Índice de Poema pedagógico Capítulo 3
Los dominantes
Capítulo 5
Educación de kulaks
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 4

El teatro

Lo relatado en el capítulo anterior no constituía más que una parte insignificante de nuestras veladas invernales. Ahora nos da hasta un poco de vergüenza confesar que casi todo el tiempo libre lo sacrificábamos al teatro.

En la segunda colonia conquistamos un verdadero teatro. Es difícil describir el entusiasmo que se apoderó de nosotros cuando obtuvimos el derecho a utilizar el cobertizo del molino.

Nuestro teatro tenía cabida para seiscientos espectadores. Esto quiere decir que podíamos atender a varias aldeas. La significación del círculo de aficionados al teatro fue en aumento, y del mismo modo aumentaba lo que se exigía de él.

Cierto, nuestro teatro no era muy cómodo. Kalina Ivánovich llegaba a considerar estas incomodidades tan insuperables, que propuso transformar el teatro en cochera.
- Si colocas un carro, nada le pasará por el frío, ya que un carro no necesita estufa. En cambio, para el público sí que hacen falta estufas.
- Bueno, pues pondremos estufas.
- Ayudarán como un apretón de manos al pobre. ¿No has visto que allí el techo es de hierro, sin ninguna cobertura? Si encendemos las estufas, lo único que haremos será dar calor al reino de los ciclos y a los querubines y serafines, pero no al público. Y además, ¿qué estufas vas a poner? Aquí, por lo menos, haría falta instalar estufas de hierro, pero ¿quién te dará permiso? Esas estufas no producen más que incendios; tan pronto como empezase el espectáculo, habría que empezar también a echar agua.
Nosotros no estábamos de acuerdo con Kalina Ivánovich, sobre todo porque Silanti decía:
- Pues fíjate qué historia: una representación de balde y, encima, un incendio sin más consecuencias. Nadie se ofenderá por ello.
Colocamos las estufas de hierro y las encendíamos sólo durante las representaciones. Jamás fueron capaces de caldear la atmósfera teatral; todo su calor se esfumaba inmediatamente por el techo de hierro. Y por eso, aunque las propias estufas se caldeaban hasta el rojo vivo, el público prefería seguir embutido en sus abrigos y sus pellizas, preocupándose únicamente de que no se le quemara por casualidad el lado vuelto hacia la estufa.
Sólo una vez hubo fuego en nuestro teatro, y, además, no fue por culpa de ninguna estufa, sino por una lámpara que se cayó en el escenario. Hubo pánico en aquella ocasión, aunque un pánico especial: el público permaneció en sus sitios, pero todos los colonos se lanzaron al escenario arrebatados por un entusiasmo no fingido.
- ¡Qué idiotas sois! -les chilló Karabánov-. ¿Es que no habéis visto nunca fuego?

Construimos un verdadero escenario: espacioso, alto, con un complicado sistema de bastidores y una concha para el apuntador. Tras el escenario quedó un gran espacio libre, pero no podíamos utilizarlo. Para que los artistas pudieran soportar la temperatura, acotamos en este espacio una pequeña habitación, instalamos en ella una estufa, y allí nos pintábamos y vestíamos, observando mal que bien, el turno y la diferencia de sexos. En el espacio restante -entre bastidores y en la propia escena- hacía el mismo frío que al aire libre.

En la sala colocamos una decena de filas de bancos de madera, inmenso espacio de localidades teatrales, inusitado campo cultural, en el que no hacía falta más que sembrar y segar.

Nuestra actividad escénica en la segunda colonia se desenvolvió rápidamente a lo largo de tres inviernos, su ritmo y su impulso no cedieron jamás, y, en fin, sus proporciones fueron tan grandiosas, que yo mismo doy ahora crédito con dificultad a lo que estoy escribiendo.

Durante la temporada de invierno estrenábamos unas cuarenta obras. Debe decirse que nunca corríamos en pos de alguna piececita de alivio, tipo club de aficionados. No representábamos más que obras serias y largas, de cuatro o cinco actos, repitiendo por lo común el repertorio de los teatros de la capital. Se trataba de una audacia incomparable, pero, palabra de honor, no era una chapuza.

