Índice de Poema pedagógico Capítulo 6
Las flechas de Cupido
Capítulo 8
Los destacamentos noveno y décimo
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 7

Refuerzos

Musi Kárpovich vino a la colonia. Pensábamos que iría a comenzar un litigio acerca de las libertades excesivas que el irritado Chóbot se había permitido con su cabeza. Y, en realidad, Musi Kárpovich llevaba la cabeza demonstrativamente vendada y hablaba con una voz, que no parecía que fuera Musi Kárpovich, sino un cisne agonizante. Pero sobre el tema que nos tenía preocupados se expresó pacíficamente y con cristiana sumisión:
- No he venido por lo de la chiquilla. Es por otro asunto. No vengo a reñir con vosotros. ¡Dios me libre! Que así sea... Quiero tratar con vosotros acerca del molino. Vengo de parte del Soviet rural a proponeros un buen asunto.
Kóval miró, cejijunto, a Musi Kárpovich:
- ¿Acerca del molino?
- Claro. Vosotros estáis gestionando el arriendo del molino, ¿no? Y también el Soviet rural ha presentado una solicitud en el mismo sentido. Entonces, nosotros pensamos así: como vosotros sois el Poder soviético, y el Soviet rural también es el Poder soviético, no puede ocurrir que vosotros vayáis por un lado y nosotros por otro...
- ¡Ah! -dijo Kóval con un matiz de ironía.

Así comenzó en la colonia un breve período diplomático. Yo persuadí a Kóval, y a los muchachos de que se pusieran los fracs diplomáticos y las corbatas blancas, y Luká Semiónovich y Musi Kárpovich pudieron presentarse durante algún tiempo en el territorio de la colonia sin peligro para su vida.

En aquel período, la colonia estaba muy preocupada por la compra de caballos. Nuestros famosos trotadores envejecían a ojos vistas. Incluso al Pelirrojo había comenzado a salirle una barba senil, y en cuanto al Malish, el Soviet de jefes lo había transferido ya a la situación de inválido con pensión y todo: el Malish obtuvo a perpetuidad un lugar fijo en la cochera y una ración de avena y se le podía enganchar solamente con mi autorización. Shere había desdeñado siempre a la Banditka; a la Mary y al Korshun y decía:
- Una hacienda buena es la que tiene buenos caballos, pero si los caballos son una porquería, la hacienda también lo es.
Antón Brátchenko, que se había enamorado sucesivamente de todos nuestros caballos, aunque siempre había preferido al Pelirrojo, ahora, bajo la influencia de Shere comenzó a soñar con cierto caballo futuro, que esperaba ver aparecer de un momento a otro en su reino. Kalina Ivánovich, Shere, Brátchenko y yo no dejábamos pasar ninguna feria, vimos millares de caballos, pero no logramos comprar ninguno. Unas veces los caballos eran malos, iguales a los que teníamos; otras veces nos pedían mucho; otras veces era Shere quien descubría en el caballo alguna enfermedad oculta o un defecto. A decir verdad, en las ferias no había buenos caballos. La guerra y la Revolución habían acabado con las familias equinas de raza y aún no habían aparecido los caballos de la nueva remonta. Antón volvía de las ferias casi ofendido:
- ¿Cómo es posible? No hay caballos. Y si necesitamos un buen caballo, un verdadero caballo, ¿qué vamos a hacer? ¿Pedírselo a los burgueses o qué?
Kalina Ivánovich recordaba sus viejos tiempos de húsar y gustaba de inmiscuirse en la cuestión caballuna, y hasta Shere confiaba en sus conocimientos, traicionando en este caso sus eternos celos. Un día, Kalina Ivánovich se expresó así en un círculo de gente entendida:
- Dicen los parásitos, Luká y el Musi ése, que los campesinos de los caseríos tienen buenos caballos, pero que no quieren llevarlos a las ferias. Les da miedo.
- No es verdad -objetó Shere-, no tienen buenos caballos. Tienen caballos como los que hemos visto. Dentro de poco conseguiremos buenos caballos de los centros de remonta, pero ahora es pronto aún.
- Pues yo le digo que hay -seguía afirmando Kalina Ivánovich-. Luká lo sabe; ese hijo de perra conoce todos los alrededores. Y, además, ¿dónde va a haber un buen animal más que en las casas ricas? Y, en los caseríos, los campesinos son ricos. Ese parásito está ahí agazapado, cría un potrito y el muy canalla lo guarda en secreto. Es decir, tiene miedo a que se lo quiten. Pero, si vamos, podemos comprarlo...
Yo también decidí la cuestión sin el menor indicio de ideología.
- El próximo domingo iremos a ver. Tal vez podamos comprar algo.
Shere asintió:
- ¿Y por qué no ir? Por supuesto, no compraremos ningún caballo, pero podemos darnos un paseo. Veré qué trigo tienen esos
amos ricos.

