Índice de Poema pedagógico Capítulo 13
¡Ayudad al niño!
Capítulo 15
Epílogo
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LIBRO TERCERO

Capítulo 14

Recompensas

Esa época -de diciembre a julio- fue maravillosa. En aquel tiempo mi barco fue muy zarandeado por la galerna, pero en este barco había dos colectividades y cada una de ellas era, en su estilo, espléndida.
Los comuneros elevaron rápidamente sus efectivos a ciento cincuenta personas. Recibieron nuevas fuerzas en tres grupos de treinta niños desamparados de primera clase, a cada cual mejor. La vida de los comuneros era una vida limpia, culta, y a distancia daba la impresión que únicamente podía envidiárseles. Muchos, efectivamente, les envidiaban, con la particularidad de que no todos los envidiosos eran niños desamparados.
Los comuneros salían a la calle vistiendo buenos trajes de paño, adornados con amplios cuellos blancos. Tenían una banda de instrumentos de viento de metal blanco, y en sus trompetas podía verse la marca de una célebre fábrica de Praga. Los comuneros eran invitados de honor en los clubs obreros y en el club de los chequistas, a donde acudían con una seria elegancia, sonrosados y afables. Su colectividad tenía siempre un aspecto tan culto y agradable, que muchas cabezas poseedoras de un aparato cerebral de tipo ligero llegaban a indignarse:
- ¡Han reunido a niños de buena familia, les han vestido y ahora están exhibiéndoles! ¡A los desamparados debían recoger!
Sin embargo, yo no tenía tiempo de preocuparme por ello. Apenas lograba en el transcurso del día hacer todo lo preciso. Iba de una colectividad a otra en un coche tirado por un par de caballos, y la hora invertida en el camino me parecía una brecha imperdonable en mi presupuesto de tiempo. A pesar de que las filas moceriles no vacilaban en ningún sitio y no rebasábamos las riberas de un bienestar absoluto, igualmente los cuadros pedagógicos perdían fuerzas. En aquel tiempo llegué a una tesis que sostengo también ahora por paradógica que parezca. Los chicos normales o los chicos llevados al estado normal constituyen el objeto más difícil de educación. Su naturaleza es más fina; sus necesidades, más complejas; su cultura, más profunda, y sus relaciones, más variadas. Estos muchachos no exigen de vosotros amplios impulsos volitivos ni una emoción que salte a la vista, sino una complicadísima táctica.

Tanto los colonos como los comuneros habían dejado de ser ya hacía mucho tiempo grupos de gente aislada de la sociedad. Los unos y los otros tenían vastas relaciones sociales: del Komsomol, de pioneros, deportivas, militares, de club. Entre los muchachos y la ciudad habían sido abiertos muchos caminos y senderos, por los que cursaba no sólo la gente, sino también los pensamientos, las ideas y las influencias.
Y, por eso, el cuadro general del trabajo pedagógico adquirió nuevas tintas. Hacía tiempo que la disciplina y el orden cotidiano de la vida habían dejado de preocuparme solamente a mí. Ahora eran una tradición de la colectividad, que sabía de estas cosas más que yo y de las que no cuidaba por casualidad, por motivos de escándalo y de ataques de histeria, sino constantemente, de una manera ordenada, obedeciendo, podría decirse, a las exigencias del instinto colectivo.

Por difícil que fuese para mí, mi vida en aquel tiempo era una vida dichosa. Es indescriptible la impresión absolutamente extraordinaria de felicidad que se experimenta en la sociedad infantil que ha crecido junto a uno, que confía infinitamente en vosotros y que avanza a vuestro lado. En una sociedad así, hasta un revés no entristece, hasta el dolor y los disgustos parecen grandes valores.
Yo estimaba más a la colectividad de los gorkianos que a la de los comuneros. En ella eran más profundos y fuertes los vínculos de amistad, había más gente de elevado precio de coste, era más aguda la lucha. Y también a los gorkianos yo les hacía más falta. Los comuneros habían tenido la suerte de contar desde el principio con unos patrocinadores como los chequistas, y los gorkianos, exceptuándonos a mí y a un pequeño grupo de educadores, no tenían a nadie cerca de ellos. Y por eso yo nunca pensaba que un día debería abandonar a los gorkianos. En general, me sentía incapaz de imaginarme semejante suceso. Este suceso podría ser únicamente la mayor desgracia de mi vida.
Cuando yo volvía a la colonia, volvía a mi casa, y en las asambleas generales de los colonos y en el Soviet de jefes, hasta en la estrechez de los complicadísimos choques y de las difíciles decisiones, yo descansaba realmente. En aquel tiempo se afianzó una de mis costumbres: perdí la capacidad de trabajar en silencio. Sólo me sentía a gusto cuando al lado, junto a mi propia mesa, resonaba la algarabía moceril: entonces mi pensamiento revivía y la imaginación trabajaba alegremente. Y por eso estaba, sobre todo, agradecido a los gorkianos.

