Índice de Poema pedagógico Capítulo 1
La jarra de leche
Capítulo 3
Los dominantes
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 2

Otchenash

Bókova no nos defraudó: una semana más tarde recibimos un giro de seis mil rublos. Y empezó el ajetreo de Kalina Ivánovich, embargado por la nueva fiebre de construcción. También se afanó el cuarto destacamento de Taraniets, cuya misión consistía en hacer de madera húmeda, sin cepillar, buenas puertas y ventanas. Kalina Ivánovich arremetía contra algún desconocido:
- ¡Ojalá le hagan un ataúd de madera húmeda cuando se muera! ¡Parásito!...

Había empezado el último acto de nuestros cuatro años de lucha con las ruinas de Trepke. El deseo de acabar la casa cuanto antes se había apoderado de todos nosotros, desde Kalina Ivánovich hasta Shurka Zheveli. Era preciso llegar pronto a aquello con que soñábamos intensamente desde hacía tiempo. Las fosas de cal, la maleza, los senderos mal trazados del parque, los cascotes de ladrillo y los restos de los materiales de construcción dispersos por todo el patio habían comenzado ya a irritarnos. Pero nosotros no eramos más que ochenta personas. Los Soviets dominicales de jefes, armándose de paciencia, restaban a Shere dos o tres destacamentos mixtos para poner en orden nuestro recinto. Y muy frecuentemente se enfadaban con Shere:
- Palabra de honor, ¡esto ya es demasiado! ¡Pero si usted no tiene nada que hacer! ¡Todo está perfecto!
Shere alcanzaba tranquilamente un arrugado libro de notas y decía en voz baja que, por el contrario, todo estaba muy abandonado, que había una cantidad inmensa de trabajo y que, si cedía dos destacamentos para el patio, era sólo porque reconocía plenamente la necesidad de efectuar también semejante trabajo, ya que, de otro modo, jamás los hubiera cedido y los hubiese destinado a seleccionar el trigo o a reparar los invernaderos.
Los jefes gruñían disgustados, armonizando difícilmente en su alma sentimientos tan contradictorios como la rabia contra la terquedad de Shere y la admiración ante la firmeza de su línea.

En aquel tiempo Shere había organizado ya la rotación de cultivos de seis hojas. Todos nos dimos cuenta repentinamente de cómo se había ampliado nuestra economía agrícola. Entre los colonos habían aparecido muchachos aficionados a este trabajo, que consideraban como su futuro. Entre ellos destacábase especialmente Olia Vóronova. La atracción que la tierra ejercía en Karabánov, en Vólojov, en Burún, en Osadchi, era una atracción de índole casi estética. Se habían enamorado del trabajo agrícola, sin pensar lo más mínimo en su provecho personal. Entregados por completo a este trabajo, no lo relacionaban con su propio porvenir ni con otros gustos suyos. Simplemente vivían y gozaban de la buena vida, sabían apreciar cada día de trabajo y de tensión y esperaban como una fiesta la jornada siguiente. Estaban seguros de que todos estos días deberían conducirles a nuevas y espléndidas conquistas sin pensar en cómo serían. Cierto que todos ellos se preparaban para el Rabfak, pero tampoco relacionaban ningún sueño concreto con ello y ni siquiera sabían en qué Rabfak les gustaría ingresar.

Había también otros colonos aficionados a la agricultura, pero éstos se mantenían en posiciones más prácticas. Muchachos como Oprishko y Fedorenko no deseaban estudiar, no exigían de la vida nada de particular y pensaban con bonachona modestia que tener una finca propia, una buena jata, un caballo y una esposa, trabajar en verano de sol a sol, recoger y ordenar todo en otoño con el cuidado de un buen amo y comer tranquilamente en invierno varénikis y borsch, vatrushkis y tocino, reuniéndose dos veces al mes para festejar los cumpleaños, santos, bodas y peticiones de matrimonio propios y de los vecinos, era un espléndido porvenir para un hombre.

Olia Vóronova seguía un camino distinto. Contemplaba nuestros campos y los campos vecinos con la mirada inquieta o pensativa de un komsomol: para ella, en los campos no crecían solamente varénikis, sino también problemas.

