Índice de Poema pedagógico Capítulo 7
Refuerzos
Capítulo 9
El cuarto destacamento mixto
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 8

Los destacamentos noveno y décimo

A principios de julio, obtuvimos en arriendo el molino. Nos lo dieron por tres años -tres mil rublos cada año-, completamente a nuestra disposición, es decir, sin compañías de ninguna índole.

Las relaciones diplomáticas con el Soviet rural se interrumpieron de nuevo, pero, además, los días del propio Soviet rural estaban ya contados. La conquista del molino fue un triunfo de nuestro Komsomol en el segundo sector del frente de combate.

De un modo inesperado para nosotros, la colonia comenzó a enriquecerse visiblemente y a cobrar el aspecto de una hacienda sólida, culta y ordenada.

Si todavía poco antes, comprar un par de caballos nos suponía cierto esfuerzo, en cambio, ahora, a mediados del verano, pudimos ya asignar sin dificultad sumas bastante crecidas para la adquisición de buenas vacas, un rebaño de ovejas, nuevo mobiliario.

Entre una faena y otra, casi sin afectar nuestro presupuesto, Shere emprendió la construcción de un nuevo establo, y no habíamos tenido tiempo de recobrarnos cuando en un extremo del patio apareció un nuevo edificio, agradable y sólido, ante el que Shere plantó un parterre, haciendo añicos el viejo prejuicio de que el establo es un lugar de suciedad y de hedor. En el nuevo establo había cinco nuevas vacas de raza Simmenthal, y de nuestros terneros creció y se desarrolló extraordinariamente, sorprendiendo incluso a Shere con sus inauditas propiedades, un toro llamado César.

A Shere le costó trabajo obtener cédula para César, pero sus propiedades de raza eran tan sorprendentes, que a pesar de todo, nos dieron la cédula. También tenía cédula el Molodiets; con cédula vivía igualmente Vasili Ivánovich, un cerdo de dieciséis puds, que yo había sacado hacía mucho de una estación experimental, un inglés puro, llamado Vasili Ivánovich en honor del viejo Trepke.

Con estos distinguidos extranjeros -un alemán, un belga, un inglés- era más fácil organizar una verdadera granja de cría de animales de raza.

El reino del décimo destacamento de Stupitsin -la porqueriza- era desde hacía ya tiempo una institución seria, que, por su potencia y la pureza racial del ganado, tenía fama en nuestro distrito de ser la primera después de la estación experimental.

El décimo destacamento -catorce colonos- trabajó siempre de un modo ejemplar. La porqueriza era un sitio del que jamás dudaba nadie en la colonia. La porqueriza, magnífico local de hormigón de la época de los Trepke, se hallaba en medio de nuestro patio. Era nuestro centro geométrico, y estaba tan pulida y nos imponía tanto respeto, que a nadie se le ocurría pensar que alteraba el armónico conjunto de la colonia Gorki.

Era raro el colono a quien se dejaba entrar en la porqueriza. Muchos novatos visitaban la porqueriza sólo formando parte de alguna excursión especial con fines instructivos; en general, para entrar en la porqueriza se exigía un salvoconducto, firmado por Shere o por mí. Ésta era la razón de que, a los ojos de los colonos y de los campesinos, el trabajo del décimo destacamento estuviera rodeado de muchos misterios en los cuales penetrar se consideraba un honor especial.

Era relativamente fácil el acceso -con permiso de Stupitsin, el jefe del décimo destacamento- a la llamada sala. En este local vivían los lechones destinados a la venta y se procedía a la remonta de las cerdas aldeanas.

Los clientes pagaban aquí tres rublos por visita; el ayudante de Stupitsin y el tesorero, Ovcharenko, extendían los recibos. También en esta sala se vendían lechones por kilos a precios del Estado, aunque los campesinos trataban de demostrar que era ridículo vender los lechones al peso. Eso, decían, no se había visto nunca.

Cuando paría alguna cerda, se congregaba siempre mucha gente. Shere dejaba de cada vez sólo siete cerditos, los más grandes, los primeros, y regalaba todos los demás a quien los quisiera. Allí mismo Stupitsin instruía a los compradores acerca de cómo había que cuidar a un lechón quitado de la madre, cómo había que alimentarlo por medio de biberones, qué composición se debía dar a la leche, cómo bañarle, cuándo se podía pasar a otra comida. Los lechones eran distribuidos solamente entre quienes presentaban un certificado del Comité de campesinos pobres, y como Shere sabía de antemano el día en que las cerdas debían parir, de la puerta de la porqueriza pendía siempre un gráfico, en el que constaba cuándo debía venir por el lechón uno u otro ciudadano.

