Índice de Poema pedagógico Capítulo 9
El cuarto destacamento mixto
Capítulo 11
Lírica
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 10

La boda

El domingo llegaron los emisarios de Pável Ivánovich Nikoláienko. Era gente conocida: Kuzmá Petróvich Mogarich y Osip Ivánovich Stomuja. Todos en la colonia conocían a Kuzmá Petróvich, porque vivía cerca de nosotros, al otro lado del río. Era un hombre locuaz, aunque poco serio. Tenía un campo arenoso y lleno de hierbas, y, como no lo trabajaba casi, allí crecía toda suerte de inmundicia, en su mayoría por iniciativa propia. Una infinidad de senderos atravesaban ese campo, porque se hallaba en el camino de todos. El rostro de Kuzmá Petróvich tenía cierto parecido con su campo: en él no nacía nada razonable, y también se hubiera dicho que cada breña de su barba sucia y negruzca surgía por iniciativa propia, sin tener en cuenta los intereses del dueño; también su rostro estaba surcado por numerosísimos senderos: arrugas, pliegues, surcos. La única diferencia que había entre Kuzmá Petróvich y su campo era que en el campo no se alzaba una nariz tan fina y tan larga.

Osip Ivánovich Stomuja se distinguía, al contrario, por su belleza. En toda Gonchárovka no había un hombre tan gallardo y tan apuesto como Osip Ivánovich. Tenía unos bigotes largos y pelirrojos y unos ojos bien dibujados, insolentes como los de una escultura; vestía un traje entre civil y militar y siempre se mostraba correcto y atildado. Osip tenía muchos familiares entre los campesinos pudientes, pero -no sé por qué- él carecía de tierra y se ganaba la vida con la caza. Vivía en la misma orilla del río, en una jata solitaria, que parecía escapada de la aldea.

Aunque aguardábamos a los forasteros, nos encontraron poco preparados, y además, ¡cualquiera sabía cómo era preciso prepararse para una ceremonia tan insólita! No obstante, cuando entraron en mi despacho, en él reinaba un tono solemne, serio e imponente. Estábamos sólo Kalina Ivánovich y yo. Los emisarios entraron, nos estrecharon la mano y tomaron asiento en el diván. Yo no sabía cómo empezar. Y me alegré cuando Osip Ivánovich arrancó sin más exordios :
- Antes, en asuntos de esta índole se empezaba hablando de los cazadores, de que habían ido de caza y habían visto una loba y que la tal loba había resultado una hermosa doncella... Pero yo, aunque cazador, opino que eso no sirve ahora.
- Tiene usted razón -asentí.
Kuzmá Petróvich, sentado en el diván, agitó los pies y sacudió la barbita:
- Eso son tonterías; así opino yo.
- No es que sean tonterías, sino que no son tiempos adecuados para ello -corrigió Stomuja.
- Los tiempos cambian -comenzó Kalina Ivánovich en tono doctrinal-. Hay veces en que el pueblo es ignorante, pero aún le parece poco y se mete en el cuerpo toda suerte de supersticiones, y después vive como un asno cualquiera, teniendo miedo de todo: de los truenos, y de la luna, y del gato. Ahora tenemos Poder soviético, ¡je, je!, y quizá sólo a un destacamento-barrera (1) se le puede tener miedo, que todo lo demás no es terrible...
Stomuja interrumpió a Kalina Ivánovich, olvidando, por lo visto, de que no nos habíamos reunido para mantener una conversación científica:
- Diremos simplemente que nos han enviado Pável Ivánovich, a quien ustedes conocen, y su esposa Evdokía Stepánovna. Usted es como un padre en la colonia. Así, pues, ¿no querrá dar a su... ¿cómo decirlo?.. a su hija aproximada Olga Vóronova para su hijo Pável Pávlovich, hoy presidente del Soviet rural?
- Le rogamos que nos responda -pió también Kuzmá Petróvich-. Si está usted de acuerdo, como el padre de él está conforme, dennos los
rushniki y el pan, y, si no está de acuerdo, le rogamos que no se ofenda por haberle molestado.
- ¡Je, je, je! Me parece que es poco eso de pedir que no se ofenda -dijo Kalina Ivánovich-. Según vuestra estúpida ley, os correspondería llevaros a casa una calabaza.
- La calabaza no nos hace falta -sonrió Osip Ivánovich- y, además, ahora no es tiempo de calabazas.
- Eso es verdad -asintió Kalina Ivánovich-. Pero antes, las muchachas, sea por tontería, sea por orgullo, tenían a intento la despensa llena de calabazas. Y si no venían los novios, la muy parásita se hacía papilla de calabaza. La papilla de calabaza es muy buena, sobre todo si es con mijo...
- ¿Cuál será su contestación paterna? -preguntó Osip Ivánovich.
Yo respondí:
- Gracias a usted, a Pável Ivánovich y a Evdokía Stepánovna por el honor. Pero yo no soy el padre y no tengo tal autoridad. Naturalmente, hay que preguntar a Olga, y después para todos los detalles tendrá que decidir el Soviet de jefes.
- En eso nosotros no somos quiénes para enseñarles a ustedes. Háganlo según corresponde a las nuevas costumbres -accedió simplemente Osip Ivánovich.

