Índice de Poema pedagógico Capítulo 17
Cómo hay que contar
Tercer Libro: Capítulo 1
Clavos
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 18

Salida de reconocimiento

Dzhurínskaia me convocó telegráficamente al otro día. Los colonos atribuyeron confiadamente una gran significación a este telegrama.
- Fijaos cómo van las cosas, pim-pam, telegrama va, telegrama viene...
Pero, a decir verdad, la historia se desarrollaba sin ningún ímpetu especial. A pesar de que Kuriazh, según el aviso general, era inadmisible, aunque no fuese más que porque todas las casas de campo, poblados y aldeas de los alrededores pedían insistentemente la liquidación de esa cueva de bandidos, Kuriazh halló defensores. Hablando en plata, sólo Dzhurínskaia y Yúriev exigían incondicionalmente el traslado de la colonia. Yúriev no dudaba ni un instante del éxito de la operación planeada. En cuanto a Dzhurínskaia, accedía a ella sólo por la confianza que tenía en mí.
- A pesar de todo, Antón Semiónovich, tengo miedo -me confesó en un instante de sinceridad-. No puedo evitarlo: tengo miedo...

Bréguel apoyaba el traslado, pero proponía formas inaceptables para mí: un trío especial se encargaría de organizar toda la operación, el estilo gorkiano iría siendo inculcado poco a poco en la nueva colectividad, y durante un mes me ayudarían cincuenta komsomoles de Járkov, movilizados para tal fin.
Jalabuda, influido por alguien de su corrompido séquito, no quería ni oír hablar de la asignación inmediata de veinte mil rublos y repetía continuamente la misma frase:
- Por veinte mil rublos lo haremos todo nosotros mismos.

Enemigos inesperados nos atacaban desde el sindicato. El que armaba más ruido era Kliámer, un ardoroso moreno, amigo del pueblo. Todavía hoy no comprendo por qué le irritaba la colonia Gorki, pero hablaba de ella con todo el rostro contraído de rabia, escupía furiosamente y golpeaba con los puños:
- ¡Reformadores a cada paso! ¿Quién es Makárenko? ¿Por qué debemos infringir las leyes y los intereses de los trabajadores en nombre de un Makárenko cualquiera? ¿Y quién conoce la colonia Gorki? ¿Quién la ha visto? La ha visto Dzhurínskaia. Bueno, ¿y, qué? ¿Es que Dzhurínskaia entiende de todo?

A Kliámer le ponían fuera de sí mis reivindicaciones:
1. Licenciar a todo el personal de Kuriazh sin ninguna discusión.
2. Admitir en la colonia Gorki a quince educadores (según las normas, correspondían cuarenta).
3. Pagar a los educadores no cuarenta rublos al mes, sino ochenta.
4. El personal pedagógico sería reclutado por mí, reservando al sindicato el derecho a la no admisión.

