Índice de Poema pedagógico Capítulo 12
Y la vida siguió
Capítulo 14
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LIBRO TERCERO

Capítulo 13

¡Ayudad al Niño!

El edificio de la comuna Dzerzhinski (1) estaba ya terminado. En la linde de un joven robledal, mirando a Járkov, se levantaba una bella casa gris. En la casa había dormitorios altos y claros, salas lujosas, amplias escaleras, cortinas, retratos. Todo había sido montado en la comuna con sumo gusto, no al estilo del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública.
Para los talleres habían sido destinadas dos naves. En un rincón de una de ellas vi con gran asombro un taller de zapatería.
En el taller de carpintería de la comuna había magníficas máquinas. Sin embargo, en esta sección se advertía cierta inseguridad en sus organizadores.
Los constructores de la comuna nos encargaron a la colonia Gorki y a mí que preparásemos la nueva institución para su apertura. Yo confié este asunto a Kirguísov. La brigada dirigida por él se entregó de lleno a las nuevas preocupaciones.
La comuna Dzerzhinski estaba calculada para dar albergue solamente a cien niños, pero era un monumento a Félix Dzerzhinski, y los chequistas ucranianos ponían en esta obra, además de sus medios personales, todo su tiempo libre, todas las energías de su alma y de su inteligencia. Sólo una cosa no podían dar a la nueva comuna. Los chequistas eran débiles en el terreno de la teoría pedagógica. Pero no sé por qué no tenían miedo a la práctica pedagógica.
A mí me intrigaba mucho saber cómo saldrían los camaradas chequistas de su difícil situación. Ellos tal vez pudieran ignorar la teoría, ¿pero estaría de acuerdo la teoría con ignorar a los chequistas? En esta nueva empresa, tan fundamental, ¿no sería quizá adecuado aplicar los últimos descubrimientos de la ciencia pedagógica, como por ejemplo, la autodirección clandestina? ¿Acaso los chequistas estarían de acuerdo con sacrificar en aras de la ciencia sus techos ornados de molduras y su excelente mobiliario? Los días siguientes habían de demostrarme que los chequistas no estaban de acuerdo con sacrificar nada. El camarada B. me hizo sentar en un muelle sillón de su despacho y me dijo:
- Mire, tengo que hacerle el siguiente ruego: no puede admitirse que se estropee todo esto, que sea destrozado. La comuna, naturalmente, nos hace falta y nos hará falta durante mucho tiempo todavía. Nosotros sabemos que la colectividad que usted dirige es una colectividad disciplinada. Denos, para comenzar, a unos cincuenta muchachos, y después empezaremos ya a completarlos con muchachos de la calle. ¿Usted comprende? Así estableceremos, de golpe, la autoadministración y el orden. ¿Comprende?
¡Cómo no había de comprenderlo! Yo comprendía muy bien que aquel hombre inteligente no tenía ni idea de la ciencia pedagógica. Hablando en propiedad, yo entonces cometí un delito: oculté ante el camarada B. la existencia de la ciencia pedagógica y no hablé para nada de la autodirección clandestina. Respondí a la orden y me retiré con pasos cautelosos, mirando a los lados y sonriendo pérfidamente.

Me agradaba que se hubiera confiado a los gorkianos la fundación de la nueva colectividad, pero este asunto tenía también sus facetas trágicas. ¿Entregar a los mejores? ¡Pero eso era imposible! Acaso la colonia Gorki no estaba interesada en cada uno de los mejores?

