Índice de Poema pedagógico Capítulo 11
El primer haz
Capítulo 13
¡Ayudad al niño!
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

Capítulo 12

Y la vida siguió

Y de nuevo se sucedieron, uno tras otro, días de trabajo, austeros y alegres, llenos de preocupaciones, de pequeños éxitos y de pequeños reveses, tras los cuales no veíamos con frecuencia los importantes peldaños y los grandes hallazgos que determinaban nuestra vida muy por adelantado. Y lo mismo que antes, en esos días de trabajo y, más aún, en las serenas y tardías veladas vespertinas cristalizaban las ideas, se hacía el balance de los rápidos pensamientos del día, se tanteaban los contornos inapresables y delicados del futuro.
Ahora bien, advenía el futuro, y resultaba que no era, ni mucho menos, tan delicado y que se le podría haber tratado sin tanta ceremonia. Pero no nos apenábamos mucho tiempo pensando en las posibilidades perdidas, aprendíamos algo y vivíamos de nuevo, ya enriquecidos por la experiencia, para cometer nuevos errores y seguir viviendo.
Lo mismo que antes, nos contemplaban ojos severos, se nos reñía y se nos demostraba que no debíamos cometer errores, que debíamos vivir ecuánimemente, que ignorábamos la teoría, que debíamos... en fin, que debíamos por todas partes.

En la colonia montamos rápidamente una verdadera producción. A trancas y barrancas, instalamos un taller de carpintería con buenos tornos: cepilladoras, garlopas, sierras, etc. Nosotros mismos ideamos y construimos una máquina fresadora. Firmábamos contratos, recibíamos anticipos por los encargos y llegamos incluso a la audacia de abrir una cuenta corriente a nuestro nombre en el Banco.
Hacíamos colmenas sistema Dadán. Este trabajo resultó bastante complicado. Requería gran exactitud, pero nosotros nos dábamos maña y comenzamos a producir centenares de colmenas de esa clase. También hacíamos muebles, cajas para proyectiles y no recuerdo qué más. Igualmente montamos un taller metalúrgico, pero en este terreno no alcanzamos éxitos. Aquí sufrimos una catástrofe.

Así transcurrían los meses. Rechazando golpes a diestro y siniestro, adaptándonos, fingiendo, a veces rugiendo y enseñando los dientes, otras veces amenazando con un verdadero aguijón venenoso y frecuentemente tirando de los pantalones de alguna pierna que se nos ponía por medio, continuábamos viviendo y enriqueciéndonos.
También nos enriquecimos en el capítulo de las amistades. Aparte de Dzhurínskaia y de Yúriev, en el propio Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública encontramos a mucha gente de verdadera inteligencia, con un sentimiento natural de justicia y un positivo deseo de meditar acerca de los pormenores de nuestro difícil trabajo. Pero aún teníamos más amigos en la vasta sociedad, en los órganos del Partido y del Soviet regional, en la prensa, en los medios obreros. Sólo gracias a ellos contábamos con oxígeno de sobra para nuestro trabajo.

El trabajo cultural se había desarrollado en profundidad. Nuestra escuela llegaba hasta el sexto grado. En la colonia apareció Vasili Nikoláievich Perski, un hombre extraordinario: Don Quijote ennoblecido por siglos de técnica, de literatura y de arte. También su estatura y su flaqueza de carnes se ajustaban al modelo cervantino, y esta circunstancia ayudó mucho a Perski a atornillar y organizar el funcionamiento del club. Tenía una imaginación y una fantasía extraordinarias, y yo no garantizo que, en su imaginación, el mundo no estuviera poblado por buenos y malos espíritus. Sin embargo, recomiendo a todos que inviten para dirigir el funcionamiento de los clubs sólo a Don Quijotes. Estos hombres saben ver el futuro en cada astilla, saben hacer maravillas con un poco de cartón y una caja de pinturas. A su lado los muchachos aprenden a editar periódicos murales de cuarenta metros de longitud, a distinguir, en el modelo de papel de un avión, el bombardero y el aparato de reconocimiento y a defender hasta la última gota de sangre las ventajas del metal sobre la madera. Tales Don Quijotes comunican a la actividad del club la pasión necesaria, el fuego de la inteligencia y el nacimiento de los creadores. No describiré aquí todas las proezas de Perski. Diré brevemente que este hombre regeneró nuestras veladas, llenándolas de virutas, de cola, de lámparas de alcohol y del chirrido de los serruchos, del ruido de las hélices, de declamaciones a coro y de pantomimas.