El domingo enganchamos el faetón y nos balanceamos por los suaves caminos vecinales. Dejamos atrás Gonchárovka, cruzamos la carretera de Járkov, nos arrastramos por un pinar lleno de arena y llegamos, en fin, a cierto reino, donde no habíamos estado jamás.
Desde una meseta suave y ondulada se ofreció a nuestra vista un paisaje bastante agradable. De horizonte a horizonte extendíase una llanura como novelada. No asombraba por su variedad; tal vez en esta misma sencillez había también algo bello. El llano estaba sembrado espesamente de trigo; olas doradas, de un dorado verdoso o amarillento, se agitaban, amplias, en derredor, subrayadas a veces por las manchas intensamente verdes del mijo o por algún campo abigarrado de alfordón. Y sobre ese fondo de oro habían sido dispuestos con inverosímil uniformidad grupos de jatas blancas como la nieve, rodeadas de bajos jardincillos disformes. Junto a cada grupo de jatas, uno o dos árboles: sauces, pobos, muy raras veces álamos, y sandiares con su choza de un marrón sucio. Todo eso se atenía a un estilo riguroso; el artista más exigente no hubiera podido descubrir aquí ni una sola pincelada falsa.
También a Kalina Ivánovich le gustó el cuadro.
- ¿Ven cómo viven los amos ricos? Aquí vive gente ordenada.
- -accedió Shere de mala gana.
- Venga, vamos a entrar aquí -propuso Kalina Ivánovich.

Antón torció por un sendero cubierto de hierba hacia una puerta primitiva hecha de tres finos troncos de sauce, atados con ligaduras de corteza. Un can gris, todo despellejado, se deslizó de debajo de un carro y ladró con una voz ronca, venciendo difícilmente su pereza. De la jata salió el dueño y, sacudiéndose algo de su barba despeinada, fijó su vista con asombro y un poco de miedo en mi indumentaria semimilitar.
- ¡Buenos días, patrón! -saludó alegremente Kalina Ivánovich-. ¿De vuelta de la iglesia, eh?
- Voy poco a la iglesia -respondió el dueño con la misma voz ronca y perezosa que el guardián de sus bienes-. La mujer alguna que otra vez... ¿De dónde son ustedes?
- Venimos a tratar un buen negocio: la gente dice que en su casa se puede comprar un buen caballo, ¿eh?
El campesino trasladó su mirada a nuestro faetón. La pareja poco armónica del Pelirrojo y de la negra Mary le tranquilizó, por lo visto.
- ¡Qué decirles! ¡De caballos buenos, ni hablar! Pero tengo un caballejo de tres años. Tal vez les sirva.
Se fue a la cochera y sacó del rincón más profundo una yegua de tres años, alegre y cebada.
- ¿No la ha enganchado usted? -preguntó Shere.
- Enganchar para ir a algún sitio, no la he enganchado; pero he montado en ella. Sirve. Corre bien. Otra cosa no puedo decir.
- No -dijo Shere-, es joven para nosotros. La necesitamos para trabajar.
- Joven, joven -asintió el dueño-. Pero con buenos amos puede crecer. Así es. Yo la he cuidado tres años. La he cuidado bien, como pueden ver ustedes.
La yegua estaba, efectivamente, bien cuidada: brillante, la piel limpia, las crines peinadas. En todos los terrenos era más pulcra que su educador y dueño.
- Y, por ejemplo, ¿cuánto vale esta yegua, eh? -preguntó Kalina Ivánovich.
- Según veo, quieren comprarla buenos amos. En este caso, si pagan un buen convite, serán seiscientos. Antón se quedó mirando a lo alto de un sauce y, por fin, al darse cuenta del precio, exclamó:
- ¿Cuánto? ¿Seiscientos rublos?
- Seiscientos -repitió modestamente el campesino.
- ¿Seiscientos rublos por esta m...? -gritó Antón, incapaz de contener la ira.
- ¡La m... serás tú, mocoso! Primero cría un caballo y después habla.
Kalina Ivánovich intervino conciliador:
- No se puede decir que sea una m... La yegua es buena, sólo que no nos sirve.
Shere sonrió en silencio. Montamos en el faetón y proseguimos nuestro viaje. El can gris nos despidió con los mismos ladridos, y el dueño, al cerrar la puerta, ni siquiera nos acompañó con la mirada.