Salí del despacho. En la habitación contigua encontré al responsable de la guardia de la colonia y le pedí que tocase a reunión de jefes. En la colonia se sentía una fiebre y una agitación desusadas. Nastia corrió a mí y me preguntó riéndose:
- ¿Dónde debemos guardar estos
rushniki? Allí no los podemos llevar -dijo señalando el despacho.
- Esperad con vuestros
rushniki. Aún no nos hemos puesto de acuerdo. Vosotros estad por aquí cerca, que yo os llamaré.
- ¿Y quién los atará?
- ¿Atar qué?
- ¡Hay que ponérselos a esos... casamenteros, o como se llamen!
Cerca de mí, Toska Soloviov sujetaba bajo el brazo un gran pan de trigo; en las manos tenía un salero y lo sacudía, contemplando cómo saltaban las gruesas partículas de sal. También llegó corriendo Silanti.
- ¿Qué haces aquí con el pan y la sal? Eso hay que ponerlo en una bandeja...
Y se inclinó, ocultando la risa.
- ¡Qué desesperación de muchachos!... ¿Y los entremeses dónde están?
Entró Ekalerina Grigórievna y yo me alegré al verla llegar:
- Ayúdeme usted en este asunto.
- Pero si llevo ya mucho tiempo buscándoles. Desde por la mañana están dando vueltas con este pan por la colonia. Venid conmigo. Arreglaremos este asunto; no se preocupe usted. Estaremos donde las niñas. Allí pueden ir a buscarnos.
Llenaron mi despacho jefes de piernas desnudas.
Conservo la relación de los jefes de aquella época feliz. Eran:

Jefe del primer destacamento, zapateros: Gud.
Jefe del Segundo destacamento, cocheros: Brátchenko.
Jefe del tercer destacamento, vaqueros: Oprishko.
Jefe del cuarto destacamento, carpinteros: Taraniets.
Jefe del quinto destacamento, niñas: Nochévnaia.
Jefe del sexto destacamento, herreros: Belujin.
Jefe del séptimo destacamento: Vetkovski.
Jefe del octavo destacamento: Karabánov.
Jefe del noveno destacamento, molino: Osadchi.
Jefe del décimo destacamento, porqueriza: Stupitsin.
Jefe del undécimo destacamento, pequeños: Gueórguievski.
Secretario del Soviet de jefes: Kolka Vérshnev.
Encargado del molino: Kudlati.
Encargado del depósito: Aliosha Vólkov.
Ayudante de agrónomo: Olia Vóronova.

A decir la verdad, en el Soviet de jefes se reunió mucha más gente; con pleno e indiscutible derecho se congregaron allí los miembros del Komsomol, Zadórov, Zhorka Vólkov, Vólojov, Burún; los veteranos de blancas canas, Prijodko, Soroka, Golos, Chóbot, Ovcharenko, Fedorenko, Korito; en el suelo se instalaron los pequeños, los aficionados, y, entre ellos, obligatoriamente Mitka, Vitka, Toska y Vañka Shelaputin. Siempre asistían al Soviet los educadores, Kalina Ivánovich y Silanti Semiónovich. Por eso, en el Soviet faltaban eternamente sillas: la gente se acomodaba en los alféizares de las ventanas, se recostaba contra la pared, miraba por la ventana desde fuera.