Comenzamos a invertir mucho dinero en libros. En el antiguo altar, ya no había sitio para los armarios de libros y en la sala de lectura, para los lectores.
Y, además, teníamos otras cosas.
En primer lugar: ¡una banda de música! En Ucrania y tal vez en toda la Unión Soviética, nuestra colonia fue la primera que organizó esta cosa tan útil. La camarada Zoia perdió sus últimas dudas acerca de mi categoría de ex coronel, pero, en cambio, el Soviet de jefes estaba satisfecho. Cierto, organizar una banda de música en una colonia significa una carga sumamente pesada para el sistema nervioso, porque en el transcurso de cuatro meses no podéis encontrar ni un rincón donde no estén sentados en sillas, mesas y alféizares barítonos, bajos y tenores, exasperando vuestra alma y las almas de todos los que les rodean con unos sonidos indescriptiblemente horribles. Pero el Primero de Mayo entramos en la ciudad a los sones de nuestra propia banda de música. ¡Cuántos sentimientos cálidos, cuántas lágrimas de emoción y cuántos atónitos entusiasmos hubo aquel día entre los intelectuales de Járkov, las viejecitas, los periodistas y los chiquillos de la calle!

La segunda conquista fue el cine. Nos permitió trabajar de veras con el tropel que se formaba en el centro de nuestro patio. Por mucho que llorase el consejo eclesiástico, por mucho que amenazara, comenzábamos puntualmente las sesiones a la hora en que ellos tocaban a vísperas. Este viejo repique no había reunido nunca a tantos creyentes como ahora. Ni con tanta rapidez. Apenas había descendido el campanero del campanario, apenas había entrado el pope por la puerta del patio, cuando ya se había formado a la entrada de nuestro club una cola de doscientas o trescientas personas. Mientras el pope se embutía la estola, el operador de cine embutía la cinta en el aparato; el padre ponía su disco de Bendito reino de los cielos..., el operador de cine ponía el suyo. ¡ Pleno contacto!

Este contacto terminó tristemente para Vera Berezóvskaia. Esta muchacha era una de las educandas, cuyo precio de coste ascendía a mucho en mi producción, precio de coste que nunca había sido imaginado en los esbozos de presupuesto.
Al principio, después de su enfermedad de los riñones, Vera se apaciguó y comenzó a trabajar. Pero bastó que se coloreasen un poquitín sus mejillas, bastó que aumentara un milímetro su tejido adiposo para que comenzase a jugar con todos sus colores, con los hombros, con los ojos, con los andares y la voz. Yo la descubría frecuentemente en los rincones oscuros junto a alguna figura confusa. Veía lo fugitivo e inseguro que se había hecho el brillo plateado de sus ojos, lo repelentemente insincero del tono con que se justificaba:
- Pero, ¿qué dice usted, Antón Semiónovich? Ya no se puede ni hablar.