Estas modestas reivindicaciones enfurecían a Kliámer hasta hacerle casi llorar:
- Me interesaría saber quiénes se atreverán a discutir ese insolente ultimátum. Cada palabra es un ultraje al derecho soviético. Le hacen falta quince educadores, y los veinticinco restantes que se queden fuera. Quiere cargar sobre los pedagogos un trabajo de forzados, y, claro, cuarenta educadores le dan miedo...
Yo no entraba en discusión con Kliámer porque no discernía cuáles eran sus verdaderos móviles.
En general, yo procuraba no participar en los debates y en las discusiones, ya que, en conciencia, no podía asegurar el éxito y no quería obligar a nadie a aceptar una responsabilidad no justificada por la lógica. En realidad, tenía a mi disposición un solo argumento: la colonia Gorki. Pero nada más que unos cuantos habían visto la colonia, y hablar yo de ella no me parecía muy adecuado.
En torno al problema del traslado de la colonia comenzaron a girar tantas personas, pasiones y relaciones, que también yo perdí muy pronto toda orientación, más aún porque iba a Járkov únicamente por un día y no asistía a reunión alguna. Yo mismo ignoraba por qué, pero no creía en la sinceridad de mis enemigos y sospechaba que tras las razones aducidas por ellos se ocultaban otros fundamentos.
Sólo en un lugar del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública tropecé con una persona apasionadamente convencida y yo la admiré con toda sinceridad. Era una mujer, a juzgar por la indumentaria, pero, probablemente; se trataba de un ser asexual: baja de estatura, con un rostro caballuno, una tabla rasa en vez de pecho y unos pies enormes y desgarbados. Continuamente agitaba sus manos rojas, bien accionando, bien arreglándose unos mechones lacios de pelo color de paja clara. Todos la llamaban la camarada Zoia. Tenía cierta influencia en el despacho de Bréguel.
La camarada Zoia me odió desde el primer minuto y, sin ocultarlo, no renunciaba a las expresiones más violentas.
- Usted, Makárenko, es un soldado y no un pedagogo. Dicen que usted es un coronel retirado, y eso tiene trazas de ser verdad. No comprendo por qué le guardan tantas consideraciones. Yo no le dejaría trabajar con niños.
A mí me gustaban la sinceridad cristalina y el diáfano apasionamiento de la camarada Zoia, y tampoco lo ocultaba en mis respuestas habituales:
- Para mí es un deleite oírla, camarada Zoia, pero yo nunca he sido coronel.
La camarada Zoia consideraba el traslado de la colonia como una catástrofe inevitable, y, golpeando la mesa de Breguel con la palma de la mano, vociferaba:
- ¡No sé qué les ha cegado! No sé con qué les ha embrujado a todos este... -decía, volviendo la cabeza hacia mí.
- ... coronel -apuntaba yo seriamente.
- Sí, coronel... Yo les diré cómo va a terminar todo esto: ¡con una matanza! El traerá a sus ciento veinte muchachos, ¡y habrá una carnicería! ¿Qué piensa usted de esto, camarada Makárenko?
- Me entusiasman sus consideraciones, pero sería curioso saber: ¿quién degollará a quién?
Bréguel trataba de sofocar nuestros altercados:
- ¡Zoia! ¿Cómo no te da vergüenza? ¿De qué matanza hablas?... y usted, Antón Semiónovich, déjese de bromas.

La madeja de las discusiones y las divergencias rodaba hacia las altas esferas del Partido, y esto me tranquilizaba. También me tranquilizaba otra cosa: Kuriazh olía cada vez peor, se descomponía más y más y requería medidas urgentes y decisivas. Kuriazh apremiaba la solución de este asunto, a pesar, incluso, de que los propios pedagogos de Kuriazh también protestaban:
- La colonia está acabando de descomponerse por las conversaciones acerca del traslado de los de Gorki.
Los mismos educadores comunicaban en secreto que los de Kuriazh se disponían a recibir a navajazos a los de Gorki. La camarada Zoia me gritaba:
- ¿Lo ve usted? ¿Lo ve?
- -respondía yo-. La cosa está ya clara: son ellos quienes van a degollarnos y no nosotros a ellos...
- Sí, la cosa está ya clara... ¡Varvara, tú serás la responsable de todo, compréndelo! ¿Dónde se ha visto semejante cosa? ¡Azuzar mutuamente a dos grupos de niños desamparados!

Por fin fui llamado al despacho de un dirigente del Partido. Un hombre de cabeza afeitada levantó la mirada de los papeles y me dijo:
- Siéntese, camarada Makárenko.
En el despacho estaban Dzhurínskaia y Kliámer.
Yo me senté.
El hombre de la cabeza afeitada preguntó en voz baja:
- ¿Está usted seguro que podrá superar con sus educandos la descomposición de Kuriazh?
Yo debí de palidecer, porque tuve que mentir en respuesta a la pregunta honradamente planteada:
- Estoy seguro.
El hombre de la cabeza afeitada me miró fijamente y continuó:
- Ahora una cuestión de carácter técnico, téngalo usted en cuenta, camarada Makárenko, una cuestión técnica y no de principio; dígame, pero sólo brevemente: ¿por qué no necesita cuarenta educadores, sino quince, y por qué está en contra del sueldo de cuarenta rublos?
Después de reflexionar un poco, contesté:
- ¿Sabe? Si hay que contestar brevemente, le diré que cuarenta pedagogos a cuarenta rublos mensuales pueden llevar a la descomposición completa no sólo una colectividad de niños desamparados, sino cualquier colectividad.
El hombre de la cabeza afeitada se echó de pronto contra el respaldo del sillón en una franca carcajada, y, señalando con el dedo, preguntó entre lágrimas de risa:
- ¿Hasta una colectividad integrada por gente como Kliámer?
- Sin duda -respondí en serio.
Como por encanto desapareció del hombre de la cabeza afeitada su aire precavido y oficial.
- ¿No se lo decía yo? -exclamó, tendiendo la mano hacia Liubov Savélievna-. ¡Más vale menos, pero bueno!
De repente movió, cansado, la cabeza y, volviendo a su tono oficial, práctico, dijo a Dzhurínskaia:
- Que se traslade. ¡Y lo antes posible!
- Veinte mil -dije yo, levantándome.
- Los recibirá usted. ¿No es mucho?
- Es poco.
- Bueno. Hasta la vista. Trasládense, pero cuidado: el triunfo debe ser completo.

