Índice de Poema pedagógico Capítulo 2
Otchenash
Capítulo 4
El teatro
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 3

Los dominantes

Apenas habían cerrado los carpinteros las ventanas de la casa roja cuando se precipitó sobre nosotros el invierno. Aquel año el invierno fue simpático: abundante en nieve, benigno, sin deshielos putrefactos, sin heladas extremas. Kudlati invirtió tres días en distribuir entre los colonos la ropa de invierno. Los cocheros y los que trabajaban en la porqueriza recibieron botas de fieltro y los demás colonos, zapatos, si no brillantes por su buen estado y su corte, poseedores, al menos, de otras muchas virtudes: buena calidad, hermosos remiendos y una envidiable cabida, hasta el punto de que cada muchacho podía ponerse dos pares de peales. Entonces no sabíamos aún lo que era un abrigo y llevábamos, en su lugar, algo mitad chaleco, mitad chaqueta guateada incluso en las mangas -herencia de la guerra imperialista-, que los soldados de Nicolás II llamaban ingeniosamente kufaikis. Sobre algunas cabezas aparecieron gorros que olían igualmente a intendencia zarista, pero la mayoría de los colonos no tuvo más remedio que seguir llevando en invierno gorros de algodón. En aquel tiempo no podíamos calentar más el organismo de nuestros educandos. Las camisas y los pantalones seguían siendo los mismos en invierno: de liviana tela de algodón. Por eso, durante el invierno se observaba en los movimientos de los colonos cierta ligereza superflua, que les permitía hasta en las heladas más rigurosas desplazarse de un lugar a otro con meteórica velocidad.

Son agradables los anocheceres invernales en la colonia. A las cinco se termina el trabajo, pero hasta la cena todavía quedan tres horas. En algunos lugares arden los quinqués de petróleo, pero no son ellos los que aportan consigo verdadera comodidad y animación. En los dormitorios y en las clases se comienza a encender las estufas. Junto a cada estufa, dos montoncitos: el montoncito de la leña y el montoncito de los muchachos, congregados aquí el uno y el otro no tanto para la calefacción como para las cordiales charlas vespertinas. La leña empieza primero, a medida que las ágiles manos de los pequeños van depositándola en la estufa. Cuentan una historia complicada, llena de divertidas aventuras y de risas, de disparos, de persecuciones, de ardor juvenil y de solemnes triunfos. Los pequeños entienden difícilmente su charla, porque los narradores se interrumpen unos a otros y todos se apresuran a algún sitio, pero el sentido del relato es comprensible y llega al alma: en el mundo se puede vivir una vida interesante y alegre. Y cuando agoniza el chisporroteo de la leña, los narradores descansan en su cálido lecho y sólo sus lenguas cansadas susurran algo quedamente. Entonces, los colonos inician sus relatos.

En un grupo está Vetkovski. Es un viejo narrador en la colonia. Siempre tiene oyentes.

- Hay muchas cosas interesantes en el mundo. Nosotros estamos aquí sin ver nada, pero en el mundo hay muchachos que no pierden una. Hace poco me he tropezado con uno así. Había estado hasta en el Mar Caspio y se había paseado por el Cáucaso. Allí hay un desfiladero y una roca que se llama Pásame, Señor. Porque, ¿comprendes? no hay otro camino; nada más que ése por debajo de la misma roca. Uno pasa, pero otro no: las piedras caen continuamente. Y menos mal si no le dan a uno en la coronilla, que, si le dan, cae derecho al precipicio sin que nadie pueda encontrarle luego.

Zadórov, a su lado, le escucha atentamente y con la misma atención clava su mirada en los ojos azules de Vetkovski.