Nuestras sesenta desiatinas, en las que Shere trabajaba tan afanosamente, no habían sustituido para él ni para sus discípulos los sueños de una gran hacienda, con un tractor y con surcos de un kilómetro de longitud. Shere, que sabía hablar con los colonos acerca de ese tema, tenía siempre en torno suyo todo un grupo de oyentes. Además de los colonos, formaban constantemente parte del grupo Spiridón, el secretario del Komsomol de Gonchárovka, y Pável Pávlovich.

Pável Pávlovich Nikoláienko tenía ya veintiséis años, pero aún no se había casado y se le consideraba en la aldea como un solterón. Su padre, el viejo Nikoláienko, estaba convirtiéndose ante nuestros ojos en un fuerte propietario, que utilizaba a la chita callando como braceros a los muchachos vagabundos, si bien, al mismo tiempo, fingía ser un campesino pobre.

Tal vez por ello Pável Pávlovich no sentía ningún apego al hogar paterno y se pasaba la mayor parte del tiempo en la colonia, dejándose emplear por Shere para el cumplimiento de los trabajos más delicados del campo y desempeñando ante los colonos casi un papel de instructor. Pável Pávlovich, hombre letrado, sabía escuchar atenta y reflexivamente a Shere.

Tanto Pável Pávlovich como Spiridón enfocaban continuamente la conversación hacia el tema del campo: para ellos, la gran economía era algo inconcebible fuera de la economía campesina. Los ojos pardos de Olia Vóronova les seguían atentamente y se caldeaban llenos de simpatía cuando Pável Pávlovich explicaba en voz baja.

- A mí me parece que toda esa gente que trabaja a nuestro alrededor no sacará nada. Para que saquen algo, hay que enseñarles. ¿Pero a quién se va a enseñar? ¿Al mujik? ¡Que se vaya al cuerno el mujik! Al mujik es difícil enseñarle. Eduard Nikoláievich ha hecho números y nos lo ha explicado todo. Eso está bien. ¡Así es como hay que trabajar! Sin embargo, ese diablo de mujik no trabajará así. El quiere lo suyo...
- Pero ¿los colonos trabajan? -pregunta con cautela Spiridón, hombre de boca grande e inteligente.
- Los colonos -sonríe, triste, Pável Pávlovich- son una cosa completamente distinta, ¿comprendes?

Olia sonríe también, junta las manos como si se dispusiera a partir una nuez y de pronto fija su mirada con aire de desafío en las cimas de los álamos. Unas trenzas doradas se deslizan por los hombros de Olia, y tras las trenzas se van, atentos, los ojos grises de Pável Pávlovich.
- Los colonos no piensan dedicarse a la agricultura y, sin embargo, trabajan, mientras que los mujiks se pasan la vida en la tierra y tienen hijos y todo...
- Bueno, ¿y qué? -pregunta sin comprender Spiridón.
- ¡La cosa está clara! -replica, asombrada, Olia-. Los mujiks deben trabajar mejor en comuna.
- ¿Por qué deben? -interroga cariñosamente Pável Pávlovich.
Olia mira con enfado a Pável Pávlovich, que olvida por un minuto sus trenzas de oro y no ve más que esa mirada airada, casi masculina.
- ¡Deben! ¿Comprendes lo que significa
deben? Esto es tan claro como dos y dos son cuatro.