Kolka Vérshnev abrió la reunión. Los casamenteros habían perdido todo su aspecto solemne, apretujados en el diván por una decena de colonos y entremezclados con sus piernas y sus brazos desnudos.
Yo comuniqué a los jefes la llegada de los casamenteros. No era ninguna novedad para el Soviet de jefes. Hacía ya mucho tiempo que todos habían reparado en la amistad de Pável Pávlovich y Olga. Sólo para cumplir una formalidad Vérshnev preguntó a Olga:
- ¿Quieres casarte con Pável?
Olga se sonrojó un poco y repuso:
- ¡Hombre, claro!
Lápot infló los labios:
- Nadie lo hace así. Deberías haberte negado, y entonces nosotros hubiéramos procurado convencerte. Así es aburrido.
Kalina Ivánovich intervino:
- Aburrido o no, pero hay que tratar del asunto. Vosotros debéis decirnos claramente cómo van a vivir, de qué van a disponer, etc.
Osip Ivánovich se atusó los bigotes:
- Entonces, si estáis de acuerdo celebraremos la boda, los esponsales, y después la pareja se irá con los viejos; es decir, vivir juntos y los bienes en común.
- ¿Y para quién han construido, entonces, la
jata nueva? -preguntó Karabánov.
- Esa
jata será para Mijaíl.
- ¡Pero si Pável es el mayor!
- Claro que es el mayor, pero es el viejo quien lo ha decidido así. Porque Pável se casa con una de la colonia.
- Bueno, y ¿qué importa que sea de la colonia? -masculló, hostil, Kóval.
Osip Ivánovich tardó en encontrar palabras. Con una fina vocecilla tatareó Kuzmá Petróvich:
- Pável Ivánovich dice que el amo ama necesita, y el ama que se lleva Mijaíl tiene padre, pues se casa con la hija de Serguéi Grechani. Y la vuestra, por lo tanto, será la nuera en casa del padre de Pável Pávlovich. Y el mismo Pável Pávlovich ha dado su conformidad.
Karabánov hizo un ademán evasivo:
- Por ese camino, podremos llegar a hablar de calabazas. ¿Qué nos importa a nosotros que Pável Pávlovich haya dado su conformidad? Si es así, es un pingajo, y no hay más que hablar. En esas condiciones, el Soviet de jefes no puede casar a Olga. Si es para que vaya como jornalera del viejo diablo...
- Semión... -frunció Kolka el entrecejo.
- Bueno, bueno, retiro lo del diablo. Eso es una cosa. Y después, ¿de qué esponsales habéis hablado?
- Pues de los que corresponde. No ha habido ningún caso de boda sin popes. En nuestra aldea jamás lo ha habido.
- Pues lo habrá -terció Kóval.
Kuzmá Petróvich se rascó la barba.
- ¡Quién sabe si lo habrá o no! Entre nosotros eso no se considera bien; es como si vivieran juntos sin casarse por la iglesia.
El Soviet guardó silencio. Todos pensaban lo mismo: no habría boda. Yo incluso temía que, si fracasaban las gestiones, los muchachos despidieran a los casamenteros sin honores especiales.
- Olga, ¿te casarás con pope? -preguntó Kolka.
- ¿Qué dices? ¿Has desayunado mal? ¿Te has olvidado que soy del Komsomol?
- De los popes, ni hablar -dije yo a los casamenteros-; piensen alguna otra cosa. Ustedes sabían a dónde venían. ¿Cómo ha podido ocurrírseles que nosotros aceptaríamos una boda por la iglesia?
Silanti se levantó de su sitio y alzó un dedo: señal de que iba a hacer uso de la palabra.
- Silanti, ¿vas a hablar? -le preguntó Kolka.
- Quiero preguntar una cosa.
- Bueno, pregunta.
- Este Kuzmá es, como se dice, un hombre soñador. Pero que nos diga Osip Ivánovich, ¿para qué narices nos hacen falta aquí los popes? Valdría más que nos cebaras, eso, un cerdo.
- ¡Así se hundan! -rompió a reír Stomuja-. Si encuentro a algún pope cuando voy de caza, me vuelvo escapado a casa.
- Entonces, es a Kuzmá a quien le hacen falta los melenudos, como se dice.
Kuzmá Petróvich sonrió:
- ¡Ji, ji! No se trata de que me hagan falta, porque, en realidad, ¿qué provecho se saca con ellos? Eso se entiende por sí solo. Pero ¿sabes?, es que nuestros abuelos y tatarabuelos lo hacían así y, además, Pável Ivánovich dice que, como nos llevamos a una muchacha pobre, es decir, sin eso, sin dote, pues...
Kalina Ivánovich golpeó la mesa con el puño:
- Pero ¿qué estás diciendo? ¿Quién te ha dado derecho a maullar cosa semejante? ¿Quién es el rico que ha venido aquí a presumir? ¿Tú crees que, como tú y tu Pável Ivánovich habéis levantado una
jata, ya podéis despreciar a todo el mundo? El parásito ése, por tener una mesa y dos bancos y una pelliza en el arca, se cree ya un millonario.
Kuzmá Petróvich chilló, asustado:
- ¿Pero es que nosotros hemos presumido aquí? Hemos hablado de la dote, sin intención de molestar.
- ¿Es que tú sabes a dónde has venido o no lo sabes? Aquí es el Poder soviético o ¿tú no sabes, tal vez lo que es el Poder soviético? El Poder soviético puede dar una dote que todos tus hediondos abuelos se darán tres vueltas en el ataúd, los parásitos.
- Pero si nosotros... -objetaba débilmente Kuzmá Petróvich.
Los muchachos se reían a carcajadas y aplaudían a Kalina Ivánovich. Kalina Ivánovich estaba verdaderamente sulfurado.
- Que el Soviet de jefes examine bien esta cuestión. Es un hecho que han venido a pedirnos novia y debemos pensar si casamos o no a nuestra hija Olga con un harapiento como ese Nikoláienko, que sólo come patatas y cebolla y cultiva malezas el muy parásito en lugar de trigo. Nosotros somos gente rica; tenemos que pensarlo bien.