Y a partir del tercer espectáculo, nuestra fama teatral rebasó en mucho los límites de Gonchárovka. Venían a vernos campesinos de Pirogovka, de Grabílovka, de Bábichevka, de Gontsov, de Vatsiv, de Storozhevoie, de los caseríos de Volovi, de Chumatski, de Ozer; venían obreros de las barriadas suburbanas, ferroviarios de la estación y de la fábrica de locomotoras, y pronto comenzó a acudir también gente de la ciudad: maestros, empleados del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, militares, empleados soviéticos, trabajadores de las cooperativas, administradores, simples muchachas y muchachos, conocidos de los colonos y conocidos de los conocidos. A finales del primer invierno, ya desde la hora del almuerzo empezaba a instalarse todos los sábados en torno al cobertizo teatral el campamento de los que venían de lejos. Hombres bigotudos, con pellizas y zamarras de piel, desenganchaban los caballos, los cubrían con mantas y hacían sonar sus cubos junto al pozo, mientras sus acompañantas, envueltas hasta los ojos, daban saltitos alrededor del trineo para desentumecer las piernas heladas durante el camino y corrían al dormitorio de nuestras muchachas, cimbreándose sobre los altos taconcitos claveteados de hierro, a fin de entrar en calor y prolongar la amistad recientemente entablada. Muchos extraían de entre la paja paquetes y atadijos. Al ponerse en camino para la lejana expedición teatral, tomaban consigo comida: empanadas, tartas, tocino cortado en forma de cruz, espirales de diversos embutidos. Una parte considerable de sus reservas estaba destinada a agasajar a los colonos, y hubo días de verdaderos banquetes hasta que el Buró del Komsomol prohibió categóricamente que se aceptase cualquier regalo de los espectadores forasteros.

Los sábados, las estufas de la sala de espectáculos se encendían a las dos de la tarde, de modo que los forasteros pudieran entrar allí en calor. Pero, a medida que se estrechaban las relaciones, mayor era la penetración de los visitantes en los edificios de la colonia. Hasta en el comedor se podía ver a grupos de invitados particularmente agradables y conocidos de todos, por decirlo así, a quienes los responsables de la guardia de aquel día estimaban posible invitar.

Para la caja de la escuela, los espectáculos eran una carga bastante onerosa. Los trajes, las pelucas, toda clase de requisitos venían a costarnos unos cuarenta o cincuenta rublos. Quiere, pues, decirse que al mes eso sumaba alrededor de doscientos rublos. Era un gasto excesivo, pero ni una sola vez renunciamos a nuestro orgullo y jamás percibimos un kopek en pago del espectáculo. Contábamos, sobre todo, con la juventud, y la juventud campesina -en especial, las muchachas- jamás tenía dinero para sus gastos.

Al principio, la entrada al teatro era libre. Sin embargo, la sala perdió pronto su capacidad de contener a todos los que deseaban entrar en ella, y entonces introdujimos los billetes, que se distribuían previamente entre las células del Komsomol, los Soviets rurales y nuestros representantes plenipotenciarios especiales en cada lugar.

Para nosotros fue una sorpresa la terrible afición de los campesinos al teatro. Por culpa de los billetes había continuamente malentendidos y rencillas entre las diversas aldeas. Venían a vernos secretarios agitados, que nos hablaban con bastante fogosidad:
- ¿Por qué no nos habéis dado más que treinta localidades para mañana?
Zhorka Vólkov, el encargado de los billetes teatrales, movía sarcástico la cabeza ante el rostro del secretario:
- Porque incluso esas localidades son muchas para vosotros.
- ¿Muchas? Vosotros, burócratas, que os pasáis aquí sentados todo el día, ¿sabéis que son muchas?
- Nosotros estamos aquí sentados, pero vemos que las popesas utilizan nuestros billetes.
- ¿Las popesas? ¿Qué popesas?
- Las vuestras: pelirrojas, con los morros abultados.
Al reconocer a su popesa, el secretario baja de tono, aunque sin rendirse:
- Bueno, dos popesas... Pero ¿por qué nos habéis quitado veinte billetes? Antes nos dabais cincuenta y ahora, treinta.
- Habéis perdido nuestra confianza -contesta, mordaz, Zhorka-. Dos popesas; pero no hemos contado las sacristanas, las tenderas, las mujeres de los kulaks. ¿De manera que vosotros os estáis corrompiendo y nosotros tenemos que hacer cuentas?
- Me gustaría saber qué hijo de perra os ha ido con el cuento.
- Tampoco contamos a los... hijos de perra. Con treinta billetes tenéis de sobra.
El secretario, como gato escaldado, corre a la aldea para investigar la corrupción descubierta, pero su sitio es ocupado rápidamente por otro que viene a protestar:
- ¿Qué hacéis, camaradas? Tenemos cincuenta komsomoles, y nos habéis mandado quince billetes.
- Según datos del sexto destacamento
P, la vez pasada vinieron de vuestro lugar solamente quince komsomoles no bebidos, y, además, cuatro de ellos eran unas mujeres viejas. Todos los demás estaban borrachos.
- Nada de eso. No es cierto que estuvieran borrachos. Nuestros muchachos trabajan en una fábrica de aguardiente y, claro, huelen...
- Comprobamos que les olía la boca; no hay por qué echar la culpa a la fábrica...
- Yo os demostraré que siempre huelen así. Lo que pasa es que vosotros sois injustos y andáis con cuentos. ¡Eso son desviaciones!
- ¡Déjalo! Los nuestros saben perfectamente cuándo se trata de la fábrica y cuándo se trata de un borracho.
- Venga, dame, por lo menos, cinco billetes más. ¿Cómo no os da vergüenza?... Repartís las localidades entre diversas señoritas de la ciudad y entre vuestros conocidos y dejáis a los komsomoles para lo último...
Comprendimos de pronto que el teatro no era una diversión o un juego nuestro, sino nuestra obligación, un inevitable impuesto social, cuyo pago no podíamos eludir.