El trabajo de la brigada de Kirguísov tocaba a su fin.
En nuestros talleres se construían los muebles para la comuna, en el taller de costura se había empezado a confeccionar la ropa destinada a los futuros comuneros. Para hacerla a la medida, fue preciso destacar inmediatamente a cincuenta futuros comuneros.
El Soviet de jefes abordó en serio la tarea.
- A la comuna -dijo Lápot- hay que mandar a buenos muchachos, sólo que no a los mayores. Los mayores, ya que han sido gorkianos, deben seguir siéndolo. Además, es igual: de todas maneras, pronto tendrán que iniciar su vida independiente.
Los jefes se manifestaron de acuerdo con Lápot. Pero, cuando se pasó a discutir las candidaturas, comenzaron los altercados, el verdadero trajín. Todos trataban de enviar a la comuna a muchachos de otros destacamentos. Estuvimos reunidos hasta muy avanzada la noche y, por fin, establecimos una relación de cuarenta muchachos y diez muchachas. En la relación entraban los dos Zheveli, Górkovski, Vañka Záichenko, Málikov, Odariuk, Zoreñ, Nísinov, Sínenki, Charovski, Gardínov, Olia Lanova, Smena, Vaska Alexéiev, Mark Sheinhaus. Exclusivamente desde el punto de vista de la solidez, se agregó a Misha Ovcharenko. Yo examiné una vez más la lista y quedé sumamente satisfecho de ella: muchachos buenos y fuertes, aunque jóvenes.
Los destinados a la comuna empezaron a prepararse para el traslado. Aún no habían visto su nueva casa, y por eso les daba mayor tristeza despedirse de los camaradas. Hasta alguno decía:
- ¿Quién sabe cómo vamos a estar allí? La casa será buena, pero cualquiera sabe qué tal será la gente.

A finales de noviembre todo quedó dispuesto para el traslado. Yo empecé a componer la plantilla de la nueva comuna. En calidad de buena levadura envié a Kirguísov. Todo eso transcurría sobre el fondo de mi ruptura casi total con los sabios círculos pedagógicos del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública que funcionaba entonces en Ucrania. En el último tiempo, la actitud de estos círculos respecto a mí era no sólo negativa, sino hasta casi desdeñosa. Y aunque los círculos en cuestión no eran muy amplios y se veía a las claras qué clase de gente los constituía, resultaba que para mí no había salvación.
Apenas pasaba día sin que, bien por motivos casuales, bien por motivos de principio, se me demostrara a qué abismos había caído. Yo mismo había comenzado a dudar de mí.
Los hechos más agradables y placenteros se transformaban, de repente, en conflictos. ¿Tal vez yo era, en efecto, culpable de todo?

En Járkov, por ejemplo, se celebra un Congreso de los Amigos de la Infancia, y la colonia decide saludarles. Convenimos que nosotros llegaríamos al lugar del Congreso a las tres en punto de la tarde.
Nos aguardan diez kilómetros de marcha. Vamos sin apresurarnos. Sigo por el reloj la rapidez de nuestro movimiento, detengo a la columna, permito descansar a los muchachos, beber agua, contemplar la ciudad. Una marcha así es un agradable paseo para los colonos. En la calle todo el mundo se fija en nosotros. Durante los altos, la gente nos rodea, nos interroga, hacemos amistades. Los colonos, engalanados y alegres, bromean, descansan, sienten la belleza de su colectividad. Todo está bien, y sólo nos preocupa un tanto el objetivo de nuestra marcha. Las agujas de mi reloj marcan las tres cuando nuestra columna con música y la bandera desplegada se acerca al lugar del Congreso. Pero a nuestro encuentro corre una intelectual colérica, que empieza a machacar:
- ¿Por qué habéis venido tan pronto? Ahora va a tener usted a los chicos en la calle.
Yo señalo el reloj:
- ¡Eso no tiene importancia!... Hay que prepararse.
- Habíamos acordado que fuese a las tres.
- Usted, camarada, siempre sale con alguna de las suyas.
Los colonos no comprenden de qué son culpables ni por qué se les mira con desprecio.
- ¿Y para qué ha traído usted a los pequeños?
- La colonia viene con sus efectivos completos.
- Pero, ¿cómo es posible? ¿Es tolerable que se lleve andando diez kilómetros a unos chicos tan pequeños? ¡No se puede ser tan cruel sólo porque usted quiera lucirse!
- Los pequeños están contentos del paseo... Y, después del acto, vamos a ir al circo. ¿ Cómo podíamos dejarles en la colonia?
- ¿Al circo? ¿Y cuándo termina el circo?
- Por la noche.
- Camarada, ¡haga usted volver inmediatamente a los pequeños!
Los pequeños -es decir, Záichenko, Málikov, Zoreñ, Sínenki- palidecen en las filas y sus ojos me miran iluminados por una postrera esperanza.
- ¿Quiere que les preguntemos? -propongo.
- No hay que preguntar, nada; la cosa está clara. Envíeles inmediatamente a la colonia.
- Perdóneme, pero no me someto a su disposición.
- En tal caso, yo misma daré la orden.
Reprimiendo difícilmente una sonrisa, digo:
- Como usted guste.
La intelectual se aproxima a nuestro flanco izquierdo:
- ¡Niños!... ¡Vosotros!... ¡Volved ahora mismo a casa!... Seguramente estaréis cansados...
Su voz cariñosa no engaña a nadie.
- ¿Cómo a casa? -objeta uno de los pequeños-. No...
- Y no iréis al circo. Será tarde...
Los pequeños se ríen. Zoreñ hace filigranas con los ojos:
- ¡Pero qué pícara es! ¡Antón Semiónovich, fíjese qué pícara es!
Vania Záichenko, con un movimiento propio sólo de él, tiende solemnemente la mano hacia la bandera:
- No hable usted así... En filas no se debe hablar de ese modo... Hay que hablar de esta manera un, dos... ¿Ve usted? Estamos formados y llevamos la bandera... ¿Lo ve?
La intelectual mira con ojos de compasión a estos niños definitivamente sometidos a un régimen cuartelero y se va.

