Índice de Poema pedagógico Capítulo 10
Al pie del Olimpo
Capítulo 12
Y la vida siguió
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

Capítulo 11

El primer Haz

Los ultimos días de mayo nos trajeron por turno distintos regalos: nuevas plazoletas, nuevas puertas y ventanas, nuevos aromas en el patio y nuevas construcciones. Ya se desechaban fácilmente los últimos ataques de pereza. La fiesta de nuestra victoria brillaba cada día con más intensidad en el futuro. De las entrañas del monte en que se hallaba enclavado el antiguo monasterio, de las profundidades de las innumerables celdas emergía a la superficie el último tufo del pasado, y el obsequioso viento veraniego se lo llevaba rápidamente consigo a lejanas e ignotas regiones, a cualquier vertedero de la historia.
El viento podía ahora trabajar más fácilmente; los picos tenaces de los destacamentos mixtos habían enviado al cuerno en dos semanas de trabajo la secular muralla de una toesa de espesor. El Korshun, la Mary y los caballos de Kuriazh, que habían mejorado de aspecto y a los que el Soviet de jefes había dado nombres decentes -Vasilok, Monaj, Orlik-, llevaban a los lugares correspondientes lo que se iba sacando de la muralla: los ladrillos grandes y enteros, para la construcción de la porqueriza; los más pequeños, para los senderos y zanjas. Otros destacamentos mixtos, armados de palas, de carretillas, de parihuelas, extendían, desbrozaban y apisonaban las plazoletas extremas de nuestra montaña, trazaban el camino de descenso hacia el valle, construían escalinatas. La brigada de Borovói había armado ya una docena de bancos para colocarlos en las plazoletas y en los recodos de los caminos. Nuestro patio se hizo amplio y claro, había más cielo, y el follaje y las amplias lejanías del horizonte formaban en torno a nosotros un espacioso marco.
Y tanto en el patio como alrededor de la montaña habíamos acabado hacía ya tiempo con los restos de los millones destinados a la educación socialista, y nuestro jardinero Miziak, un hombre silencioso y taciturno, como suelen ser los hombres feos casados con mujeres guapas, trazaba ya con los muchachos regueros y caminos y formaban cuidadosos montones con los ladrillos gastados que revestían las aceras del monasterio.
En el extremo septentrional del patio se asentaban los cimientos de la porqueriza. Prometía ser muy sólida, con buenas jaulas. Shere no recordaba ya a la víctima de un siniestro. Ahora también él se sentía poseído por el entusiasmo de Arquímedes: todos los días iban al trabajo más de treinta destacamentos mixtos; en nuestras manos sentíamos una enorme fuerza. Y yo tuve ocasión de ver las terribles reservas de apetito de trabajo acumuladas en Shere. Había adelgazado todavía más de codicia: había mucho trabajo, mucha mano de obra; tan sólo en él mismo las fuerzas del organizador tenían un límite. Eduard Nikoláievich disminuyó las horas de sueño, pareció alargar las piernas, borró de su horario del día distintos excesos como desayunos, comidas y cenas, pero, a pesar de ello, no podía hacerlo todo.
En nuestras cien hectáreas Shere quería recorrer en mes y medio el mismo camino que en la vieja colonia habíamos recorrido en seis años. Empleaba grandes destacamentos mixtos en escardar el campo, en arrancar hasta la hierba más insignificante, volvía a arar sin el menor estremecimiento los sectores desafortunados y sembraba en ellos no sé qué cultivos tardíos especiales. El campo se llenó de linderos rectos como rayos, limpios de malas hierbas y adornados, igual que antes, con las tarjetas de visita de Reyes de Andalucía y Princesas de diversas clases. En el sector central, junto al propio camino, Shere plantó sandías, compadeciéndose de mis perspectivas pedagógicas. El Soviet de jefes señaló esta iniciativa como algo muy útil, y Lápot se puso inmediatamente a calcular sus diversos recursos de inválidos meritorios, para formar con ellos un destacamento especial destinado a los sandiares.
A pesar del gran trabajo que nos encomendaba Shere, conseguimos formar con nuestras propias fuerzas un destacamento mixto para la limpieza del estanque. Karabánov fue nombrado jefe de este destacamento. Cuarenta muchachos, con las caderas ceñidas por los calzones más inservibles que pudo encontrar Denís Kudlati, comenzaron a vaciar el estanque. En el fondo del estanque aparecieron muchas cosas interesantes: fusiles, retacos, revólveres. Karabánov decía:
- Si buscamos bien, hasta pantalones encontraremos. Yo creo que también tiraron aquí los pantalones para poder correr mejor...
No fue difícil sacar las armas del cieno, pero sacar el cieno resultó mucho más difícil. El estanque era bastante grande, y si sacábamos el cieno con cubos y parihuelas, ¿cuándo se acabaría el trabajo? Entonces se proporcionó a los muchachos cuatro caballos, a los que engancharon unas paletas de invención especial y el espesor del cieno comenzó a disminuir visiblemente.
El segundo destacamento mixto especial de Karabánov tenía durante el trabajo un aspecto verdaderamente bello. Manchados de barro hasta la misma coronilla, los muchachos parecían negros. Era difícil reconocerles por la cara y daban la impresión de haber llegado de un extraño país. Ya al tercer día pudimos admirar un espectáculo, absolutamente inconcebible en nuestras latitudes: los muchachos marcharon a trabajar, ornando sus caderas con unas graciosas falditas hechas de hojas de acacia, roble y otras plantas tropicales. En sus cuellos, en sus brazos, en sus piernas aparecieron los correspondientes adornos de alambre y de hoja de lafa. Muchos se las ingeniaron para colocarse en la nariz palitos atravesados y colgarse de las orejas pendientes hechos con clavos, tornillos y tuercas.
Los negros, claro está, no conocían el ruso ni el ucraniano y se explicaban exclusivamente en un dialecto indígena desconocido por los colonos, y que se distinguía por sus sonidos guturales, desusados para el oído europeo. Nosotros nos quedamos muy sorprendidos al ver que los miembros del segundo destacamento mixto especial, además de comprenderse mutuamente, se distinguían por una extraordinaria locuacidad. Sobre la enorme cavidad del estanque reinó todo el día una batahola insoportable. Hundidos en el cieno hasta la cintura, los negros enganchaban a Strekozá o al Korshun a la desgarbada construcción de madera hundida en el fango y gritaban con todas sus fuerzas.
Negro y brillante como todos, Karabánov, que ha hecho con su cabellera un tufo de una fealdad atroz, obliga a girar sus enormes ojos blancos y muestra sus terribles dientes:
- ¡Bumba, bumba!
Decenas de ojos iguales de salvajes y de blancos se fijan en el lugar que señala el brazo exótico de Karabánov, todo adornado de brazaletes. Los muchachos mueven la cabeza y aguardan. Karabánov vocifera:
- ¡Pjejum, pjejum!
Los salvajes se precipitan hacia las tablas y, en un espeso y desenfrenado grupo, gritando y jadeando, ayudan a Strekozá a sacar a la orilla toda una tonelada de fango pesado y espeso.
Esta batahola etnográfica se anima particularmente al atardecer, cuando en la vertiente de nuestra montaña se instala toda la colonia y los muchachos aguardan, entusiasmados, el dulce momento en que Karabánov aulle: ¡A cortar los cuellos!, y los negros, con un rictus feroz en el rostro, se lancen, sanguinarios, sobre los blancos. Horrorizados, los blancos corren rápidamente al patio de la colonia. De las puertas y ventanas asoman sus rostros pálidos de susto. Pero los negros no persiguen a los blancos, y, en general, la cosa no llega al canibalismo, porque, aunque los salvajes desconocen el idioma ruso, comprenden perfectamente, de todas formas, lo que significa el arresto doméstico por haber ensuciado las viviendas.
Sólo un feliz azar permitió una vez a los salvajes gallear ante la población blanca en los alrededores de Járkov.
Un atardecer, después de un día seco y caluroso, llegó del Occidente un nubarrón de tormenta. Absorbiendo todo a su paso, la nube cubrió el cielo, rugió y se desencadenó sobre nuestra montaña. El segundo destacamento mixto especial acogió entusiásticamente la nube, y el fondo del estanque vibró de gritos jubilosos. Con todas sus baterías, la nube descargó sobre Kuriazh terribles explosiones de miles de toneladas, y de pronto, sin poder sostenerse en el vacilante columpio del cielo, se abalanzó sobre nosotros, mezclando en un humeante torbellino las franjas de lluvia torrencial, los truenos, los relámpagos y una violenta cólera. El segundo destacamento mixto especial respondió con desgarradores alaridos y se puso a danzar desenfrenadamente en el mismo centro del caos.
Pero en aquel agradable momento Sínenki, severo y preocupado, salió al borde de la montaña bajo la red de lluvia y tocó alarma: una señal prolongada y trepidante. Los salvajes interrumpieron sus danzas y recordaron el idioma ruso:
- ¿Por qué tocas? ¿ Eh? ¿En nuestra casa?... ¿Dónde?
Sínenki señaló con su corneta hacia Podvorki, a donde ya corrían los colonos, contorneando el estanque. A unos cien metros de la orilla ardía una jata. como una gran hoguera, y a su lado se arrastraban solemnemente los elementos de una procesión. Los cuarenta negros, con su jefe a la cabeza, lanzáronse hacia la jata. Docena y media de mujerucas y de abuelos asustados formaban en aquel momento una barrera de íconos contra los colonos que habían llegado antes, y un abuelo barbudo gritaba:
- ¿A vosotros qué os importa? ¡El Señor la ha incendiado, el Señor la apagará!...
Pero, al volver la cabeza, tanto el barbudo como los demás creyentes se convencieron no sólo de que el Señor no manifestaba el menor interés por apagar el incendio, sino, incluso, de que con la connivencia divina la fuerza impura participaba decididamente en la catástrofe: hacia ellos se precipitaba, entre gritos salvajes, una multitud de negros, moviendo sus caderas felpudas y haciendo sonar sus adornos de hierro. Sus rostros negros, deformados por los palos de las narices y coronados por espantosos tufos, no dejaban ningún lugar a dudas: estos seres no podían abrigar, naturalmente, otro designio que apoderarse de toda la procesión y llevársela al mismo infierno. Los abuelos y las mujerucas lanzaron penetrantes gritos y se dispersaron en distintas direcciones, apretando los íconos bajo el brazo. Los muchachos se lanzaron hacia la cochera y el establo, pero era tarde: los animales habían perecido. Semión, furioso, agarró el primer palo que halló al alcance de la mano, rompió una ventana y se metió en la jata. Un minuto más tarde, en la ventana apareció, de repente, una barbuda cabeza gris, y Semión gritó desde la casa:
- ¡Coged al abuelo, así se...!
Los muchachos cogieron al abuelo, y Semión saltó por otra ventana y empezó a revolcarse por el patio verde y húmedo para refrescar sus quemaduras. Un negro corrió a la colonia en busca del cabriolet.
La nube se había alejado hacia el Este, desplegando por el cielo una cola larga y negra. De la colonia llegó a galope Antón Brátchenko, montado en el Molodiets:
- Ahora mismo vendrá el cabriolet... ¿Dónde están los mujiks? ¿Qué hacen aquí solos los muchachos?
Instalamos al abuelo en el cabriolet y echamos a andar detrás hacia la colonia. Desde las empalizadas y las puertas nos contemplaban unos rostros inmóviles, que con sus solas miradas nos condenaban al anatema.
La aldea observaba una actitud fría hacia nosotros, aunque había llegado a nuestros oídos el rumor de que los habitantes de la aldea aprobaban la disciplina implantada en la colonia.