La distribución de los lechones nos dio fama por todo el distrito y nos proporcionó muchos buenos amigos entre el campesinado. En todas las aldeas vecinas aparecieron buenos cerdos ingleses, que tal vez no sirvieran para procrear, pero que eran excelentes para el engorde.

La sección siguiente de la porqueriza era el lugar de los lechones. Verdadero laboratorio, aquí se llevaban a cabo tenaces investigaciones de cada individuo antes de determinar su camino vital. Shere llegaba a reunir varios centenares de lechones, sobre todo en primavera. Los colonos conocían de vista a muchos pequeños de talento y seguían celosamente su desarrollo. Kalina Ivánovich, el Soviet de jefes, muchos colonos y yo conocíamos también a las personalidades más relevantes. Por ejemplo, a partir del mismo día de su nacimiento gozó de nuestra atención general el vástago de Vasili Ivánovich y de Matilde. Nació hecho un titán, y desde el principio reveló todas las cualidades precisas y se le destinó a heredero de su padre. No defraudó nuestras esperanzas y pronto fue instalado en un local aparte, junto a su padre, y llamado Piotr Vasilievich en honor del joven Trepke.

Más lejos aún estaba el cebadero. Éste era el reino de las recetas, de los datos de la balanza, de la quietud y de la felicidad pequeñoburguesa elevada a la perfección. Si, al principio del cebo, algunos individuos aún daban señales de filosofía e incluso exponían de una manera bastante ruidosa ciertas fórmulas de concepción y percepción del mundo, un mes después permanecían tumbados silenciosamente en su jergoncillo dedicados a la dócil digestión de sus raciones. Sus biografías finalizaban con la nutrición obligatoria hasta que llegaba, por fin, el momento en que el individuo pasaba al negociado de Kalina Ivánovich, y en una pequeña colina arenosa, junto al viejo parque, Silanti transformaba las individualidades en productos alimenticios, sin sentir la menor convulsión filosófica, mientras Alioshka Vólkov preparaba en la puerta de la despensa los toneles para la grasa.

La última sección estaba destinada a las cerdas de cría, pero aquí podían entrar únicamente los sumos sacerdotes. Yo mismo ignoraba todos los misterios de ese santuario.

La porqueriza nos proporcionaba grandes ingresos; el hecho de que pudiéramos llegar tan rápidamente a constituir una hacienda rentable era algo que ni siquiera nos había pasado por la cabeza. Nuestra agricultura, definitivamente ordenada bajo la dirección de Shere, nos daba enormes reservas de forraje: remolacha, calabaza, maíz, patata. En otoño conseguíamos a duras penas almacenarlo todo.

La obtención del molino abría ante nosotros amplias perspectivas. Además del pago de la molienda -cuatro libras por pud de grano-, el molino nos daba salvado, el alimento más valioso para nuestros animales.

El molino tenía también importancia en otro sentido: nos ponía en nuevas relaciones con todos los campesinos de los alrededores, y gracias a ellas podíamos desarrollar una política de gran responsabilidad. El molino era el Comisariado del Pueblo de Negocios Extranjeros de la colonia. Aquí no se podía dar un paso sin caer en las complicadísimas redes de las coyunturas campesinas de aquel tiempo. En cada aldea había comités de campesinos pobres, en su mayor parte activos y disciplinados; había campesinos medios, redondos y firmes como el guisante, y, como el guisante, dispersos en fuerzas aisladas que se repelían mutuamente; había amos acomodados, los kulaks, sombríamente amurallados en sus caseríos-reductos y vueltos al estado salvaje por la ira reconcentrada y los recuerdos ingratos.

Después de obtener el molino a nuestra disposición, declaramos inmediatamente que deseábamos tratar, ante todo, con colectividades y que a ellas les concederíamos preferencia. Pedimos que las colectividades se inscribieran de antemano. Los campesinos pobres constituían fácilmente esas colectividades, llegaban a su tiempo, obedecían inflexiblemente a sus apoderados, liquidaban las cuentas con facilidad y rapidez, y el trabajo en el molino se deslizaba como sobre ruedas. Los amos formaban colectividades pequeñas, pero firmemente unidas por simpatías mutuas y vínculos de parentesco. Maniobraban con silencioso aplomo, y había veces en que costaba trabajo discernir quién de ellos era el responsable.

En cambio, cuando llegaba al molino un grupo de campesinos medios, el trabajo de los colonos se transformaba en un trabajo de forzados. Jamás llegaban juntos, sino que iban presentándose todos a lo largo del dia. Tenían también su apoderado, pero él, claro está, daba a moler su trigo antes que nadie y se iba inmediatamente a su casa, dejando inquieta a la muchedumbre con sospechas y recelos de toda índole. Después del desayuno, regado con samogón por el aquél del viaje, nuestros clientes adquirían una profunda inclinación a resolver inmediatamente muchos conflictos domésticos y, al cabo de debates verbales y no verbales -había momentos en que se llegaba a las manos-, nuestros clientes se transformaban hacia la hora del almuerzo en pacientes del botiquín de Ekaterina Grigórievna, enfureciendo a los colonos. Osadchi, el jefe del noveno destacamento que trabajaba en el molino, iba expresamente al botiquín para reprender a Ekaterina Grigórievna.