- Kostia, ¿y si fueras tú a probar? A lo mejor te ayudaba a pasar el Señor.
Los muchachos vuelven hacia Zadórov sus cabezas, iluminadas por el cárdeno resplandor de la estufa.
Kostia suspira descontento:
- Tú no comprendes, Shurka, de qué se trata. Es interesante verlo todo. Ha estado allí un chico...
Zadórov despliega su habitual sonrisa sarcástica, irresistiblemente encantadora, y dice a Kostia:
- Yo a ese chico le preguntaría, otra cosa... Ya es hora de cerrar el tiro, muchachos.
- ¿Qué le preguntarías? -interroga pensativamente Kostia.
Zadórov sigue con la mirada, a un ágil pequeñuelo atareado con el cierre de la estufa.
- Le preguntaría la tabla de multiplicar. Ese bribón anda por el mundo como un haragán y crece sin saber nada. Seguramente ni siquiera sabe leer.
¿Pásame, Señor? A tontos así hay que darles, efectivamente, en la cabeza. ¡Para ellos está colocada especialmente la roca esa!
Los muchachos se ríen.
- No, Kostia -aconseja uno-, vale más que te quedes con nosotros. Tú no tienes nada de tonto.
Junto a otra estufa, sentado en el suelo, con las rodillas separadas y brillándole la calva, Silanti refiere algo muy extenso:
- ... Nosotros pensábamos que, según se dice, todo marchaba bien. Pero él, menudo sinvergüenza, gemía y besaba el muy miserable. Sin embargo, al llegar a su despacho, nos hizo la faena, ¿comprendes? Cogió a ese lameplatos y lo dejó marchar a la ciudad. Fíjate qué historia. Por la mañana vemos que vienen a caballo los gendarmes, eso es. Y la gente dice: van a azotarnos. Mi hermano y yo, según se dice, no eramos aficionados a dejar que nos quitaran los pantalones, y no hay más que hablar. Pero me daba pena la muchacha, fíjate qué historia. De todas formas, pensé que a ella no la tocarían, eso es...

Detrás de Silanti se ven, sobre el suelo, las botas de fieltro de Kalina Ivánovich y más arriba humea su pipa. El humo de la pipa desciende en una espesa marejada hacia la estufa, bulle en dos espirales rozando las orejas de un pequeñuelo de cabeza redonda y es absorbido ansiosamente por el tiro de la estufa.. Kalina Ivánovich me guiña un ojo e interrumpe a Silanti:
- ¡Je, je, je! Tú, Silanti, dilo claramente: ¿te plancharon o no los parásitos por el sitio ése donde nacen las piernas?
Silanti yergue la cabeza, casi se desploma de espaldas y rompe en una carcajada:
- Eso es, me plancharon, según se dice. Kalina Ivánovich, eso lo has dicho bien... y todo por la muchacha, ¡maldita sea!
También junto a las demás estufas corren gorjeantes arroyuelos de relatos, lo mismo en las clases que en las habitaciones de los educadores. En la habitación de Lídochka estarán seguramente Vérshnev y Karabánov. Lídochka les obsequia con té y mermelada, pero el té no impide que Vérshnev ataque a Semión:
- Bu-bueno, ayer es-estuviste de bro-broma, hoy ta-también, pero hay que pen-pensar en se-serio alguna vez...
- ¿En qué vas a pensar? ¿Es que tienes mujer, vacas o riquezas? ¿En qué vas a pensar tú? ¡Vive y espera!
- Hay que-que pensar en la-la vi-vida, simplón...
- ¡Pero qué tonto eres, Nikolái, Dios mío, qué tonto! Para ti pensar es sentarse en un sillón, abrir mucho los ojos y ponerse a pensar... El que tiene cabeza, piensa sin más ni más. Pero uno como tú necesita primero comer algo para poder pensar...
- Pero ¿por qué ofende usted a Nikolái? -pregunta Lídochka-. Déjele que piense. Tal vez descubra efectivamente algo.
- ¿Quién? ¿Nikolái? ¡Jamás en la vida! ¿Sabe usted quién es Nikolái? Nikolái es un Jesusito. Un
buscador de la verdad. ¿Ha visto usted alguna vez a un tonto como él? ¡Necesita la verdad! Piensa lustrarse las botas con ella.
Nikolái y Semión salen de la habitación de Lídochka tan amigos como antes, sólo que Semión canta a voz en cuello, mientras Nikolái le abraza tiernamente y todavía trata de convencerle:
- Ya, que-que se trata de la Re-revolución, ¿comprendes?, todo debe ser justo.