Sin embargo, la comuna Dzerzhinski exigía más y más de mí. Las preocupaciones aquí eran más nuevas y más nuevas también las perspectivas pedagógicas.
Para mí fue particularmente nueva e inesperada la sociedad de los chequistas. Los chequistas eran, ante todo, una colectividad, cosa que no podía decirse en absoluto de los trabajadores del Cómisariado del Pueblo de Instrucción Pública. Y cuanto más fijaba mi atención en esta colectividad, cuanto más estrechas eran mis relaciones de trabajo con ella, más esplendorosamente se abría ante mí una sorprendente novedad. No sabría decir, palabra de honor, cómo se había llegado a ello, pero el caso es que la colectividad de los chequistas poseía, precisamente, las cualidades que yo había tratado de inculcar durante ocho años en la colectividad de la colonia. De pronto descubrí ante mí un modelo, que hasta ahora había poblado tan sólo mi imaginación y que yo deducía lógica y tangiblemente de todos los acontecimientos y de toda la filosofía de la revolución, pero que hasta entonces no había visto nunca y que incluso había perdido la esperanza de ver.
Mi descubrimiento tenía tanto valor y tanta significación para mí, que lo que más temía era decepcionarme. Yo lo guardaba en profundo secreto, ya que quería que en mis relaciones con estos hombres no hubiera ni sombra de artificialidad.
Este hecho fue el punto de partida de mi nueva concepción pedagógica. Me alegraba, sobre todo, que las cualidades de la colectividad de los chequistas explicaran simple y fácilmente muchas confusiones e inexactitudes en el modelo imaginado a que hasta ahora se había atenido mi trabajo. Obtuve la posibilidad de representarme hasta en sus pormenores más ínfimos muchas esferas hasta entonces misteriosas para mí. El intelecto muy elevado de los chequistas, unido a la instrucción y la cultura, no revistió nunca la forma, odiosa para mí, del intelectualillo de la Rusia zarista. Yo sabía ya antes que esto debía ser así, pero era difícil imaginar cómo se expresaría en los movimientos vivos de la personalidad. Y ahora podía estudiar el lenguaje, los caminos de la lógica, la nueva forma de la emoción intelectual, los nuevos dispositivos de los gustos, las nuevas estructuras de los nervios y, lo que tenía más importancia, la nueva forma de utilización del ideal. Como es notorio, el ideal de nuestros intelectuales se parece a un inquilino insolente: ha ocupado una habitación ajena, no paga el alquiler, chismorrea y a todos se hace odioso, todos se quejan de su vecindad y procuran alejarse de él lo más posible. Ahora yo veía otra cosa: el ideal no era un inquilino, sino un buen administrador que respetaba el trabajo de los vecinos, que se preocupaba de la reparación, de la calefacción, y con el que todos se sentían a gusto y contentos de trabajar a su lado. En segundo lugar, me interesó la estructura de los principios. Los chequistas eran, sobre todo, gente de principios, pero los principios no constituían para ellos una venda en los ojos, como les pasaba a algunos de mis amigos. Para los chequistas, el principio era un aparato de medición, que utilizaban con la misma tranquilidad que un reloj, sin trámites burocráticos, pero también sin la precipitación de un gato escaldado. Vi, en fin, la vida normal del principio y me convencí definitivamente de que mi repulsión hacia los principios de los intelectuales estaba justificada. Es cosa sabida hace tiempo que, cuando un intelectual hace algo por principio, media hora más tarde él mismo y todos los que le rodean deben tomar una dosis de valeriana.

Vi también otras muchas particularidades: un espíritu animoso en todas las cuestiones, y laconismo, y aversión a la rutina, y la incapacidad de tirarse sobre un diván o recostarse con el vientre contra la mesa, y, en fin, una alegre, aunque infinita capacidad de trabajo, sin adoptar aires de sacrificio y sin hipocresía, sin el más leve parecido con el tipo repugnante de víctima sagrada. Y, en fin, vi y sentí con el tacto una preciosa substancia que no puedo calificar de otra manera que de aglutinante social: el sentimiento de la perspectiva social, la habilidad de discernir en cada aspecto del trabajo a todos los miembros de la colectividad, el continuo conocimiento de los objetivos grandes y universales, conocimiento que jamás revestía un carácter sectario o de huera y machacona verborrea. Y este aglutinante social no se compraba en un quiosco por cinco kopeks sólo para su empleo en conferencias y congresos, no era una forma de choque sonriente y cortés con un vecino. Era una comunidad efectiva, era la unidad del movimiento y el trabajo, de la responsabilidad y la ayuda, era la unidad de la tradición.