Los sábados y los domingos nuestro patio se llenaba de creyentes. Como regla general, sólo los viejos entraban en la iglesia. Los jóvenes preferían pasear en torno al templo. A estas formas de trato -no se sabe si con nosotros o con los dioses- también pusieron fin los destacamentos mixtos de vigilancia. Durante los oficios se destacaba a una patrulla, que se ponía unos brazaletes azules y presentaba a los creyentes la siguiente alternativa:
- Esto no es un paseo público. O entráis en la iglesia u os largáis del patio. Aquí no nos hacen ninguna falta vuestros prejuicios.
La mayoría de los creyentes prefería largarse. Hasta cierto momento, no emprendimos la ofensiva contra la religión. Por el contrario, se esbozaba cierto contacto entre la concepción idealista y la materialista.
El consejo eclesiástico acudía algunas veces a verme para resolver pequeñas cuestiones de vecindad. Una vez no pude contenerme y les expuse algunos de mis sentimientos:
- ¿Saben ustedes lo que les digo, abuelos? Que debían ustedes trasladarse a la iglesia que está encima de esa... fuente milagrosa. ¿Qué les parece? Ahora ya está limpia toda aquella parte. Allí se encontrarán muy bien...
- Ciudadano jefe -dijo el responsable del consejo-, ¿cómo vamos a trasladarnos cuando aquello no es una iglesia, sino una capílla? Allí no hay ni altar... ¿Acaso les estorbamos?
- Yo necesito el patio. No tenemos donde movernos. Además, fíjense: nosotros lo tenemos todo pintado, encalado en orden, mientras que su catedral está ahí, desconchada y sucia... Trasládense ustedes, yo desmonto esa catedral en un abrir y cerrar de ojos, y, dentro de dos semanas, habrá en su lugar un jardín lleno de flores.
Los barbudos sonríen no sé si porque les parece bien mi plan...
- No hay que desmontarla -dice el responsable-. ¿Cómo se construye luego? ¡Ja, ja! La construyeron hace trescientos años, gastaron en ello mucho dinero y mucho esfuerzo, y usted ahora dice: la desmonto. Eso es porque a usted le parece que la fe muere. Pero ya verá usted cómo la fe no muere... La gente sabe...
El responsable se arrellana en su butaca apostólica y hasta resuena su voz como en los primeros siglos del cristianismo. Pero otro abuelo detiene al responsable:
- ¿Por qué dice usted esas cosas, Iván Akímovich? El ciudadano director cuida de sus asuntos y, como Poder soviético, puede decirse que no tiene ninguna necesidad del templo. Pero lo que hay abajo es una capilla. Una capilla, sí. Y, para colmo, el lugar está profanado, si hemos de hablar claramente...
- Pues ustedes salpíquenlo de agua bendita -aconseja Lápot.
El viejo, turbado, se rasca la barba:
- El agua bendita, hijo mío, no sirve en todas partes.
- ¿Cómo que no?
- No, hijo mío. Por ejemplo, si se te rocía de agua bendita, no servirá de nada, ¿verdad?
- Es muy posible que no -pone en duda Lápot.
- ¿Ves tú? No serviría. Las cosas hay que hacerlas con entendimiento.
- ¿Los popes las hacen con entendimiento?
- ¿Nuestros sacerdotes? Claro que entienden. Entienden, hijo mío.
- Ellos entienden lo que les hace falta -dice Lápot-. Pero usted no entiende. Ayer ha habido un fuego... De no haber sido por nuestros muchachos, se hubiera abrasado un viejo. Hubiera ardido sin remedio.
- Así lo querría el Señor. Quizá fuera la voluntad de Dios Nuestro Señor que ardiera ese viejo.
- Pues nuestros muchachos se metieron por medio y lo impidieron...
El viejo carraspea:
- Muy joven eres tú, hijo mío, para hablar de estas cosas.
- ¿De verdad?
- En cuanto a lo de allá abajo, es una capilla. Una capilla, sí, y no tiene altar.