El Buró del Komsomol meditó profundamente acerca de ello. El círculo de aficionados al teatro, por sí solo, no podía soportar sobre sus hombros semejante carga. Era imposible concebir que transcurriera un sábado sin espectáculo y, además, cada semana había que dar algún estreno. Repetir una obra significaba arriar la bandera, ofrecer a nuestros vecinos inmediatos, espectadores fijos, una velada fallida. En el círculo de aficionados comenzaron las historias de toda índole.

Hasta Karabánov clamaba:
- Pero, vamos a ver, ¿es que yo me he contratado como actor o qué? La semana pasada hice de sacerdote, ésta he hecho de general, y ahora me dicen que haga de guerrillero. ¿Es que soy de hierro? Me paso cada noche ensayando hasta las dos de la madrugada, y el sábado hay que mover las mesas y clavar los decorados...
Kóval, apoyando las manos en la mesa, gritaba:
- ¿Quieres que te pongamos una otomana debajo de un peral para que descanses un poco? No hay más remedio que trabajar.
- Si no hay más remedio, organizadlo de manera que trabajen todos.
- Y lo organizaremos.
- Organizadlo.
- Vamos a convocar al Soviet de jefes.
En el Soviet de jefes, el Buró propuso: nada de círculos de aficionados, todos debían trabajar.
Al Soviet le gustaba siempre concretar sus decisiones en forma de orden. Ésta la formalizó así:

§ 5

Por decisión del Soviet de jefes, considerar el trabajo teatral como un trabajo obligatorio para cada colono, y por ello para la presentación del espectáculo Aventuras de la tribu de los Nichevokos se designan los siguientes destacamentos mixtos...

Seguía la enumeración de los destacamentos mixtos, como si se tratase de escardar la remolacha o aporcar la patata y no de las cumbres del arte. La profanación del arte comenzó por la aparición, en lugar del círculo de aficionados, del sexto destacamento A mixto, mandado por Vérshnev y compuesto por veintiocho personas... para el espectáculo en cuestión.

Y el destacamento mixto quería decir: lista exacta y ningún retraso, parte nocturno con indicación de los retrasados y demás, la orden del jefe, el habitual a la orden a guisa de respuesta con el correspondiente saludo y, en caso de incumplimiento, la necesidad de justificarse ante el Soviet de jefes o en la asamblea general por infracción de la disciplina de la colonia y, en el mejor caso, conversación conmigo y unas cuantas tareas fuera de turno o arresto domiciliario el primer día de fiesta.

Se trataba, efectivamente, de una reforma. Hay que tener en cuenta que el círculo de aficionados es siempre una organización voluntaria, con tendencia a cierto liberalismo excesivo, a la fluctuación del personal. Además, el círculo adolece en todo momento de una lucha de gustos y de aspiraciones. Esto se observa particularmente en la elección de la obra y en el reparto de los papeles. También en nuestro círculo empezaba a despuntar a veces el principio personalista.

La decisión del Buró y del Soviet de jefes fue aceptada por la sociedad colonística como algo que se comprendía por sí solo sin el menor género de dudas. El teatro era considerado en la colonia igual que la agricultura, que la reparación de la hacienda, que el orden y la limpieza de los edificios. Desde el punto de vista de los intereses de la colonia, comenzó a ser indiferente la participación de uno u otro colono en los espectáculos: cada cual debía hacer lo que se exigía de él.

Habitualmente yo informaba en el Soviet dominical de jefes acerca de la obra que se representaría el sábado siguiente e indicaba qué colonos hacían falta como artistas. Todos ellos eran incluidos inmediatamente en el sexto A mixto y a uno de ellos se le designaba jefe. Los demás colonos eran distribuidos en destacamentos teatrales mixtos, que llevaban siempre el número seis y que funcionaban hasta el final de la representación. Funcionaban los siguientes destacamentos mixtos:

Sexto A: artistas.
Sexto P: público.
Sexto G: guardarropa.
Sexto caliente: calefacción.
Sexto D: decorados.
Sexto T: tramoya.
Sexto I: iluminación y efectos luminosos.
Sexto L: limpieza.
Sexto S: sonidos.
Sexto C: cortina.