Choques así, naturalmente, no acarreaban ninguna consecuencia funesta para el trabajo cotidiano, pero originaban alrededor de mí una insoportable soledad desde el punto de vista de la organización, soledad a la que, sin embargo, podía uno acostumbrarse. Yo había aprendido ya un poco a acoger cada nuevo incidente con la lúgubre decisión de aguantar, de resistir de algún modo. Procuraba no entablar discusión alguna y, si, a veces, contestaba, era por mera cortesía, ya que es imposible no hablar en absoluto con la superioridad.
En octubre nos ocurrió una desgracia con Arkadi Uzhikov, que debía abrir entre ellos y yo el último abismo infranqueable.
Un día de descanso los rabfakianos vinieron a visitarnos. Instalamos su dormitorio en un aula y durante el día fuimos a una gira campestre. Mientras los muchachos se divertían, Uzhikov penetró en su habitación y robó una cartera en la que los rabfakianos habían guardado el estipendio que acababan de recibir.
Los colonos querían a los rabfakianos como cuarenta mil hermanos no serían capaces de querer. Todos nos sentíamos terriblemente abochornados. Durante cierto tiempo, el ladrón no fue descubierto, y este hecho tenía para mí la mayor importancia. El robo en una colectividad no es terrible porque desaparezca una cosa, ni porque uno salga perjudicado, ni tampoco porque otro continúe robando, sino principalmente, porque anula el ambiente general de seguridad, aniquila la confianza mutua entre los camaradas, engendra los instintos más antipáticos de la desconfianza, la preocupación por los efectos personales, un egoísmo receloso y agazapado. Si el culpable de la sustracción no ha sido encontrado, la colectividad se fracciona inmediatamente en varias direcciones: en los dormi- torios hay cuchicheos, en diálogos secretos se nombra a los sospechosos, decenas de caracteres son sometidos a la más dura de las pruebas y, precisamente, caracteres que es preciso cuidar, que han sido apenas encauzados. Y no importa que se encuentre al ladrón unos días más tarde, no importa que sufra el debido castigo, es igual: eso no cicatrizará las heridas, no borrará las ofensas, no devolverá a muchos el lugar tranquilo en la colectividad. En este robo, al parecer solitario, radica el principio de largos y tristísimos procesos de enemistad, de irritación, de soledad y de auténtica misantropía. El robo es uno de los numerosos fenómenos de una colectividad en que no existe sujeto de influencia, en que hay más reacción química que voluntad malintencionada. El robo no es temible únicamente allí donde no hay colectividad ni opinión pública; en este caso, el asunto se resuelve simplemente: uno ha robado, otro ha sido robado, los demás permanecen al margen. El robo en una colectividad hace que se descubran pensamientos secretos, aniquila la delicadeza y la paciencia indispensables en una colectividad, cosa, sobre todo, funesta en una sociedad de infractores de la ley.