Los abuelos se marcharon después de despedirse humildemente, y al otro día pendían ya de los muros del templo unas cuerdas en las que se sujetaban albañiles con cubos. Ya fuera porque habían sentido vergüenza de los muros desconchados del templo, ya fuera porque querían demostrar la vitalidad de la fe, el caso es que el consejo eclesiástico asignó cuatrocientos rublos para el encalado de la catedral. Se había establecido el contacto.
Hasta cierto tiempo, la actitud de los colonos respecto al templo fue más bien de curiosidad que de animadversión. Un día los pequeños me rogaron:
- ¿Podemos ver lo que hacen en el templo?
- ¿Por qué no?
Zhorka previno a los pequeños:
- Pero cuidado con hacer granujadas. Nosotros luchamos contra la religión con el convencimiento y la reforma de la vida y no con granujadas.
- ¿Es que somos granujas o qué? -replicaron, ofendidos, los pequeños.
- Y en general, ¿comprendéis?, no hay que ofender allí a nadie... Portarse, ¿comprendéis?, con delicadeza... Eso es...
Aunque Zhorka, al dar esta disposición, empleó principalmente los gestos y la mímica, los pequeños le comprendieron.
- Lo sabemos, no tengas cuidado.
Pero una semana más tarde se me acercó un pequeño pope, viejo y arrugado, y me susurró:
- Tengo que hacerle un ruego, ciudadano jefe. Naturalmente, no puede decirse nada; sus muchachos no hacen nada de particular, pero... ¿sabe?... de todas formas, es una tentación para los creyentes... no está bien... Cierto que ellos tienen cuidado, Dios nos libre, nada podemos decir en contra, pero tenga usted la bondad, disponga que no vayan más a la iglesia.
- Entonces, ¿es que han hecho alguna bribonada?
- No, ¡Dios nos libre, Dios nos libre!, no hacen bribonadas, no. Pero vienen en calzones, con esos gorros que llevan... Y algunos se persignan, ahora que, ¿sabe?, lo hacen con la mano izquierda y, en general, no saben hacerlo. Y miran a todos los lados, no saben adonde mirar, unas veces se vuelven de costado al altar, otras se ponen de espaldas. Claro, para ellos todo es interesante, pero aquello, al fin y al cabo, es la casa de la oración, y los muchachos no saben qué es eso de la oración ni la unción ni el temor de Dios. Ante el altar pasan, naturalmente, con recogimiento, pero dan vueltas alrededor, miran, tocan los iconos, lo observan todo, y uno, ¿comprende?, hasta se colocó en la puerta del altar y desde allí se puso a contemplar a los creyentes. ¿Comprende? No está bien.
Yo tranquilicé al pequeño pope, diciéndole que no volveríamos a molestarles, y en la asamblea general de los colonos manifesté:
- Muchachos, no id más a la iglesia; el pope se queja.
Los pequeños se indignaron:
- ¿Por qué? Los que han ido, no han hecho nada malo. Entraron, lo vieron, y a casa. ¡Todo son mentiras de ese buzo!
- ¿Y por qué os habéis persignado allí? ¿Qué necesidad teníais? ¿Es que tú crees en Dios o qué?
- ¡Pero si nos dijeron que no les ofendiéramos! ¡Cualquiera sabe cómo hay que tratarles! Allí no hay más que gente loca. Están de pie y de pronto, ¡zas!, se tiran de rodillas y empiezan a santiguarse. Y los nuestros, claro, para no ofenderles...
- Pues bien, no vayáis, no hace ninguna falta.
- Bueno, no iremos... ¡Pero hay que ver lo divertido que es aquello! ¡Hablan de una manera tan rara! Y todo el tiempo de pie. ¿Por qué estarán de pie tanto tiempo? Y tras el enrejado ese... ¿cómo se llama?, ¡ah, el altar!, está muy limpio, hay tapices, huele bien, y hay que ver lo que trabaja allí el pope. Levanta así las manos... ¡Menudo!
- ¿También has estado en el altar?
- Yo pasé precisamente cuando el buzo alzaba las manos, susurrando no sé qué. Y me estuve quieto, sin estorbarle lo más mínimo, y él va y me dice: vete, chico, vete, no me estorbes. Bien, me fui, ¿a mí qué...?
Los muchachos se sentían muy interesados por la actitud de Gustoiván respecto a la iglesia. Efectivamente, una vez fue a la iglesia, pero volvió muy desilusionado. Lápot le preguntó:
- ¿Serás pronto diácono?
- No... -respondió, sonriendo, Gustoiván.
- ¿Por qué?
- Pues... porque los muchachos dicen que eso es contrarrevolucionario... y en la iglesia ésta no hay nada... Sólo cuadros...