Los comuneros, al pasar a ser objeto de una solicitud especial por parte de los chequistas, pasaban a vivir en condiciones felices: no tenían que hacer otra cosa que mirar. Y a mí tampoco me hacía ya falta tomar impulso y golpear con la cabeza contra la pared para convencer a mis superiores de la utilidad de un pañuelo.
Mi satisfacción era una elevada satisfacción. Tratando de reducirla a una fórmula breve, comprendí que había trabado íntimo conocimiento con auténticos bolcheviques, me convencí definitivamente que mi pedagogía era una pedagogía bolchevique, de que el tipo humano que se había alzado siempre ante mí como un modelo no era sólo un bello invento y un sueño mío, sino también una verdadera y efectiva realidad, tanto más perceptible para mí por haberse trasformado en una parte de mi trabajo...
Y mi trabajo en la comuna, que no envenenaba ningún curanderismo, era un trabajo, aunque difícil, soportable para la mente humana.
La vida de los comuneros resultó no tan rica ni tan exenta de preocupaciones como creían los que les rodeaban. Los chequistas descontaban de su salario un tanto por ciento determinado para el mantenimiento de los comuneros, pero esto no era cómodo ni para los comuneros ni para los chequistas.
Ya tres meses después de su inauguración, la comuna empezó a padecer verdaderas necesidades. No pagábamos los salarios, incluso pasábamos dificultades para hacer frente a los gastos relacionados con la alimentación. Los talleres producían ingresos insignificantes, porque, en realidad, eran talleres de aprendizaje. Cierto que los muchachos y yo, ya en los primeros días, habíamos arrastrado el taller de calzado a un rincón oscuro y allí lo habíamos ahogado, arrojándonos encima de él con almohadas. Los chequistas fingieron no advertir este asesinato. Pero en los demás talleres no podíamos de ningún modo orientarnos hacia un trabajo que rindiera ingresos.

Un día me llamó nuestro jefe, frunció el ceño, se quedó pensativo, puso un cheque sobre la mesa y me dijo:
- Todo.
Yo comprendí.
- ¿Cuánto hay aquí?
- Diez mil. Lo último. Hemos tomado por adelantado la subvención de un año. Y más no tendremos, ¿comprende? Utilice a ése... Es un hombre enérgico...
Días más tarde recorría la comuna un hombre en el que no había nada del tipo pedagógico: Salomón Borísovich Kogan. Era viejo, andaba cerca de los sesenta años, padecía del corazón, de sofocos, de desequilibrio nervioso, de angina de pecho y de obesidad. Pero este hombre llevaba dentro de sí el demonio de la actividad y no podía hacer nada contra él. Salomón Borísovich no aportó ni capitales, ni materias primas, ni capacidad de inventiva, pero en su cuerpo adiposo se agitaban y bullían incansables fuerzas que no había podido gastar bajo el viejo régimen: espíritu emprendedor, optimismo, tenacidad, conocimiento de la gente y una pequeña y perdonable falta de principios, que se conjugaba de manera extraña con su capacidad de emoción y su fidelidad a la idea. Era muy posible que todo eso fuese aglutinado por los aros del orgullo, ya que a Salomón Borísovich le gustaba exclamar:
- ¡Usted todavía no conoce a Kogan! Cuando conozca a Kogan, ya me dirá.
Tenía razón. Nosotros conocimos a Kogan y dijimos: es un hombre admirable. Nos hacía mucha falta su experiencia de la vida. Cierto, esta experiencia se manifestaba a veces en formas que nos dejaban fríos y nos impedían dar crédito a nuestros ojos.
Salomón Borísovich trajo de la ciudad un carro de troncos. ¿Para qué?
- ¿Cómo para qué? ¿Y los locales para los almacenes? He aceptado un encargo de muebles con destino al Instituto de Construcción y en algún sitio hay que guardarlos.
- No hace falta guardarlos en ningún sitio. Haremos los muebles y se los entregaremos al Instituto de Construcción.
- ¡Je, je! ¿Usted cree que es un instituto hecho y derecho? Es una filfa y no un instituto. ¡Si fuera un instituto, a buena hora iba a tratar yo con él!
- ¿No es un instituto?
- ¿Y qué es un instituto? ¡Que se llame como quiera! Lo importante es que tiene dinero. Y como tiene dinero, quiere tener muebles. Y los muebles necesitan estar bajo techado. Eso usted lo sabe. Pero el techo deben construirlo aún, porque todavía no tienen ni paredes.
- De todas formas, nosotros no construiremos ningún almacén.
- Lo mismo les he dicho yo. Ellos se creen que la comuna Dzerzhinski es una cosa así... sin importancia. ¡Pero es una institución modelo que no va a dedicarse a construir almacenes! ¡Como si tuviéramos tiempo para ello!
- ¿Y ellos qué?
- Ellos dicen, ¡construid! Pues bien, ya que lo quieren con tanto afán, yo les he dicho: eso costará veinte mil. Pero si usted dice que no hay que construir nada, bueno, que sea como usted disponga. ¿Para qué vamos a construir almacenes cuando lo que necesitamos es un taller de montaje?...

Dos semanas más tarde, Salomón Borísovich inicia la construcción del taller de montaje. Se empotran los pilares en la tierra, los carpinteros empiezan a levantar los muros.
- Salomón Borísovich, ¿de dónde ha sacado usted el dinero para este taller de montaje?
- ¿Cómo de dónde? ¿Es que no se lo he dicho? Nos han girado veinte mil...
- ¿Quién nos los ha girado?
- Pues ese mismo instituto...
- ¿Por qué?
- ¿Cómo por qué? Quieren tener almacenes... ¿A mi qué me importa?
- Pero, Salomón Borisovich, si lo que está construyendo usted no son almacenes, sino un taller de montaje...
Salomón Borísovich comienza a enfadarse:
- ¡Pues sí que me gusta! ¿Y quién ha dicho que no hacían falta los almacenes? ¿No fue usted?
- Hay que devolver el dinero.
Salomón Borísovich frunce desdeñosamente el ceño:
- Escuche, no se puede ser un hombre tan poco práctico. ¿A quién se le ocurre devolver dinero contante y sonante? Usted tal vez tenga los nervios tan sanos como para poder hacerlo, pero yo soy un hombre enfermo, yo no puedo jugar con mi sistema nervioso... ¡Devolver el dinero!
- Pero, al fin y al cabo, ellos se enterarán.
- ¡Pero, Antón Semiónovich, usted es un hombre inteligente! ¿De qué pueden enterarse? Muy bien, que vengan, si quieren, mañana: la gente está construyendo, ¿ve? ¿Acaso pone en algún sitio que es un taller de montaje?
- ¿Y cuando empiece a trabajar?
- ¿Y quién puede prohibirme que trabaje? ¿Puede impedírmelo el Instituto de Construcción? ¿Y si yo quiero trabajar al aire libre o dentro del almacén? ¿Hay una ley que me lo impida? No existe semejante ley.