En la reeducación no hay nada más difícil que las muchachas que han pasado de mano en mano. Por mucho tiempo que un muchacho haya estado en la calle, por complicadas e ilegales que sean las aventuras en que ha participado, por mucho que se resista a nuestra ingerencia pedagógica, en una buena colectividad siempre se conseguirá hacer de él una persona en caso de que tenga intelecto, por pequeño que sea. Esto ocurre así, porque, en realidad, el muchacho en cuestión únicamente se ha retrasado, y siempre se puede medir y completar la distancia que le separa de la norma. En cambio, la muchacha que ha comenzado pronto, casi en la infancia, a vivir la vida sexual, además de retrasarse en lo físico como en lo espiritual, lleva en sí un profundo trauma, sumamente complejo y doloroso. De todas partes se dirigen hacia ella miradas de comprensión, bien medrosamente lascivas, bien descaradas, bien compasivas o llorosas. Todas estas miradas tienen un sólo precio, un sólo nombre: crimen. No permiten a la muchacha olvidar su pena, mantienen en ella un eterno auto convencimiento de su inferioridad. Y, al mismo tiempo que se reduce la personalidad de estas muchachas, en ellas aparece un orgullo estúpido y primitivo. Las demás muchachas son unas ingenuas en comparación con ella, unas chiquillas, mientras que ella es ya una mujer que ha probado lo que para las otras es un misterio, una mujer que posee sobre los hombres un poder especial, que ella conoce y maneja. Con esta complejísima mezcla de dolor y de soberbia, de miseria y de riqueza, de lágrimas nocturnas y de diurnos coqueteos, hace falta un carácter diabólico para trazarse una línea y seguirla, para crear una nueva experiencia, nuevas costumbres, nuevas formas de tacto y de precaución.
Así de difícil resultó para mí Vera Berezóvskaia. Después de nuestro traslado me proporcionó muchos disgustos, y yo sospechaba que en aquel tiempo había añadido muchos nudos y lazos al hilo de su vida. Para hablar con Vera, hacía falta una delicadeza especial. Se ofendía fácilmente, se encaprichaba, procuraba escapar cuanto antes de mí para esconderse en algún lugar, entre el heno, y llorar allí a sus anchas. Pero esta circunstancia no le impedía seguir formando nuevas y nuevas parejas, destrozar las cuales no nos era difícil, porque sus integrantes masculinos tenían un miedo horrible a colocarse en el centro del Soviet de jefes y a responder a la invitación de Lápot: ¡Ponte firme y explica lo que ha pasado!
Vera comprendió, por fin, que los colonos no eran gente adecuada para el flirt y trasladó sus aventuras amorosas a un terreno menos vulnerable. Alrededor suyo empezó a dar vueltas un joven telegrafista de Rizhov, ser granulento y sombrío, profundamente convencido de que la expresión más elevada de la civilización en el globo terrestre eran las franjas amarillas de su uniforme. Vera comenzó a acudir a sus citas en el soto. Los muchachos les encontraban allí, protestaban, pero ya estábamos hartos de andar detrás de Vera. Lo único que podía hacerse, había sido ya hecho por Lápot: en un lugar solitario pescó al telegrafista Silvéstrov y le avisó:
- Estás llevando a Vera por mal camino. Ten cuidado: ¡te obligaremos a casarte!
El telegrafista volvió la almohada granulosa de su rostro:
- Pero, ¿qué es eso de casarme?
- Tú fíjate, Silvéstrov; si no te casas, te retorceremos el gaznate. Tú nos conoces... No podrás esconderte de nosotros ni en tus aparatos, y en cualquier otra ciudad daremos contigo.
Despreciando todo el orden establecido, Vera corría a las citas en cuanto hallaba un minuto libre. Al tropezar conmigo, enrojecía, se arreglaba algo en el peinado y se iba corriendo.
Por fin, le llegó también su hora. Un día, ya tarde, entró en mi despacho, se dejó caer con desenvoltura en una silla, dobló las piernas, enrojeció y bajó los párpados, pero, irguiendo la cabeza, dijo en voz alta con hostilidad:
- Tengo que hablar de un asunto con usted.
- Muy bien -repuse yo con el mismo tono oficial.
- Necesito hacerme un aborto.
- ¿Sí?
- Sí. Y le ruego que escriba una nota al hospital.
Yo callaba, mirándola. Ella bajó la cabeza.
- Bueno... nada más.
Seguí callado todavía otro segundo. Vera trataba de mirarme por debajo de sus párpados caídos, y, por aquellas miradas, yo comprendí que ahora no había en ella ningún rubor: ni en sus miradas, ni en el color de las mejillas, ni en la manera de hablar.
- Darás a luz -dije secamente.
Vera me miró de reojo con coquetería y movió la cabeza:
- No, no daré a luz.
No le respondí nada, cerré los cajones de la mesa y me puse la gorra. Ella se levantó, contemplándome con la misma mirada oblicua de antes, en una postura violenta:
- ¡Vamos! ¡Ya es hora de dormir! -dije.
- ¡Pero... yo necesito la nota! ¡No puedo esperar! ¡Usted debe comprenderlo!...
Salimos a la oscura habitación del Soviet de jefes y nos detuvimos.
- Te lo he dicho seriamente y no pienso cambiar de decisión. ¡Nada de abortos! ¡Tendrás un hijo!
- ¡Ah! -gritó Vera y se escapó dando un portazo.
Tres días más tarde, me salió al encuentro, fuera de la colonia, cuando, ya avanzada la noche, yo volvía de la aldea y echó a andar junto a mí, comenzando una jugada pacífica, en la que se sentía cierta astucia felina.
- Antón Semiónovich, usted no hace más que bromear, y yo no estoy para bromas.
- ¿Qué necesitas?
- ¡Oh! ¡Como si no lo comprendiera!... Necesito una nota... ¿Por qué finge usted que no me entiende?
La cogí del brazo y la llevé hacia un sendero.
- Vamos a hablar.
- ¡Para qué hablar!... ¡ Dios mio!... Deme usted la nota, y nada más.
- Escúchame, Vera -dije-, yo no bromeo ni finjo. La vida es una cosa seria, y jugar con la vida es innecesario y peligroso. En tu vida ha ocurrido algo serio: te has enamorado de un hombre... Pues bien, cásate con él...
- ¿Qué demonios me hace falta a mí su hombre? ¡Como que voy a casarme!... y encima dirá usted: ¡a criar niños! ¡Deme la nota! ¡Yo no estoy enamorada de nadie!
- ¿No estás enamorada? Entonces, ¿te has conducido como una libertina?
- Bueno ¿y qué? ¡Usted, naturalmente, puede decirlo todo!
- Pues, bien, voy a decírtelo todo: no te permitiré ser una libertina. Te has unido a un hombre, ¡ahora serás madre!
- ¡Le digo que me dé la nota! -gritó Vera, ya con lágrimas en los ojos-. ¿Por qué se burla usted de mí?
- No te daré la nota. Y, si continúas insistiendo, plantearé la cuestión en el Soviet de jefes.
- ¡Oh, Dios mío! -exclamó Vera y, dejándose caer sobre un lindero, se puso a llorar. Los sollozos hacían estremecerse dolorosamente sus hombros.
Yo permanecía ante ella sin decir nada. Galatenko se nos acercó desde el sandiar, contempló largo rato a Vera en el lindero y dijo sin apresurarse:
- Y yo que pensaba... ¿quién llorará por aquí? Y resulta que es Vera... Y antes no hacía más que reírse... Y ahora llora...
Vera se calló, se levantó del lindero, se sacudió cuidadosamente el vestido, sollozó por última vez y se fue a la colonia, agitando los brazos y contemplando las estrellas.
Galatenko dijo:
- ¡Vamos a la choza, Antón Semiónovich! ¡Le obsequiaré con una sandía que ya verá! ¡Se llama el zar de las sandías! ¡Hay también muchachos allí!