A mediados de junio, la colonia estaba ya completamente en orden. El 10 de junio, la centralilla eléctrica dio la primera corriente, y los quinqués de petróleo fueron enviados al depósito. La conducción de aguas empezó a funcionar un poco más tarde.
También a mediados de junio los colonos se trasladaron a los dormitorios. Casi todas las camas fueron hechas en nuestra herrería, pusimos nuevos colchones y almohadas, pero nos faltó dinero para comprar mantas, y no queríamos cubrir las camas con trapos viejos. En las mantas había que gastar, por lo menos, diez mil rublos. El Soviet de jefes había examinado varias veces esta cuestión, pero el acuerdo era siempre el mismo, y Lápot lo formulaba aproximadamente así:
- Comprar mantas significa no concluir la porqueriza. ¡Que se vayan las mantas a los cerdos!

En verano, necesitábamos las mantas únicamente para presumir: todos sentían unas ganas terribles de tener unos dormitorios elegantes para la fiesta del primer haz. Y ahora los dormitorios eran un hueco por llenar en nuestra feliz existencia.
Pero tuvimos suerte.
Jalabuda visitaba frecuentemente la colonia, recorría los dormitorios y las obras, bromeaba con los muchachos y se sentía muy halagado por el hecho de que tuviésemos la intención de recoger solemnemente su centeno. Jalabuda había cobrado afecto a los colonos y me decía:
- Nuestras mujeres no hacen allí más que darle a la lengua: eso no está bien, lo otro no es justo. Yo no acabo de comprenderlas, y me gustaría que alguien me explicara: ¿qué demonios necesitan? Los muchachos trabajan, ponen afán, son buenos chicos, komsomoles. ¿Es que tú te metes con ellas, o qué?
Ahora bien, Jalabuda, que reaccionaba ardientemente a todos los temas cotidianos, se enfriaba en cuanto la conversación pasaba a las mantas. Lápot abordaba a Sídor Kárpovich por todos los lados.
- -suspiraba Lápot-, todo el mundo tiene mantas, y nosotros no las tenemos. Menos mal que Sídor Kárpovich está de nuestra parte. Ya veréis cómo él nos las regalará...
Jalabuda volvió la cabeza y tronó descontento:
- ¡Qué miserables tan pillos!...
Sídor Kárpovich nos las regalará...
Al día siguiente, Lápot añadía un bemol a la clave:
- ¡Resulta que tampoco nos ayudará Sídor Kárpovich! ¡Pobres gorkianos!
Pero igualmente el bemol no nos servía de nada, aunque veíamos que Sídor Kárpovich no las tenía todas consigo.

Un anochecer, Sídor Kárpovich llegó de buen humor, elogió el campo, los horizontes, la porqueriza, los cerdos. Se alegró al ver en el dormitorio las filas simétricas de camas, la transparencia de los limpios cristales en las ventanas, la frescura del suelo y el tibio confort de las almohadas bien mullidas. Las camas, cierto, herían la vista con la deslumbradora desnudez de las sábanas, pero yo no quería ya fastidiar más al viejo con la historia de las mantas. Fue Jalabuda quien se entristeció por propia iniciativa al salir del dormitorio:
- Sí, ¡que el diablo se las lleve!... Hacen falta las mantas... sólo que... ¿cómo conseguirlas?
Cuando Jalabuda y yo salimos al patio, los cuatrocientos colonos estaban formados en él: era la hora de la gimnasia. Piotr Ivánovich Goróvich, en plena concordancia con las reglas establecidas para la formación de la colonia, dio la voz de mando:
- ¡Camaradas colonos, firmes! ¡Salud!
Cuatrocientos brazos se alzaron y se quedaron inmóviles sobre las hileras de rostros serios, vueltos hacia nosotros. La sección de los tambores extendió por el horizonte los cuatro compases seguidos del repique de saludo. Goróvich se aproximó para dar el parte y se irguió ante Jalabuda:
- ¡Camarada presidente de la Comisión de Ayuda a la Infancia! En la formación de la colonia Gorki, trescientos ochenta y nueve colonos participan en los ejercicios de gimnasia, tres están de guardia, seis forman parte del destacamento mixto de vigilancia, dos son baja por enfermos.
Piotr Ivánovich, veterano militar de caballería, dio un paso a un lado, y a la vista de Sídor Kárpovich se ofreció, inmóvil en el saludo, la encantadora formación de los gorkianos, desplegada en amplios y deportivos intervalos.
Sídor Kárpovich se tiró, emocionado, de las guías del bigote, se puso diez veces más serio que de costumbre, golpeó la tierra con su bastón de nudos y clamó con su invariable voz de bajo:
- ¡Salud, muchachos!
Sídor Kárpovich tuvo que parpadear con intensidad cuando un coro de cuatrocientas jóvenes y alegres voces le respondió sonoramente:
- ¡...lud!
Jalabuda no pudo contenerse, sonrió, volvió la cabeza y bramó confuso:
- ¡Menudos demonios! ¡Hay que ver cómo lo han aprendido!... Quiero... decirles una cosa.
- ¡En su lugar descanso!
Los colonos separaron la pierna derecha, cruzaron los brazos a la espalda, cimbrearon los talles y sonrieron a Sídor Kárpovich.
Jalabuda golpeó una vez más la tierra con el bastón y volvió a tirarse de las guías del bigote:
- Ya sabéis, muchachos, que a mí no me gusta pronunciar discursos, pero ahora os diré unas palabras. Sois unos valientes, os lo digo como lo siento: unos valientes. Y todo lo hacéis a nuestro modo, al modo obrero, lo hacéis bien, y os diré francamente que, si yo tuviera un hijo, me gustaría que fuese como vosotros. Y no hagáis caso de lo que diga cualquier mujer. Yo os lo digo francamente: vais por buen camino, y os lo digo como viejo bolchevique y también como viejo obrero. Todo lo hacéis a nuestro modo. Si alguno os dice que no es así, vosotros no le hagáis caso y seguid adelante. ¿Comprendéis? Adelante. ¡Eso! Y, en prueba de ello, os digo francamente; las mantas os las regalo yo; ¡que tengáis mantas para taparos!
Los muchachos rompieron la perfección de sus filas y se lanzaron hacia nosotros. Lápot avanzó, dio un salto, agitó las manos y gritó:
- ¿Qué? Entonces... Sídor Kárpovich, ¡hurra!
Goróvich y yo tuvimos apenas tiempo de apartarnos. Jalabuda fue elevado al aire, manteado no sé cuántas veces y arrastrado hacia el club. Sobre la muchedumbre se alzaba únicamente su bastón de nudos.
En la puerta del club, Jalabuda fue depositado en tierra. Despeinado, rojo, agitado por la emoción, se arreglaba, confuso, la chaqueta y ya rebuscaba con asombro en un bolsillo cuando se le acercó Taraniets y le dijo modestamente:
- Aqui tiene usted su reloj, y la cartera, y las llaves.
- ¿Se me ha caído todo? -preguntó estupefacto Jalabuda.
- No se le ha caído nada -contestó Taraniets-; únicamente yo lo he recogido. De lo contrario, habría podido caérsele y perderse... Suele ocurrir, ¿sabe?...
Jalabuda recogió sus valores de manos de Taraniets, y el muchacho se perdió entre la muchedumbre.
- ¡Qué gente!... ¡Palabra de honor!...
Y repentinamente se echó a reír:
- ¡Hay que ver!... Pero, ¡hay que ver!... ¿Dónde está ése que ha
recogido mis cosas?...
Jalabuda se marchó emocionado a la ciudad.