La lógica de Salomón Borísovich no conocía límites. Era un poderosísimo ariete que perforaba todos los obstáculos. Hasta cierto tiempo no nos opusimos a él porque nuestras tentativas de resistencia eran sofocadas en el momento mismo de nacer.
En la primavera, cuando nuestro par de caballos comenzó a pasar las noches en el prado, Vitka Górkovski me preguntó:
- ¿Qué está construyendo Salomón Borísovich en la cochera?
- ¿Cómo que está construyendo?
- ¡Ya está construyendo ¡Ha instalado una caldera y ahora está montando una chimenea.
- ¡Llámale aquí!
Llega Salomón Borísovich, manchado como siempre, sudoroso, ahogándose.
- ¿Qué está usted construyendo allí?
- ¿Cómo qué estoy construyendo? El taller de fundición. Usted lo sabe.
- ¿El taller de fundición? Pero si habíamos convenido instalarlo detrás del baño.
- ¿Para qué allí si tenemos un local preparado?
- ¡Salomón Borísovich!
- Bien, ¿qué pasa con Salomón Borísovich?
- ¿Y los caballos? -pregunta Górkovski.
- Los caballos respirarán aire fresco. ¿Creen que sólo ustedes necesitan aire fresco y los caballos que respiren porquería? ¡Vaya unos amos!
Nosotros, hablando en propiedad, hemos sido desalojados ya de nuestras posiciones. A pesar de todo, Vitka se resiste:
- ¿Y cuando llegue el invierno?
Pero Salomón Borísovich le pulveriza:
- ¡Resulta que sabe que llegará el invierno!
- ¡Salomón Borísovich! -grita, estupefacto, Vitka.
Salomón Borísovich retrocede un poco:
- Bueno, e incluso si llega el invierno, ¿qué? ¿Acaso no puede construirse la cochera en octubre? ¿Acaso no les es igual? ¿O es que necesitan ustedes urgentemente que yo me gaste ahora dos mil rublos?
Nosotros suspiramos tristemente y nos sometemos. Salomón Borísovich, compadecido de nosotros, nos explica contando con los dedos:
- Mayo, junio, julio, ése, como se llama... agosto, septiembre...
Durante un segundo duda, pero luego sigue recalcando bien.
- Octubre... ¡Piénsenlo, seis meses! En seis meses, dos mil rublos harán otros dos mil. ¡Y ustedes quieren que la cochera esté vacía seis meses! ¿Es que se puede admitir la existencia de capital muerto?
El capital muerto era insoportable para Salomón Borísovich hasta en las formas más inocentes:
- Yo no puedo conciliar el sueño -decía-. ¿Cómo se puede dormir cuando hay tanto trabajo, cuando cada minuto es una operación? ¿Quién habrá inventado el sueño!

No podíamos dar crédito a lo que pasaba: aún hacía poco tiempo que éramos muy pobres, y ahora Salomón Borísovich tenía montones de madera, de metal, de tornos; en nuestra jornada de trabajo no se hacía más que hablar de letras, de cheques, de avances, de facturas, de diez, de veinte mil. En el Soviet de jefes, Salomón Borísovich escuchaba con somnoliento desdén los discursos de los muchachos acerca de la necesidad de gastar trescientos rublos en la compra de pantalones y objetaba:
- ¿Para qué hablar de esto? Los muchachos necesitan, sí, pantalones... y no hace falta gastar trescientos rublos, no, porque entonces los pantalones serán malos, sino mil...
- ¿Y el dinero? -preguntan los muchachos.
- Vosotros tenéis manos y cabeza. ¿Para qué pensáis que tenéis la cabeza? ¿Para poder poneros la gorra? ¡Nada de eso! Añadid un cuarto de hora a vuestra jornada de trabajo en el taller, y yo os encontraré inmediatamente los mil rublos y tal vez más; en fin, lo que ganéis.

