Índice de Poema pedagógico Capítulo 5
Educación de kulaks
Capítulo 7
Refuerzos
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LIBRO SEGUNDO

Capítulo 6

Las flechas de Cupido

Con la fiesta de Gorki llegó la primavera. Al cabo de algún tiempo, empezamos a sentir el despertar de la primavera en cierto terreno especial.
La actividad teatral hizo que los colonos se acercasen mucho a la juventud campesina, y en algunos puntos de contacto se manifestaron sentimientos y planes no previstos por la teoría de la educación socialista. En particular, padecieron los colonos colocados por la voluntad del Soviet de jefes en el lugar de más peligro: el sexto P mixto, en cuyo nombre la inicial P se refería elocuentemente al público.
Los colonos que trabajaban en la escena formando parte del sexto A mixto vivían plenamente absorbidos por la vorágine del veneno teatral. Experimentaban con frecuencia en el escenario impulsos románticos, experimentaban también el amor escénico; pero precisamente por ello se vieron libres durante algún tiempo de la angustia del llamado primer sentimiento. Lo mismo ocurría en otros destacamentos sextos mixtos. En el sexto R los muchachos manejaban a cada paso materias extraordinariamente explosivas, y el propio Taraniets se quitaba raras veces la venda de la cabeza, deteriorada durante sus numerosos ejercicios pirotécnicos. También en este destacamento mixto el amor tardaba en arraigar: las ensordecedoras explosiones de barcos, bastiones y coches de ministros invadían por completo el alma de los colonos y no dejaban espacio para que en ella se encendiera el fuego opaco y sombrío del deseo. Era también dudoso que semejante fuego pudiera prender entre los muchachos encargados de trasladar los muebles y las decoraciones, porque, en este caso, la sublimación, dicho sea en lenguaje pedagógico, se efectuaba con demasiada intensidad. Incluso los muchachos de los destacamentos encargados de la calefacción, que desenvolvían su actividad entre el mismo público, estaban preservados contra las flechas de Cupido, ya que al más frívolo de los amorcillos no se le hubiera ocurrido jamás apuntar a las figuras ahumadas y grasientas de los colonos tiznados de carbón.

El colono del sexto P mixto estaba condenado irremediablemente. Aparecía en la sala luciendo el mejor traje de la colonia, y yo le amonestaba por el menor descuido en su atavío. Del bolsillo delantero asomaba coquetonamente la punta de un pulcro pañuelo, su peinado era siempre un modelo de elegancia, y él mismo tenía la obligación de ser cortés como un diplomático y atento como un mecánico dentista. Y, armado de tales dones, caía irremisiblemente bajo el influjo de determinados hechizos, que en Gonchárovka, en Pirogovka y en los caseríos de Volovi eran preparados más o menos según las mismas recetas que en los salones de París.