El entusiasmo general del Soviet de jefes y de todos los asistentes a la reunión demostró que no había ningún problema. Se invitó a los casamenteros a salir del despacho por algún tiempo, y el Soviet de jefes empezó a deliberar acerca de lo que se debía dar como dote a Olga.
Los muchachos, afectados en lo más vivo por todo lo anterior, asignaron una dote a Olga que, desde todos los puntos de vista, era completamente excepcional. Se llamó a Shere; temíase que protestara contra algunas entregas. Pero Shere, sin pensarlo ,un instante, dijo severamente:
- Eso está bien. Aunque nos sea gravoso, tenemos que dotar espléndidamente a Vóronova, mejor que a todas las novias de la comarca. Hay que dar una lección a los kulaks.
Por eso, si, durante la discusión de la dote, hubo objeciones, fueron del siguiente género:
- ¿Qué estás diciendo? ¡Un potrito! Hay que darle un caballo y no un potrito.
Una hora más tarde, los casamenteros, que habían estado respirando aire fresco, fueron convocados al Soviet y Kolka Vérshnev se levantó y, tartamudeando un poco, pronunció este imponente discurso:
- El Soviet de jefes ha decidido casar a Olga con Pável. Pável pasará a vivir en una
jata aparte, y el padre le cederá lo que buenamente pueda. Nada de popes; el matrimonio será inscrito en el Registro Civil. El primer día de la boda lo celebraremos aquí, y después vosotros haréis lo que os dé la gana. A OIga, para que organice su economía, se le da:
Una vaca con un ternero de raza.
Una yegua con un potrillo.
Cinco ovejas.
Un cerdo de raza inglesa...

Kolka tuvo tiempo de enronquecer mientras acababa de leer la larguísima relación de la dote de Olga. Allí había herramientas de trabajo, y semillas, y reservas de forraje, ropa, muebles y hasta una máquina de coser. Kolka terminó así:
- Nosotros ayudaremos a Olga siempre que haga falta, y ellos están obligados, en caso necesario, a ayudar a la colonia sin negativa de ningún género. A Pável se le confiere el título de colono.
Los asustados casamenteros parpadeaban y parecían en vísperas de tomar la extremaunción. Sin preocuparse ya de si era oportuno o no, entraron corriendo los muchachos y, entre risas, ataron los rushniki a los casamenteros, y los muchachos, con Toska a la cabeza, les ofrecieron en una bandeja, cubierta por un rushnik, el pan y la sal. Los casamenteros, desorientados, tomaron torpemente el pan sin saber qué hacer con él. Toska sacó la bandeja de debajo del brazo de Kuzmá Petróvich y le dijo alegremente:
- ¡Eh! Eso devuélvalo; si no, tendré lío con el molinero. La bandeja es de él.
Las muchachas extendieron un mantel sobre mi mesa y colocaron en ella tres botellas de Kagor y unos quince vasos. Kalina Ivánovich escanció a todos y levantó su vaso:
- Bien, que viva y sea obediente.
- ¿A quién debe obedecer? -preguntó Osip Ivánovich.
- Pues ya se sabe: al Soviet de jefes y, en general, al Poder soviético.
Todos brindamos, bebimos el vino y tomamos bocadillos de salchichón.
Kuzmá Petróvich hacía reverencias:
- Bueno, gracias por lo bien que se han hecho las cosas. Entonces, vamos a felicitar a Pável Ivánovich y a Evdokía Stepánovna.
- Felicítales, felicítales -asintió Kalina Ivánovich.
Osip Ivánovich nos estrechó las manos:
- Y vosotros... vamos, sois gente de verdad... ¡A nosotros nos falta mucho para poder compararnos con vosotros!
Los casamenteros, suaves y modestos como colegiales, salieron del despacho y se dirigieron a la aldea. Nosotros les seguíamos con la mirada. De pronto, Kalina Ivánovich entornó alegremente los ojos y se encogió, descontento, de hombros:
- ¡No, así no vale! ¿Por qué se van como unos idiotas? Alcánzales, Petró, y diles que vayan a mi casa, y tú, Antón, engancha dentro de una hora y acércate.
Una hora más tarde, los muchachos, entre risas, acomodaron en el carruaje a los casamenteros, todavía atados con los
rushniki, aunque habiendo perdido ya otros muchos indicios de su rango de embajadores oficiales y, entre ellos, la palabra articulada. Cierto, Kuzmá Petróvich no se había olvidado del pan, que estrechaba amorosamente contra su pecho. El Molodiéts tiró del pesado carruaje, como si llevara una plumita, por el camino de arena.
Kalina Ivánovich escupió:
- Ha enviado intencionadamente a los más pobres el muy parásito.
- ¿Quién?
- Pues ese Nikoláienko. Quería demostrarnos que a tal novia, tales casamenteros.
- Aquí no se trata de eso -intervino Silanti-. Aquí fíjate qué historia, otros casamenteros no habrían aceptado la boda sin pope, y ésos, ¿qué más les da?, se ríen de los popes, son así... y el viejo diablo les ha dicho, ¿sabes?, así: vosotros exigid que sea con pope, pero, en caso de que no, que se vaya el pope al cuerno. Fíjate qué historia.