Salomón Borísovich pobló de tornos viejos y baratos sus livianos talleres, muy parecidos a almacenes, los pobló del material más corriente, ligó todo con cuerdas y convenios, pero los comuneros se sumergieron entusiásticamente en esa chatarra de trabajo. Hacíamos de todo -muebles para clubs, camas, aceiteras, calzones, cazadoras, pupitres, sillas, pistones para extintores de incendios-, pero lo hacíamos en cantidades incontables, porque, en la producción de Salomón Borísovich, la división del trabajo había sido elevada al apogeo:
- ¿Vas a ser acaso carpintero? De todas formas, tú no serás carpintero; serás médico, yo lo sé. Por eso, limítate a hacer un soporte para las patas de las sillas en lugar de hacer la silla entera. Yo te pago por el soporte medio kopek; ganarás al día cincuenta kopeks. No tienes mujer, ni hijos...
Los comuneros se reían a carcajadas en el Soviet de jefes y amonestaban a Salomón Borísovich por sus chapuzas, pero ya teníamos plan financiero y el plan financiero era algo sagrado.
El salario de los comuneros fue introducido como si no existiese ninguna pedagogía, ni ningún diablo con sus tentaciones. Cuando los educadores sometían a la atención de Salomón Borísovich el problema pedagógico del salario. Salomón Borísovich les objetaba:
- A mí me parece que debemos educar a hombres listos. ¿Y qué hombre listo puede ser el que trabaje sin percibir un salario?
- Según, usted, Salomón Borísovich, ¿las ideas no significan nada?
- Cuando un hombre percibe un salario, le aparecen tantas ideas, que no sabe dónde meterlas. Y cuando no tiene dinero, su idea es una sola: ¿a quién pedírselo? Éste es un hecho.

Salomón Borísovich resultó una levadura sumamente útil en nuestra colectividad de trabajo. Nosotros sabíamos que su lógica era una lógica extraña y cómica, pero en su presión batía alegre y sensiblemente muchos prejuicios y en orden de resistencia provocaba la necesidad de otro estilo de producción.
La comuna Dzerzhinski pasó a vivir de sus propios ingresos sencillamente, casi sin esfuerzo, y hasta nosotros mismos dejamos muy pronto de considerar este hecho como un gran triunfo. Por algo decía Salomón Borísovich.
- ¿Cómo? ¿Ciento cincuenta comuneros no pueden ganarse el pan? ¿Y cómo puede ocurrir de otro modo? ¿Es que necesitan champán? ¿A sus mujeres les gusta, quizá, emperifollarse?

Los comuneros cumplían cada trimestre nuestros planes financieros e industriales en un amplio esfuerzo común. Los chequistas nos visitaban a diario. Con los muchachos, ahondaban en cada menudencia, en cada pequeño revés, en las tendencias de Salomón Borísovich a la chapuza, en la baja calidad de la producción, en sus deficiencias. La experiencia de trabajo de los comuneros, cada día más compleja, empezó a zaherir críticamente a Salomón Borísovich, y éste se indignaba:
- Pero, ¿qué novedades son éstas? ¡Ya lo saben todo! ¡Me quieren enseñar a mí cómo se hace en la fábrica de locomotoras de Járkov! ¿Es que ellos entienden algo de eso?
De repente, brilló ante nosotros una consigna reconocida por todos:
Necesitamos una verdadera fábrica.
Se hablaba de la fábrica con más y más frecuencia. A medida que en nuestra cuenta corriente aumentaban los millares de rublos, los sueños de todos con la fábrica se fraccionaban en pormenores más próximos y posibles. Pero esto ocurrió ya en una época posterior.
Frecuentemente los comuneros se entrevistaban con los gorkianos. Los días de descanso se visitaban en destacamentos enteros, competían en el fútbol, en el voleybol, en el gorodki, juntos se bañaban, patinaban, paseaban e iban al teatro.
Con mucha frecuencia la comuna y la colonia se agrupaban para diversas campañas: del Komsomol, maniobras de pioneros, excursiones, visitas, solemnidades. A mí me gustaban particularmente estos días. Eran los días de mi verdadera victoria. Y ya entonces sabía yo perfectamente que esta victoria era la última.
En tales días, se daba una orden común en la colonia y en la comuna, se indicaban las prendas de vestir, el lugar y la hora de la entrevista. El uniforme de los gorkianos era el mismo uniforme que el de los comuneros: pantalones de montar, polainas, amplios cuellos blancos y gorros. Yo solía quedarme a pernoctar en la colonia, encomendando la comuna a Kirguísov. Salíamos de Kuriazh con la idea de invertir tres horas en el camino. Bajábamos por la cuesta de Jolódnaia Gorá hacia la ciudad. El encuentro era señalado siempre en la plaza de Tévelev, sobre el amplio asfalto delante del Comité Ejecutivo de los Soviets de Ucrania.
Como siempre, la comuna de los gorkianos tenía un magnífico aspecto a su paso por la ciudad. Nuestras amplias filas de a seis ocupaban casi toda la calle, incluídos los raíles del tranvía. Detrás de nosotros formaban cola decenas de tranvías, los conductores se ponían nerviosos y hacían sonar sin interrupción sus timbres, pero los pequeños del flanco izquierdo conocían siempre exactamente sus obligaciones: desfilan con un aire importante, retardando levemente el paso, lanzan alguna que otra mirada pícara a las aceras, pero no conceden atención ni a los tranvías ni a sus conductores ni a sus timbrazos. Detrás de todos marcha Petró Krávchenko con una banderita triangular. El público le contempla con simpatía y curiosidad especiales. Alrededor de él giran principalmente los chiquillos, y por eso Petró, azorado, baja la vista. Su banderita se agita en las mismas narices del conductor del tranvía, y Petró, más que andar, parece flotar en la espesa ola del ensordecedor repique tranviario.
En la Plaza de Rosa Luxemburgo, la columna deja libre, por fin, los raíles tranviarios. Los tranvías, uno tras otro, nos dejan atrás; por las ventanillas asoma gente que se ríe y amenaza con el dedo a los muchachos. Los muchachos, sin perder la alineación ni el paso, sonríen con una sarcástica sonrisa muchachil. ¿Por qué no van a sonreír? ¿Acaso no se puede gastar una broma al público de la ciudad, haciéndole una pequeña travesura? El público es de confianza, es bueno, no son boyardos y nobles quienes pasean por nuestras calles, no son oficiales peripuestos que llevan del brazo a damiselas, no son tenderos que nos ven pasar con indignación. Y nosotros marchamos como dueños por nuestra ciudad, no como niños asilados, sino como colonos gorkianos. No en vano tremola delante nuestra bandera roja, no en vano nuestras trompetas de cobre tocan la Marcha de Budionny.