También en mi modesto domicilio hay invitados. Conmigo vive ahora mi madre, una viejecita, cuya vida fluye apaciblemente en los últimos remansos crepusculares envueltos en brumas transparentes y serenas. Todos los colonos la llaman abuelita. Con la abuelita está Shurka Zheveli, hermano menor del ya de por sí pequeño Mitka Zheveli. Shurka tiene una nariz terriblemente afilada. Hace ya tiempo que vive en la colonia, pero no sé por qué razón no crece. Lo que hace principalmente es agudizarse en varias direcciones: tiene la nariz aguda, las orejas agudas, la barbilla aguda y la mirada también aguda.
Shurka está siempre ocupado en trabajos especiales. En algún lugar del jardín, tras un arbusto perdido, ha construido una pequeña cerca, en la que guarda un par de conejos, y en el sótano donde se almacena el carbón ha instalado a un pequeño cuervo. En las asambleas generales, los komsomoles acusan frecuentemente a Shurka de destinar toda su economía a fines especulativos y de que, en general, todo eso tiene un carácter privado, pero Shurka se defiende bien y exige con rudeza:
- A ver, demuéstralo, ¿a quién he vendido yo algo? ¿ Tú me has visto vendiendo alguna vez?
- ¿Y de dónde sacas el dinero?
- ¿Qué dinero?
- El que ayer gastaste en caramelos.
- ¡Vaya un dinero! La abuelita me dio diez kopeks.
Contra la abuelita no se dice nada en las asambleas generales. Alrededor de la abuelita siempre hay varios pequeñuelos dando vueltas. A veces cumplen por su encargo pequeños cometidos en Gonchárovka, pero procuran hacerlo de manera que yo no me entero. Y cuando se sabe a ciencia cierta que estoy ocupado y tardaré en volver a casa, alrededor de la abuelita se sientan a la mesa dos o tres pequeños a tomar el té o compota que la abuela ha hecho para mí, pero que yo no he tenido tiempo de ingerir. La abuelita, desmemoriada como todos los ancianos, ni siquiera sabe el nombre de todos sus amigos, pero a Shurka le distingue entre los demás, porque Shurka es un veterano en la colonia y porque es el más enérgico y el más charlatán de todos.