La boda fue señalada para mediados de agosto; funcionaban las comisiones, se ensayaba un espectáculo. Había muchas preocupaciones, y todavía más gastos, y Kalina Ivánovich incluso andaba triste:
- Si tuviéramos que casar así a todas nuestras muchachas, valdría más, Antón Semiónovich, que nos cogieras a los muchachos y a mí, viejo memo, y nos mandaras a pedir limosna... Pero no se puede hacer de otro modo...
El día de la boda, la colonia fue rodeada de centinelas desde por la mañana: tuvimos que dedicar a ellos dos destacamentos. Sólo a setenta personas enviamos invitaciones impresas. En ellas se leía:

El Soviet de jefes de la colonia de trabajo Máximo Gorki
le invita a asistir a la comida y al espectáculo que se celebrará por la noche
con motivo de la salida de la colonia de la educanda
Olga Vóronova y de su boda con el camarada N. Nikoláienko.

El Soviet de jefes.

A las dos de la tarde todo está dispuesto en la colonia. Se han instalado las mesas engalanadas en el jardín, en torno al surtidor. El ornato de este lugar es un regalo del círculo de Zinovi Ivánovich: sobre finas cañas, que rodean el comedor por todas partes, allí donde han penetrado difícilmente las manos de los colonos y donde ahora penetra la vista con tanta facilidad, penden finas y verdes guirnaldas, hechas de tiernos brotes de abedul. Sobre las mesas, floreros con ramos de reinas de las nieves.

Hoy se puede ver con serena alegría cómo ha crecido y se ha engalanado la colonia. En el parque, amplios senderos, espolvoreados de arena, subrayan la verde riqueza de las tres terrazas, en las que cada árbol, cada grupo de matorrales, cada línea del parterre -fruto de largas reflexiones nocturnas- están regados por el sudor del trabajo de los destacamentos mixtos, están ornados como de piedras preciosas por la solicitud y el amor de la colectividad. Las alturas y las hondonadas de la orilla del río han tenido que plegarse a una disciplina severa, aunque amplia y cariñosa: bien una docena de peldaños de madera, bien una pasarela de abedul, bien una alfombra rectangular de flores, bien unos estrechos y tortuosos senderos, bien la plataforma de la ribera espolvoreada de arena, todo ello demuestra de nuevo hasta qué punto el hombre es más inteligente que la naturaleza y superior a ella, incluso un hombre así, con los pies descalzos. Y en los amplios patios de este dueño descalzo, sobre el lugar de las profundas heridas que le dejaron por toda herencia, él, hijastro de la vieja humanidad, también ha puesto en todas partes su mano de artista. Ya en el otoño, los colonos plantaron aquí doscientos arbustos de rosas y un número incontable de asters, de claveles, de girofleas, de geranios intensamente rojos, de campánulas azules y otras flores desconocidas y no bautizadas. A los lados del patio se extendieron auténticas carreteras uniendo y delimitando el emplazamiento de las distintas casas; cuadrados y triángulos de césped rellenaron y rejuvenecieron los pasos libres, convirtiéndose aquí y allá en verdes divanes.

La colonia es ahora hermosa y confortable, todo en ella tiene sentido, y yo, al verla, me enorgullezco de mi participación en el embellecimiento de la tierra. Pero yo también tengo mis caprichos estéticos: ni las flores, ni los senderos, ni los rincones umbríos son capaces de eclipsar por un momento a estos muchachos de calzones azules y blancas camisas. Corren, se pasean tranquilamente entre los invitados, se afanan alrededor de las mesas, montan la guardia, conteniendo a los cientos de curiosos que han llegado para ver esta insólita boda: son los gorkianos, esbeltos y bien proporcionados, con el talle ágil y flexible, muchachos de cuerpos musculosos y sanos que ignoran la medicina y rostros frescos de labios encendidos. Estos rostros son un producto de la colonia. Los muchachos nos llegan de la calle con el rostro completamente distinto.