Torcemos hacia la plaza de Tévelev, subimos un poco la pendiente, y ya vemos el astil de la bandera de los comuneros. He aquí la larga fila de cuellos blancos, y los rostros atentos y queridos, y las voces de mando de Kirguísov, y los brazos en alto, y la música. Los comuneros nos acogen con el saludo a la bandera. Un instante más, y nuestra banda de música, interrumpiendo la marcha, truena en el saludo de respuesta.
Tan sólo un segundo -mientras Kirguísov da el parte- permanecemos en severo silencio los unos frente a los otros. Y cuando se rompen las filas y los muchachos se abalanzan hacia sus amigos, estrechando sus manos, riendo y bromeando, yo pienso en el doctor Fausto: que me envidie este astuto alemán. Tuvo mala suerte este doctor, eligió un mal siglo y una estructura social inadecuada.
Si nos veíamos la víspera de algún día de descanso, era frecuente que se me acercase Mitka Zheveli y me propusiera:
- ¿Sabe usted una cosa? Vamos todos a casa de los gorkianos. Hoy proyectan allí El acorazado
Potemkin. Y comida nos basta...
Y en aquellos días despertábamos a Podvorki, ya entrada la noche, con las marchas de nuestras dos bandas, durante largo tiempo alborotábamos en el comedor, en los dormitorios, en el club, los mayores recordaban las galernas y las bonanzas de los años pasados, los jóvenes les escuchaban con envidia.

Desde abril el tema principal de nuestras cordiales conversaciones era la próxima llegada de Gorki. Gorki nos había escrito que en julio llegaría especialmente a Járkov para pasar tres días en la colonia. Hacía tiempo que nuestra correspondencia con Gorki era regular. Aunque los colonos no le habían visto nunca, sentían su personalidad en sus filas y se alegraban, como los niños se alegran de la imagen de la madre. Sólo el que se ha quedado sin familia en la infancia, el que no ha tomado consigo para la larga vida ninguna reserva de calor, sabe bien qué frío se siente, a veces, en la tierra, sólo ése comprenderá el valor de las atenciones y del cariño de un gran hombre, de un hombre de rico y generoso corazón.
Los gorkianos no sabían expresar sus sentimientos de ternura, porque para ellos la ternura tenía demasiado valor. Yo había vivido ocho años junto a ellos, muchos me trataban con cariño, pero ni una sola vez en esos años ninguno de ellos había demostrado ternura para conmigo en el sentido habitual de la palabra. Yo sabía desentrañar sus sentimientos por indicios conocidos solamente por mí: por la profundidad de la mirada, por el tinte del azoramiento, por la lejana atención desde una esquina, por la voz un poquitín enronquecida, por los saltos y las carreras después de cada encuentro. Y por eso yo veía con qué inmensa ternura hablaban de Gorki los muchachos, qué ávida había sido su alegría al leer las breves palabras en que el gran escritor anunciaba su visita.
La llegada de Gorki a la colonia era una gran recompensa. A nuestros ojos, era -palabra de honor- una recompensa plenamente merecida. Y este espléndido premio nos fue otorgado cuando toda la Unión Soviética alzaba las banderas para recibir al gran escritor, cuando nuestra pequeña comuna podía haberse perdido entre las olas del amplio sentimiento social.
Sin embargo, la colonia no se había perdido, y esto nos conmovía y adjudicaba un alto valor a nuestra vida.
Los preparativos para el recibimiento de Gorki comenzaron al día siguiente de llegar su carta. Por delante de él, Gorki nos envió un generoso regalo, gracias al cual pudimos cicatrizar las últimas heridas que aún nos quedaban del viejo Kuriazh.