El primer encuentro a la puerta de nuestro teatro durante la comprobación de los billetes y la búsqueda de los sitios libres parecía exento de todo riesgo: para las muchachas, la silueta del dueño y organizador de estos magníficos espectáculos con tantas palabras emocionantes y tantas maravillas de la técnica aparecía orlada de un encanto supremo, casi inaccesible para el amor, hasta el punto de que los propios galanes campesinos, aun compartiendo la misma admiración, no se sentían atormentados por los celos. Pero al segundo, al tercero, al cuarto, al quinto espectáculo se repetía la historia, vieja como el mundo. Paraska, de Pirogovka, o Marusia, del caserío de Volovi, recordaban que las mejillas sonrosadas, las cejas negras, y, dicho sea de paso, no sólo las negras, los ojos luminosos, el traje de percal flamante y de hechura moderna, que cubría miriadas de los valores más inapreciables, la música de la I italo-ucraniana, que únicamente las muchachas saben pronunciar como es debido, todo eso era, sumado, una fuerza que dejaba muy atrás no sólo las argucias escénicas de los gorkianos, sino también la técnica de toda clase, incluso la técnica norteamericana. Y, cuando todas esas fuerzas se ponían en acción, de la importancia inaccesible de los colonos no quedaba nada. Llegaba el momento en que el colono, después del espectáculo, se acercaba a mí y mentía desvergonzadamente.
- Antón Semiónovich, permítame acompañar a unas muchachas de Pirogovka; tienen miedo a volver solas.
En esta frase se encerraba una rara concentración de mentira, porque tanto para el suplicante como para mí estaba perfectamente claro que nadie temía a nadie, y que nadie necesitaba compañía, y que el plural de muchachas era una hipérbole, y que tampoco hacía falta permiso alguno; en caso necesario, la escolta de la asustadiza espectadora se organizaría sin permiso.
Y por eso yo concedía el permiso, superando en lo hondo de mi alma pedagógica la sensación evidente de la falta de concordancia. La pedagogía, como es sabido, niega en redondo el amor, considerando que este dominante debe aparecer sólo cuando el fracaso de la influencia educativa sea ya evidente en absoluto. En todos los tiempos y en todos los pueblos, los pedagogos han odiado el amor. Y también yo sentía una desagradable comezón de celos cuando uno u otro colono comenzaba a faltar a alguna reunión del Komsomol o a una asamblea general, abandonaba con aire desdeñoso los libros, renunciaba a todos las cualidades de un miembro activo y consciente de la colectividad y empezaba a reconocer con terquedad tan sólo la opinión de Marusia o de Natasha, seres incomparablemente inferiores a mí en el terreno pedagógico, político y moral. Pero yo he sido siempre un hombre inclinado a meditar y no me apresuraba a conceder ningún derecho a mis celos. Mis camaradas de la colonia y, en particular, las personalidades de la delegación de Instrucción Pública eran más decididos que yo y se sentían muy nerviosos al observar la imprevista y no planificada ingerencia de Cupido.
- Contra esto hay que luchar enérgicamente.

Esas discusiones eran siempre útiles, porque aclaraban hasta el fin la situación: había que confiar en el propio sentido común y en el sentido común de la vida. Entonces teníamos todavía poca experiencia; nuestra vida era pobre aún. Yo soñaba: si fuéramos ricos, casaría a los colonos, poblaría nuestros alrededores de komsomoles casados. ¿Acaso eso no estaría bien? Pero para ello faltaba todavía mucho. No importaba. También la vida pobre discurriría algo. No me dediqué a perseguir a los enamorados con intervenciones pedagógicas, sobre todo porque no rebasaban el marco de la decencia. En un momento de expansión, Oprishko me enseñó una fotografía de Marusia, manifestación evidente de que la vida seguía haciendo de las suyas mientras nosotros meditábamos.

Por sí solo, el retrato decía muy poco. Me miraba un rostro ancho y respingón, que no añadía nada al tipo medio de las Marusias. Pero al dorso había sido escrito con una expresiva letra escolar:
A Dmitro, de Marusia Lukashenko. Quiéreme y no me olvides.
Dmitro Oprishko, sentado en la silla, demostraba abiertamente a todo el mundo que era hombre acabado. De su airosa figura no quedaban más que restos lastimosos, y hasta el gallardo y rizado mechón había desaparecido: ahora estaba sometido a un peinado ordenado y pacífico. Sus ojos castaños, antes tan fácilmente excitables al calor de una palabra ingeniosa y del deseo de reír y de saltar, expresaban tan sólo preocupación doméstica y sometimiento al dulce sino.
- ¿Qué piensas hacer?
Oprishko sonrió.
- Sin su ayuda, me será difícil. No le hemos dicho nada todavía al padre; Marusia tiene miedo. Pero, en general, el padre me trata bien.
- Bueno, esperaremos.
Oprishko se fue contento de mi despacho, guardando cuidadosamente en su pecho la fotografía de la amada.