Por eso yo me sentí francamente deshecho al día siguiente cuando ese mismo Sídor Kárpovich me recibió en su propio suntuoso despacho con inaccesible frialdad y más que hablar conmigo estuvo rebuscando en sus cajones, revisando sus papeles y sonándose.
- No tenemos mantas -me dijo-. ¡No las tenemos!
- Denos dinero; nosotros las compraremos.
- Tampoco hay dinero... no hay dinero... Y, además, tampoco hay semejante presupuesto.
- ¿Y cómo dijo usted ayer?...
- ¿Qué tiene que ver eso? No eran más que palabras. Si no hay mantas, qué vamos a hacerle...
Me imaginé la esfera en que vivía Jalabuda, recordé a Carlos Darwin, me llevé la mano a la visera y salí.
La colonia recibió irritada la noticia de la traición de Jalabuda. Hasta Galatenko se indignó:
- ¡Qué hombre! Ahora ya no puede venir más a la colonia. ¡Y él que nos decía:
Vendré a montar la guardia en el sandiar!...

Al día siguiente, presenté en la Comisión de Arbitraje una queja contra el presidente de la Comisión de Ayuda a la Infancia, en la que no hacía hincapié tanto en el aspecto jurídico de la cuestión como en el aspecto político; no podíamos tolerar que un bolchevique incumpliese su palabra.
Para nuestra sorpresa, tres días después la Comisión de Arbitraje nos convocó a Lápot y a mí. Ante la mesa roja del juez, Jalabuda comenzó a querer demostrar algo. A sus espaldas agazapábanse los representantes de la esfera que le circundaba -hombres con gafas, nucas de gruesos pliegues y bigotitos a la americana- y cuchicheaban algo entre sí. El presidente, un hombre de frente amplia y ojos pardos, con camisa negra, depositó su mano abierta sobre un papel e interrumpió a Jalabuda:
- Espera, Sídor. Tú responde francamente: ¿has prometido las mantas?
Jalabuda enrojeció e hizo un ademán evasivo:
- Bueno... se habló de eso... Pero, ¡qué tiene que ver!
- ¿Lo prometiste ante todos los colonos formados?
- Sí, eso es verdad... los muchachos estaban formados...
- ¿Te mantearon?
- Me mantearon... ¡Pero qué ibas a hacerles!... ¡Son unos chiquillos!...
- Paga.
- ¿Cómo?
- Que pagues, te digo. Tienes que comprar las mantas a los muchachos. Así lo hemos resuelto.
Los jueces sonreían. Jalabuda se volvió hacia la esfera circundante y bramó algo amenazador.
Nosotros esperamos unos cuantos días, y Zadórov fue a ver a Jalabuda para hacerse cargo de las mantas o el dinero. Pero Sídor Kárpovich no recibió a Zadórov. Fue su administrador quien le explicó:
- No comprendo cómo se les ha podido ocurrir llevarnos a los tribunales. Esto es inconcebible. Bueno, mire, aquí tengo el fallo de la Comisión de Arbitraje. ¿Ve? Aquí lo tengo.
- Bueno, ¿y qué?
- Pues que aquí está tan tranquilo. Y haga usted el favor de no molestarnos más. Quizá apelemos todavía. Y, en último caso, lo incluiremos en el presupuesto del año que viene. ¿Usted cree que esto es un mercado y que va a salir de aquí con las cuatrocientas mantas? Esta es una institución seria...

Zadórov volvió muy disgustado de la ciudad. Toda la tarde el Soviet de jefes estuvo bullendo y bramando de indignación hasta que acordamos escribir una carta al Presidente del Comité Ejecutivo de los Soviets de Ucrania. Pero, al día siguiente, se halló una solución tan simple y natural e incluso tan divertida, que toda la colonia, estupefacta, se reía a carcajadas y daba saltos, pensando en el feliz momento en que Jalabuda viniera a la colonia y los colonos hablasen con él. La solución consistía en que el ejecutor judicial embargase la cuenta corriente de la Comisión de Ayuda a la Infancia. Transcurrieron dos días más: otra vez fui convocado al mismo alto despacho, y el mismo camarada de la cabeza afeitada que un día se había interesado por conocer la razón de que no me gustasen los educadores con cuarenta rublos de salario estaba sentado en su amplio sillón y tenía el rostro arrebatado contemplando alegremente a Jalabuda, que iba y venía por el despacho y que también estaba arrebatado, aunque ya por otra razón.
Yo me detuve silenciosamente en la puerta, y el hombre de la cabeza afeitada me hizo una señal para que me acercara, conteniendo a duras penas la risa:
- Ven aquí... Pero, ¿cómo es eso? ¿Cómo te has atrevido? Esto no puede ser; hay que levantar el embargo... Aquí le tienes: ni siquiera puede meter la mano en su propio bolsillo. Ha venido a quejarse de ti. No quiero trabajar, dice, me ofende el director de la colonia Gorki.
Yo callaba porque no comprendía a dónde quería ir el hombre de la cabeza afeitada.
- Hay que levantar el embargo -dijo seriamente-. ¿Qué novedades son éstas?
De pronto, otra vez sin poder aguantarse, se echó a reír estruendosamente en su sillón. Jalabuda, con las manos metidas en los bolsillos, contemplaba la plaza.
- ¿Me ordena usted que levante el embargo? -pregunté yo.
- La cuestión es... que no tengo derecho a ordenártelo. ¿Me oyes, Sídor Kárpovich? No tengo derecho. Yo puedo decirle: levanta el embargo, y él puede responderme: no quiero. Veo que llevas en el bolsillo un carnet de cheques. Extiéndele un cheque de diez mil rublos, y nada más...
Jalabuda se apartó de la ventana, sacó la mano del bolsillo, se atusó el bigote de guías pelirrojas y sonrió:
- ¡Qué gente tan canalla! En fin, ¿qué va uno a hacerle?
Se acercó a mí y me dijo, palmoteándome en la espalda:
- ¡Muy bien! ¡Así hay que obrar con nosotros! En realidad, ¿qué somos nosotros? ¡Unos burócratas! ¡Así hay que tratarnos!
El hombre de la cabeza afeitada se echó de nuevo a reír y hasta sacó un pañuelo. Jalabuda, sonriendo, extrajo de su bolsillo el carnet de cheques y llenó una hoja.