El delito de Uzhikov fue descubierto sólo al tercer día. Inmediatamente le encerré en la oficina y puse guardia en la puerta para evitar excesos por parte de los camaradas. El Soviet de jefes decidió someter el asunto a un tribunal de honor. Este tribunal se reunía muy pocas veces, porque los muchachos confiaban habitualmente en las decisiones del Soviet de jefes. Del tribunal de honor Uzhikov no podía esperar nada bueno. Los jueces fueron elegidos en asamblea general, que unánimemente se detuvo en cinco apellidos: Kudlati, Górkovski, Záichenko, Stupitsin y Perets. A Perets se le eligió para que no se molestasen los kuriazhanos. Stupitsin tenía fama de ecuánime y los primeros tres nombres prometían una total imposibilidad de blandura o de condescendencia.

El juicio comenzó por la tarde ante numeroso público. En la sala estaban Bréguel y Dzhurínskaia. Habían llegado especialmente con este motivo.
Uzhikov ocupaba un banco aislado. Todos estos días su conducta había sido descarada, nos respondía groseramente a los colonos y a mí, reíase y producía verdadera repulsión. Arkadi llevaba en la colonia más de un año, y aunque su evolución durante este tiempo era indudable, el sentido de su evolución había permanecido siempre dudoso. Ahora era más ordenado, se mantenía más erguido, su nariz no parecía ya pesar más que el resto de sus facciones, incluso había aprendido a sonreír. Pero, a pesar de todo, seguía siendo el mismo Arkadi Uzhikov de antes, el hombre sin el menor respeto por nadie y mucho menos por la colectividad, el hombre que vivía tan sólo con su avidez de hoy.
Antes, Uzhikov tenía miedo a su padre o a la milicia. En la colonia, por el contrario, no le amenazaba nada excepto el Soviet de jefes o la asamblea general, y esta categoría de fenómenos no era simplemente advertida por Uzhikov. El instinto de la responsabilidad se había embotado más aún en él, y de ahí su nueva sonrisa y su nueva insolente expresión.
No obstante, ahora Uzhikov estaba pálido: por lo visto, el tribunal de honor le imponía un poco.
El jefe de guardia ordenó que el público se pusiera en pie, entró el tribunal. Kudlati comenzó el interrogatorio de los testigos y de las víctimas. Sus declaraciones estuvieron llenas de severa condenación y de burla. Misha Ovcharenko dijo:
- Aquí los muchachos han dicho que el Uzhikov éste deshonra a la colonia. Yo os diré, queridos amigos, que esto no puede ser, que Uzhikov no puede deshonrar a la colonia. Uzhikov no es, ni mucho menos, colono, ¿y podemos decir que sea un hombre? Juzgad por vosotros mismos si es un hombre o no. Tomemos, por ejemplo, a un gato o a un perro, y veremos que son, palabra de honor, mucho mejores que Uzhikov. Y si ahora nos preguntamos: ¿qué hacer con él?, a mí me parece que no podemos echarle de la colonia, porque esto no le servirá de nada. Yo propongo que se le haga una perrera y se le enseñe a ladrar. Y si durante tres días no le echamos de comer, palabra de honor que aprenderá. Pero en las habitaciones no hay que dejarle entrar.
Éste fue un discurso ofensivo y aplastante. Vania Záichenko se reía a carcajadas ante la mesa del tribunal. Arkadi miró seriamente a Misha, enrojeció y volvió la cara.
Bréguel pidió la palabra. Kudlati le propuso:
- ¿No sería mejor que hablara usted después de los muchachos?
Bréguel insistió y Denís le concedió la palabra. Bréguel subió a la escena y pronunció un ardoroso discurso. Algunos párrafos de este discurso se me han quedado impresos en la memoria:
- Vosotros juzgáis a este muchacho por haber robado dinero. Todos aquí dicen que es culpable, que hay que castigarle severamente y algunos reclaman su expulsión. El, naturalmente, es culpable, pero todavía son más culpables todos los colonos.
Los colonos que estaban en la sala se callaron y alargaron el cuello para contemplar mejor a una persona que afirmaba que ellos tenían la culpa del robo cometido por Uzhikov.