Si se tiene en cuenta que durante mucho tiempo no hubo en la colonia más de ochenta personas, será evidente para todos que ningún colono podía quedar libre y que, si la obra elegida tenía numerosos personajes, nos faltaban literalmente fuerzas. Por supuesto, el Soviet de jefes, al formar los destacamentos mixtos, procuraba basarse en los gustos y las inclinaciones individuales de cada uno, pero eso no se conseguía siempre. Lo más frecuente era que el colono manifestase:
- ¿Por qué me habéis incluido en el sexto
A? Yo nunca he hecho de artista.
Le respondían:
- Pero ¿qué palabras de mujik son ésas? El hombre tiene siempre que hacer algo por primera vez.

En el transcurso de la semana todos los destacamentos mixtos y, en particular, sus jefes danzaban por la colonia e incluso por la ciudad como gatos escaldados. Entre nosotros no existía la moda de tomar en consideración ninguna disculpa, y por ello los jefes de los destacamentos lo pasaban, a veces, muy mal. Por fortuna, en la ciudad teníamos amigos, muchos de los cuales veían nuestra causa con simpatía. Ésta era la razón de que, por ejemplo, siempre consiguiéramos buenos trajes para cualquier obra, pero, si no los conseguíamos, el sexto G mixto sabía confeccionar el vestuario de cualquier época y en cualquier cantidad sobre la base de los diversos materiales y objetos que había en la colonia. Para ello se consideraba que no sólo los objetos de la colonia, sino también los de sus empleados estaban plenamente a disposición de nuestros destacamentos teatrales. Por ejemplo, el sexto T mixto estuvo siempre convencido de que podía ostentar el nombre de destacamento de requisa porque requisaba todo lo necesario en el domicilio de nuestros empleados. A medida que nuestra empresa fue desarrollándose, en la colonia se formaron también ciertos depósitos permanentes. Con frecuencia representábamos obras donde sonaban disparos y, en general, obras de carácter militar, y para ellas constituimos todo un arsenal, aparte de una verdadera colección de uniformes militares, charreteras y condecoraciones. Gradualmente fueron destacándose entre la colectividad diversos especialistas, no solamente actores, sino también de otro carácter: teníamos notables ametralladores, que, por medio de aparatos de su invención, simulaban el más auténtico tiroteo de ametralladoras; teníamos artilleros, profetas Elías, a quienes les salían bien los truenos y los relámpagos.

Disponíamos de una semana para aprender cada obra. Al principio, intentamos proceder como es costumbre entre la gente: copiábamos los papeles y nos esforzábamos por aprenderlos. Después renunciamos a esta empresa; no teníamos tiempo para copiar los papeles ni para estudiarlos. Debe considerarse que teníamos, además, nuestro trabajo corriente en la colonia y en la escuela; antes que nada era preciso estudiar las lecciones. Renunciando a todo convencionalismo teatral, empezamos a actuar con apuntador e hicimos bien. Los colonos aprendieron a captar con extraordinaria habilidad las palabras del apuntador; incluso nos permitimos el lujo de luchar contra las libertades y las improvisaciones en la escena. Sin embargo, para que el espectáculo se deslizase como era debido, yo tuve que sumar a mis obligaciones de director de escena la funcíón de apuntador, porque el apuntador, además, de indicar el texto, tenía que dirigir la representación: indicar la mise en scène, corregir los errores, señalar los disparos, los besos y las muertes.

Actores no nos faltaban. Entre los colonos había muchos hombres capaces. Los principales actores eran: Piotr Ivánovich Goróvich, Karabánov, Vetkovski, Butsái, Vérshnev, Zadórov, Marusia Lévchenko, Kudlati, Kóval, Gléizer, Lápot.

