Índice de Poema pedagógico Capítulo 8
Los destacamentos noveno y décimo
Capítulo 10
La boda
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 9

El cuarto destacamento mixto

A fines de julio empezó a funcionar el cuarto destacamento mixto, compuesto por cincuenta personas al mando de Burún. Burún era el jefe reconocido del cuarto mixto, y ninguno de los colonos aspiraba a ese papel difícil, aunque honroso.

El cuarto destacamento mixto trabaja de sol a sol. Los muchachos dicen frecuentemente que trabajan sin señal, porque para el cuarto mixto no se da señal ni de salir al trabajo ni de terminarlo. El cuarto destacamento mixto de Burún trabaja ahora en la trilla.

A las cuatro de la madrugada, después de la diana y el desayuno, el cuarto mixto forma a lo largo del parterre, frente a la entrada principal de la casa blanca. En el flanco derecho de la fila de los colonos forman todos los educadores. Hablando en propiedad, los educadores no están obligados a participar en el trabajo del cuarto mixto, a excepción de los dos designados como responsables de guardia, pero hace ya mucho que se considera de buen tono en la colonia trabajar en el cuarto mixto, y, por ello, nadie que se respete, pierde la ocasión de ser incluido en el cuarto destacamento mixto. En el flanco derecho se sitúan Shere, y Kalina Ivánovich, y Silanti Otchenash, y Oxana, y Rajil, y las dos lavanderas, y Spiridón, el secretario, y el mecánico del molino, que está de vacaciones, y Kósir, el instructor del taller de ruedas, y nuestro jardinero, el sombrío y pelirrojo Miziak, y su mujer, la hermosa Nádenka, y la mujer de Zhurbín, y no recuerdo quién más: yo ni siquiera conozco a todos.

También entre los colonos hay muchos voluntarios: los miembros libres de los destacamentos noveno y décimo, del segundo destacamento de cocheros, del tercer destacamento de vaqueros, todos están aquí.