Cada uno de ellos tiene su propio camino, y también tiene su camino la colonia Gorki. Yo siento en mis manos el comienzo de muchos de esos caminos, pero ¡qué difícil es entrever en la bruma inmediata el futuro de su rumbo, su continuación, su fin! En la bruma bailan y giran elementos espontáneos, todavía no domeñados por el hombre, todavía no bautizados en el plan y en las matemáticas. Y nuestra marcha en medio de esos elementos espontáneos tiene igualmente su propia estética, pero la estética de las flores y de los parques ya no me emociona.

No me emociona, además, porque se me acerca María Kondrátievna y me dice:
- ¿Qué le ocurre, papaíto, que está tan solo y tan triste?
- ¡Cómo no voy a estar triste, si todos, incluso usted me han abandonado!
- Me alegro de servirle de consuelo. Hasta le he buscado intendonadamente y no he querido ver sin usted la exposición de la dote de Olga. Vamos.
En dos aulas ha sido reunido todo el ajuar de Olga. Ante la exposición se agrupan los invitados; las mujeres, envidiosas y enfadadas, contraen los labios y me asaetean con una mirada atenta y hostil. Han despreciado altivamente a nuestra novia y han casado a sus hijos con muchachas del caserío, y ahora resulta que tenían bajo las narices a las novias más pudientes. Yo reconozco su derecho a tratarme con indignación.
Bókova dice:
- ¿Pero qué va a hacer usted si los casamenteros empiezan a acudir en tropel a la colonia?
- Estoy asegurado -respondo-; nuestras novias son muy exigentes.
De pronto llega corriendo un pequeño, terriblemente asustado:
- ¡Ya vienen!
En el patio resuena ya, apremiante, el toque de asamblea general. A la entrada se extiende la fila de los colonos con la bandera y la sección de los tambores, como corresponde. Tras el molino aparece nuestro coche: los caballos adornados con cintas rojas; en el pescante, Brátchenko, también adornado con un lazo. Saludamos a los recién casados. Antón tira de las riendas y Olga se arroja alegremente a mi cuello. Está emocionada, y me dice riendo y llorando al mismo tiempo:
- Mire, no me abandone ahora; si no, empezaré ya a tener miedo.

Comenzamos un pequeño mitin. María Kondrátievna me conmueve inesperadamente: en nombre del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, regala a los recién casados una biblioteca agrícola. Dos colonos traen todo un montón de libros sobre unas parihuelas adornadas de flores.

Después del mitin, colocamos a la joven pareja bajo la bandera, y todos, formados, la escoltamos hasta las mesas. Se ha asignado a los recién casados el puesto de honor y tras ellos sitúase la brigada de la bandera. El colono de guardia releva solícitamente a los centinelas. Veinte colonos, con delantales de nítida blancura, empiezan a servir la comida. El destacamento mixto especial de Taraniets vigila atentamente el nivel de los bolsillos de los invitados y, sin hacer ruido, arroja al Kolomak unas cuantas botellas de samogón requisadas con habilidad de prestidigitadores y cortesía de anfitriones.

Yo estoy sentado junto a la joven pareja; al otro lado están Pável Ivánovich y Evdokía Stepánovna. Pável Ivánovich, un hombre severo, con una barbita al estilo de San Nicolás el Milagroso, suspira pesadamente: quizá le fastidia tener que dotar al hijo, quizá le aburre contemplar la botella de cerveza, ya que Taraniets acaba de quitarle el samogón.

Los colonos son hoy maravillosos, y yo no me canso de admirarles. Alegres, hospitalarios, afables e irónicos de un modo especial. Incluso el undécimo destacamento, que está en el otro extremo de la mesa, entabla largas y animosas conversaciones con los cinco invitados adscritos a su grupo. Yo los contemplo un poco preocupado: ¿no se manifestarán con excesiva sinceridad? Me acerco. Shelaputin, que conserva todavía su voz de discante, escancia cerveza a Kósir y le dice:
- A usted, como fueron los popes quienes le casaron, así le ha resultado de mal.
- Si quiere, podemos recasarle -sugiere Toska.
Kósir sonríe:
- Es tarde para recasarme, hijitos.
Kósir se santigua y bebe cerveza. Toska se ríe a carcajadas.
- Ahora le dolerá a usted la tripa...
- Dios me libre, ¿por qué?
- Por haberse santiguado.
Al lado está un campesino, con una barba de color paja, toda enmarañada: un invitado de Pável Ivánovich. Es la primera vez que visita la colonia y todo le sorprende:
- Muchachos, ¿y es verdad que vosotros sois aquí los amos?
- ¿Pues quién si no? -responde Shurka.
- ¿Y para qué queréis esta hacienda?
Toska Soloviov se vuelve hacia él con todo el cuerpo:
- ¿Es que no sabe usted para qué? Sin esto, seríamos braceros, y así no lo somos.
- ¿Y tú qué vas a ser, por ejemplo?
- ¡Oh! -exclama Toska, levantando una empanada por encima de la oreja-. Yo seré ingeniero. Así lo dice también Antón Semiónovich. En cuanto a Shelaputin, será piloto.
Toska mira burlonamente a su amigo Shelaputin. Lo hace porque su futuro de piloto no ha sido aún reconocido por nadie en la colonia. Shelaputin mastica enérgicamente:
- Sí, yo seré piloto.
- Y para las faenas del campo, por ejemplo, ¿no tenéis aficionados?
- ¡Cómo no! Tenemos. Sólo que los nuestros no serán campesinos como vosotros -y Toska lanza una rápida mirada a su interlocutor.
- ¿Ah, sí? ¿De qué manera hay que entender eso: no como vosotros?
- Pues distintos. Tendremos tractores. ¿Usted ha visto algún tractor?
- No, no he tenido oportunidad.
- Pues nosotros los hemos visto. Hay por allí un sovjós, al que nosotros hemos llevado cerdos. Allí hay un tractor, así como un escarabajo...