Transcurrieron dos meses más. Nuestra vida se deslizaba como un tren bien engrasado: en algunos lugares a toda marcha; en los sitios peligrosos, despacito; en las pendientes, poniendo en juego los frenos, y en las cuestas, soplando y resoplando. Y con nuestra vida, se deslizaba también por inercia la vida de Vera Berezóvskaia, pero la muchacha era un pasajero sin billete en nuestro tren.
Ante los colonos no se ocultó su embarazo, y seguramente la propia Vera confió su secreto a las amigas (todos sabemos qué secretos suele haber entre las muchachas). Tuve ocasión de rendir tributo a la nobleza de los colonos, nobleza que, dicho sea de paso, no había puesto jamás en duda. Nadie se burló de Vera, nadie la persiguió. Para los muchachos, el embarazo y el nacimiento de un hijo no eran ni una vergüenza ni una desgracia. Ningún colono pronunció una palabra ofensiva para Vera, ni le lanzó una mirada de desdén. Pero acerca de Silvéstrov, el telegrafista, se hablaba de un modo especial. Por lo visto, esta cuestión había sido bien ventilada en los dormitorios y en los salones, en el destacamento mixto, en el club, en el campo, en el taller, porque un día Lápot me sugirió este tema como algo ya completamente decidido:
- Hoy hablaremos en el Soviet con Silvéstrov. ¿No tiene usted nada en contra?
- Yo no tengo nada en contra, pero tal vez lo tenga Silvéstrov.
- Le traerán. ¡Que no finja ser komsomol!
Por la noche, Zhorka y Vólojov trajeron a Silvéstrov, y, a pesar de todo el dramatismo de la cuestión, yo no pude reprimir una sonrisa cuando le colocaron en el centro y Lápot atornilló la última tuerca:
- ¡Firme!
Silvéstrov temía al Soviet de jefes como a la muerte.
No sólo se colocó en el centro y se cuadró: además, estaba dispuesto a realizar las proezas que fuesen necesarias y a descifrar toda suerte de adivinanzas con tal de salir sano y salvo de esta horrible institución. Pero inesperadamente las cosas tomaron tal giro, que fue el propio Soviet quien se vio obligado a descifrar adivinanzas, porque Silvéstrov balbuceó en el centro de la habitación:
- Camaradas colonos, ¿es que yo he ultrajado a Vera... o es que soy un sinvergüenza?... Vosotros habláis de boda. Yo estoy dispuesto, con mucho gusto me casaría, pero ¿qué puedo hacer si ella no quiere?
- ¿Cómo que no quiere? -gritó Lápot, dando un salto-. ¿Quién te lo ha dicho?
- Pues ella misma... Vera.
- A ver, ¡que venga al Soviet! ¡Zoreñ!
- ¡A la orden!
Zoreñ se lanzó ruidosamente por la puerta, y dos minutos después irrumpió de nuevo en el despacho e hizo una señal a Lápot, indicando con su oreja derecha la remota región en que Vera se hallaba en aquel momento.
- ¡No quiere! ¿Comprendes? Yo le digo... y ella me contesta: ¡vete a paseo!
Lápot giró su mirada por el Soviet y se detuvo en Fedorenko. Fedorenko se levantó dignamente de su sitio, alzó la mano con un ademán amistoso y negligente, pronunció en voz baja, aunque sonora, a la orden y se dirigió a la puerta. Por debajo de su brazo, se deslizó Zoreñ y se lanzó escaleras abajo con un terrible estrépito. Silvéstrov palidecía y retenía el aliento en el centro de la habitación, observando cómo delante de él los colonos arrancaban la piel al ángel caído del amor.
Yo corrí tras Fedorenko y le detuve en el patio:
- Vuelve al Soviet; yo hablaré con Vera.
Fedorenko me cedió silenciosamente el paso.
Vera, sentada en su cama, esperaba pacientemente el tormento y los castigos, jugando con unos grandes botones blancos. Zoreñ, de pie ante ella, parecía un verdadero perro de caza y repetía con su voz aguda de discante:
- ¡Ve, ve!... ¡Si no, Fedorenko!... ¡Ve!... Vale más que vayas -y, bajando la voz, susurró-: ¡Ve! Si no, Fedorenko... te llevará en brazos.
Zoreñ me vio y desapareció. En el sitio donde había estado quedó sólo una pequeña espiral azulada de aire.
Yo me senté en la cama de Vera e hice una señal a las dos o tres muchachas que estaban en la habitación para que salieran.
- ¿No quieres casarte con Silvéstrov?
- No.
- Pues no te cases. Tienes razón.
Sin dejar de jugar con los botones, Vera dijo para ellos más que para mí:
- ¡Todos quieren casarme! ¿Y si yo no quiero?... ¡Que me hagan el aborto!
- ¡No!
- Pues yo insisto: ¡que me lo hagan! Yo sé que, si quiero, usted no tiene derecho a impedirlo.
- Ya es tarde.
- ¡No importa que sea tarde!
- Ya es tarde. Ningún médico puede hacerlo.
- ¡Puede! ¡Lo sé! Sólo que esto se llama cesárea.
- ¿Tú sabes lo que es eso?
- Sí. Me harán una operación y nada más.
- Eso es muy peligroso. Puedes morirte.
- ¡No me importa! Vale más morir que tener un niño. ¡No quiero!
Puse la mano sobre sus botones. Ella trasladó su mirada a la almohada.
- ¿Sabes, Vera? También los médicos están sometidos a la ley. La cesárea puede hacerse sólo en caso de que la madre no pueda dar a luz.
- ¡Tampoco yo puedo!
- Tú puedes. ¡Y tendrás un niño!
Apartó mi mano, se levantó de la cama y lanzó con fuerza los botones sobre el lecho.
- ¡No puedo! ¡Y no daré a luz! ¡Sépanlo ustedes! ¡Es igual, me ahorcaré o me ahogaré, pero no daré a luz!
Se echó llorando sobre la cama.
Zoreñ entró corriendo en el dormitorio.
- Antón Semiónovich, Lápot pregunta si tenemos que esperar a Vera. ¿Y qué hacemos con Silvéstrov?
- Diles que Vera no se casará con él.
- ¿Y Silvéstrov?
- ¿Silvéstrov? ¡Echadle!
Zoreñ agitó fulminantemente su invisible rabito y voló silbando por la puerta.