Precisamente en aquel tiempo me exigieron que rindiese cuentas. Yo debía comunicar a los doctos varones y a los sabios pedagogos en qué consistía mi credo pedagógico y qué principios profesaba. Había motivos suficientes para tal informe.
Preparé animosamente el informe, aunque no esperaba ni indulgencia ni compasión hacia mí.
En una sala alta y espaciosa me vi, por fin, cara a cara con todo el núcleo de profetas y de apóstoles. Era... un sanedrín, por lo menos. Se manifestaban cortésmente, empleando frases redondeadas y amables, de las que emanaba un olor agradable, apenas perceptible, a sinuosidades cerebrales, a viejos libros y a sillones desgastados. Pero ni los profetas ni los apóstoles tenían barbas blancas, ni nombres famosos, ni grandes descubrimientos. ¿A santo de qué llevaban nimbos y sostenían en sus manos las sagradas escrituras? Eran gente bastante hábil, y en sus bigotes colgaban todavía migajas del pastel soviético que acababan de engullir.
El que más se esforzaba era el profesor Chaikin, el mismo Chaikin que unos cuantos años antes me había hecho recordar un cuento de Chéjov.
En su conclusión Chaikin me redujo a polvo:
- El camarada Makárenko quiere estructurar el proceso pedagógico sobre la idea del deber. Verdad que añade la palabra
proletario, pero esto, camaradas, no puede ocultar ante nosotros la verdadera naturaleza de esa idea. Nosotros aconsejamos al camarada Makárenko seguir atentamente la génesis histórica de la idea del deber. Esta es una idea de relaciones burguesas, una idea de carácter rigurosamente mercantil. La pedagogía soviética tiende a educar en la personalidad la libre manifestación de sus fuerzas y sus inclinaciones creadoras, de la iniciativa, pero en modo alguno la categoría burguesa del deber.
Con profunda tristeza y asombro, hemos oído hoy del apreciado director de las instituciones modelo un llamamiento a la educación del sentimiento del honor. No podemos dejar de protestar contra esta exhortación. La opinión pública soviética suma igualmente su voz a la ciencia y tampoco permite la vuelta de ese concepto, que nos recuerda tan vivamente los privilegios de los oficiales, los uniformes, las charreteras.
Nosotros no podemos entrar a discutir todas las manifestaciones del autor relativas a la producción. Quizá desde el punto de vista del enriquecimiento material de la colonia eso sea una empresa útil, pero la ciencia pedagógica no puede considerar la producción entre los factores de influencia pedagógica y tanto menos puede aprobar la tesis del autor de que
el plan financiero e industrial es el mejor educador. Semejante tesis no es otra cosa que una vulgarización de la idea de la educación por medio del trabajo.

Muchos más hablaron y otros muchos callaron en un silencio condenatorio. Yo acabé irritándome y, en mi acaloramiento, eché al fuego un cubo de petróleo.
- Quizás tengan ustedes razón. No llegaremos a un acuerdo. Yo no les comprendo. Según ustedes, la iniciativa es una especie de éxtasis. No se sabe de dónde viene, si de una holganza absoluta, no rellena por nada. Por tercera vez les explico que la iniciativa vendrá sólo cuando exista una tarea, cuando se tenga la responsabilidad de su cumplimiento, la responsabilidad del tiempo perdido, cuando exista una exigencia por parte de la colectividad. A pesar de todo, ustedes no me comprenden y otra vez hablan de una iniciativa castrada, libre de todo trabajo. A juicio de ustedes, a la iniciativa le basta contemplar su propio ombligo...
¡Oh, cómo se ofendieron, cómo empezaron a gritarme, cómo se santiguaron y escupieron los apóstoles! Y entonces, viendo que el incendio estaba en todo su apogeo, viendo que todos los rubicones habían sido pasados y que, de cualquier forma, no tenía nada que perder, porque todo estaba ya perdido, declaré:
- Ustedes no son capaces de juzgar ni de la educación ni de la iniciativa. De estas cuestiones ustedes no entienden.
- ¿Y sabe usted lo que ha dicho Lenin acerca de la iniciativa?
- Lo sé.
- ¡Usted no lo sabe!
Yo saqué mi block de notas y leí claramente:
La iniciativa debe consistir en replegarse en orden y en atenerse rigurosamente a la disciplina, dijo Lenin el 27 de marzo de 1922 en el XI Congreso del Partido Comunista de Rusia.
Los apóstoles se desorientaron sólo por un momento, pero luego empezaron a chillar:
- ¿Qué tiene que ver aquí el repliegue?
- He querido fijar su atención en la relación entre la disciplina y la iniciativa. Y, además, me hace falta retirarme en orden...
Los apóstoles parpadearon, después corrieron unos hacia otros, cuchichearon, agitaron papeles. La decisión del sanedrín fue unánime:
El sistema del proceso de educación propuesto no es un sistema soviético.
En la reunión había muchos amigos míos, pero guardaban silencio. También había un grupo de chequistas. Escucharon atentamente los debates, apuntaron algo en sus blocks de notas y se fueron sin aguardar la sentencia.