Únicamente María Kondrátievna Bókova, aunque se ha molestado en levantarse temprano y se ha presentado en la colonia con un viejo delantal de percal, no forma en las filas. Sentada en un peldaño de la terracilla, está hablando con Burún. Desde hace tiempo, María Kondrátievna no me invita a tomar té ni a probar sus helados, pero no me trata menos cariñosamente que a los demás y yo no estoy ofendido con ella. Incluso me gusta más que antes: sus ojos son ahora más serios y severos y sus bromas, más cordiales. Durante este tiempo, María Kondrátievna ha conocido a bastantes muchachos y muchachas, se ha hecho amiga de Silanti, ha visto lo que son algunos pesados caracteres de la colonia. María Kondrátievna es una mujer buena y simpática, pero a pesar de ello, le digo en voz baja:
- María Kondrátievna, forme usted. Todos se alegrarán de verla en las filas de los trabajadores.
María Kondrátievna sonríe al alba matutina, corrige con sus deditos sonrosados un bucle caprichoso, también color de rosa, y con una voz vagamente ronca, que le sale de lo más hondo de su pecho, responde:
- Gracias. ¿Y qué voy a hacer hoy... moler? ¿Sí?
- Moler no, trillar -rectifica Burún-. Usted llevará la cuenta del grano.
- ¿Y podré hacerlo bien?
- Yo le enseñaré cómo.
- ¿No me habrá dado usted un trabajo excesivamente fácil?
Burún sonríe:
- Todo nuestro trabajo es igual. Por la noche, cuando se sirva la cena del cuarto destacamento, ya me dirá.
- ¡Dios mío, qué bien! ¡La cena por la noche, después del trabajo!
Veo la emoción de María Kondrátievna y, sonriendo, vuelvo la cabeza. María Kondrátievna, ya en el flanco derecho, se ríe de algo con su risa musical, y Kalina Ivánovich le estrecha la mano con una galantería barata y se ríe también como un fauno calificado.
Salen corriendo y se ponen a redoblar ocho tambores, mientras forman a la derecha. Cuatro cornetas se adelantan, cimbreando sus flexibles talles juveniles, y se preparan. Los colonos se yerguen, se ponen serios.
- ¡Firmes, bajo la bandera!
En las filas se alzan ligeros, saludando, los desnudos brazos. Bajo el estruendo de los tambores y el saludo argentino de las cornetas, la responsable de la guardia en la colonia, Nastia Nochévnaia, con su mejor vestido y un brazalete rojo, coloca en el flanco derecho la sedeña bandera de la colonia, guardada por dos frías bayonetas.
- ¡Derecha, de a cuatro, march!...
Algo se embrolla en las filas de los mayores, de pronto chilla y me mira asustada María Kondrátievna, pero la marcha de los tambores ordena la columna. El cuarto destacamento mixto sale a trabajar.
Burún alcanza de una carrera al destacamento, da unos brincos, intentando ponerse al paso, y conduce el destacamento allí donde desde hace ya tiempo se alza en toda su belleza la esbelta hacina de trigo levantada por Silanti y unas cuantas hacinas, más pequeñas y no tan esbeltas, de centeno, de avena, de cebada y de ese magnífico centeno, que ni los propios campesinos han podido reconocer y han tomado por cebada. Estas hacinas han sido preparadas por Karabánov, Chóbot, Fedorenko, y es preciso reconocer que, a pesar de todos sus sudores y esfuerzos, no han podido superar a Silanti.
Junto a una locomóvil, alquilada en la aldea vecina, esperan la llegada del cuarto destacamento mixto maquinistas serios y manchados de grasa. La trilladora es de nuestra propiedad, comprada a plazos en primavera, nuevecita, como toda nuestra vida.
Burún distribuye rápidamente sus brigadas. Todo lo tiene calculado desde el día anterior, no en vano es un viejo jefe del cuarto destacamento mixto. Sobre una hacina de avena -la última que se trille- ondea nuestra bandera.
A la hora de comer se termina con el trigo. La plazoleta superior de la trilladora mecánica es el lugar más concurrido y más alegre. Aquí brillan los ojos de las muchachas, cubiertas del polvo gris-dorado del trigo; de los muchachos, sólo está Lápot. Incansable, no endereza la espalda ni da paz a la lengua. En el lugar más importante, en el más responsable, se divisa la calva de Silanti y sus bigotes caídos, nevados del mismo polvo.
Lápot la toma ahora con Oxana.
- Los colonos os han dicho en broma que esto es trigo. ¿Acaso esto es trigo? Son guisantes.
Oxana recoge una gavilla de trigo, todavía atada, y la coloca sobre la cabeza de Lápot, pero su ocurrencia no disminuye la hilaridad general producida por las palabras de Lápot.
A mí me gusta la trilla. Sobre todo, al anochecer. En el monótono batir de las máquinas se empieza ya a sentir la música; el oído se ha acostumbrado ya y la original frase musical, infinitamente variada a cada momento y, a pesar de ello, parecida a la anterior. Y esta música es un fondo tan apropiado para ese movimiento complejo, ya cansino, pero continuo y tenaz; como obedeciendo a un fantástico exorcismo, se alzan las gavillas de la hacina descabezada y, después de un breve roce con las manos de los colonos en su camino hacia la muerte, se desploman repentinamente en las entrañas de la máquina ávida e insaciable, dejando en pos de sí un torbellino de partículas desmenuzadas, de gemidos de corpúsculos voladores, arrancados, a un organismo vivo. Y entre el torbellino y el ruido, en el ajetreo de la muerte de muchas y muchas gavillas tambaleándose de fatiga y de excitación, burlándose del cansancio, se inclinan, corren, se doblan bajo la pesada carga, se ríen y hacen travesuras los colonos, envueltos en polvo de trigo y bañados ya en el frescor del sereno crepúsculo estival. Los muchachos añaden a la sinfonía general, al uniforme tema del golpear de las máquinas, a las estridentes disonancias de la plazoleta superior la música triunfal, jubilosa y optimista del alegre cansancio humano. Ya es difícil distinguir los detalles, es difícil apartarse de este movimiento vertiginoso, que parece desencadenado por la propia naturaleza. Apenas se reconoce a los colonos en las figuras grises y doradas, semejantes a un negativo fotográfico. Rubios, castaños, morenos, ahora todos se parecen entre sí. Es difícil admitir que la figura espectral que está desde por la mañana con un block de notas en la mano debajo mismo de los torbellinos más espesos es María Kondrátievna; es difícil reconocer en su acompañante -una sombra desgarbada, cómica, arrugada- a Eduard Nikoláievich, y sólo por su voz adivino yo quién es, cuando pregunta con su deferente cortesía de siempre:
- Camarada Bókova, ¿cuánta cebada tenemos ahora?
María Kondrátievna vuelve su block de notas hacia el poniente:
- Ya tenemos cuatrocientos
puds -responde con una voz de discante, tan cansada, que yo empiezo a sentir verdaderamente pena de ella.
Feliz Lápot, que, en medio del mayor cansancio, puede bromear.
- ¡Galatenko! -grita por toda la era-. ¡Galatenko!
Galatenko lleva sobre su cabeza una brazada de paja como de dos puds en lo alto de una horquilla y contesta tambaleándose, por debajo de ella:
- ¿Qué se te ha ocurrido?
- Ven un momento, me haces falta...
Galatenko siente veneración por Lápot. Le quiere por su ingenio, por su animoso carácter y por su cariño, le quiere porque solamente Lápot aprecia a Galatenko y asegura a todos que Galatenko jamás ha sido vago.
Galatenko deja caer la paja junto a la locomóvil y corre a la trilladora. Apoyándose en la horquilla y dichoso, en el fondo, de poder descansar un poco en medio del ajetreo general, empieza su conversación con Lápot:
- ¿Para qué me has llamado?
- Oyeme, amigo -se inclina desde arriba Lápot, y todos los que les rodean se ponen a seguir la conversación, seguros de que no terminará bien.
- Te escucho...
- Ve a nuestro dormitorio...
- Bueno, ¿qué?
- Allí, bajo mi almohada...
- ¿Qué?
- Bajo mi almohada, te digo...
- ¿Bajo tu almohada?
- Allí, bajo mi almohada encontrarás...
- Ya te he entendido que bajo la almohada...
- Allí hay unas manos de repuesto.
- ¿Y qué hacer con ellas? -pregunta Galatenko.
- Tráelas aquí corriendo, porque éstas ya no sirven para nada -contesta Lápot, mostrando sus manos bajo la risa general.
- ¡Ah! -dice Galatenko.
Comprende que todos se ríen de las palabras de Lápot y quizá de él. Se ha esforzado por no decir nada tonto o ridículo, y le parece que no lo ha dicho: únicamente ha hablado Lápot. Pero todos se ríen todavía con más fuerza, la trilladora golpea vacía y Burún empieza a enfurecerse ya:
- ¿Qué ocurre aquí? ¿Por qué os habéis detenido? Siempre tú, Galatenko...
- Pero si yo no hago nada...