Hoy Shurka ha venido a ver a la abuela para un asunto de excepcional importancia.
- Buenas tardes.
- Buenas tardes, Shurka ¿Cómo has tardado tanto? ¿Has estado enfermo?
Shurka toma asiento en un taburete y se golpea con el gorro, blanco algún día, las rodillas enfundadas en unos pantalones nuevos de percal. Sobre su cabeza se yerguen unos pelillos rubios y agudos después del antiguo corte al cero. Shurka levanta la nariz y contempla el bajo techo.
- No, no he estado enfermo. Pero tengo malo a un conejo...
La abuelita, sentada en la cama, rebusca en su principal tesoro: una caja de madera, donde hay trozos de tela, hilos, madejas, las antiguas reservas de la abuelita.
- ¿Que tienes malo a un conejo? ¡Pobrecillo! ¿Y tú qué haces?
- No puedo hacer nada -dice Shurka seriamente, reprimiendo a duras penas su emoción en el ojo derecho entornado.
La abuelita le mira:
- ¿Y no puedes curarle?
- No tengo con qué -balbucea Shurka.
- ¿Qué medicinas te hacen falta?
- Si pudiera conseguir mijo... Medio vaso de mijo sería suficiente.
- ¿Quieres té, Shurka? -pregunta la abuela-. Mira, ahí en el hornillo tienes la tetera y aquí están los vasos. Sírveme también a mí.
Shurka deja con cuidado su gorro en el taburete y se afana torpemente ante el alto hornillo. Mientras tanto, la abuelita, poniéndose trabajosamente de puntillas, alcanza de un estante un saquito color de rosa, en el que guarda el mijo.
La compañía más alegre y más ruidosa se reúne en el cobertizo que utiliza Kósir como taller de construcción de ruedas. Kósir duerme aquí mismo. En un ángulo del cobertizo hay una estufa baja, de fabricación artesana, y, sobre ella, una tetera. En otro rincón, un catre plegable, cubierto por una manta abigarrada. El propio Kósir está sentado en la cama y sus invitados en troncos, en herramientas, en montones de llantas. Todos tratan insistentemente de arrancar del alma de Kósir las abundantes reservas de opio religioso acumuladas por él a lo largo de toda su vida.
Kósir sonríe tristemente:
- Eso no está bien, muchachos. Dios me perdone. Puede irritarse el Señor...
Pero, mientras el Señor se dispone a irritarse, el que se irrita es Kalina Ivánovich, que, apareciendo en las oscuridades de la puerta, surge a la luz y agita su pipa:
- Pero ¿qué estáis haciendo aquí con el viejo? ¿A ti qué te importa Jesucristo, dime por favor? Como te dé, vas a tener que rezar no sólo a Jesucristo, sino a todos los santos. Ya que el Poder soviético os ha liberado de dioses, alégrate en silencio, pero no vengas aquí a burlarte.
- Jesucristo nos salve, Kalina Ivánovich; no permita que se mofen de un viejo...
- Si pasa algo, ven a mí a quejarte. Con estos sinvergüenzas no podrás pasarte sin mí. No te fíes mucho de tus Cristos.
Los muchachos fingían asustarse de las palabras de Kalina Ivánovich y se escapaban del cobertizo para dispersarse por los numerosos rincones de la colonia. Ahora no teníamos ya grandes dormitorios al estilo cuartelero: los muchachos se habían instalado en pequeñas habitaciones con capacidad para seis u ocho personas. En estos dormitorios se cohesionaron más los destacamentos de los colonos, empezaron a manifestarse con mayor relieve los rasgos característicos de cada grupo y se hizo más interesante trabajar con ellos. Apareció el destacamento número once, un destacamento de pequeñuelos, organizado gracias a la insistencia de Gueórguievski. Gueórguievski seguía dedicándoles mucho tiempo: les mimaba, les bañaba, jugaba con ellos y les reñía como una madre, dejando estupefactas con su energía y su paciencia las almas, ya templadas, de los colonos. Sólo este maravilloso trabajo de Gueórguievski atenuaba un tanto la penosa impresión debida a la certidumbre general de que Gueórguievski era hijo del gobernador de Irkutsk.

También había aumentado el número de educadores en la colonia. Yo buscaba pacientemente a hombres de verdad y, mal que bien, extraía algo de la reserva bastante desquiciada de cuadros pedagógicos. En un huerto organizado fuera de la ciudad por el sindicato de maestros descubrí a Pável Ivánovich Zhurbín en la efigie del guarda. Era un hombre culto, bondadoso, disciplinado, un verdadero estoico y un caballero. Me agradó por una cualidad especial suya: experimentaba un verdadero amor de gourmet a la naturaleza humana: sabía hablar con la pasión de un coleccionista acerca de los diversos rasgos del carácter humano, de las inapreciables volutas de la personalidad, de la hermosura del heroísmo humano y de los tenebrosos misterios de la humana ruindad. Acerca de todo ello había pensado mucho y había indagado pacientemente en la muchedumbre humana indicios de nuevas leyes colectivas. Yo me daba cuenta de que debería perderse infaliblemente en su pasión de aficionado, pero me sedujo la naturaleza sincera y diáfana de este hombre, y por ello le perdoné sus galones de capitán de Estado Mayor del regimiento 35 de Briansk, galones que, dicho sea de paso, se había arrancado ya antes de Octubre, sin macular su biografía con ninguna hazaña de guardia blanca y habiendo obtenido por ello en el Ejército Rojo el grado de jefe de compañía retirado.

El segundo era Zinovi Ivánovich Butsái. Tenía unos veintisiete años, pero acababa de terminar sus estudios en una escuela de Bellas Artes y nos le habían recomendado como artista. Nosotros necesitábamos a un artista para la escuela, y para el teatro, y para los asuntos de toda índole relacionados con el Komsomol.

