago ahora?
Yo reflexioné un poco y le respondí modestamente:
- Ahora iremos viviendo.
Por su mirada ligeramente perpleja, comprendí que, para ella, vivir era lo más difícil e incomprensible.
Naturalmente, Vera Berezóvskaia viene con nosotros a Kuriazh. Resulta que vienen todos, hasta los veinte novatos que el Comisariado del Pueblo de Instrucción PÚblica me ha enviado en los últimos días con una indiferencia absoluta por mis planes estratégicos. ¡Qué bien estaría que fueran conmigo a Kuriazh sólo los once viejos y probados destacamentos gorkianos! Estos destacamentos se han templado en la lucha de nuestros seis años de historia. Tienen muchas ideas, tradiciones, experiencia, ideales y costumbres comunes. Con ellos no hay por qué tener miedo. ¡Qué bien si no tuviera a estos novatos, que, aunque parecen haberse disuelto en los destacamentos, surgen a cada paso ante mí y me turban siempre que los veo: andan, hablan y miran de otro modo, todavía tienen unos rostros desagradables, de tercera categoría.
Es igual. Mis once destacamentos tienen un aspecto metálico. ¡Pero qué catástrofe si estos once pequeños destacamentos pereciesen en Kuriazh! En vísperas de la salida del destacamento mixto de vanguardia me sentía angustiado y confuso. En el tren de la tarde llegó Dzhurínskaia, se encerró conmigo en el despacho y me dijo:
- Antón Semiónovich, tengo miedo. Todavía no es tarde. Podemos renunciar.
- ¿Qué ha ocurrido, Liubov Savélievna?
- Ayer he estado en Kuriazh. ¡Es horrible! No puedo soportar tales impresiones. Usted lo sabe, he estado en la cárcel, en el frente, y jamás he sufrido como ahora.
- Pero, ¿por qué?...
- No sé, no puedo explicarlo... Pero usted imagínese el cuadro: trescientos chiquillos completamente embrutecidos, depravados, rabiosos... es una descomposición animal, biológica... ni siquiera una anarquía. ¡Y qué miseria, qué hedor, cuántos piojos!... No debe usted ir. Hemos tenido una idea muy estúpida.
- ¡Pero permítame! Si Kuriazh le produce una impresión tan abrumadora, razón de más para hacer algo.
Liubov Savélievna suspiró pesadamente:
- ¡Ah! Acerca de lo que hay que hacer, se podría hablar mucho. Claro que debemos hacer algo. Es nuestra obligación. Pero no hay que sacrificar su colectividad. Usted no conoce su valor, Antón Semiónovich. Hay que cuidarla, desarrollarla, mimarla. No se puede poner en peligro la colonia por un capricho cualquiera.
- ¿Por un capricho de quién?
- No sé de quién -replicó, cansada, Liubov Savélievna-. No me refiero a usted: usted ocupa una posición completamente especial. Pero quiero decirle una cosa: tiene usted muchos más enemigos de lo que cree.
- Bueno, ¿y qué?
- Hay gente que vería con gusto que usted fracasara en Kuriazh.
- Lo sé.
- ¿Ve usted? Venga, ¡vamos a obrar en serio! ¡Vamos a renunciar! Aún no es difícil.
Sólo pude sonreír a la propuesta de Dzhurínskaia:
- Es usted nuestra amiga. Su atención y su cariño valen más que el oro para nosotros. Pero... ¡Perdóneme! Ahora ocupa usted la vieja posición pedagógica.
- No lo comprendo.
- La lucha contra Kuriazh es necesaria no sólo para los muchachos de allí y para mis enemigos, sino también para nosotros, para cada colono. Esta lucha tiene una significación real. Mézclese usted entre los colonos, escúchelos y verá que la retirada es ya imposible.

Al día siguiente, el destacamento mixto de vanguardia salió para Járkov. En el mismo vagón que nosotros marchó también Liubov Savélievna.

**NOTA**

(1).- A. V. Lunacharski (1875-1933): estadista soviético, destacado organizador de la cultura socialista. Fue el primer ministro de Instrucción Pública de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 18
Salida de reconocimiento
Capítulo 2
El destacamento mixto de vanguardia
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