Los amores de Chóbot marchaban mucho peor. Chóbot era un muchacho sombrío y apasionado: otras cualidades no tenía. Sus primeros pasos en la colonia se habían distinguido por un conflicto serio debido al empleo de la navaja, pero a partir de entonces se sometió enteramente a la disciplina, aunque siempre se mantuvo al margen de nuestros bulliciosos centros. Tenía un rostro inexpresivo e incoloro, que hasta en los momentos de ira parecía un poco obtuso. Asistía a la escuela por necesidad y a duras penas pudo aprender a leer. A mí me gustaba su manera de expresarse; en sus palabras escuetas se sentía siempre una grande y sencilla veracidad. Fue uno de los primeros muchachos admitidos en el Komsomol. Kóval tenía acerca de él una opinión determinada:
- No hará un informe, como agitador no sirve, pero, si se le confía una ametralladora, morirá sin abandonarla.
Toda la colonia sabía que Chóbot estaba apasionadamente enamorado de Natasha Petrenko. Natasha vivía en la casa de Musi Kárpovich, y aunque se la consideraba sobrina suya, era, en realidad, una simple jornalera. Musi Kárpovich la dejaba ir al teatro, pero ella vestía muy pobremente: una falda desgarbada, gastada ya hacía mucho por otra persona, unos zapatos torcidos, que le venían grandes, y una blusa oscura, pasada de moda, con pliegues. Nunca la vimos vestida de otra manera. Aquella indumentaria hacía de Natasha un espantapájaros lastimoso, pero resultaba por ello más atrayente su rostro. En la aureola rojiza de un pañuelo de mujer, todo roto y manchado, se veía un rostro que incluso no parecía humano: tal era la expresión de pureza, de inocencia, de sonriente confianza infantil que había en él. Natasha nunca hacía visajes, nunca expresaba ira, indignación, desconfianza, sufrimiento. Lo único que sabía hacer era o escuchar seriamente, y entonces se estremecían un tanto sus espesas y negras pestañas, o sonreír de un modo franco y atento, mostrando sus dientes menudos y bonitos, uno de los cuales, en el centro, era un poco torcido.

Natasha llegaba siempre a la colonia en medio de un enjambre de muchachas, y sobre ese fondo afectadamente bullicioso resaltaba con fuerza por su carácter reservado e infantil y su buen humor.
Chóbot la recibía invariablemente y se sentaba, sombrío, junto a ella en algún banco, sin turbarla en absoluto con su hosquedad y sin cambiar nada en su mundo interior. Yo ponía en duda que esa niña pudiera amar a Chóbot, pero los muchachos me objetaban a coro:
- ¿Quién, Natasha? Pero si está dispuesta a seguir a Chóbot a través del agua y del fuego y sin pensarlo siquiera.

Entonces, hablando en propiedad, no teníamos tiempo para dedicarnos a los amores. Habían llegado los días en que el sol emprendía su habitual asalto, trabajando dieciocho horas seguidas. Imitándole, también Shere acumulaba sobre nosotros tanto trabajo, que nos limitábamos a resoplar en silencio, recordando no sin amargura que todavía en otoño habíamos aprobado con gran entusiasmo en asamblea general su plan de siembra. Oficialmente, Shere tenía una rotación de seis hojas, pero, en realidad, salía algo mucho más complicado. Shere no sembraba casi cereales. En barbecho negro tenía unas siete hectáreas de trigo de otoño; a un lado se habían escondido unos pequeños campos de avena y de cebada, y a título de experimento había sembrado en un terreno no muy grande un centeno nunca visto, prediciendo que ningún campesino podría adivinar jamás de qué centeno se trataba y que no había más que mugir.