Celebramos la fiesta del primer haz el 5 de julio.
Era nuestra vieja fiesta, cuyo orden había sido elaborado hacía ya tiempo y que desde hacía ya tiempo marcaba un importantísimo jalón en nuestro calendario anual. Pero ahora predominaba en ella la idea de la entrega de la colonia después de la operación militar. Esta idea ganó hasta al último colono, y por ello la preparación de la fiesta se llevó a cabo sin toques, en un profundo arrebato de pasión y de firme deseo: todo debía ser magnífico. Los preparativos estaban casi terminados: las camas se hallaban ahora revestidas de magníficas y nuevas mantas rojas, refulgía el puro cristal del estanque, sobre la vertiente de la montaña extendíanse siete nuevas terrazas destinadas al futuro jardín. Todo estaba hecho. Silanti degollaba cerdos, el destacamento mixto de Butsái colgaba guirnaldas y transparentes. Sobre la puerta de la entrada, contra el fondo blanco de la bóveda, Kostia Vetkovski colocó esta consigna:

¡Y SOBRE LA TIERRA IMPLANTAREMOS LA ROJA BANDERA DEL TRABAJO!

y en la parte interior de la puerta un breve:

¡A LA ORDEN!

El día 2, el trece destacamento mixto, todo engalanado, distribuyó las invitaciones por la ciudad. Zheveli mandaba a los muchachos.
El día de la fiesta, desde por la mañana, filas de banderines rojos circundaron la media hectárea de centeno señalada para la recolección, y el camino que conducía a ese sitio fue también adornado con banderas y guirnaldas. En la puerta de la entrada había una pequeña mesita: allí estaba la comisión encargada de recibir a los invitados. En lo alto de la pendiente del estanque, habían sido instaladas mesas para seiscientos cubiertos, y una brisa cariñosa y alegre hacía susurrar las puntas de los blancos manteles, los pétalos de los ramilletes que adornaban las mesas y los delantales de la comisión que tenía a su cargo el servicio del comedor.
Al otro lado de la puerta, están de guardia, camino abajo, Sínenki y Záichenko, montados en el Molodiets y en la Mary; llevan camisas y calzones rojos, y blancos sombreros caucasianos. A su espalda tremolan al viento unas semicapas blancas con una estrella roja, ribeteadas de auténtica piel de conejo. Vania Záichenko ha aprendido en una semana nuestros diecinueve toques, y Górkovski, el jefe de la brigada de cornetas, le ha considerado digno de estar de guardia durante la fiesta. Los dos muchachos llevan las cornetas terciadas, colgadas de una cinta de raso.
A las diez de la mañana aparecen los primeros invitados: han venido andando desde la estación de Rizhov. Son los representantes de las organizaciones del Komsomol de Járkov. Los jinetes levantan las cornetas, dejando caer sobre sus hombros las cintas de raso, y, apoyándose con fuerza en los estribos, repiten el saludo por tres veces.
Comienza la fiesta. En la puerta, los invitados son acogidos por la comisión designada para ello y a la que se puede reconocer por sus brazaletes color azul celeste. A cada invitado se le coloca en el pecho tres espigas de centeno, atadas con una cintita roja, y se le entrega un billete especial en el que dice, más o menos:

EL UNDÉCIMO DESTACAMENTO DE COLONOS LE INVITA A ALMORZAR CON EL.

El jefe del destacamento,
D. Z h e v e l i.

A los invitados se les lleva a ver la colonia, y, mientras tanto, resuenan desde abajo nuevas señales de saludo de nuestros soberbios jinetes.
El patio y los locales de la colonia se pueblan de invitados. Llegan representantes de las fábricas de Járkov, colaboradores del Comité Ejecutivo del Soviet Regional y del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, de los Soviets rurales de las aldeas vecinas y corresponsales de prensa. En automóviles pasan por la puerta Dzhurínskaia, Yúriev, Kliámer, Bréguel y la camarada Zoia, miembros de las organizaciones del Partido y el camarada de la cabeza afeitada. También llega Jalabuda en su Ford. A recibirle acude el Soviet de jefes, reunido especialmente para ello, le saca del coche y le mantea sin perder minuto. Desde el otro lado del coche contempla la escena y se ríe el hombre de la cabeza afeitada. Cuando, por fin, Jalabuda es depositado en tierra, el camarada de la cabeza afeitada le pregunta:
- ¿Qué te han sacado ahora?
Jalabuda se enfada:
- ¿Y tú crees que no me han sacado nada? Ellos siempre sacan algo.
- ¿De verdad? ¿Y qué te han sacado esta vez?
- Un tractor. Les regalaré un Fordson... ¡Que el diablo os lleve, manteadme todo lo que queráis, pero ya no me sacaréis nada más!
Jalabuda tiene que volar todavía otro poco, y luego es inmediatamente arrastrado por los muchachos no sé a donde.

El patio de la colonia está tan concurrido como la calle principal de una ciudad. Los colonos, llevando flores en el ojal, pasean por los senderos en anchas y engalanadas filas con los invitados, les sonríen con sus labios sonrosados, iluminan sus rostros con el brillo, bien confuso, bien radiante, de sus ojos, les enseñan algo y les llevan por todas partes.
A las doce entran en el patio Sínenki y Záichenko. Inclinándose desde la silla, cuchichean con el jefe de guardia, Natasha Petrenko, y luego Sínenki, dispersando a los invitados y colonos, que se ríen, lanza su caballo al galope hacia el patio de los cobertizos. Un minuto más tarde, resuena desde allí el toque de asamblea general, que siempre se toca una octava más alto que cualquier otra señal. Vanía Záichenko lo corea. Abandonando a los invitados, los colonos corren a la plazoleta principal, y antes de que la última nota de las cornetas llegue a Rizhov, comienzan a extenderse en una alineación perfecta, y Mitia Nísinov corre al flanco izquierdo con un banderín verde, levantando mucho los pies y causando la admiración de los invitados. Yo empiezo a sentir el triunfo con cada nervio de mi ser. Esta alegre fila de muchachos, que ha surgido inesperadamente como una cinta azul y blanca al lado de la línea de los macizos de flores, ya ha impresionado la vista, los gustos y las costumbres de la gente congregada en la colonia, ya ha exigido respeto hacia sí. Los rostros de los invitados, que hasta ahora han sonreído con esa expresión de benevolencia protectora que suelen tener los mayores que tratan magnánimamente a los muchachos, se han alargado de pronto y se han hecho mucho más atentos. Detrás de mí, Yúriev exclama en voz alta:
- ¡Magnífico, Antón Semiónovich! ¡Así es cómo hay que hacer!
Los colonos terminan cuidadosamente de alinearse, sin quitarme la vista de encima. Yo, seguro de que todo está en completo orden, no retengo más tiempo la siguiente voz de mando:
- ¡Firmes, bajo la bandera!
De detrás de la catedral, subordinando severamente su movimiento al ritmo del saludo, sale Natasha y conduce al flanco derecho a la brigada de la bandera.
Yo dirijo dos palabras a los colonos, felicitándoles con motivo de la fiesta y de la victoria.
- Y ahora honremos con el primer haz a nuestros mejores camaradas, al octavo destacamento mixto de Burún.
Otra vez resuenan las cornetas en el saludo. De la lejana puerta -abierta de par en par- del patio, de los cobertizos sale el octavo destacamento. ¡Oh, queridos invitados! Yo comprendo vuestra emoción, comprendo la fijeza de vuestras miradas sorprendidas, porque no es la primera vez en la vida que también yo me sorprendo y admiro del encanto sublime y solemne del octavo destacamento mixto. Y yo, tal vez, puedo ver y sentir más que vosotros.