Procurábamos elegir piezas con muchos personajes, porque abundaban los colonos deseosos de actuar en el teatro y nosotros teníamos interés por aumentar el número de los que supieran mantenerse en escena. Yo atribuía gran importancia al teatro, ya que, gracias a él, mejoraba mucho el lenguaje de los colonos y, en general, se ampliaba sensiblemente nuestro horizonte. Pero, a veces, nos faltaban actores, y en este caso invitábamos a alguno de nuestros empleados. Una vez incluso lanzamos a Silanti al escenario. En el ensayo demostró escasas aptitudes de actor. No obstante, como tenía que decir una sola frase (El tren viene con tres horas de retraso), no había un riesgo especial. La realidad superó todas nuestras esperanzas. Silanti salió a su tiempo, normalmente, pero habló así:
- El tren, ¿sabes?, viene con tres horas de retraso, fijate qué historia.
La réplica produjo tremenda impresión en el público, pero eso no fue lo malo; todavía mayor impresión causó entre la multitud de refugiados que aguardaban el tren en la estación. Los refugiados, totalmente vencidos por la risa, comenzaron a dar vueltas en el escenario sin hacer ningún caso a mis llamadas desde la concha del apuntador, sobre todo porque yo también resulté ser una persona impresionable. Silanti contempló un minuto toda aquella iniquidad y después se enfadó:
- Os hablan, imbéciles, como es debido: el tren, ¿sabéis?, viene con tres horas de retraso... ¿De qué os reís?
Los refugiados escucharon con entusiasmo las palabras de Silanti y después huyeron empavorecidos de la escena.
Yo, una vez rehecho, susurré:
- ¡Vete a todos los diablos! ¡Silanti, vete al infierno!
- Pues ya ves qué historia...
Coloqué el libro de canto, que era la señal para que se corriese la cortina.

Lo difícil era conseguir actrices. De las muchachas sólo podían trabajar, y no muy bien, Lévchenko y Nastia Nochévnaia y, del personal, Lídochka. Ninguna de ellas había nacido para la escena; se azoraban muchísimo, se negaban categóricamente al beso y al abrazo, aunque lo exigiera la obra. Por otra parte, no podíamos renunciar a los papeles amorosos. En busca de actrices, probamos a todas las mujeres, hermanas, tías y demás parientes de nuestros empleados y de los trabajadores del molino, suplicábamos a nuestras conocidas de la ciudad y a duras penas conseguíamos representar las obras. Por eso, Oxana y Rajil intervinieron en los ensayos ya al día siguiente de su llegada a la colonia, admirándonos por su manifiesta aptitud para dejarse besar sin la más leve turbación.

Una vez logramos convencer a una espectadora incidental, conocida de un trabajador del molino, que había venido de la ciudad a pasar una temporada. Resultó una auténtica perla: hermosa, voz aterciopelada, ojos, andar, en fin, todo lo preciso para interpretar el papel de dama corrompida en no recuerdo qué obra revolucionaria. Durante los ensayos nos derretíamos de gusto pensando en el estreno sensacional. El espectáculo comenzó con gran entusiasmo, pero en el primer entreacto se presentó entre bastidores el marido de la perla, un telegrafista ferroviario, que dijo a su mujer ante toda la compañía:
-
No puedo permitir que trabajes en esta obra. Vámonos a casa.
La perla se asustó:
-
¿Cómo voy a marcharme? -musitó-. ¿Y la obra?
-
¡A mí qué me importa la obra! ¡Vámonos! No puedo tolerar que todos te besen y te arrastren por la escena.
-
¿Pero... cómo es posible?
-
En un solo acto te han besado unas diez veces. ¿Qué quiere decir esto?
Al principio, nosotros nos quedamos estupefactos. Después tratamos de convencer al celoso.
- Pero, camarada, si un beso en la escena es una nimiedad -dijo Karabánov.
-
Ya he visto si es una nimiedad o no. ¿Es que soy ciego? Vengo de la primera fila...
Yo dije a Lápot:
- Tú, que eres un hombre desenvuelto, convéncele de algún modo.
Lápot se puso honradamente a ello. Asió al celoso por un botón, le hizo sentarse en un banco y gorjeó dulcemente:
- ¡Qué hombre tan raro es usted! ¡Una cosa tan útil, tan cultural! Si su mujer, para una cosa así, se besa con alguien, de eso no puede salir más que provecho.
-
No sé para quién será el provecho; desde luego, para mí no -insistía el telegrafista.
- Es provecho para todos.
-
Entonces, lo mejor, según usted, es que todos besen a mi mujer.
- ¡Qué raro es usted! Eso siempre será mejor que si la besa un pichón cualquiera.
-
¿Qué pichón?
- Suele ocurrir... Y, además, fíjese: es aquí mismo, ante todos, y usted mismo lo ve. Sería mucho peor que fuese bajo un matorral cualquiera sin que usted se enterara.
-
Nada de eso!
- ¿Cómo que nada de eso? ¡Con lo bien que sabe besar su mujer! ¿Usted cree que un talento así va a perderse? Vale más que lo haga en escena...
El marido aceptó mal que bien los argumentos de Lápot y, rechinando los dientes, permitió que su mujer concluyera el espectáculo, a condición únicamente que los besos no fueran de verdad. Se fue ofendido. La perla estaba disgustada. Nosotros temíamos que el espectáculo se viniese abajo.
En la primera fila estaba sentado el marido, hipnotizando a todos, lo mismo que una serpiente. El segundo acto transcurrió como una misa de difuntos, pero en el tercer acto vimos con alegría general que el marido había desaparecido de la primera fila. Yo no podía suponer dónde se habría metido. La cosa se puso en claro únicamente después del espectáculo.
- Le aconsejé que se marchase -explicó modestamente Karabánov-. Al principio, no quería, pero terminó accediendo.
- ¿Cómo lo has conseguido?
Karabánov lanzó un relámpago con los ojos, hizo una mueca diabólica y silabeó:
- Le dije: vale más que procedamos honradamente. Hoy todo irá bien, pero, como no se vaya usted en seguida, le ponemos los cuernos, palabra de colono. En nuestra colonia hay muchachos ante los que no resistirá su mujer.
- ¿Y qué? -se interesaron alegremente los colonos.
- Nada. Me dijo solamente:
¡Acuérdese de que me ha dado su palabra! y se fue a la última fila.