La larga hilera de invitados está bien encuadrada por nuestros destacamentos. Distingo netamente los límites de cada destacamento y veo sus centros, donde ahora es mayor el bullicio. La máxima alegría reina en el noveno destacamento, porque allí está Lápot, alrededor del cual se ríen a carcajadas colonos e invitados. Hoy Lápot, puesto previamente de acuerdo con su amigo Taraniets, ha hecho una jugada grande y complicada al grupo de la dirección del molino, que está sentado en las mesas del noveno destacamento y que, según la orden del Soviet de jefes, se halla confiado a él. Son el molinero, fuerte y peludo, el contable, delgado y largo, y el mecánico, un hombre modesto. Para Taraniets, en otro tiempo carterista, no ofrecía dificultad alguna extraer del bolsillo del molinero una botella de samogón y sustituirla por otra, llena de agua corriente del Kolomak.

Ya sentados ante la mesa, el molinero y el contable titubearon durante mucho tiempo, sin quitar la vista del destacamento mixto de Taraniets. Pero Lápot les guiñó un ojo, tranquilizándoles:
- Sois de la casa, yo lo arreglaré. -Y luego inclina hacia sí la cabeza de Taraniets cuando pasa a su lado y le susurra algo. Taraniets asiente con la cabeza.
Lápot aconseja, confidencial:
- Vertedlo en los vasos debajo de la mesa y teñidlo con cerveza. Así no se notará.
Después de unos cuantos ejercicios acrobáticos debajo de la mesa, frente a los sedientos aparecen vasos llenos de una cerveza sospechosamente blanca, sus felices poseedores preparan nerviosos los entremeses bajo la atenta mirada del noveno destacamento, pendiente de ellos. Por fin, todo está listo y el molinero guiña, pícaro, un ojo a Lápot, levantando el vaso hacia la barba. El contable y el mecánico miran todavía prudentemente a derecha e izquierda, pero alrededor todo está tranquilo. Taraniets se aburre al pie de un álamo. Lápot siente que los ojos comienzan a echarle llamas y los oculta con sus párpados.
El molinero dice en voz baja:
- Bueno, ¡felicidades para todos!
El noveno destacamento, inclinado la cabeza, observa cómo los tres invitados vacían los vasos. Ya en los últimos tragos se nota cierta inseguridad. El molinero deposita el vaso vacío sobre la mesa y mira receloso a Lápot, pero el muchacho mastica aburrido y piensa en algo muy remoto. El contable y el mecánico tratan por todos los medios de demostrar que no ha ocurrido nada de particular e incluso ensartan en el tenedor los entremeses preparados.
El experto molinero examina la botella bajo la mesa, pero alguien le agarra cariñosamente la mano. El molinero levanta la cabeza y contempla el rostro pecoso y astuto de Taraniets.
- Pero ¿cómo no le da a usted vergüenza? -dice Taraniets y es tal su sinceridad, que hasta se sonroja-. Se había advertido que no se podía traer
samogón, y usted, que es de la casa... Y, además, han bebido ya. ¿Quién ha bebido con usted?
- ¡El diablo lo sabe! -responde, desconcertado, el molinero-. Yo no comprendo si hemos bebido o no.
- ¿Cómo que no lo comprende? A ver, ¡écheme usted el aliento!... ¿Qué hay que comprender? Huele usted lo mismo que un barril. No sé cómo no le da vergüenza: venir a la colonia con esas cosas...
- ¿Qué pasa? -se interesa desde lejos Kalina Ivánovich.
-
Samogón -dice Taraniets, mostrando la botella.
Kalina Ivánovich mira terriblemente al molinero. El noveno destacamento se encuentra hace ya tiempo presa de un ataque de risa, seguramente porque Lápot está contando algo muy cómico acerca de Galatenko. Los muchachos han dejado caer la cabeza sobre la mesa y ya no pueden resistir nada más cómico.
Aquí sobra alegría hasta el final de la comida, porque Lápot pregunta de vez en cuando al molinero:
- ¿Qué, es poco? ¿Y no hay más? ¡Qué pena!... ¿Y era bueno? ¿Regular?... ¡Qué lástima que ese Fiódor sea tan exigente! ¿Por qué eres así, Fiódor? ¡Si es gente de casa!