Karabánov y Burún siguen la conversación. Para ellos, el tema tiene una importancia académica, como todo diálogo acerca de los mujiks, con los cuales han roto para siempre. Pero Karabánov, atraído por la agudeza del tema, no puede renunciar a una interesante gimnasia:
- Olga tiene razón: deben, es decir, hay que cogerles y obligarles...
- ¿Y cómo vas a obligarles? -pregunta Pável Pávlovich.
- ¡Como se pueda! -estalla Semión-. ¿De qué modo se obliga a la gente? Por la fuerza. Dame ahora mismo a todos tus mujiks y dentro de una semana trabajarán como angelitos y dentro de dos me darán las gracias.
- Pero ¿cuál es tu fuerza? ¿Las bofetadas? -se interesa Pável Pávlovich, entornando los ojos.
Semión se deja caer, riéndose, en un banco y Burún explica con un desdén contenido:
- Las bofetadas no significan nada. La verdadera fuerza está en el revólver.
Olia vuelve lentamente el rostro hacia él y le explica con paciencia:
- ¿Cómo no comprendes que si los hombres deben hacer algo lo harán sin tu revólver? Lo harán por sí mismos. Sólo que hace falta hablarles como es debido, explicarles las cosas.
El estupefacto Semión alza del banco su rostro de ojos desorbitados.
- ¡Eh, eh, Olechka, hay que ver lo despistada que andas! ¡Explicar!... ¿Oyes, Burún? ¿Qué se puede explicar al que quiere ser un kulak?
- ¿Quién quiere ser kulak? -pregunta indignada Olia, abriendo mucho los ojos.
- ¿Cómo quién? Todos. Todos hasta el último. Incluso Spiridón y Pável Pávlovich.
Pável Pávlovich sonríe. Spiridón, atónito ante el imprevisto ataque, puede decir solamente:
- ¡Fíjate tú!
- ¡Pues, claro, fíjate! Es komsomol únicamente porque no tiene tierra. Pero, si le dieran de golpe veinte desiatinas, y una vaca, y una cabrita, y un buen caballo, todo se habría terminado. Se sentaría sobre tu cuello, Olechka, y te daría marcha.
Burún se ríe a carcajadas y confirma autoritario:
- Claro que sí. Y Pável haría lo mismo.
- ¡Pero id al diablo, canallas! -se ofende, por fin, Spiridón y, rojo de indignación, aprieta los puños. Semión da vueltas alrededor del banco, alzando tan pronto una pierna como la otra, que es su manera de expresar el máximo grado de entusiasmo. Cuesta trabajo discernir si está hablando en serio o si se burla de los campesinos.
Enfrente del banco, está sentado en la hierba Silanti Semiónovich Otchenash. Su cabeza parece un barril de cerveza: morros encarnados, un bigote recortado e incoloro y sobre la cabeza ni un pelito. Ahora no es frecuente encontrar tipos así. Pero antes erraban muchos hombres semejantes por Rusia, filósofos duchos en la verdad humana y en el vodka.

- Semión dice bien. El mujik no aprecia la compañía, como suele decirse. Si tiene un caballo, se le antojará una yegua, querrá tener dos caballos, y no hay más que hablar. Fíjate qué historia.
Otchenash mueve un dedo grande y deforme y entorna inteligentemente sus pequeños ojos bajo las cejas rubias.
- Y entonces, ¿qué? ¿Son los caballos la fuerza que rige al hombre? -pregunta, enfadado Spiridón.
- En este caso es verdad: los caballos son los que rigen, fíjate qué historia. Los caballos y las vacas, fíjate. Y, si el hombre no tiene nada, únicamente servirá de guarda en un sandiar. Fíjate qué historia.

Todos en la comuna estimaban a Silanti. También Olia Vóronova le trataba con mucha simpatía. Y ahora se aproxima cariñosamente hacia Silanti, y él vuelve hacia ella, como hacia el sol, su rostro ancho, iluminado por una sonrisa.
- ¿Qué dices, guapa?
- Tú, Silanti, lo ves todo a la antigua. A la antigua. Pero alrededor de ti todo es nuevo.