Ensayábamos todos los días y, además, la obra entera.
En general, dormíamos poco. Debe tenerse en cuenta que muchos de nuestros actores ni siquiera sabían moverse en el escenario, por lo que era preciso enseñarles de memoria la mise en scène, desde los movimientos aislados de una mano o de un pie hasta la postura de la cabeza, hasta cada gesto o cada mirada. A esto prestaba yo atención, confiando en que el texto sería asegurado sin falta por el apuntador. Para el sábado por la noche se consideraba dominada la obra.
Hay que decir, sin embargo, que no trabajábamos mal del todo: muchos visitantes de la ciudad se sentían satisfechos de nuestros espectáculos. Procurábamos actuar de un modo correcto, sin exageraciones, sin adular el gusto del público, sin perseguir efectos fáciles. Poníamos en escena obras ucranianas y rusas.

Los sábados, el teatro empezaba a animarse a partir de las dos de la tarde. Si había muchos personajes, Butsái, secundado por Piotr Ivánovich, comenzaba a maquillarles inmediatamente después del almuerzo. Desde las dos de la tarde hasta las ocho de la noche podían maquillar, por lo menos, a sesenta personas, después de lo cual comenzaban ya a maquillarse ellos mismos.

En cuanto a la presentación del espectáculo, los colonos no eran personas, sino fieras. Si en escena debía haber una lámpara con pantalla azul, rebuscaban no sólo en las casas de los empleados, sino también en las de sus conocidos urbanos hasta que conseguían infaliblemente una lámpara con la pantalla azul. Si en la escena había que comer, se comía de verdad, sin ningún engaño. Esto lo exigía no tanto el espíritu concienzudo del sexto T mixto como la tradición. Nuestros actores consideraban que comer en escena manjares ficticios era algo indigno de la colonia. Por ello también nuestra cocina solía tener trabajo: había que preparar entremeses, asar carne, confeccionar empanadas o pasteles. En lugar de vino, se servía sidra.

En mi concha de apuntador yo temblaba siempre durante las comidas: los artistas, en tales momentos, se entusiasmaban demasiado con la ficción y no hacían caso del apuntador, prolongando la escena hasta que ya no quedaba nada sobre la mesa. Por lo general, yo tenía que acelerar el ritmo con observaciones de este género:
- Basta ya... ¿me oís? ¡Acabad de comer, que el diablo os lleve!
Los actores me miraban sorprendidos, señalando con los ojos el pato sin terminar de comer, y no concluían de engullir hasta que yo llegaba al rojo blanco y les silbaba:
- ¡Karabánov, fuera de la mesa! Semión, miserable, di:
Me voy.
Karabánov, tragándose el pedazo de pato a medio masticar, decía:
- Me voy.
Y luego, en el descanso, me reprochaba entre bastidores:
- Antón Semiónovich, ¿cómo no le da vergüenza? Cualquiera sabe cuándo me tocará comer otro pato semejante y usted no me ha dejado terminarlo...
Pero habitualmente los artistas trataban de no permanecer mucho tiempo en el escenario, porque en él hacía tanto frío como en el exterior.
En la obra La rebelión de las máquinas, Karabánov tenía que permanecer desnudo en el escenario toda una hora con nada más que una estrecha tira de tela ciñéndole las caderas. El espectáculo se celebraba en febrero, pero, para nuestra desgracia, el frío llegaba a treinta grados. Ekaterina Grigórievna pidió la suspensión del espectáculo, asegurándonas que Semión se helaría sin falta. La cosa terminó bien: Semión no se heló más que los dedos de los pies, pero Ekaterina Grigórievna, después del acto, le dio unas friegas de alcohol.