Todos se callan, porque Lápot, con la voz más seria, con un magnífico juego de cansancio, de preocupación y de amistosa confianza hacia Burún, le dice:
- ¿Comprendes? Estas manos ya no funcionan. Deja que Galatenko me traiga las manos de repuesto.
Burún capta inmediatamente el tono y dice a Galatenko con un leve reproche:
- Pues, claro, tráeselas. ¿Es que cuesta trabajo? ¡Cuidado que eres perezoso, Galatenko!
Ya no suena la sinfonía de la trilla. Ahora resuena en el ambiente una alta y sonora cacofonía de carcajadas y de gemidos. Hasta Shere se ríe, hasta los maquinistas han abandonado la máquina y ríen a carcajadas con las manos puestas en las sucias rodillas. Galatenko da media vuelta, camino de los dormitorios. Silanti clava la mirada en su espalda:
- Fíjate, hermano, qué historia...
Galatenko se detiene y piensa algo. Karabánov le grita desde lo alto de un montón de paja:
- ¿Qué haces ahí parado? Ve.
Pero Galatenko abre la boca hasta las orejas. Ha comprendido de qué se trata. Sin apresurarse, vuelve a su faena y sonríe. En la paja, los muchachos le preguntan:
- ¿A dónde has ido?
- A ese Lápot, ¿comprendes?, se le ha ocurrido pedirme que le trajera las manos de repuesto.
- Bueno, y ¿qué?
- Pero ¡si no tiene ninguna mano de repuesto! Todo es mentira.
Burún ordena:
- ¡Basta de manos de repuesto! ¡Seguid el trabajo!
- Bien, seguiremos trabajando -dice Lápot-, ya nos arreglaremos con éstas de algún modo.
A las nueve, Shere detiene la máquina y se acerca a Burún:
- Los muchachos se caen de cansancio, y aún tenemos para media hora.
- No importa -responde Burún-. Terminaremos.
Lápot vocifera desde lo alto:
- ¡Camaradas gorkianos! Todavía nos queda trabajo para media hora. Pero temo que en media hora nos cansemos demasiado. Yo no estoy de acuerdo.
- ¿Y qué es lo que quieres? -pregunta Burún, poniéndose en guardia.
- ¡Protesto! En media hora estiraremos la pata. ¿Verdad, Galatenko?
- Claro que es verdad. Media hora es mucho.
Lápot alza el puño.
- Nada de media hora. Hay que terminar todo esto, todo este montón, en quince minutos. Nada de media hora.
- ¡Es verdad! -vocifera también Galatenko-. En eso tiene razón.
Bajo una nueva explosión de risa, Shere conecta la máquina. Veinte minutos más, y el trabajo está terminado. Y en el acto se apodera de todos nosotros el deseo de tendernos en la paja y de dormir. Pero Burún ordena:
- ¡A formar!
Corren a la primera fila los tambores y los cornetas, que hace ya tiempo están esperando su momento. El cuarto destacamento mixto escolta la bandera hasta el lugar que ocupa en la casa blanca. Yo sigo todavía en la era, y de la casa blanca llegan los sonidos del saludo familiar. En la oscuridad se me acerca una figura desconocida con un largo palo en la mano.
- ¿Quién es?
- Soy yo, Antón Semiónovich. He venido a hablar con usted acerca de la trilladora. Soy del caserío de Volovi, y mi apellido es Volovik...
- Bien, vámonos a la
jata.
También nosotros nos dirigimos a la casa blanca. Volovik, que, por lo visto, es un hombre viejo, arrastra los pies en la oscuridad.
- Está bien lo que hacéis. Lo mismo hacía antes la gente...
- ¿Qué es lo que está bien?
- Pues eso: que trilláis con procesión, como debe ser.
- ¡Pero qué va a ser eso, procesión! Es solamente una bandera. Además, no tenemos pope.
Volovik se adelanta un poco y acciona con el palo en el aire:
- El pope no tiene importancia. Lo importante es que la gente lo celebra como si se tratara de una fiesta. ¿Sabes? Recoger el trigo es la fiesta de las fiestas, pero entre nosotros la gente se ha olvidado de ello.