¿Qué podía hacer? ¡Cuántas decenas de siglos llevaba la gente viviendo sobre la tierra, y siempre había habido desorden en las cuestiones del amor! Romeo y Julieta, Otelo y Desdémona, Oneguin y Tatiana, Vera y Silvéstrov... ¿Cuándo terminaría todo esto? ¿Cuándo, por fin, se colocaría en el corazón de los enamorados manómetros, amperímetros, voltímetros y extintores automáticos y rápidos de incendios? ¿Cuándo se podría, por fin, descansar de la preocupación: se ahorcará o no se ahorcará?
Salí irritado. En el Soviet habían despedido ya al novio. Pedí a las muchachas-jefes que se quedaran: quería hablar con ellas acerca de Vera. Olia Lanova, una muchacha gruesa y sonrosada, me dijo después de escucharme con afable atención:
- Tiene usted razón. Si le hubieran hecho eso, se habría echado a perder del todo.
Natasha Petrenko, que observaba a Olia con una mirada tranquila e inteligente, permanecía en silencio.
- Natasha, ¿tú qué piensas?
- Antón Semiónovich -repuso Natasha-, si una persona quiere ahorcarse, no se puede hacer nada. Ni vigilándola podremos impedirlo. Las niñas dicen: la vigilaremos. Claro que la vigilaremos, pero será inútil.
Nos separamos. Las muchachas se fueron a dormir y yo a meditar y a esperar una llamada a la ventana. En esta provechosa ocupación pasé varias noches. A veces, la noche empezaba con una visita de Vera, que acudía a verme sin peinar, llorosa y desesperada, se sentaba frente a mí y me decía las cosas más absurdas e indignantes acerca de su vida fracasada, de mi crueldad, de diferentes casos en que la cesárea había sido practicada felizmente.
Yo utilizaba la oportunidad para ínculcar a Vera algunos principios de la necesaria filosofía de la vida, principios de los que ella carecía en grado sumo.
- Tú sufres -le decía yo-, porque eres excesivamente ansiosa. Necesitas placeres, diversiones, alegrías. Crees que la vida es una fiesta gratuita y que tú has llegado a ella para que todos te agasajen, bailen contigo y satisfagan tus gustos y caprichos.
- A juicio de usted, ¿siempre hay que sufrir?
- A mi juicio, la vida no es una fiesta continua. Las fiestas son poco frecuentes. Lo más frecuente es el trabajo, todas las diversas preocupaciones que tiene el hombre, sus deberes. Así viven todos los trabajadores. Y en esta vida hay más alegría y más sentido que en tu fiesta. Antes es cuando había gente que no trabajaba y pasaba la vida de fiesta y buscaba toda clase de placeres. Pero tú sabes que nosotros hemos echado a esa gente.
- Entonces -lloriquea Vera-, según usted, el que trabaja debe sufrir siempre.
- ¿Por qué sufrir? El trabajo y la vida laboriosa son también alegría, Tú, por ejemplo, darás a luz un hijo, le querrás, tendrás una familia y cuidarás a tu hijo. Tú trabajarás, lo mismo que todos, y a veces descansarás: en esto radica la vida. Y cuando tu hijo sea mayor, me agradecerás muchas veces que no te haya permitido aniquilarle.