Sin embargo, el frío entorpecía nuestro desarrollo artístico. Una vez representábamos una obra que se titulaba El camarada Semivzvódni. En la escena aparecía el jardín de una finca señorial y se precisaba para él una estatua. El sexto T no pudo encontrar una estatua en ninguna parte, aunque recorrió todos los cementerios de la ciudad. Decidimos prescindir de la estatua. Pero, cuando descorrimos la cortina, vi con sorpresa una estatua: blanqueado hasta más no poder, Shelaputin, subido a un taburete y envuelto en una sábana, me miraba maliciosamente. Mandé correr la cortina y expulsé a la estatua del escenario con gran disgusto del sexto T.

Los muchachos del sexto R se distinguían particularmente por lo concienzudo de su trabajo y su inventiva. Una vez ensayábamos Azef. Sazónov arroja una bomba contra Pleve. La bomba debía estallar. Osadchi, el jefe del sexto R, decidió:
- Haremos una verdadera explosión.
Como yo era quien interpretaba a Pleve, esta cuestión tenía para mí más interés que para nadie:
- ¿Cómo verdadera?
- Pues que hasta el teatro puede volar.
- Eso ya es excesivo -observé prudentemente.
- No, nada -me tranquilizó Osadchi-; todo terminará bien.
Antes de la escena de la explosión, Osadchi me enseñó los preparativos: entre bastidores habían dispuesto varios toneles vacíos, junto a cada uno de los cuales aguardaba un colono con una escopeta de dos cañones cargada más o menos como para derribar un mamut. Al otro lado de la escena había en el suelo trozos de cristal y sobre cada uno de ellos otro colono con un ladrillo en la mano. Al fondo del escenario, frente a las salidas de los actores, había media docena de colonos. Ante ellos ardían unas velas. Los muchachos tenían en las manos unas botellas de no sé qué líquido.
- ¿Qué significa este entierro?
- Esto es lo principal: los chicos tienen kerosén. Cuando sea preciso, se llenarán de kerosén la boca y lo soplarán sobre las velas. Resulta muy bien.
- ¡Idos al ...! También puede resultar un incendio.
- Usted no tenga miedo. Unicamente procure que el kerosén no le queme los ojos, que nosotros mismos apagaremos el incendio.
Y me indicó otra fila de colonos, a cuyos pies había cubos llenos de agua. Rodeado por tres sitios de semejantes preparativos, comencé a sentir, en efecto, la condenación del desgraciado ministro y, después de reflexionar con toda seriedad, llegué a la conclusión de que como yo, personalmente, no tenía que responder de todos los crímenes de Pleve, en caso extremo me quedaba el derecho de huir a través de la sala. De todas formas, intenté una vez más moderar el espíritu concienzudo de Osadchi:
- Pero ¿es que el kerosén puede apagarse con agua?
Sin embargo, Osadchi era invulnerable: conocía ese asunto con todos los indicios de una erudición superior:
- Cuando se sopla el kerosén sobre una vela, se transforma en gas y no es preciso apagarlo. Lo que sí tendremos que apagar tal vez son otros objetos...
- ¿A mí, por ejemplo?
- A usted le apagaremos en primer lugar.
Acepté mi destino: si no ardía, en todo caso me regarían de agua fría, ¡y esto con veinte grados bajo cero! Ahora bien: ¿cómo manifestar pusilanimidad ante todo el sexto R mixto, que había invertido tanta energía y tanta capacidad de inventiva en presentar la explosión?
Cuando Sazónov arrojó la bomba, yo tuve otra vez oportunidad de sentirme Pleve y no le envidié: las escopetas dispararon dentro de los toneles, los toneles retumbaron, destrozando sus aros y mis tímpanos, los ladrillos cayeron sobre los cristales, cinco bocas soplaron el kerosén sobre las velas encendidas con toda la fuerza de los pulmones jóvenes, y el escenario íntegro se transformó instantáneamente en un torbellino de humo y de fuego. Perdí la ocasión de interpretar mal mi propia muerte y me desplomé casi sin sentido bajo el trueno ensordecedor de los aplausos y los gritos entusiasmados del sexto R mixto. Desde arriba llovió sobre mí la ceniza negra y grasienta del kerosén. Se corrió la cortina, y Osadchi, cogiéndome por las axilas, me levantó y se interesó solícitamente:
- ¿No le arde a usted nada?
Me ardía solamente la cabeza, pero guardé silencio: ¡quién sabía lo que tendría preparado el sexto R mixto para tal eventualidad!