Pero, de momento, los que mugíamos éramos nosotros. La patata, la remolacha, los sembrados de sandías, las coles, una plantación entera de guisantes, y todo eso de distintas clases, en las que era difícil orientarse. Con este motivo, los muchachos decían que Shere había desplegado en los campos una auténtica contrarrevolución:
- En un lugar tiene un rey, en otro un zar y, además, reinas...
Efectivamente, Shere, después de deslindar cada parcela con mojones y vallas de rectitud ideal, había colocado en todas partes unos postes con placas de madera, donde escribía lo que se había sembrado y cuánto. Los colonos -probablemente los encargados de cuidar los cultivos contra los cuervos- pusieron una mañana sus propias inscripciones en esos carteles, hiriendo profundamente a Shere con su proceder. Shere exigió con carácter de urgencia una convocatoria del Soviet de jefes y de un modo inusitado para nosotros gritó:
- ¿Qué burlas, qué tonterías son éstas? Yo doy a esas especies el nombre que tienen en todas partes. Si es aceptado generalmente que esta especie se llame
rey de Andalucía, porque así se llama en todo el mundo, ¿cómo voy a darle yo otro nombre? ¡Lo que habéis hecho es una bribonada! ¿Para qué habéis puesto general Remolacha, coronel Guisante? ¿Y qué significa eso de capitanes Sandías y alféreces Tomates?
Los jefes sonreían sin saber qué hacer con toda esa camarilla y preguntaban concretamente:
- ¿Quién es el autor de esta cochinada? Hace poco eran reyes y ahora son simples capitanes, el diablo sabe qué...
Los muchachos no podían reprimir una sonrisa, aunque tenían un poco de miedo a Shere. Silanti comprendió la intensidad del conflicto y trató de moderarlo:
- Fíjate qué historia: un rey que puede ser comido por las vacas, no es peligroso. Puede seguir siendo rey.
También Kalina Ivánovich estaba de parte de Shere:
- ¿Por qué razón os habéis alborotado? ¿Queréis mostrar lo revolucionarios que sois y que estáis dispuestos a luchar contra los reyes, a cortarles la cabeza a los parásitos? ¿Por qué os inquietáis? Os daremos cuchillos y vais a cortar hasta que sudéis a cántaros.
Los colonos sabían qué significaba cortar y acogieron las palabras de Kalina Ivánovich con profunda satisfacción. Así terminó el asunto de la contrarrevolución en nuestros campos; y cuando Shere plantó frente a nuestra casa doscientos arbustos de rosas criadas en el invernadero y puso un cartelito: Reina de las nieves, no hubo un solo colono que protestase. Unicamente Karabánov dijo:
- Que sea reina y el diablo se la lleve, con tal de que huela bien.
Lo que más nos atormentaba era la remolacha. Hablando honradamente, la remolacha es un cultivo detestable: tan sólo es fácil de sembrar, pero después comienza una verdadera histeria. Apenas asoma sobre la tierra -y asoma lenta y pausada-, ya hay que escardarla. La primera escarda es todo un drama. La joven remolacha, para el novato, no se distingue en absoluto de las malas hierbas, y por ello Shere reclamaba para este trabajo a los colonos mayores.
- Pero, ¿cómo? -decían los colonos mayores-. ¡Escardar la remolacha! ¡Como si no hubiéramos ya escardado bastante!
Ha concluido la primera escarda, la segunda, y cuando todos sueñan con ir a las coles, a los guisantes y huele ya a la siega del heno, de pronto leemos en la petición dominical de Shere esta modesta demanda: ¡Cuarenta personas para aporcar la remolacha! Vérshnev, el secretario del Soviet, lee irritado la insolente línea y aporrea la mesa con el puño:
- Pero, ¿qué es eso? ¿Otra vez la remolacha? ¡Cuándo terminará la maldita!... ¿A lo mejor nos ha dado usted por error una petición vieja?
- Es una petición nueva -responde tranquilamente Shere-. Cuarenta personas y de las mayores, por favor.
María Kondrátievna, que vive en una jata, cerca de nosotros, asiste a la reunión del Soviet. Los hoyuelos de sus mejillas contemplan coquetones a los indignados colonos.
- ¡Qué chiquillos tan vagos sois! Y en el
borsch os gusta la remolacha, ¿verdad?
Semión inclina la cabeza y declama expresivamente:
- En primer lugar, la remolacha es forrajera, ¡así se hunda! En segundo lugar, venga usted con nosotros a aporcar. Si nos hace usted este favor y trabaja con nosotros aunque no sea más que un día, entonces, yo, para que vea, formo un destacamento mixto y trabajo en la remolacha hasta que enterremos a la maldita.
En busca de ayuda, María Kondrátievna me sonríe y señala a los colonos:
- ¡Cómo son! ¡Cómo son!...