Zinovi Ivánovich Butsái nos sorpendió por la extrema manifestación de toda una serie de cualidades. Era extraordinariamente moreno, extraordinariamente delgado y hablaba con una voz de bajo tan extraordinariamente profunda, que era difícil conversar con él: una especie de sonidos ultravioleta. Zinovi Ivánovich se distinguía por una parsimonia y una inmutabilidad nunca vistas. Llegó a finales de noviembre, y nosotros esperábamos impacientes las manifestaciones artísticas con que debía embellecerse la colonia cuando Zinovi Ivánovich, sin haber tomado ni siquiera una vez el lápiz, nos dejó estupefactos con otra faceta de su naturaleza artística.
Pocos días después de su llegada, los colonos me comunicaron que salía todos los días de su habitación, desnudo, únicamente con un abrigo echado sobre los hombros, para bañarse en el Kolomak. A finales de noviembre, el Kolomak comenzó a helarse y poco tiempo después era una pista de patinar para la colonia. Zinovi Ivánovich, con ayuda de Otchenash, perforó un boquete especial en el hielo y cada mañana proseguía su tremendo baño. Al cabo de cierto tiempo, cayó enfermo y estuvo en cama con pleuritis unos quince días. Se repuso y volvió a zambullirse en el agua. En diciembre tuvo una bronquitis y no sé qué más. Butsái faltaba a las clases e infringía nuestros planes escolares. Yo acabé perdiendo la paciencia y le rogué que se dejase de tonterías.
En respuesta, Zinovi Ivánovich carraspeó:
- Tengo derecho a bañarme siempre que lo estime pertinente. En el Código de Trabajo eso no está prohibido. También tengo derecho a enfermar y, por lo tanto, no puede hacérseme oficialmente ningún reproche.
- Pero, querido Zinovi Ivánovich, yo no hablo oficialmente. ¿Por qué se atormenta así? Me da usted pena simplemente como persona.
- Bien. En ese caso, le explicaré: tengo una salud débil, mi organismo está hecho de cualquier modo. Vivir con un organismo así, como usted comprenderá, es odioso. Por eso he decidido resueltamente: o consigo templarlo y puedo vivir tranquilo con él o que el diablo se lo lleve, que perezca. El año pasado tuve cuatro pleuritis, y este año nada más que una, y eso que estamos en diciembre. Pienso que no tendré más de dos. He venido a la colonia con toda intención: aquí tengo un río a mano.
Yo llamé a Silanti y empecé a reprenderle:
- Pero ¿qué bromas son ésas? El hombre se ha vuelto loco y tú perforas boquetes en el hielo.
Silanti abrió los brazos con el aire de una persona que se reconoce culpable:
- ¿Sabes, Antón Semiónovich? No te enfades, pero es imposible hacer nada. Yo he conocido a uno, que, ¿sabes?, se le antojó ir al otro mundo. Y también quiso ahogarse. En cuanto yo me volvía, ya estaba en el río el muy canalla. Le saqué muchísimas veces, tantas, que llegué a cansarme de sacarle. Y él, fíjate qué canalla era, fue entonces y se ahorcó. Y a mí, ¿sabes?, eso ni siquiera se me había ocurrido. Fíjate qué historia. Y a éste no le estorbo y no hay más que hablar.
Zinovi Ivánovich siguió bañándose en el boquete del río helado hasta el mismo mes de mayo. Los colonos, que al principio se habían reído de las pretensiones de este ser enclenque, acabaron sintiendo respeto por él y le cuidaban pacientemente durante sus numerosas pleuritis, bronquitis y catarros vulgares.
No obstante, transcurrían semanas enteras sin que la fiebre acompañara el proceso de temple del organismo de Zinovi Ivánovich, y entonces se revelaba su verdadera naturaleza artística. En torno a Zinovi Ivánovich se formó en poco tiempo un círculo de artistas, que obtuvo del Soviet de jefes una pequeña habitación en la buhardilla y montó en ella un estudio.
Durante los rumorosos anocheceres invernales, en el estudio de Butsái se desarrollaba el trabajo más ardiente, y los muros de la buhardilla vibraban de la risa de los artistas y de los mecenas invitados.
A la luz de un gran quinqué de petróleo, varios muchachos trabajan sobre un enorme cartón. Rascándose la cabeza de un negror de carbón con el mango del pincel, Zinovi Ivánovich truena como un sacristán bebido:
- Dadle más sepia a Fedorenko. Es un campesino y habéis hecho de él una comercianta. Vañka, tú siempre pones carmín donde hace falta y donde no.
Vañka Lápot, pelirrojo, lleno de pecas, la nariz jibosa, responde, imitando a Zinovi Ivánovich, con una voz ronca y falsa de bajo:
- Se nos ha ido toda la sepia en Leshi.