Del mismo modo volamos un barco durante un viaje infortunado hacia las costas revolucionarias de la URSS. La técnica de este suceso fue todavía más complicada. Además de simular fuego en cada ventanilla del barco, era preciso demostrar que, efectivamente, el barco volaba por los aires. Para ello, varios colonos se dedicaron detrás del barco a lanzar al aire tablas, sillas, taburetes. De antemano se habían entrenado para proteger su cabeza contra todas esas cosas, pero el capitán Piotr Ivánovich Goróvich lo pasó bastante mal: comenzó a arderle la pasamanería de papel que llevaba en la bocamanga y fue golpeado considerablemente por los muebles al caer. A pesar de ello, lejos de quejarse, incluso debimos esperar media hora a que dejara de reír para saber a ciencia cierta si estaban o no en orden todos sus órganos capitanescos.

Algunos papeles eran realmente difíciles de desempeñar. Los colonos, por ejemplo, no admitían ningún disparo entre bastidores. Si en una obra había que matar a alguien, la víctima debía prepararse a una dura prueba. Para matarla, se cogía un revólver auténtico, se retiraban las balas y todo el espacio libre era rellenado de estopa o de algodón. En el momento preciso se abrasaba a la víctima con un montón de fuego y, como el que disparaba sentía siempre el entusiasmo de su papel, era inevitable que apuntase obligatoriamente a los ojos. Si había que hacer varios disparos, de acuerdo con esa diabólica receta se llenaba todo el cargador.

El público, a pesar de todo, lo pasaba mejor: permanecía en la sala envuelto en sus pellizas de abrigo, aunque aquí y allí ardían las estufas. Lo único que se prohibía a los espectadores era roer semillas de girasol. Además, no se dejaba entrar a nadie en estado de ebriedad. En tal caso, conforme a una vieja tradición, era considerado borracho cada ciudadano en quien se descubría, por medio de una investigación minuciosa, el más leve olor a alcohol. Los colonos sabían adivinar en el acto entre cientos de espectadores a los que olían así o aproximadamente así y mejor aún sabían sacarles de la fila y ponerles vergonzosamente en la puerta, desatendiendo sin consideración afirmaciones muy parecidas a la verdad:
-
Palabra de honor que sólo he bebido esta mañana una jarra de cerveza.
Sobre mí, como director de escena, recaían, además, sufrimientos suplementarios, tanto en el espectáculo como antes de él. Kudlati se hacía un lío con las frases, cambiaba las palabras. Y durante la representación de El revisor de Gógol, donde yo interpretaba el papel del alcalde Antón Antónovich, todos los muchachos empezaron a llamarme por mi nombre propio, Antón Semiónovich. Los colonos trabajaron bien, pero esta confusión de los nombres al final del espectáculo me convirtió en una furia, porque incluso mis nervios resistentes fueron incapaces de soportar impresiones tan fuertes...

Amós Fiódorovich.- ¿Hay que dar crédito a los rumores, Antón Semiónovich? ¿Una extraordinaria felicidad ha venido a añadirse a su vida?
Artemio Filíppovich.- Tengo el honor de felicitar a Antón Semiónovich por su extraordinaria felicidad. Me he alegrado con toda el alma al enterarme. ¡Anna Andréievna, María Antónovna!
Rastakovski.- Felicito a Antón Semiónovich. Que Dios le dé una larga vida a usted y la nueva pareja y le ofrezca una numerosa descendencia de nietos y biznietos. ¡Anna Andréieevna, María Antónovna!
Korobkin.- Tengo el honor de felicitar a Antón Semiónovich.

Lo peor de todo es que yo, caracterizado de alcalde, no podía de ninguna manera dar su merecido en pleno escenario a todos esos monstruos. Sólo después de la escena muda con que acababa la obra estallé entre bastidores:
- ¡Malditos del diablo! ¿Qué significa esto? ¿Estáis burlándoos de mí o qué?
Los muchachos, asombrados, clavaron sus miradas en mí, y Zadórov, que hacía de jefe de correos, me preguntó:
- ¿De qué se trata? ¿Qué ha pasado? Todo ha salido bien.
- Por qué habéis estado llamándome todos Antón Semiónovich?
- ¿Y cómo si no?... ¡Ah, sí!... ¡Demonios!... Claro, el alcalde se llama Antón Antónovich.
- ¡Si en los ensayos habéis estado llamándome como es debido!...
- El diablo lo sabe... Los ensayos son una cosa distinta. Y luego, aquí uno se emociona siempre...

Índice de Poema pedagógico Capítulo 3
Los dominantes
Capítulo 5
Educación de kulaks
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