Lentamente, muy lentamente comenzó Vera a escuchar mis palabras y a pensar en su futuro sin miedo ni aversión. Yo movilicé todas las fuerzas femeninas de la colonia, y así fue rodeada Vera de una atención especial y de un análisis todavía más especial de la vida. El Soviet de jefes concedió a Vera una habitación para ella sola. Kudlati presidió una comisíón de tres personas, que se encargó de trasladar a la habitación los muebles, la vajilla, todo el ajuar doméstico. Hasta los pequeños comenzaron a manifestar interés por todo ese ajetreo, pero ellos, naturalmente, no pudieron desprenderse de su habitual frivolidad y de su falta de seriedad respecto a las cuestiones de la vida. Sólo por eso un día descubrí a Sínenki con un gorrito infantil recién hecho.
- ¿Qué es eso? ¿Por qué te has puesto ese gorro?
Sínenki se quitó el gorrito de la cabeza y suspiró profundamente.
- ¿Dónde lo has cogído?
- Es un gorrito... del niño de Vera... lo han hecho las muchachas...
- ¡Un gorrito!... ¿Y por qué lo tienes tú?
- Es que pasaba por ahí...
- ¿Y qué?
- Pues eso: que pasaba y lo vi...
- ¿Por dónde pasabas? ... ¿Por el taller de costura?
Sínenki comprendió que las palabras son superfluas y por eso asintió en silencio, mirando a un lado.
- Las muchachas lo han cosido para que sirva de provecho, y tú lo romperás, lo mancharás, lo tirarás... ¿Está bien eso?
No, esta acusación fue superior a las débiles fuerzas de Sínenki:
- No, Antón Semiónovich, usted escúcheme... Yo lo cogí, y Natasha me dijo:
Hay que ver qué malo te has vuelto. Y yo le contesté: Se lo llevaré a Vera. Y ella me respondió: Bueno, llévaselo. Fui corriendo a donde Vera, pero Vera había ido a la enfermería. Y usted dice que voy a romperlo...

Transcurrió un mes más, y Vera se reconcilió con nosotros y, arrebatada por la misma pasión con que antes me había exigido la cesárea, se lanzó ahora al torbellino de las preocupaciones maternales. En la colonia apareció de nuevo Silvéstrov, y hasta Galatenko se encogía de hombros en un ademán de asombro extraordinario: No hay quien comprenda nada: ahora parece que piensan casarse.