Visitamos una decena de caseríos. En casi todos ellos había caballos, pero no compramos nada.
Volvimos ya al anochecer. Shere había dejado ya de contemplar los campos y meditaba, reconcentrado, en algo. Antón reñía al Pelirrojo, hostigándole continuamente con el látigo y diciéndole:
- ¿Estás tonto o qué? ¿Nunca has visto matorrales?...
Kalina Ivánovich contemplaba con rabia las matas de ajenjo que bordeaban el camino y no hacía más que gruñir:
- Fíjate si son malos esos parásitos. Va gente a verles, no importa que compren o no, pero hay que ser humanos, hay que ser hospitalarios, ¡miserables! Bien puede ver el parásito que la gente está de viaje desde por la mañana, y hay que darle de comer, lo que se tenga,
borsch, aunque sea patatas... Tú fíjate: ni siquiera se peina la barba, pero por un jamelgo sarnoso quiere seiscientos rublos. Lo he criado. Y seguramente no lo ha criado él... ¿Has visto cuántos braceros hay por allí?
Yo había visto a esos seres harapientos y silenciosos que se mantenían inmovilizados por el susto junto a cobertizos y cocheras y observaban ávidamente el insólito acontecimiento: la llegada de gente de la ciudad. Estaban estupefactos por la rara concentración de tantas personas distinguidas en un solo patio. A veces, esos mudos personajes sacaban de la cochera a los caballos y tendían tímidamente las riendas al amo; a veces, incluso daban palmadas en las ancas del caballo, expresando así quizá su amor al ser vivo a que estaban acostumbrados.
Por fin, Kalina Ivánovich calló y se puso a fumar con irritación su pipa. Sólo a la misma entrada de la colonia dijo alegremente:
- ¡Nos han matado de hambre los parásitos del diablo!...
En la colonia encontramos a Luká Semiónovich y a Musi Kárpovich. Luká se asombró mucho al conocer el fracaso de nuestra expedición y protestó:
- ¡Es imposible que haya ocurrido eso! Ya que yo se lo he dicho a Antón Semiónovich y a Kalina Ivánovich, así será. Usted, Kalina Ivánovich, no se disguste, porque no hay nada peor que cuando un hombre tiene mal los nervios. La semana que viene iremos juntos. Sólo que vale más que no venga Antón Semiónovich, porque tiene un aspecto... ¡je, je, je!... tan bolchevique, que la gente se asusta.
El domingo siguiente, Kalina Ivánovich se fue a los caseríos con Luká Semiónovich, que había traído su caballo. Brátchenko se mostraba frío y pesimista y bromeó pérfidamente al despedirles:
- Llévense aunque no sea más que pan para el camino; si no, van a morirse de hambre.
Luká Semiónovich se atusó la bellísima barba pelirroja sobre la camisa bordada de los días de fiesta y sonrió golosamente con sus labios sonrosados:
- ¿Cómo es posible, camarada Brátchenko? Vamos a ver gente. ¿Cómo podemos llevar pan? Hoy comeremos verdadero borsch y cordero, y tal vez alguien nos invite a empanadas.
Guiñó un ojo a Kalina Ivánovich, que le escuchaba sumamente interesado, y tiró de las riendas pintadas de color rojo oscuro. El caballo, ancho y cebado, arrancó en seguida bajo el arco muy abierto, arrastrando el coche, bien hecho, profusamente guarnecido de hierro.