- Ha vivido más de un año con vosotros y, a pesar de todo, roba. Esto significa que le habéis educado mal, que no le habéis tratado según es debido, como camaradas, que no le habéis explicado de qué manera hay que vivir. Aquí se ha dicho que trabaja mal, que también antes robaba a los camaradas. Todo esto demuestra que no habéis prestado a Arkadi la debida atención.
Los ojos penetrantes de los muchachos vieron, por fin, el peligro y recorrieron, inquietos, el rostro de los camaradas. Debe reconocerse que los muchachos no se inquietaban en vano, porque en aquel momento la colectividad estaba amenazada de un grave peligro. Pero Bréguel no vio la alarma en la reunión. Con verdadero énfasis terminó su alegato:
- Castigar a Arkadi significa vengarse, y vosotros no podéis rebajaros a eso. Debéis comprender que Arkadi necesita ahora vuestra ayuda, que está en una situación difícil, porque vosotros le habéis colocado frente a todos. Hasta se le ha comparado aquí con un animal... Hay que destacar a buenos muchachos, encargados de proteger a Arkadi y de ayudarle.
Cuando Bréguel descendió de la escena, en las filas hubo movimiento, voces, risas. Alguien preguntó con voz sonora y seria:
- ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Eh?
Y otra voz respondió en un tono algo más contenido, pero en una forma bastante sarcástica:
- ¡Niños, ayudad a Uzhikov!
La sala se rió. El juez Vania Záichenko se dejó caer contra el respaldo de la silla y golpeó con sus pies el cajón de la mesa. Kudlati le reprendió severamente:
- Vania, hablando en serio, ¿qué juez eres tú?
Uzhikov permanecía con la cabeza inclinada hacia las rodillas, y de pronto estalló en una carcajada, pero se contuvo inmediatamente y bajó todavía más la cabeza. Kudlati quiso decirle algo. Sin embargo, no le dijo nada: únicamente movió la cabeza y pinchó un poco con la mirada a Uzhikov.
Bréguel, al parecer, no advirtió esos menudos acontecimientos: estaba hablando animadamente de algo con Dzhurínskaia.
Kudlati anunció que el tribunal se retiraba a deliberar. Nosotros sabíamos que los jueces no invertirían menos de una hora en sus deliberaciones jurídicas y en redactar el veredicto. Yo invité a los visitantes a pasar a mi despacho.
Dzhurínskaia se arrinconó en un extremo del diván, se escondió tras el hombro de Guliáeva y se puso a examinar con atención a los demás, en busca, indudablemente, de la verdad. Bréguel estaba convencida de habernos dado hoy una lección de verdadero trabajo educativo. Yo sentía en mí una extraña obstinación, no la obstinación de la rectitud, no la obstinación de la victoria, no, sino la obstinación de la amargura y de una indefinida desesperación de mi trabajo.
Bréguel me preguntó:
- ¿Usted, naturalmente. no está de acuerdo conmigo?
Yo le respondí:
- ¿Quiere usted una taza de té?
Esta gente padecía la hipertrofia del silogismo. Este medio es bueno, aquél es malo, por consiguiente hay que emplear siempre el primero. ¿Cuánto tiempo haría falta para enseñarles la lógica dialéctica? ¿Cómo demostrarles que mi trabajo se componía de una serie ininterrumpida de operaciones, más o menos largas, que a veces duraban años enteros y que, además, revestían siempre un carácter de colisiones, en la que los intereses de la colectividad y de las personas por aislado formaban complicadísimos nudos? ¿Cómo convencerles de que durante mis siete años de trabajo en la colonia no se habían dado nunca dos casos completamente iguales? ¿Cómo hacerles comprender que no se podía enseñar a una colectividad a soportar una confusa intensidad de acción, una prueba de impotencia social y que, en el juicio de hoy, el objeto de trabajo educativo no era Uzhikov ni eran los cuatrocientos colonos, sino precisamente, la colectividad?
El responsable de la guardia nos invitó a volver a la sala.
En medio de un completo silencio, de pie, los colonos escucharon la condena:

Condena

Como enemigo de los trabajadores y ladrón, sería preciso expulsar vergonzosamente de la colonia a Uzhikov. Pero, teniendo en cuenta que el Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública ha intercedido por él, el tribunal de honor resuelve:
1) Dejar a Uzhikov en la colonia.
2) No considerarle miembro de la colonia por un mes, expulsarle del destacamento, no designarle para los destacamentos mixtos, prohibir a todos los colonos hablar con él, ayudarle, comer en la misma mesa, dormir en el mismo dormitorio, jugar con él, sentarse junto a él y andar a su lado.
3) Considerarle bajo el mando de su antiguo jefe Dmitri Zheveli; Uzhikov puede hablar con el jefe sólo si tiene algo que comunicarle y, en caso de enfermedad, con el médico.
4) Designarle para dormir el pasillo de los dormitorios, y para comer mesa aparte, donde indique el secretario del Soviet de jefes; puede trabajar, si lo desea, pero solo y según las órdenes de su jefe.
5) Todo el que infrinja esta disposición será expulsado inmediatamente de la colonia por orden del secretario del Soviet de jefes.
6) La condena entrará en vigor inmediatamente después de ser confirmada por el director de la colonia.

Los aplausos de la asamblea aprobaron el veredicto. Kuzmá Leshi se dirigió a nosotros:
- ¡Eso sí que está bien! ¡Esto sí que ayudará! ¡Y aquí nos decían: ayudad al pobre niño, hacedle ganzúas, je!
El ingenuo Kuzmá hablaba así ante la propia Bréguel y no se daba cuenta de que estaba diciendo insolencias. Bréguel contempló con aire condenatorio al desgreñado Leshi y me dijo oficialmente:
- ¿Usted, claro está, no confirmará esta decisión?
- Hay que confirmarla -respondí.
En la habitación vacía del Soviet de jefes, Dzhurínskaia me llamó aparte:
- Quiero hablar con usted, ¿Qué decisión es ésta? ¿A usted qué le parece?
- La decisión está bien -repuse yo-. Naturalmente, el boicot es un medio peligroso y no se puede recomendar como una medida amplia, pero en este caso concreto será útil.
- ¿Está usted seguro?
- Sí. Mire usted, a este Uzhikov no le soporta nadie en la colonia; todo el mundo le desprecia. El boicot, en primer lugar, introduce por un mes una forma nueva, legal, de relaciones. Si Uzhikov resiste el boicot, el respeto hacia él será mayor. Para Uzhikov es una tarea de honor.
- ¿Y si no lo resiste?
- Los muchachos le expulsarán.
- ¿Y usted les apoyará?
- Por supuesto.
- ¿Pero cómo puede ser esto?
- ¿Y cómo puede ser de otra manera? ¿Tiene derecho la colectividad a defenderse?
- ¿A costa de Uzhikov?
- Uzhikov buscará otra sociedad. Y eso será útil para él.
Dzhurínskaia sonrió tristemente:
- ¿Cómo puede calificarse semejante pedagogía?
Yo no le respondí: ella misma cayó en la cuenta:
- ¿Tal vez la pedagogía de la lucha?
- Tal vez.

En el despacho, Bréguel se disponía a marcharse. Lápot llegó con la orden:
- ¿La confirma usted, Antón Semiónovich?
- Sin duda. Es una espléndida decisión.
- Inducen ustedes al chiquillo a suicidarse -observó Bréguel.
- ¿A quién? ¿A Uzhikov? -se asombró Lápot-. ¿A suicidarse? Si se ahorcase, no estaría mal... Sólo que él no se ahorcará.
- ¡Qué pesadilla! -pronunció Breguel entre dientes y se fue.
Estas mujeres conocían mal a Uzhikov y a la colonia.