Nuestra vida siguió su curso. Aumentó la animación en nuestro tren, y ahora corría hacia adelante, cubriendo de un humo oloroso y alegre los amplios campos de la jubilosa vida. Los hombres soviéticos contemplaban nuestra vida y se alegraban. Los domingos teníamos invitados: estudiantes de los institutos, excursiones obreras, pedagogos, colaboradores de los periódicos y de las revistas. En las páginas de los periódicos y de las revistas quincenales se publicaban relatos sencillos y cordiales acerca de nosotros, retratos de los muchachos, fotografías de la porqueriza y del taller de carpintería. Los visitantes abandonaban la colonia un poco emocionados por nuestro modesto brillo, estrechaban las manos de sus nuevos amigos y, cuando les invitábamos a volver otro día, contestaban con el saludo y decían a la orden.
Eran más y más frecuentes las visitas de extranjeros. Gentlemen bien vestidos contemplaban, entornando cortésmente los ojos, nuestras primitivas riquezas, las viejas bóvedas del monasterio y los monos de algodón de los muchachos. Tampoco podíamos admirarles con nuestro establo. Pero los vivos rostros de los muchachos, el sordo zumbido del trabajo y los relámpagos de las miradas levemente irónicas a las medias escocesas y a las cazadoras, a los rostros lustrosos y a los diminutos blocks de notas, asombraban a los visitantes.
Los extranjeros importunaban a los intérpretes con preguntas malintencionadas, y por nada del mundo querían creer que nosotros mismos habíamos demolido la muralla del monasterio, aunque esta muralla ya no existía. Me pedían autorización para hablar con los muchachos y yo la concedía, pero exigiendo categóricamente que no hicieran ninguna pregunta relativa al pasado de los colonos. Entonces, ellos se ponían en guardia y comenzaban a discutir. El intérprete, un poco confuso, me decía:
- Preguntan por qué oculta usted el pasado de los educandos. Si ha sido malo, tanto más honor para usted.
Y, ya con absoluta satisfacción, el intérprete traducía mi respuesta:
- No necesitamos semejante honor. Yo exijo la delicadeza más elemental. Nosotros no nos interesamos por el pasado de nuestros visitantes.
Los visitantes florecían en sonrisas y asentían amistosamente:
- ¡Yes, yes!
Luego se iban en sus lujosos automóviles y nosotros seguíamos viviendo.

En otoño nos abandonó un nuevo grupo de rabfakianos. Durante el invierno, volvimos a levantar pacientemente en las aulas, ladrillo tras ladrillo, los arcos austeros de la cultura escolar.
¡Y, de nuevo, la primavera! Y, además, temprana. En tres días todo está terminado. En un sendero recto y firme termina pacíficamente sus días una corteza fina y sucia de hielo. Alguien pasa por la carretera, y un cubo vacío tintinea alegremente en un carro. El cielo es puro, azul, engalanado. Una bandera purpúrea chasca al ondular bajo el tibio viento primaveral. La puerta principal del club está abierta de par en par. En el desacostumbrado frescor del vestíbulo hay una pulcritud especial, y sobre el piso ha sido extendida cuidadosamente una estera después de la limpieza.
En el invernadero hace ya tiempo que bulle el trabajo. De día, las esteras de paja están amontonadas en un rincón, y los techos de cristal, levantados. Alrededor de los invernaderos hay muchachas y muchachos armados de unos palitos puntiagudos. Están picando almáciga y charlan sin cesar de unas cosas y otras. Zhenia Zhurbiná, una personilla de la edición de 1924, vaga libremente por la tierra, contemplando las enormes fosas de los invernaderos -es la primera vez que hace tal cosa en la vida-, y mira con temor hacia la cochera, porque allí vive el Molodiets, y también balbucea hablando de las cuestiones que le interesan:
- ¿Y quién va a arar? Los muchachos, ¿sí? ¿Y el
Molodiets también? Con los muchachos, ¿sí? ¿ Y cómo se hace?

Los aldeanos celebraron la Pascua. Anduvieron toda la noche por el patio, yendo y viniendo con hatillos y velas. Durante la noche entera estuvieron repicando en el campanario. Se dispersaron al despuntar el día, comieron a sus anchas, olvidándose ya de la vigilia, y empezaron a rondar borrachos por la aldea y en torno a la colonia. Pero no dejaron de repicar. Subían por turno al campanario y soltaban a vuelo las campanas. Finalmente, el jefe de guardia subió también al campanario y obligó a volver a la aldea a todo un puñado de músicos. Con sus chaquetas de los días de fiesta acudieron los miembros del consejo eclesiástico, sus hijos y sus hermanos. Accionaban mucho, más audaces que nunca, y aullaban:
- ¡No tienen ustedes derecho! ¡El Poder soviético permite que se celebre la santa fiesta! ¡Que abran el campanario! ¡Es la fiesta de las fiestas! ¡Quién puede prohibir que se toquen las campanas?
- Si aunque no toquen las campanas, tú ya estás borracho -dice Lápot.
- ¿A ti qué te importa si estoy borracho? ¿Por qué no se puede repicar?
- Padrecito -le contesta Kudlati-, la verdad es que estamos hartos, ¿comprendes? ¿A qué viene esta fiesta? ¿Que ha resucitado Cristo? ¿Y tú qué tienes que ver con eso? En Podvorki no ha resucitado nadie, ¿verdad? ¡No! Pues, entonces, a qué os metéis en lo que no os importa?
Los miembros del consejo eclesiástico se tambalean, levantan los brazos y gritan:
- ¡No importa! ¡Hay que repicar! ¡Y nada más!
Los muchachos, entre risas, forman una cadena y barren fuera del recinto a esta espuma pascual. Kósir contempla desde lejos la escena y se acaricia la barbeja con aire reprobatorio:
- ¡A lo que llega la gente! Si quieres celebrar la fiesta, celébrala sin ruido. Pero, ¡quia! Van, vienen, insultan. ¡Dios les perdone!
Por la noche entraron en juego los cuchillos en la aldea. Los vecinos de Podvorki empezaron a gritar, a desenterrar viejos conflictos, y fueron traídos a nuestra enfermería racimos enteros de acuchillados y apaleados. De la ciudad llegó a galope un destacamento de milicianos a caballo. Al pie de la terracilla de la enfermería se habían congregado los parientes de las víctimas, los testigos y los amigos, siempre los mismos miembros del consejo eclesiástico, sus hijos y sus hermanos. Los colonos les rodeaban y preguntaban con sonrisas irónicas:
- Papaíto, ¿no hay que repicar?