Al anochecer, todos los colonos, como a una señal de alarma, se congregaron para ver un fenómeno inesperado: Kalina Ivánovich regresaba triunfador. Seguía al coche el caballo de Luká Semiónovich y venía enganchada una hermosa y grande yegua tordilla. Tanto en Kalina Ivánovich como en Luká Semiónovich se advertían las huellas de la buena acogida que les habían dispensado los dueños de los caballos. Kalina Ivánovich salió difícilmente del coche, procurando por todos los medios que los colonos no observaran esas huellas. Karabánov ayudó a Kalina Ivánovich:
- Entonces, ¿ha habido convite?
- ¡Y cómo no! ¿No ves qué animal?...
Kalina Ivánovich daba palmadas en la grupa enorme de la yegua. El animal era, efectivamente, magnífico: piernas peludas y potentes, buena talla, pecho gigantesco, una figura airosa y gallarda. Incluso Shere no pudo descubrir en la yegua ningún defecto, aunque invirtió mucho tiempo en reconocer su vientre y a cada instante le pedía con una voz alegre y tierna:
- La patita, dame la patita...
Los muchachos aprobaron la compra. Burún, entornando seriamente los ojos, examinó la yegua por todos lados y opinó:
- Por fin tenemos en la colonia un caballo como es debido.
También a Karabánov le gustó la yegua:
- Sí, es un animal bien cuidado. Vale quinientos rublos. Si tuviéramos una docena de caballos semejantes, podríamos comer empanadas.
Brátchenko recibió a la yegua con cariñosa atención, andaba alrededor de ella y chascaba la lengua de gusto, asombrándose con alegre animación de su fuerza enorme y tranquila, de su carácter confiado y pacífico. Ante el muchacho se abrían perspectivas, y empezó a exigir tenazmente de Shere:
- Necesitamos un buen macho. Tendremos remonta propia, ¿comprende usted?
Shere comprendía; miraba con aire serio y aprobatorio a Zorka (así se había bautizado a la yegua) y decía entre dientes:
- Buscaré un potro. Tengo pensado un sitio. En cuanto recojamos el trigo, iré.
En aquel tiempo, el trabajo transcurría en la colonia desde por la mañana hasta la puesta del sol, siguiendo rítmicamente los raíles lisos y exactos trazados por Shere. Los destacamentos mixtos de los colonos, bien grandes, bien pequeños, bien integrados por los muchachos mayores, bien deliberadamente por los pequeños, armados bien con azadones, bien con guadañas o rastrillos, bien con sus propias manos, iban al campo y regresaban con la precisión del horario de un tren rápido, brillando de risas y de bromas, de ánimo y de seguridad en sí mismos, sabiendo hasta el fin qué había que hacer, dónde y cómo. A veces, Olia Vóronova, nuestra ayudante de agrónomo, llegaba del campo y, entre trago y trago de agua, decía en el despacho al jefe de guardia:
- Hay que mandar ayuda al quinto mixto.
- ¿Qué pasa?
- Andan retrasados con las gavillas... hace calor.
- ¿Cuántos hacen falta?
- Unos cinco. ¿Hay niñas?
- Queda una.
Olia se seca los labios con la manga y se va. El jefe de guardia se dirige con un block de notas en la mano al estado mayor del destacamento mixto de reserva, instalado desde por la mañana a la sombra de un peral. En pos del jefe de guardia corre, dando unos pequeños y cómicos pasitos, el corneta de guardia. Un minuto más tarde, bajo el peral resuena el corto staccato de asamblea del destacamento de reserva. De entre los arbustos, del río, de los dormitorios, salen corriendo los muchachos; junto al peral se reúne un círculo, y un minuto más tarde cinco colonos dirígense rápidamente al campo de trigo.