Tanto la colonia como Uzhikov emprendieron con entusiasmo el boicot. Los colonos, efectivamente, interrumpieron todo contacto con Uzhikov, pero en ellos ya no había ni ira, ni ofensa, ni desprecio hacia este vil sujeto. Era como si la condena del tribunal lo hubiera absorbido todo. Los colonos contemplaban de lejos a Uzhikov con gran interés y hablaban interminablemente entre sí acerca de todo lo ocurrido y acerca del futuro de Uzhikov. Muchos afirmaban que el castigo impuesto por el tribunal no servía para nada. De la misma opinión era Kostia Vetkovski.
- ¿Es que esto es un castigo? ¡Uzhikov se pavonea lo mismo que un héroe! ¡Toda la colonia le mira! ¡Como si lo mereciera!
Uzhikov se pavoneaba, en realidad, como un héroe. En su rostro dibujábase netamente una expresión de orgullo y de vanidad. Pasaba entre los colonos como un rey al que nadie tenía derecho a dirigir la palabra. En el comedor, se sentaba aparte ante una mesita, y esta mesita le parecía un trono.
Sin embargo, la atractiva pose de héroe se consumió muy pronto. Pasaron varios días, y Arkadi sintió las espinas de la ignominiosa corona que el tribunal de honor había ceñido a su cabeza. Los colonos se acostumbraron muy pronto a lo extraordinario de su situación, pero el aislamiento subsistió a pesar de todo. Arkadi comenzó a sufrir los penosos días de un aislamiento completo. Estos días sucedíanse hueros y uniformes, en decenas enteras de horas, no adornadas ni siquiera por un leve calor de contacto humano. Y mientras tanto, alrededor de Uzhikov seguía viviendo apasionadamente la colectividad, resonaba la risa, chispeaban las bromas, brillaban los caracteres, refulgían las luces de la amistad y de la simpatía. Por pobre que fuera Uzhikov no podía prescindir de esas alegrías, a las que estaba ya acostumbrado.
Siete días más tarde, su jefe, Zheveli, me dijo:
- Uzhikov pide permiso para hablar con usted.
- No -contesté yo-, hablaré con él sólo cuando soporte dignamente ]a prueba. Díselo así.
Y poco después vi con alegría que las cejas de Arkadi, inmóviles hasta entonces, habían aprendido a trazar en su frente un pliegue apenas perceptible, aunque expresivo. Uzhikov empezó a contemplar largo tiempo a los muchachos, a quedarse pensativo y a soñar con algo. Todos observaron un cambio sorprendente en su actitud respecto al trabajo. Zheveli le encomendaba casi siempre la limpieza del patio. Arkadi emprendía el trabajo con escrupulosa exactitud, barría nuestro espacioso patio, limpiaba los cajones de la basura, arreglaba el cercado de los parterres. Muchas veces aparecía también al atardecer con su pala, recogiendo papeles y colillas si por casualidad los había y comprobando la limpieza de los macizos de flores. Una tarde se estuvo varias horas en un aula inclinado sobre una gran hoja de papel, y por la mañana la expuso en lugar visible:

COLONO: RESPETA EL TRABAJO DE TU CAMARADA, NO TIRES PAPELITOS AL SUELO

- ¡Mírale! -comentó Górkovski-. Se considera camarada...
A mediados de la prueba, la camarada Zoia llegó a la colonia. Era, precisamente, la hora de la comida. Zoia se acercó directamente a la mesita de Uzhikov y, en pleno silencio del comedor le interrogó alarmada.
- ¿Es usted Uzhikov? Dígame, ¿cómo se encuentra?
Uzhikov se puso en pie, miró seriamente a Zoia y dijo con afabilidad:
- No puedo hablar con usted: necesito autorización de mi jefe.
La camarada Zoia se lanzó en busca de Mitka. El ojinegro Mitka llegó risueño y animoso.
- ¿Qué ocurre?
- Permítame hablar con Uzhikov.
- No -respondió Zheveli.
- ¿Cómo que no?
- ¡Pues eso, que no lo permito y nada más!
La camarada Zoia subió a mi despacho y me dijo toda una serie de absurdos:
- Pero, ¿cómo puede ser eso? ¿Y si el muchacho quiere quejarse? ¿Y si se encuentra al borde de un precipicio? ¿Se trata de un tormento, sí?
- Nada puedo hacer, camarada Zoia.
Al día siguiente, Natasha Petrenko hizo uso de la palabra en una reunión general de los colonos:
- Muchachos, vamos a perdonar a Arkadi. Trabaja bien y soporta dignamente el castigo, como corresponde a un colono. Yo propongo amnistiarle.
En la reunión general se oyeron murmullos de simpatía:
- Se puede...
- Uzhikov ha mejorado mucho...
- ¡Vaya!
- ¡Ya es hora, ya es hora!...
- ¡Ayudemos al niño!
Se pidió la opinión del jefe. Zheveli dijo:
- Os lo digo sinceramente: es otro hombre. Y ayer vino esa misma... ¡pero si vosotros sabéis quién!
- ¡Lo sabemos!
- Y se dirigió a él, diciéndole:
niño, niño, y Arkadi, hecho un valiente, no se dejó seducir. Yo mismo creía antes que no saldría nada de Arkadi, pero ahora diré que en él hay algo... algo... nuestro...
Lápot sonrió:
- Entonces resulta que le amnistiamos.
- Vamos a ponerlo a votación -dijeron los colonos.
Y mientras tanto, Uzhikov, agazapado detrás de una estufa, escuchaba con la cabeza gacha. Lápot miró las manos en alto y dijo alegremente:
- Bueno, resulta que por unanimidad. Arkadi, ¿dónde andas? ¡Te felicito, estás libre!
Uzhikov subió a la escena, miró a la reunión, abrió la boca y se echó a... llorar.
Los colonos se emocionaron. Alguien gritó:
- Mañana hablará...
Pero Uzhikov se pasó por los ojos la manga de la camisa, y yo, que le observaba, vi que estaba sufriendo. Por fin, dijo:
- Gracias, muchachos... y muchachas... y Natascha... Yo... lo comprendo todo, no creáis... Disculpadme.
- Olvídalo -dijo, severo, Lápot.
Uzhikov asintió dócilmente con la cabeza. Lápot levantó la reunión, y los muchachos se lanzaron hacia la escena, hacia Uzhikov. Sus simpatías de hoy habían sido retribuidas en oro puro. Yo respiré libremente como un cirujano después de efectuar una trepanación.