María Kondrátievna está de vacaciones. Por eso se la puede ver también de día en la colonia. Pero durante el día la colonia está aburrida; los muchachos vienen sólo a la hora de comer, negros, polvorientos, tostados. Después de arrojar los azadones en el rincón de Kudlati, vuelan a galope como la caballería de Budionny (1) por la abrupta pendiente, desabrochándose de paso las cintas de los calzones, y a los pocos segundos el Kolomak hierve en la ardiente ebullición de sus cuerpos, gritos, juegos y fantasías de toda clase. Las muchachas pían desde los arbustos de la orilla:
- ¡Bueno, basta ya, marchaos! ¡Chicos, vamos, chicos! Ahora nos toca a nosotras.
El de guardia, con el rostro preocupado, pasa a la orílla, y los muchachos enfundan sus cuerpos húmedos en los calzones todavía calientes. Luego, con los hombros constelados de gotas brillantes de agua, se reúnen ante las mesas instaladas alrededor de la fuente, en el viejo jardín. Aquí hace tiempo que les espera María Kondrátievna, el único ser de la colonia que conserva una piel blanca humana y unos cabellos no quemados. Por eso, entre nosotros parece especialmente delicada, y hasta Kalina Ivánovich no puede dejar de observar esa circunstancia:
- Es una mujer muy guapa, ¿sabes? y aquí se pierde sin provecho. Tú, Antón Semiónovich, no la mires teóricamente. Ella te mira como a una persona, y tú, lo mismo que un mujik, no le haces caso.
- ¡Cómo no te da vergüenza! -reproché a Kalina Ivánovich-. No faltaba más que eso: que también yo me dedicase a las aventuras amorosas en la colonia.
- ¡Eh, tú! -carraspeó senilmente Kalina Ivánovich, encendiendo su pipa-. Siempre serás un tonto en la vida, ya lo verás...

Yo no tenía tiempo de efectuar un análisis teórico y práctico de las cualidades de María Kondrátievna, y tal vez por eso ella no hacía más que invitarme a tomar el té y se ofendía mucho conmigo cuando yo le aseguraba cortésmente:
- Palabra de honor, no me gusta el té.
Un día, después de la comida, una vez que los colonos se dispersaron por sus lugares de trabajo, María Kondrátievna y yo seguimos un rato junto a las mesas, y ella me dijo con afectuosa sencillez:
- ¡Oigame, Diógenes Semiónovich! Si esta noche no viene usted a verme, le consideraré simplemente como un mal educado.
- ¿Y qué tiene usted? ¿Té? -pregunté yo.
- Tengo helado, ¿comprende?, no té, sino helado... Lo haré especialmente para usted.
- Bueno -accedí yo, haciendo un esfuerzo-, ¿a qué hora debo ir a tomar el helado?
- A las ocho.
- No puedo: a las ocho y media tengo los partes de los jefes.
- ¡Vaya una víctima de la pedagogía!... Bueno, venga a las nueve.
Pero a las nueve, inmediatamente después de escuchar los partes, cuando estaba en el despacho y me abrumaba la idea de tener que ir al helado y de no haber encontrado tiempo para afeitarme, llegó corriendo Mitka Zheveli y me gritó:
- Antón Semiónovich, venga usted, venga...
- ¿Qué ocurre?
- Los muchachos han traído a Chóbot y a Natasha. Ese abuelo, ¿cómo se llama?... ¡ah!, Musi Kárpovich...
- ¿Dónde están?
- Allí, en el jardín...
Corrí al jardín. En la avenida de las lilas estaba Natasha en un banco, toda asustada. La rodeaba una multitud de muchachos y de mujeres de la colonia. Los muchachos, en grupos a lo largo de toda la avenida, hablaban de algo. Karabánov peroraba:
- ¡Bien hecho! Lástima que no haya matado a ese bicho...
Zadórov tranquilizaba al trémulo y lloroso Chóbot:
- No ha pasado nada terrible. Ya verás, ahora vendrá Antón y él lo arreglará.
Interrumpiéndose el uno al otro, los muchachos me contaron lo siguiente:
Natasha no había puesto a secar unas piezas de tela -sin duda, se le había olvidado-, Musi Kárpovich decidió castigarla y ya la había golpeado dos veces con unas riendas, cuando entró Chóbot en la jata. Era difícil precisar qué había hecho -Chóbot callaba-, pero a los gritos desesperados de Musi Kárpovich se congregaron los vecinos del caserío y una parte de los colonos y encontraron medio muerto al dueño, ensangrentado y escondido en un rincón. En la misma triste situación se hallaba uno de los hijos de Musi Kárpovich. El propio Chóbot, en el centro de la jata, rugía como un perro, según la expresión de Karabánov. Natasha apareció más tarde en casa de unos vecinos.