Habíamos admitido ya a un refuerzo de cuarenta muchachos. Los colonos les dedicaron un domingo íntegro: los lavaron, los vistieron, los distribuyeron en destacamentos. No aumentamos el número de destacamentos. Simplemente trasladamos nuestros once destacamentos a la casa roja, dejando en cada uno de ellos un número determinado de puestos. Por eso, los novatos, bajo la influencia de los viejos colonos, se sienten orgullosamente gorkianos, pero aún no saben andar, trepan, como dice Karabánov.

Los novatos son todos jóvenes, de trece a catorce años, y hay algunos morritos muy agradables, singularmente simpáticos cuando el chico acaba de salir del baño con el rostro todo colorado y luciendo los nuevos calzones de satín; y si los pequeños no tienen muy bien cortado el pelo, Belujin explica:
- Hoy se lo han cortado ellos mismos; así que, como usted comprenderá, no está muy bien... Esta tarde vendrá el peluquero y lo arreglaremos...
El refuerzo anda unos dos días por la colonia con las pupilas dilatadas, absorbiendo todas las nuevas impresiones. Entran en la porqueriza y miran sorprendidos al severo Stupitsin.

Antón no habla con los nuevos. Para él es una cuestión de principio.
- ¿A qué venís? -les pregunta-. Vuestro puesto, por ahora, está en el comedor.
- ¿Y por qué en el comedor?
- ¿Y qué es lo que sabes hacer? Tú no sabes más que comer pan.
- No, yo trabajaré.
- Ya sabemos cómo trabajáis; hay que poner dos vigilantes detrás de ti. ¿Verdad?
- Pues el jefe dice que pasado mañana iré a trabajar; ya verás entonces.
- ¡Pues sí que hay que ver! ¿No os he visto ya? ¡Ay, qué calor! ¡Ay, quiero beber! ¡Ay, papá: ay, mamá!...
Los novatos sonríen confusos:
- ¡Qué mamá!... ¡Nada de eso!
Pero ya al anochecer del primer día Antón empieza a sentir simpatía por algunos. Por no se sabe qué procedimiento elige a los aficionados a los caballos. De pronto, vemos que por un camino corre ya hacia el campo el barril del agua. En lo alto del barril va sentado Petka Zadorozhni, un nuevo gorkiano, conduciendo al Korshun, mientras desde la puerta de la cochera le llueven recomendaciones:
- No arrees al caballo, no le arrees. No vas a apagar ningún fuego.