En diciembre se inauguró la comuna Dzherzhinski. Fue un acto solemne y conmovedor.
Poco antes de ello, un día que nevaba intensamente, los primeros cincuenta educandos designados para la comuna se enfundaron sus nuevos trajes y sus abrigos de lanoso castor, se despidieron de sus camaradas y fueron, atravesando la ciudad, a su nuevo domicilio. En grupo, nos parecieron muy pequeños e iguales a unos simpáticos polluelos negros. Llegaron a la comuna, cubiertos de copos de nieve como plumón, alegres y sonrosados. Lo mismo que polluelos, corrieron animosamente por la comuna, hurgando con sus piquitos en diversos problemas relativos a la organización. Quince minutos más tarde tenían ya constituido el Soviet de jefes, y el tercer destacamento mixto comenzaba el traslado de las camas.

Los gorkianos llegaron a la inauguración de la comuna formados, con bandera y música. Ahora eran los invitados de sus camaradas, que desde aquel día llevaban el nombre nuevo y extrañamente solemne de comuneros. Entre los cuatrocientos antiguos muchachos desamparados, el grupo de los chequistas -los más responsables, los más ocupados, los más eméritos- no se parecía en nada al consabido grupo de filántropos. Entre unos y otros se establecieron inmediatamente relaciones de afecto y de amistad, pero en estas relaciones mutuas se veían netamente la diferencia de generaciones y nuestro respeto especial, el respeto soviético de los muchachos hacia los mayores. Y, al mismo tiempo, estos muchachos no se manifestaban tan sólo como unos peques bajo tutela: tenían su organización, sus leyes y su esfera de negocios, en los que había dignidad, y responsabilidad, y sentimiento del deber.

Yo mismo no sé cómo ocurrió la cosa, pero el caso es que se me confió la dirección de la comuna, aunque acerca de ello no existía ni acuerdo, ni declaración oficial.
En comparación con la comuna, la colonia Gorki parecía una empresa más difícil y más compleja. Después de perder a cincuenta camaradas, los gorkianos aceptaron a cincuenta muchachos más, procedentes de la capital y gente corrida. Lo mismo que antes, los nuevos asimilaron rápidamente la disciplina de la colonia y sus tradiciones, pero adquirían con más lentitud la verdadera cultura y la verdadera fisonomía de miembros de la colectividad. A todo eso, por lo demás estábamos ya acostumbrados.
Teníamos en perspectiva buenos horizontes: comenzamos a soñar con un Rabfak propio, con una nueva sección de máquinas, con nuevas promociones a la vida. Y poco después supimos por la prensa que nuestro Gorki regresaba a la Unión Soviética.

**NOTA**

(1).- Félix Edmúndovich Dzerzhinski (1877-1926): notable dirigente del Partido Comunista y del Estado soviético. Fue el presidente de la Comisión Extraordinaria de toda Rusia para combatir la contrarrevolución y el sabotaje.

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