Con motivo de todos esos sucesos hubo negociaciones entre los colonos y los vecinos del caserío. Ciertos indicios daban a entender que durante las negociaciones habían sido empleados los puños y otros medios de defensa, pero los muchachos, sin decir nada acerca de ello, relataban de un modo épico y emocionante:
- Nosotros, ¿sabe?, no hicimos nada de particular... practicamos la cura de urgencia, como es debido en casos de accidente, y Karabánov dijo a Natasha:
Vamos, Natasha, a la colonia; tú no tengas miedo a nada, encontraremos buena gente, en la colonia arreglaremos este asunto.
Yo invité a los participantes a entrar en mi despacho.
Natasha contemplaba seriamente con los ojos muy abiertos el ambiente nuevo para ella, y sólo en los imperceptibles movimientos de su boca y en la lágrima solitaria que enfriábase en su mejilla se podía discernir en ella huellas de susto.
- ¿Qué hacer? -dijo apasionadamente Karabánov-. Hay que terminar este asunto.
- Vamos a terminarlo -asentí.
- Casarlos -sugirió Burún.
Yo repuse:
- Para casarlos siempre hay tiempo; esto no es cosa de hoy. Tenemos derecho a admitir a Natasha en la colonia. ¿No se opone nadie?... ¡Más bajo! ¿Por qué chilláis? Tenemos sitio para la muchacha. Kolka, da mañana una orden incluyéndola en el quinto destacamento.
- ¡A la orden! -vociferó Kolka.
Natasha arrojó de repente su terrible toquilla, y sus ojos refulgieron como una hoguera al viento. Se acercó corriendo a mí y rompió a reír con alegría, como no ríen más que los niños.
- ¿Es posible? ¿En la colonia? ¡Oh, gracias, muchísimas gracias!
Los muchachos ocultaron entre risas su profunda emoción. Karabánov golpeó el piso con el pie:
- Muy sencillo. Tan sencillo que... ¡maldito sea!... Naturalmente, en la colonia. ¡Que se atrevan a tocar a un colono!

Las muchachas se llevaron alegremente a Natasha a su dormitorio. Los muchachos estuvieron bullendo todavía mucho tiempo. Chóbot, sentado frente a mí, me agradeció:
- Jamás se me habría ocurrido tal solución... Gracias por haber defendido a una persona tan insignificante... Y en cuanto a casarnos, eso es secundario...
Hasta muy entrada la noche estuvimos discutiendo lo sucedido. Los muchachos relataron algunos casos semejantes. Silanti expuso su opinión, las muchachas trajeron a Natasha vestida de educanda para que yo la viese y resultó que Natasha no tenía nada de novia: era una niña pequeña y delicada. Después llegó Kalina Ivánovich y dijo, resumiendo la jornada:
- Basta ya de atizar el fuego. Si a una persona no le quitan la cabeza, quiere decir que sigue viviendo y, por lo tanto, todo irá bien. Vamos a dar una vuelta por el prado... Verás cómo esos parásitos han puesto las parvas, que ojalá los pongan así a ellos en el ataúd cuando se mueran.
Era más de media noche cuando Kalina Ivánovich y yo nos dirigimos al prado. La noche, tibia y silenciosa, escuchaba atentamente lo que Kalina Ivánovich me refería por el camino. Los álamos, aristocráticamente educados, esbeltos, conservando su eterno amor a las filas rectas, montaban la guardia de nuestra colonia y también pensaban en algo. Tal vez se sentían asombrados de que todo en torno suyo hubiese cambiado tanto: se habían alineado para guardar la finca de los Trepke y ahora tenían que guardar la colonia Gorki.

En medio de un grupo aislado de álamos estaba la jata de María Kondrátievna. Nos miraba directamente con sus negras ventanas. De pronto, una de las ventanas se abrió sin ruido y de ella saltó un hombre. Venía ya hacia nosotros cuando, después de detenerse un instante, echó a correr hacia el bosque. Kalina Ivánovich interrumpió su relato acerca de la evacuación de Mírgorod en 1918 y me dijo tranquilamente:
- Es ese parásito de Karabánov. ¿Ves?, él no mira las cosas teórica, sino prácticamente. Y tú has quedado en ridículo, aunque eres un hombre instruido...

**NOTA DE O. CORTÉS Y CH. LOPEZ**

(1).- Se refiere a la Caballería Roja del mariscal Simón Budionny que protagonizó los principales triunfos del Ejército Rojo durante la Revolución. Cabe agregar que este militar soviético dió su nombre a una raza de caballo que creó, cruzando un pura sangre inglés con una yegua del Don y que resultó ser un excelente saltador, inteligente, tranquilo y enérgico, según los conocedores.

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