A los dos días, los novatos forman en los destacamentos mixtos, tropiezan y gimen en aquel trabajo inusitado para ellos, pero la fila de colonos pasa sin detenerse por el patatar, casi sin alterar la línea, y al novato le parece que también él va a la altura de los demás. Sólo una hora después advierte que para cada dos nuevos se ha asignado un surco de patatas, mientras que los viejos colonos tienen cada uno un surco. Todo bañado en sudor, pregunta en voz baja al vecino:
- ¿Terminaremos pronto?
Hemos recogido el trigo. En la era ha comenzado el ajetreo alrededor de la trilladora. Shere, sucio y sudoroso como todos, comprueba los engranajes y examina la parva preparada para la trilla.
- Pasado mañana comenzaremos a trillar y mañana iremos por el caballo.
- Iré yo -dice con precaución Karabánov, mirando a Antón Brátchenko.
- Ve tú, si quieres -accede Antón-. ¿Y el potro es bueno?
- No está mal -responde Shere.
- ¡Lo ha comprado usted en el sovjós (1)?
- En el sovjós.
- ¿Cuánto?
- Trescientos.
- Barato.
- ¡Ya lo creo!
- Entonces, ¿es soviético? -pregunta Kalina Ivánovich, mirando la trilladora-. ¿ Y por qué está ese elevador tan alto?
- Es soviético -contesta Shere-. No está alto; la paja es ligera.
El domingo se descansó, los muchachos se bañaron, pasearon en lancha, se dedicaron a los novatos, y, al anochecer, toda la aristocracia, como siempre, se congregó en el umbral de la casa blanca, aspirando el aroma de las reinas de las nieves y asombrando a los novatos, agazapados en un lado, con el relato de diversas historias. De pronto, tras una esquina del molino, levantando polvo y girando bruscamente ante una vieja caldera abandonada, un jinete apareció a galope. Semión, a lomos de un caballo dorado, volaba derecho hacia nosotros, y todos nos callamos súbitamente y contuvimos el aliento: cosas así habíamos visto tan sólo en los cuadros, en las ilustraciones de los cuentos y de La terrible venganza (2). El caballo llevaba ahora a Semión a un trote libre y ligero, aunque, al mismo tiempo, impetuoso, agitando una cola amplia y rica y sacudiendo al viento sus crines esponjosas, bañadas en una luz áurea. Estupefactos, apenas pudimos advertir en su movimiento nuevos e impresionantes detalles: un cuello potente, arqueado en una línea altiva y graciosamente caprichosa, y unas patas finas, que movía con gallardía al andar.

Semión detuvo al caballo ante nosotros y atrajo hacia el pecho su cabeza pequeña y hermosa. Los ojos del caballo, negros, ardientes, inyectados en sangre por los extremos, se clavaron de improviso en lo más hondo del corazón del turbado Antón Brátchenko. Antón se llevó las manos a las orejas, prorrumpió en una exclamación y preguntó, estremeciéndose:
- ¿Es nuestro? ¿Qué? ¿Este potro es nuestro?
- Nuestro -contestó orgullosamente Karabánov.
- ¡Baja de él ahora mismo! -vociferó de pronto Antón-. ¿Qué haces ahí sentado? ¿Te ha parecido poco? ¡Mira cómo lo has dejado de jadeante! ¡No es un jamelgo de aldea!
Y, apoderándose de las riendas, Antón repitió la orden con los ojos brillantes de cólera.
Semión se apeó.
- Comprendo, hermano, comprendo. Quizá únicamente Napoleón ha tenido alguna vez un caballo parecido.
Antón, como impulsado por el viento, se subió al caballo y le dio unas palmadas cariñosas en el cuello. Después se volvió confuso y se secó los ojos con la manga.
Los muchachos se echaron a reír discretamente. Kalina Ivánovich sonrió, carraspeó y sonrió otra vez.
- No se puede oponer nada. Es un caballo que... Incluso diré más: es demasiado para nosotros. Sí... nos lo echarán a perder.
- ¿Quién nos lo echará a perder? -Antón se inclinó ferozmente hacia Kalina Ivánovich y rugió mirando a los colonos-: ¡Lo mataré! ¡Al que lo toque, lo mato! ¡Con un palo, con una barra de hierro en la cabeza!
Hizo girar en redondo al caballo, y el animal le llevó dócilmente a la cuadra con un galope corto y coqueto, como alegrándose de que, por fin, se hubiera sentado en la silla el verdadero amo.
El potro fue llamado Molodiets.

**NOTAS**

(1).- Nota de O. Cortés y Ch. Lopez. Sovjoz: acrónimo del ruso sovétskoie joziaistvo. En la URSS inmensa explotación agrícola que podía llegar a los 100 000 hectáreas, administrada por un director nombrado por el Secretario de Agricultura. Con estas fábricas rurales, el Estado soviético tendía hacia una producción realmente intensiva de sus recursos agrícolas.
La pregunta que nos viene inmediatamente a la mente: ¿seguirán existiendo en este año de gracia de 2007?

(2).- Obra de Gógol (1809-1852).

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