- ¿Por qué le venda usted? ¿Es que se les puede curar? Son unos mujiks; usted no les conoce. Si ven que usted les cura, se degollarán todos entre sí. Dénoslos a nosotros; en el acto les curaremos. ¡Valdría más que fuera usted a ver lo que está pasando en el molino!
Tanto Denís Kudlati, el encargado del molino, como el noveno destacamento -es preciso decir la verdad- sabían curar a los alborotadores y hacerles entrar en razón. Con el transcurso del tiempo los muchachos adquirieron gran reputación en este terreno y una autoridad infalible.

Hasta la hora de comer, los muchachos todavía permanecen tranquilos en sus puestos entre el mar revuelto de epigramas ofensivos para toda la familia, de emanaciones de samogón, de brazos en alto, de sacos arrancados y de infinitos conflictos con motivo del turno en la cola, a los que se añaden cuentas y conflictos viejos. Por fin, los muchachos no pueden resistir ya más. Osadchi cierra el molino y pasa a la represión. Los miembros del noveno destacamento, después de sujetar unos instantes a los tres o cuatro más borrachos y más turbulentos, les cogen del brazo y les llevan a la orilla del Kolomak. Con el aspecto más serio, hablándoles amablemente y tratando de convencerles, les obligan a sentarse en la orilla y, poseídos de escrupulosidad ejemplar, vierten sobre ellos una docena de cubos de agua. Al principio, la víctima de la ejecución no comprende lo que ocurre y vuelve obstinadamente a los temas tratados en el molino. Osadchi, abriendo las piernas tostadas por el sol y hundiendo las manos en los bolsillos de los calzones, escucha atento el balbuceo del paciente y sigue con sus ojos grises y fríos cada uno de sus movimientos.
- Éste ha mentado tres veces más a la madre. Dale otros tres cubos.
Lápot trae diligente desde abajo, es decir, desde la orilla, la cantidad indicada de cubos y después examina con fingida seriedad, lo mismo que un médico, la fisonomía del paciente.
El paciente empieza, por fin, a comprender algo, se frota los ojos, sacude la cabeza y hasta protesta:
- ¿Qué derecho tenéis a hacer esto? Sois unos...
Osadchi ordena tranquilamente:
- Una ración más.
- ¡A la orden, una ración más! -replica Lápot con voz cariñosa y amable y, como si fuera la última dosis de una preciosa medicina, vierte solícita y delicadamente sobre la cabeza del campesino otro cubo de agua. Después, inclinándose sobre el pecho mojado de la sufrida víctima, exige, igual de cariñoso e insistente:
- No respire... Respire fuerte... más... No respire.
En medio del entusiasmo general, el paciente, aturdido por completo, ejecuta dócilmente las exigencias de Lápot; bien permanece inmóvil del todo, bien infla el vientre y respira con fuerza. Lápot se incorpora con el rostro resplandeciente:
- Estado satisfactorio: pulso, 370; temperatura, 15.
Lápot sabe no sonreír en estos casos, y todo el tratamiento se mantiene en un tono rigurosamente científico. Sólo los muchachos que están junto al río con los cubos vacíos en las manos se ríen a carcajadas, y desde la colina un grupo numeroso de campesinos sonríe con aprobadora simpatía. Lápot se acerca a los campesinos y les pregunta serio y cortés:
- ¿Quién es el siguiente? ¿A quién le toca el turno para pasar al gabinete hidroterápico?
Los campesinos acogen boquiabiertos cada palabra de Lápot, como si fuera néctar, y comienzan a reírse medio minuto antes de que la pronuncie.
- Camarada profesor -dice Lápot a Osadchi-, no hay más enfermos.
- Secad a los convalecientes -dispone Osadchi.
El noveno destacamento se pone celosamente a tender en la hierba a los pacientes y a volverles de un costado a otro bajo el sol. En efecto, los pacientes comienzan a recobrarse. Uno de ellos, ya con la voz normal, pide, sonriente:
- No es necesario... Yo solo... Ya estoy bien.
Únicamente ahora Lápot se ríe franco y bonachón e informa:
- Éste ya está curado: puede dársele de alta.
Otros se resisten todavía y hasta pretenden emplear las viejas fórmulas: Iros a..., pero basta que Osadchi mencione el cubo para que vuelvan plenamente al estado normal y empiecen a suplicar:
- No es necesario, palabra de honor. Se me ha escapado. Es la costumbre, ¿sabe?...
Lápot examina a ésos con mucho detalle -son los más graves-; y, en tales casos, la risa de los colonos y de los campesinos llega al máximo grado, interrumpida tan sólo para no perder las nuevas perlas del diálogo:
- ¿Dice que la costumbre? ¿Y hace tiempo que le ocurre a usted eso?
- ¡Qué dice, alabado sea Dios! -se sonroja azorado el paciente, pero tiene miedo a protestar más enérgicamente, porque en el río sigue aún el noveno destacamento con los cubos.
- ¿Entonces es reciente? ¿Y sus padres blasfemaban también?
- Claro -sonríe, turbado, el paciente.
- ¿Y el abuelo?
- También...
- ¿Y el tío?
- Pues...
- ¿Y la abuela?
- Ella, claro... Pero, ¿qué dice? ¡Dios sea con usted! La abuela, seguramente, no...
Lo mismo que todos, Lápot se alegra de que la abuela estuviera completamente sana y abraza al enfermo mojado:
- Curará, le digo a usted que curará. Venga a vernos más a menudo. No cobramos nada por el tratamiento.
Tanto el enfermo como sus amigos y enemigos se desternillan de risa. Lápot prosigue con toda seriedad, yendo ya hacia el molino, donde Osadchi abre el cerrojo:
- Y, si lo desea, podemos visitarle en su casa. También gratuitamente. Sólo que debe solicitarlo con dos semanas de anticipación y enviar un caballo en busca del profesor. Además, los cubos y el agua debe ponerlos usted. Si quiere, podemos curar también a su padre. Y a la madre.
- Pero si su madre no padece de tal enfermedad -dice alguien entre carcajadas.
- Permítame, cuando yo le pregunté por sus padres, usted me contestó:
claro.
- ¡No me diga! -se asombra el convaleciente.
Los campesinos llegan a la cumbre del entusiasmo:
- ¡Ja, ja, ja!... ¡Vaya con él!... ¡Lo que ha dicho de su propia madre!...
- ¿Quién?
- Ese... Yavtuj... el enfermo, el enfermo... ¡Huy, no puedo más, no puedo, qué demonio! ¡Vaya muchacho! ¡Y no ha sonreído ni siquiera una vez! ¡Es un buen doctor!