También en mi despacho las veladas son bulliciosas. Hace poco han llegado de Járkov dos estudiantes con este papel:
El Instituto Pedagógico de Járkov comisiona a las camaradas X. Várskaia y R. Lándsberg para conocer prácticamente la actividad pedagógica de la colonia Gorki.

Con gran curiosidad acogí a esos dos representantes de la joven generación pedagógica. Tanto X. Várskaia como R. Lándsberg eran envidiablemente jóvenes. Ninguna de las dos tenía más de veinte años. X. Várskaia era una rubita muy mona, gordezuela, inquieta y menuda, con las mejillas de ese rosa dulce y delicado que se ve únicamente en las acuarelas. Moviendo sin cesar sus finas cejas casi imperceptibles y desechando con un esfuerzo de voluntad la sonrisa que pugnaba continuamente por aparecer en su boca, me sometió a un verdadero interrogatorio:
- ¿Tiene usted gabinete paidológico?
- No lo tengo.
- ¿Y cómo estudia usted la personalidad?
- ¿La personalidad del niño? -pregunté yo lo más serio posible.
- Sí, naturalmente. La personalidad de su educando.
- ¿Y para qué hay que estudiarla?
- ¿Cómo
para qué? ¿Cómo puede usted trabajar en lo que no conoce?
X. Várskaia piaba enérgicamente con expresión de sinceridad y no hacía más que volverse hacia su amiga. R. Lándsberg, morena, con unas maravillosas trenzas negras, bajaba los ojos, reprimiendo, condescendiente y amable, su natural indignación.
- ¿Qué dominantes abundan entre sus educandos? -inquirió severamente a boca de jarro X. Várskaia.
- Si en la colonia no se estudian las personalidades, es superfluo preguntar por los dominantes -observó en voz baja R. Lándsberg.
- No, ¿por qué? -repliqué en serio-. Algo puedo decirles acerca de los dominantes. En la colonia abundan los mismos dominantes que en ustedes.
- ¿Y usted de dónde nos conoce? -interrogó con animosidad X. Várskaia.
- Las tengo frente a mí y estamos hablando.
- Bueno, ¿y qué?
- Pues que las veo como si fueran transparentes. Para mí es lo mismo que si estuviesen hechas de cristal. Veo todo lo que ocurre en su interior.
X. Várskaia enrojeció; pero en aquel momento irrumpieron en el despacho Karabánov, Vérshnev, Zadórov y no recuerdo qué otros colonos.
- ¿Se puede pasar o hay secretos?
- ¡Cómo no! -contesté-. Aquí tenéis a dos visitantes nuestras, unas estudiantes de Járkov.
- ¿Visitantes? ¡Qué bien! ¿Y cómo se llaman?
- Xenia Románovna Várskaia.
- Rajil Semiónovna Lándsberg.
Semión Karabánov, preocupado, se llevó las manos a la mejilla y se sorprendió.
- ¡Ay, madre mía, qué largo de decir es eso! Entonces, ¿ usted es simplemente Oxana?
- Es lo mismo -asintió Várskaia.
- ¿Y usted Rajil, y nada más?
- Bueno -susurró R. Lándsberg.
- Bien, ahora se les puede dar de cenar. ¿Son ustedes estudiantes?
- Sí.
- Pues haberlo dicho: seguramente tendrán un hambre de... ¿de qué? Vérshnev y Zadórov habrían dicho: un hambre de perros. Pero digamos... digamos de gatitos.
- Efectivamente, tenemos hambre -asintió, riéndose, Oxana-. ¿Podemos también lavarnos?
- Vamos. Les entregaremos a las muchachas; allí podrán hacer lo que les dé la gana.