Frente a la casa blanca hay bullicio. A pesar del cansancio, los colonos se han ido al río, y la fatiga ha desaparecido con el baño. En el jardín la gente está alegre y locuaz en torno a las mesas, y María Kondrátievna tiene ganas de llorar por diferentes motivos: el cansancio, el amor a los colonos, el hecho de haber restablecido en su vida la justa ley humana, de haber probado también ella los encantos de una colectividad libre y laboriosa.
- ¿Ha sido fácil su trabajo? -le pregunta Burún.
- No lo sé -responde María Kondrátievna-. Seguramente ha sido difícil, pero no se trata de eso. Un trabajo así, de todas formas, es una felicidad.
A la hora de la cena, se me acercó Silanti y secreteó:
- Mire, me han dicho, eso, que le diga que, ¿sabe?, el domingo vendrán a verle, como se dice, con motivo de Olia. Fíjate qué historia.
- ¿De parte de Nikoláienko?
- De parte de Pável Ivánovich, es decir, del viejo. Conque tú, Antón Semiónovich, como suele decirse, procura lucirte. Aquí se acostumbran los
rushniki y el pan y la sal (1), y no hay más que hablar.
- Querido Silanti, organízalo tú todo.
- Bien, yo lo organizaré, como se dice, fíjate qué historia, hermano: hay costumbre, ¿sabes?, de beber
samogón en una oportunidad así.
-
Samogón es imposible, Silanti, pero puedes comprar dos botellas de vino dulce.

**NOTA**

(1).- Según una antigua costumbre ucraniana, se recibe a los casamenteros afreciéndoles pan y sal. Si la novia accede, se ata al brazo de los casamenteros una toalla con hermosos bordados (rushnik). Si la novia rechaza al novio, se entrega a los casamenteros una calabaza.

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