Mientras tanto, en la colonia Gorki la primera y ardorosa decisión iba adquiriendo gradualmente la forma de una preparación tranquila y precisa, de una preparación militar. Lápot era quien dirigía prácticamente la colonia con ayuda de Kóval en los casos complicados, pero no costaba trabajo dirigir. Jamás había existido en la colonia un ambiente tan cordial, una sensación tan profunda del deber recíproco. Hasta los pequeños pecados eran acogidos con extraordinaria sorpresa y una protesta breve y expresiva:
- ¡Y tú te dispones todavía a ir a Kuriazh!
Para todo el mundo estaba ya claro en la colonia el sentido de la tarea. La necesidad de cederlo todo a la colectividad flotaba en el aire, pero los colonos, más que darse cuenta de esta necesidad, la intuían con un sentido especial y sutilísimo y no la consideraban como un sacrificio. Era un placer, quizá el placer más dulce del mundo: sentir este vínculo mutuo, la fuerza y la elasticidad de las relaciones, esa potencia de la colectividad vibrante en la quietud saturada de fuerza. Y todo esto se leía en los ojos, en los movimientos, en la mímica, en la manera de andar, en el trabajo. Los ojos de todos miraban hacia allá, hacia el Norte, donde entre las murallas de una toesa de grosor gruñía y nos amenazaba una horda tenebrosa, aglutinada por la miseria, por la arbitrariedad, por la estupidez y la obstinación.

Advertí que los colonos no daban ninguna señal de presunción. En algún rincón secreto todos sentían un poco de miedo y de inseguridad, sentimiento tanto más natural cuanto que ninguno había visto aún al enemigo.
Esperaban con afán e impaciencia cada regreso mío, montaban la guardia en los caminos y en los árboles, avizoraban desde los tejados. Tan pronto como mi coche entraba en el patio, el trompeta corría y tocaba a asamblea sin solicitar mi permiso. Yo iba dócilmente a la reunión. En aquel tiempo se puso de moda recibirme con aplausos como a un Artista del Pueblo. Esto, naturalmente, no se refería tanto a mí como a nuestra obra común.

Por fin, en las primeras fechas de mayo llegué a una reunión de ésas con el contrato ya firmado.
Según el contrato y por orden del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, la colonia Gorki, con sus efectivos completos de educandos y de personal, con todos sus bienes muebles y sus herramientas, se trasladaba a Kuriazh. La Colonia de Kuriazh era declarada disuelta y sus doscientos ochenta educandos y todos sus bienes cedidos a disposición de la colonia Gorki. Todo el personal de la colonia de Kuriazh quedaba despedido desde el momento en que la colonia Gorki tomara posesión de ella, a excepción de algunos trabajadores técnicos.
Se me proponía tomar posesión de la colonia el 5 de mayo. Y tener terminado el traslado de la colonia Gorki para el día 15.
Los gorkianos, después de oír el contrato y la orden, no gritaron ¡Hurra! ni mantearon a nadie. Sólo Lápot dijo en medio del silencio general:
- Se lo contaremos a Gorki. Y, sobre todo, muchachos: ¡no gemir!
- ¡Eso, eso! ¡No gemir! -pió un pequeñuelo.
Y Kalina Ivánovich hizo un ademán con la mano y añadió:
- ¡Venga, muchachos, no tengáis miedo!

Índice de Poema pedagógico Capítulo 17
Cómo hay que contar
Tercer Libro: Capítulo 1
Clavos
Biblioteca Virtual Antorcha