Lápot es llevado casi triunfalmente al molino, y en la sección de máquinas se da la orden de proseguir. Ahora el tono del trabajo es diametralmente opuesto: los clientes cumplen incluso con excesivo celo todas las disposiciones de Kudlati, se someten incondicionalmente al turno establecido y escuchan con avidez cada palabra de Lápot, que es, en efecto, inagotable en palabras y en mímica. Al caer la tarde, termina la molienda, y los campesinos estrechan afectuosamente la mano de los colonos y, mientras se instalan en los carros, recuerdan con animación:
- Hasta la abuela... ¡Qué chico! Si en las aldeas hubiera, por lo menos, uno así nadie iría a la iglesia.
- ¡Eh, Karpó! ¿Te has secado ya? ¿ Eh? ¿Y la cabeza qué tal? ¿Todo va bien? ¿Y la abuela? ¡Ja, ja, ja, ja!...
Karpó sonríe, confuso, para su barba, arreglando los sacos en el carro, y mueve la cabeza:
- Sin pensarlo, he ido a parar al hospital...
- ¡A ver, blasfema otra vez!
- ¡Qué va! Ahora, si acaso después de pasar Storozhevoie, es posible que insulte al caballo...
- ¡Ja, ja, ja!

La fama del balneario del noveno destacamento se extendió pronto por los alrededores. Los que acudían al molino no hacían más que recordar esa magnífica institución y querían conocer de cerca a Lápot. Y Lápot, serio y cordial, les estrechaba la mano:
- Yo no soy más que el primer asistente. El profesor principal es éste: el camarada Osadchi.
Osadchi miraba fríamente a los campesinos. Los aldeanos palmoteaban con precaución la espalda desnuda de Lápot.
- ¿Asistente? Ahora, en la aldea, si uno cae enfermo, en seguida decimos: ¿no quieres que te traigamos de la colonia al curandero del agua? Porque dice que puede visitar a domicilio...
Pronto conseguimos instaurar en el molino el mismo ambiente que en la colonia. Había animación, alegría, la disciplina andaba con pisadas suaves y severas, agarraba cuidadosa, delicadamente, a los infractores casuales y los colocaba en su sitio.
En julio procedimos a la reelección del Soviet rural. Luká Semiónovich y sus amigos entregaron las posiciones sin combate. Pável Pávlovich Nikoláienko fue elegido presidente, y de los colonos pasó al Soviet rural Denís Kudlati.

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