Regresamos a la colonia ya entrada la noche. Iban conmigo los educadores y algunos miembros del Buró del Komsomol. Zhorka Vólkov renegaba por el camino:
- Pero, ¿cómo pueden hablar así? Resulta, según ellos, que no hay honor; es decir, ¿no existe el honor de nuestra colonia? Según ellos, ¿todo esto no existe?
- No haga usted caso, Antón Semiónovich -me dijo Lápot-. Se han reunido unos pesados...
- Si no hago caso -consolaba yo a los muchachos.
Pero la cuestión estaba ya decidida.
Sin estremecimientos y sin que decayera el tono general, empecé a reducir la colectividad. Hacía falta sacar lo antes posible de la colonia a mis amigos. Esto era también necesario para no someterles a la prueba de nuevos regímenes y para no dejar en la colonia ningún foco de protesta.
Entregué a Yúriev mi solicitud de cese al otro día. Se quedó pensativo y me estrechó la mano en silencio. Cuando ya me despedía, me dijo como si cayese de improviso en la cuenta:
- ¡Espere!... Pero, ¿cómo?... ¡Si viene Gorki!
- ¿Acaso cree usted que voy a permitir a alguien recibir a Gorki en mi puesto?
- Eso, eso...
Yúriev recorría el despacho y balbuceaba.
- ¡Al cuerno!... ¡Al mismísimo cuerno!...
- ¿Qué ocurre?
- ¡Que me voy al mismísimo cuerno!
Le dejé con tan sanas intenciones. Me alcanzó en el pasillo:
- ¡Antón Semiónovich! ¿Sufre usted, verdad?
- ¡Qué va! -le contesté, echándome a reír-. ¿De dónde saca usted eso? ¡Ah, intelectual, intelectual!... Así, pues, abandono la colonia el día de la marcha de Gorki. Entregaré la colonia a Zhurbín, y ustedes harán luego lo que mejor les parezca...
- Bien...

En la colonia no hablé a nadie de mi marcha. Yúriev, por su parte, me había dado palabra de mantener la decisión en secreto.
Me lancé a las fábricas, a los padrinos, a los chequistas. Como el problema de la promoción de colonos estaba planteado desde hacía mucho tiempo, mis gestiones no sorprendieron a nadie en la colonia. Utilizando la ayuda de amigos, casi sin ningún esfuerzo, encontré para los gorkianos puestos en las fábrícas de Járkov y habitaciones en la ciudad. Ekaterina Grigórievna y Guliáeva se encargaron de darles cierta dote, cosa en la que ya tenían una gran experiencia. Para la llegada de Gorki faltaban dos meses. Había tiempo de sobra.

Uno tras otro, se marchaban a la vida los viejos colonos. Nos decían adiós con lágrimas, pero sin pena: aún nos veríamos. Nosotros les despedíamos con guardia de honor y música, al pie de la bandera gorkiana desplegada. Así se fueron Taraniets, Vólojov, Gud, Leshi, Galatenko, Fedorenko, Korito, Aliosha y Zhorka Vólkov, Lápot, Kudlati, Stupitsin, Soroka y otros muchos. A algunos, de acuerdo con Kóval, les dejamos a sueldo en la misma colonia para no privarla de dirección. A los que se preparaban para el Rabfak les trasladé antes del otoño a la comuna Dzerzhinski. El grupo de educadores debía seguir en la colonia durante algún tiempo para no crear pánico. Sólo Kóval no se quedó y, sin esperar el desenlace, se fue al distrito.
Y entre el fulgor de las recompensas que entonces me tocaron en suerte, una de ellas brilló incluso inesperadamente: no se puede reducir una colectividad viva de cuatrocientas personas. El puesto de los que se habían ido fue ocupado inmediatamente por nuevos muchachos, igual de esforzados, igual de ingeniosos y de valientes. Las filas de los colonos se completaban como las filas de los combatientes en una batalla. La colectividad, lejos de querer morir, ni siquiera quería pensar en la muerte. Vivía una vida plena, deslizábase vertiginosamente por raíles exactos y pulidos, se preparaba con ternura y solemnidad para recibir a Gorki.

Los días sucedíanse y ahora eran unos días magníficos y felices. Nuestra vida cotidiana se embellecía -como si fuera con flores- con la sonrisa y el trabajo, con la claridad de nuestro camino, con las palabras ardientes y cordiales. También las preocupaciones se alzaban lo mismo que un arco iris sobre nosotros, también se apoyaban en el ciclo los reflectores de nuestros sueños.
Y con la misma alegre confianza de siempre, acogíamos nuestra fiesta, la fiesta más grande de toda nuestra historia.
Este día llegó por fin.
Desde por la mañana rodeó la colonia un campamento de gente de la ciudad, de coches, de jefes, todo un batallón de periodistas, de fotógrafos, de operadores de cine. En los edificios, banderas y guirnaldas; en todas nuestras plazoletas, flores. Como una larga cadena se extendía con grandes intervalos la formación de los muchachos; en la carretera, había jinetes; en el patio, esperaba la guardia de honor.
Gorki, con una gorra blanca, alto y emocionado, el hombre del rostro de sabio y los ojos de amigo, descendió del auto, miró en torno suyo y, pasándose los dedos trémulos por los poblados bigotes de obrero, sonrió:
- ¡Salud!... ¿Esos son tus muchachos?.. ¿Sí? Bueno, ¡vamos!...
El saludo a la bandera por nuestra banda de música, el susurro de las manos moceriles, sus ardientes miradas, nuestras almas abiertas fueron como un tapiz extendido por nosotros ante el visitante.
Gorki empezó a recorrer las filas...

Índice de Poema pedagógico Capítulo 13
¡Ayudad al niño!
Capítulo 15
Epílogo
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