Así transcurrió nuestro conocimiento. Cada tarde venían a verme, pero un momento nada más. En todo caso, no volvió a reanudarse la conversación acerca del estudio de la personalidad: Oxana y Rajil no tenían tiempo. Introduciéndolas en el mar sin límites de asuntos colonísticos, de distracciones y de conflictos, los muchachos las habían enfrentado con todo un montón de verdaderos problemas malditos. Era difícil que una persona viva pudiera sortear los remolinos y las pequeñas cascadas que surgían a cada paso en la colonia, no tenía uno tiempo de volver la cabeza, cuando ya era arrastrado sin saber a dónde. A veces los remolinos arrastraban a la gente hasta mi despacho y la arrojaban a la orilla.
Una tarde arrojaron a un grupo interesante: Oxana, Rajil, Silanti y Brátchenko.
Oxana traía cogido a Silanti de una manga y no hacía más que reírse a carcajadas:
- Venga, venga. ¿Por qué se resiste usted?
Silanti, efectivamente, se resistía.
- Está haciendo un trabajo de descomposición en la colonia y usted ni siquiera lo ve.
- ¿De qué se trata, Silanti?
Silanti se desasió, disgustado, y se acarició la calva:
- Pues mira de qué se trata: habíamos dejado, ¿sabes?, el trineo en el patio. A Semión y a ellas, ¿sabes?, se les ocurrió deslizarse por la colina. Pero ya que está Antón aquí, que lo cuente él.
Antón habló:
- Comenzaron a insistir y a insistir en que querían pasear. A Semión, claro está, le di en seguida en la cabeza con el collar y se fue, pero éstas se pusieron a tirar del trineo. ¿Y qué se podía hacer con ellas? Si les hubiera dado con el sillín, se habrían echado a llorar. Entonces Silanti fue y les dijo...
- Eso, eso -vibraba todavía Oxana-. Que repita Silanti lo que ha dicho.
- ¿Y qué hay de malo en ello? Dije la verdad, y no hay que hablar más. Dije que tienes ganas de casarte y que ibas a rompernos el trineo, eso es. Fíjate qué historia...
- Eso no es todo, no es todo...
- ¿Y qué más? Todo, según se dice.
- Lo que le dijo a Antón es esto: tú engánchala al trineo y hazla correr hasta Gonchárovka; así se calmará en el acto. ¿Dijiste eso?
- Lo mismo repetiré ahora aquí: son mozas fuertes y no tienen nada que hacer. En cambio, a nosotros nos faltan caballos, fíjate qué historia.
- ¡Ah! -exclamó Oxana-. ¡Márchese, márchese de aquí! ¡Fuera!
Silanti rompió a reír y se fue con Antón del despacho. Oxana se tendió en el diván, donde hacía ya mucho que dormitaba Rajil.
- Silanti es una personalidad interesante -dije yo-. Deberían dedicarse a estudiarle.
Oxana se precipitó fuera del despacho, pero se detuvo en la puerta para decirme, imitando a alguien:
- Le veo al trasluz: ¡como si fuera de cristal!
Y echó a correr, cayendo tan pronto como traspuso el umbral en medio de un grupo de colonos; yo escuché únicamente cómo se perdió el cascabeleo de su voz en el torbellino, para mí habitual, de la colonia.
- Rajil, váyase usted a dormir.
- ¿Qué? ¿Acaso quiero yo dormir? ¿Y usted?
- Yo me voy.
- ¡Ah! Bueno... Naturalmente...
Se frotó infantilmente el ojo izquierdo con el puñito, me estrechó la mano y salió del despacho, rozando con su hombro el quicio de la puerta.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 2
Otchenash
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El teatro
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