A la cabeza del destacamento marcha Burún, el macizo y emérito Burún, que no conduce por primera vez hacia adelante a los destacamentos de trabajo de la colonia. Sobre sus hombros poderosos se yergue una guadaña brillante y afilada, que adornan grandes margaritas. Burún es hoy majestuosamente bello, en especial para mí, porque yo sé que no es sólo una figura decorativa en el primer plano de un cuadro vivo, ni sólo un colono que vale la pena de contemplar, sino, ante todo, un verdadero jefe, que sabe a quiénes lleva tras de sí y a dónde les lleva. En el rostro serio y tranquilo de Burún veo la idea de su misión: hoy debe, en el transcurso de treinta minutos, recoger y hacinar media hectárea de centeno. Los invitados no lo ven. Tampoco ven otra cosa: este jefe actual de los segadores es un estudiante del Instituto de Medicina, y en esta conjugación fluye con especial convencimiento la línea de nuestro estilo soviético. ¡Y cuántas cosas más no ven nuestros invitados ni pueden verlas, aunque sólo sea porque no hay que contemplar únicamente a Burún! A Burún le siguen en filas de a cuatro, dieciséis segadores con las mismas camisas blancas y las mismas guadañas adornadas. ¡Dieciséis segadores! ¡Qué fácil es contarles! Pero entre estos dieciséis muchachos, ¡cuántos nombres gloriosos: Karabánov, Zadórov, Belujin, Schnéider, Gueórguievski! Sólo la Última fila está constituida por jóvenes gorkianos: Voskobóinikov, Svatkó, Perets y Korotkov.
Y tras los segadores, dieciséis muchachas. En la cabeza de cada muchacha, una corona de flores y en el alma de cada muchacha una corona de nuestros hermosos días soviéticos. Son las encargadas de atar los haces.
Cuando el octavo destacamento mixto se aproxima a nosotros, salen de la puerta dos máquinas segadoras, tiradas cada una por un doble par de caballos. Y también cada caballo lleva flores en las crines y en los arneses y también las aspas de las segadoras están adornadas de flores. Los caballos de la derecha llevan jinetes: en la primera segadora va el propio Antón Brátchenko; en la segunda, Górkovski. Tras la segadora, los rastrillos; tras los rastrillos, un barril de agua y, sobre el barril, Galatenko, el individuo más perezoso de la colonia, pero el Soviet de jefes, sin siquiera pestañear, ha premiado a Galatenko con el derecho a participar en el octavo destacamento mixto. Y ahora se puede ver con qué celo, con qué falta de pereza ha adornado de flores su tonel Galatenko. No es un tonel, sino un macizo fragante; hasta en los ejes de las ruedas hay flores. Y, en fin, tras Galatenko, el cabriolet con una cruz roja -todo puede ocurrir en el trabajo- y en el cabriolet Elena Mijáilovna y Smena.
El octavo destacamento mixto hace alto frente a nuestra formación. Lápot sale de las filas y dice:
- ¡Octavo destacamento! Por ser buenos komsomoles, buenos colonos y buenos camaradas, la colonia os ha adjudicado una recompensa muy grande: vosotros segaréis nuestro primer haz. Hacedlo debidamente y demostrad una vez más a todos los muchachos cómo hay que trabajar y cómo hay que vivir. El Soviet de jefes os felicita y ruega a vuestro jefe, el camarada Burún, que tome el mando sobre todos nosotros.
Este discurso, igual que todos los discursos siguientes, ha sido inventado no se sabe por quién. Se pronuncia de año en año, con las mismas palabras, anotadas en el Soviet de jefes. Y precisamente por eso se escucha con particular emoción, y también con particular emoción retienen el aliento todos los colonos cuando se me acerca Burún, me estrecha la mano y me dice igualmente lo prescrito por la tradición:
- Camarada director, permítame llevar al octavo destacamento mixto al trabajo y deme de ayuda a estos muchachos.
Yo debo responder tal como respondo:
- Camarada Burún, lleva al octavo destacamento al trabajo y toma de ayuda a estos muchachos.
A partir de ese momento, el jefe de la colonia es Burún. El es quien da toda una serie de voces de mando, y, al cabo de un minuto, la colonia entera está ya en marcha. Tras los tambores y la bandera, van los segadores y las máquinas, a continuación la colonia en pleno y después los invitados. Los invitados se subordinan a la disciplina general, forman filas y marcan el paso. Jalabuda marcha junto a mí y dice al hombre de la cabeza afeitada:
- ¡Demonios!... ¡Por culpa de esas mantas!... ¡Si no, estaría ahora en la formación... con la guadaña!
Yo hago una señal a Silanti, y Silanti vuela al patio de los cobertizos. Cuando estamos cerca de la media hectárea señalada, Burún detiene a la columna, y alterando la tradición, se dirige a los colonos:
- Se ha recibido la propuesta de admitir en el octavo destacamento mixto como quinto segador de la brigada de Zadórov a Sídor Kárpovich Jalabuda. ¿Hay alguien en contra?
Los colonos ríen y aplauden. Burún toma de manos de Silanti una guadaña adornada y se la entrega a Jalabuda. Con un movimiento juvenil, Sídor Kárpovich se desembaraza rápidamente de la chaqueta, la arroja sobre la hierba, sacude la guadaña, dice ¡Gracias! y ocupa su puesto de quinto segador en la brigada de Zadórov.
Zadórov le amenaza con un dedo:
- ¡Cuidado con clavar la guadaña en el suelo! Sería una vergüenza para nuestra brigada.
- Cállate -replica Jalabuda-; todavía os daré lecciones...
La formación de los colonos se alinea en un lado del campo. En el centeno se clava la bandera: aquí será atado el primer haz. A la bandera se acercan Burún y Natasha, y Zoreñ se mantiene preparado como el miembro más joven de la colonia:
- ¡Firmes!
Burún empieza a segar. De unos cuantos cortes de guadaña deja caer a los pies de Natasha un montón de alto centeno. De las primeras espigas que han caído, Natasha ha preparado la atadura. Natasha ata el haz con dos o tres movimientos ligeros, dos muchachas colocan luego sobre el haz una guirnalda de flores, y Natasha, arrebolada del trabajo y de la emoción, entrega el haz a Burún. Burún lo levanta sobre el hombro y dice a Zoreñ, que, serio y chato, alza mucho la naricilla para oír las palabras de Burún:
- Recibe este haz de mis manos, trabaja, y estudia, para que, cuando crezcas, seas komsomol y alcances el honor que he alcanzado yo: segar el primer haz.
Ahora le toca a Zoreñ. Con la voz cantarina de un jilguero en el campo, responde a Burún:
- ¡Gracias, Burún! Trabajaré y estudiaré. Y cuando sea mayor y komsomol, también alcanzaré el mismo honor que tú: segar el primer haz y entregárselo al muchacho más pequeño.
Zoreñ recoge el haz y se pierde en él. Pero otros muchachos corren ya a él con unas parihuelas, y Zoreñ deposita su rico regalo sobre un lecho de flores. Bajo el trueno de los saludos, la bandera y el primer haz son llevados al flanco derecho.
Burún da la voz de mando:
- ¡Segadores y atadoras, a los puestos de trabajo!
Los colonos se dispersan por los puestos señalados y ocupan las cuatro esquinas del campo. Sínenki, alzándose sobre los estribos, da la señal de trabajo. Obedeciendo a la señal, los diecisiete segadores marchan alrededor del campo, abriendo un amplio camino para las máquinas.
Yo miro el reloj. Transcurren cinco minutos, y los segadores alzan las guadañas. Las muchachas terminan de atar los últimos haces y los llevan a un lado.
Empieza el momento más responsable del trabajo. Antón y Vitka están dispuestos; los caballos, descansados y bien cebados, también.
- Al trote... ¡March!...
Las segadoras avanzan rápidas por el camino que ha sido abierto para ellas. Dos o tres segundos más, y ya chirrían, escalonadas, por el campo. Burún escucha su ritmo con inquietud. En los últimos días, Burún, Antón y Shere han dedicado mucho tiempo a estas máquinas; por dos veces las han sacado al campo para probarlas. Sería un gran escándalo si hoy los caballos se negasen a ir al trote, si hiciera falta chillarles, si las segadoras se atascasen y fuera preciso detenerse.
Sin embargo, el rostro de Burún se ilumina gradualmente. Las segadoras marchan con un sonido mecánico y uniforme, los caballos van a un trote ligero sin detenerse ni siquiera en los virajes, los muchachos permanecén inmóviles en sus sillas. Un círculo, dos. Al principio del tercero, las segadoras pasan con la misma belleza ante nosotros, y Antón lanza, serio, a Burún:
- ¡Todo va bien, camarada jefe!
Burún se vuelve hacia la formación de los colonos y levanta la guadaña:
- ¡Preparados! ¡Firmes!
Los colonos dejan caer los brazos, pero dentro de ellos todo pugna por salir al exterior, los músculos ya no pueden contener su brío.
- ¡Al campo... corriendo!
Burún deja caer la guadaña. Trescientos cincuenta muchachos se lanzan al campo. En las filas del centeno segado aparecen y desaparecen sus manos y sus piernas. Riéndose a carcajadas, saltan unos sobre otros como pelotas, rebotan hacia los lados, atan los haces y corren tras las segadoras, cayéndose de bruces en grupos de tres o cuatro sobre cada montón de espigas.
- ¡Cuidado! ¡Aquí están los del decimoquinto destacamento!
Los invitados se ríen, enjugándose las lágrimas, y Jalabuda, ya de vuelta, mira severamente a Bréguel:
- ¿Qué dices?... ¡Mira!...
Bréguel sonríe:
- Bueno, ¿y qué?... Ya veo: trabajan muy bien y con alegría. Pero esto no es más que el trabajo...
Jalabuda pronuncia no sé qué sonido, algo entre t y a, pero no dice nada más a Bréguel y, volviéndose al hombre de la cabeza afeitada, gruñe furioso:
- ¡Habla tú con ella!...
Yúriev, excitado y feliz, me estrecha la mano y trata de convencer a Dzhurínskaia:
- No, en serio, ¡usted fíjese! esto me emociona, y ni yo mismo sé por qué. Hoy es, naturalmente, una fiesta, no es una jornada de trabajo... Pero, ¿sabe?, esto... es un misterio del trabajo. ¿Usted comprende?
El camarada de la cabeza afeitada contempla atentamente a Yúriev:
- ¿Un misterio del trabajo? ¿Por qué? A mi juicio, aquí lo bueno es que los muchachos son felices, están organizados y saben trabajar. Como principio es bastante, palabra de honor. ¿Usted qué piensa, camarada Bréguel?
Bréguel no tiene tiempo de pensar nada, porque Sínenki detiene al Molodiets ante nosotros y pía:
- Me envía Burún... Estamos haciendo las gavillas. ¡Que todos se reúnan junto a ellas!