- Está prohibido -dice seriamente Taraniets-. Fíjate, apenas pueden sostenerse.
Lápot tiene todavía por delante un amplio programa. Todavía levantará cuidadosamente de la mesa al molinero y le musitará al oído:
- Venga, vamos a llevarle por el jardín; si no, se notará mucho...
El octavo destacamento de Karabánov está hoy de guardia, pero el propio Karabánov no hace más que aparecer alrededor de las mesas, allí donde arde en una hoguera la filosofía excitada por la boda extraordinaria. Aquí están Kóval, Spiridón, Kalina Ivánovich, Zadórov, Vérshnev, Vólojov y el presidente de la comuna Lunacharski, el inteligente Nesterenko, con su barbita pelirroja de macho cabrío.
La comuna del otro lado del río no prospera, no puede cultivar los campos, no sabe calcular y distribuir los deberes y los derechos, no sabe domeñar el díscolo carácter de las mujeres y no es capaz de organizar la paciencia en el presente y la fe en el día de mañana. Nesterenko resume tristemente:
- Es preciso traer gente nueva... ¿dónde podemos encontrarla?
Kalina Ivánovich responde calurosamente:
- No tienes razón, camarada Nesterenko, no tienes razón... Los nuevos parásitos no sabrán hacer nada como es debido. Al contrario, es preciso aumentar el número de los viejos...
Hay más bullicio en las mesas. Han sido servidas las manzanas y las peras de nuestros jardines, y en el horizonte han aparecido toneles con helado, el orgullo de la guardia de hoy.
Detrás de la casa suena un acordeón, y un estridente cántico femenil -uno de los castigos del ritual de bodas- nos echa a perder el día. Media docena de mujeres giran y patean ante un acordeonista borracho, de rostro avinagrado, y se acercan poco a poco hacia nosotros.
- Han venido por la dote -dice Taraniets.
Una mujer huesuda, con la cara sonrosada, empieza a patear, por lo visto en honor mío, echando los codos hacia adelante y arrastrando por la arena sus zapatos grandes y desgarbados.
- Padrecito querido, padrecito querido, despide a la hija, dótala.
En sus manos aparecen no sé de dónde una botella de samogón y una copa afiligranada de color marrón oscuro. Con ímpetu de borracha la mujer llena la copa, regando la tierra y su vestido. Taraniets se interpone entre ella y yo:
- Ya está bien.
Taraniets retira sin dificultad de sus manos la botella, pero la mujer, olvidándose de mí, se lanza ávidamente hacia Olga y dice con un alegre estribillo de borracha:
- ¡Olga Petrovna, guapísima! Te has dejado las trenzas sueltas... Eso no puede ser, eso no puede ser... Mañana te pondremos una cofia y andarás con ella.
- No me la pondré -dice Olga con inesperada severidad.
- ¿Qué piensas hacer, entonces? ¿Vas a andar con las trenzas sueltas?
- Pues claro.
Las mujeres se ponen a chillar, a decir algo, avanzando hacia Olga. Vólojov, irritado y furioso, las dispersa y pregunta a quemarropa a la que lleva la voz cantante.
- Y si no se la pone, ¿qué?
- ¡Pues que no se la ponga, que no se la ponga! Vosotros sabréis mejor lo que hay que hacer. De todas formas, no han recibido la bendición nupcial.
Los hombres intervienen diplomáticos y separan en diversas direcciones a las mujeres ebrias, que no dejan de reírse a carcajadas. Olga y yo salimos del parque.
- No les tengo miedo -dice Olga-, pero me costará trabajo.
Los muchachos pasan cerca de nosotros, llevando muebles y hatillos de ropa. Hoy representamos La boda, de Gógol, y antes del espectáculo Zhurbín dará una conferencia acerca de las bodas en los diferentes pueblos.
Todavía falta mucho, muchísimo para que acabe la fiesta.

**NOTA**

(1).- Aquí, los destacamentos que, de 1918 a 1921, luchaban contra la especulación.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 9
El cuarto destacamento mixto
Capítulo 11
Lírica
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