Después de Pascua llegaron a nosotros rumores de que, al otro lado de Járkov, la GPU estaba construyendo una colonia infantil, aunque no dependiente del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, sino de la GPU. Los muchachos señalaron esta noticia como el indicio de una nueva época:
- Están construyendo una casa nueva, ¿comprendéis? ¡Una casa completamente nueva!
A mediados de verano se detuvo en el patio de la colonia un automóvil, y un hombre con distintivos de color frambuesa en el uniforme me invitó:
- Si dispone usted de tiempo, tenga la bondad de acompañarme. Estamos terminando la construcción de una casa para la comuna Dzerzhinski. Convendría que usted la viera... desde el punto de vista pedagógico.
Nos pusimos en camino.
Yo me quedé estupefacto. ¿Cómo? ¿Para los niños desamparados? ¡Un palacio espacioso y lleno de sol? ¿Piso encerado y techos con molduras?
No había estado soñando en balde por espacio de siete años. No en vano había visto entre sueños los futuros palacios de la pedagogía. Con un amargo sentimiento de envidia y de dolor expuse ante el chequista el punto de vista pedagógico. Lo aceptó confiadamente como el fruto de mi experiencia pedagógica y me dio las gracias.
Regresé a la colonia corroído por la envidia. ¿A quién le tocaría ahora trabajar en aquel palacio? No era difícil construir un palacio; había cosas más difíciles. Pero mi tristeza duró poco tiempo. ¿Acaso mi colectividad no era mejor que cualquier palacio?

En septiembre Vera dio a luz un niño. La camarada Zoia se presentó en la colonia, cerró la puerta y la emprendió conmigo.
- ¿Las muchachas de su colonia dan a luz?
- ¿Por qué en plural? ¿Y por qué se ha asustado usted tanto?
- ¿Cómo que
por qué me he asustado tanto? ¡Muchachas que dan a luz niños!
- ¡Naturalmente, niños!... ¿Qué otra cosa pueden dar a luz?
- ¡No bromee, camarada!
- ¡Pero si no bromeo!
- Inmediatamente hay que levantar acta.
- En el Registro Civil se han levantado ya las actas oportunas.
- Eso en el Registro Civil, pero nosotros, no.
- Nadie le ha autorizado a usted para levantar actas de nacimiento.
- De nacimiento, no... ¡de algo peor!
- ¿Peor que de nacimiento? Me parece que no puede haber nada peor... Schopenhauer o no sé qué otro decía que...
- ¡Camarada, abandone usted ese tono!
- ¡No lo abandonaré!
- ¿No lo abandonará? ¿Qué significa eso?
- ¿Quiere usted que se lo diga en serio? Esto significa que estoy harto, ¿comprende?, harto... ¡Márchese, aquí no levantará usted actas de ninguna clase!
- ¡Está bien!
- ¡Buen viaje!

Se fue, y de su está bien no resultó nada. Vera reveló excepcionales cualidades de madre, solícita, cariñosa e inteligente. ¿Qué más podía querer yo? Vera obtuvo trabajo en nuestra contaduría.
Hacía ya tiempo que se había recolectado y molido la cosecha, guardado lo necesario, llenado de materiales los talleres y admitido a nuevos muchachos.
Muy pronto cayó la primera nevada. El día antes aún hacía calor, y por la noche giraron sobre Kuriazh, silenciosos y suaves, los primeros copos de nieve. Zhenia Zhurbiná salió por la mañana temprano a la terracilla, fijó los ojitos, muy abiertos, en la blanca superficie del patio, y se quedó pasmada:
- ¿Quién le ha echado sal a la tierra?.. ¡Mamá!...
- ¡Han sido seguramente los muchachos!

Índice de Poema pedagógico Capítulo 11
El primer haz
Capítulo 13
¡Ayudad al niño!
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