Junto a las gavillas, bajo la bandera, cantamos La Internacional. Después se pronuncian discursos, buenos y malos, pero todos igualmente sinceros, y los pronuncia gente buena, sensible, ciudadanos del país de los trabajadores, emocionados por la fiesta, y por los niños, y por la proximidad del cielo, y por el chirrido de los grillos en el campo.
De vuelta del campo, comimos todos mezclados, olvidándonos de quiénes eran los superiores y los más importantes. Hasta la camarada Zoia reía y bromeaba hoy.
La fiesta se prolongó largo rato. Jugamos a la gallinita ciega. A Jalabuda le vendaron los ojos, le pusieron una correa en la mano y le obligaron en vano a apresar a un ágil muchachuelo que llevaba colgada una campanilla. También llevamos a los invitados a bañarse al estanque, y los pequeños hicieron una representación teatral en la plazoleta principal. La representación empezaba con un coro:

¿Qué es lo que tendremos dentro de cinco años?
Entonces tendremos un Soviet urbano,
un nuevo taller en el patio,
un nuevo jardín por toda nuestra montaña,
y mucho nos gustaría tener
unos columpios eléctricos.

Y la representación terminaba con este deseo:

Y el colono será como un muelle
y no como una cubierta de goma.

Después de los fuegos artificiales a orillas del estanque, acompañamos a los invitados hasta Rizhov. Los que habían venido en coche se marcharon antes y, al despedirse de mí, el camarada de la cabeza afeitada -el principal- me dijo:
- Bien, camarada Makárenko, seguid así.
- A la orden, seguiremos así -respondí yo.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 10
Al pie del Olimpo
Capítulo 12
Y la vida siguió
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