Silanti Semiónovich Otchenash llegó a la colonia no se sabía de dónde. Simplemente del espacio mundial, libre de cosas y de trabas. Trajo consigo una camisa de lienzo sobre los hombros, unos viejos pantalones agujereados en torno a las piernas descalzas y nada más. Y ni siquiera un palo en las manos. En este hombre libre había algo peculiar, que encantó a todos los colonos y que les obligó a hacerle entrar con gran entusiasmo en mi despacho.
- ¡Antón Semiónovich, vea usted qué hombre ha venido!
Silanti me miró con interés sin dejar de sonreír a los pequeños, como un viejo conocido.
- ¿Éste, según se dice, es vuestro jefe?
A mí también me agradó en el acto.
- ¿Tiene usted algo que tratar con nosotros?
Silanti ordenó no sé qué en su fisonomía, y el rostro adquirió repentinamente un aire serio, que inspiraba confianza.
- Pues, fíjate qué historia. Yo soy un hombre trabajador y tú tienes trabajo: no hay más que hablar...
- ¿Y usted qué sabe hacer?
- Pues, según se dice: si aquí no hay capital, el hombre puede hacerlo todo.
Se echó a reír súbitamente con una risa franca y alegre. Los muchachos se rieron igualmente contemplándole y yo también me eché a reír. A los ojos de todos estaba claro que había motivos fundados para reírse.
- ¿Y usted sabe hacer de todo?
- Pues se puede considerar que todo... Fíjate qué historia -manifestó, algo confuso ya, Silanti.
- Pero ¿qué precisamente?...
Silanti comenzó a enumerar, doblando los dedos:
- Labrar, y rastrillar, y cuidar de los caballos y de toda clase de animales, según se dice, hacer las cosas domésticas: como carpintero, como herrero, como fumista. También soy albañil y puedo trabajar de zapatero. Y, según se dice, sabré construir, si es preciso, una jata y degollar un cerdo. Solamente no sé bautizar niños; nunca he tenido ocasión.
Otra vez se echó a reír estruendosamente, limpiándose las lágrimas: tanta risa le daban sus palabras.
- ¿No ha tenido usted ocasión? ¿De veras?
- Para eso no me han llamado ninguna vez, fíjate qué historia.
Los muchachos se reían francamente a carcajadas, y Toska Soloviov chilló, alzándose de puntillas hacia Silanti:
- ¿Por qué no le han llamado nunca, por qué?
Silanti dejó de reír y, como un buen maestro, comenzó a explicar a Toska:
- Pues, amigo, fíjate qué historia: cada vez que hay que bautizar a alguien, creo que van a llamarme. Pero después aparece uno más rico que yo, y no hay más que hablar.
- ¿Tiene usted documentos? -pregunté a Silanti.
- Tenía un documento; lo tenía hace poco aún. Fíjate qué historia: no tengo bolsillos y el papel se me ha perdido, ¿comprendes? Pero, ¿para qué necesitas un documento si me tienes a mí de cuerpo entero? Fíjate, ¡vivito ante ti!
- ¿Dónde ha trabajado usted antes?
- ¿Cómo dónde? Entre la gente, ya lo ves; he trabajado entre la gente. Entre diversa gente: buena y mala, fíjate qué historia. Estoy diciendo las cosas como son: ¿para qué ocultarlas? Entre diversa gente.
- Dígame la verdad: ¿ha robado usted?
- A eso te contestaré claramente: no me he visto obligado. Aquello que no he hecho, de verdad lo digo: no lo he hecho. Fíjate qué historia.
Silanti me miraba turbado. Creo que le parecía que otra respuesta me hubiera sido más agradable.

Se quedó a trabajar con nosotros. Intentamos mandarle como ayudante de Shere para la ganadería, pero aquí no obtuvimos nada. Silanti no reconocía la menor limitación en la actividad humana: ¿por qué el hombre podría hacer una cosa y otra no? Esta es la razón de que hiciese en la colonia todo lo que consideraba necesario y cuando lo consideraba. Contemplaba sonriendo a todos los jefes, y sus órdenes le entraban por un oído y le salían por el otro, lo mismo que un discurso en un idioma extranjero. En el transcurso de una jornada se las arreglaba para trabajar en la cuadra, en el campo, en la porqueriza, en el patio y en la fragua, y asistir a las reuniones del consejo pedagógico y del Soviet de jefes. Poseía un talento extraordinario: determinar por medio del olfato el sitio más peligroso de la colonia y aparecer inmediatamente en él como persona responsable. Negando la institución de la obediencia, estaba siempre dispuesto a responder de su trabajo y en cualquier momento se le podía reprender y atacar por sus errores y sus reveses. En tales casos se rascaba la calva y movía, desalentado, los brazos:
- Efectivamente, aquí, según se dice, nos hemos armado un lío, fíjate qué historia.

Desde el primer día, Silanti Semiónovich Otchenash participó ampliamente en los planes de los komsomoles y era inevitable que hiciera uso de la palabra en sus asambleas generales y en las reuniones del Buró. Pero, a veces, llegaba enojadísimo a mi despacho y, agitando un dedo, me decía con indignación:
- ¿Sabes? Voy donde están ellos...
- ¿Quiénes son ellos?
- Pues, ya ves, los komsomoles esos y no me dejan. Según se dice: me salen con que es una reunión cerrada. Yo les digo con buenos modos: si vais a ocultaros de mí, mocosos, os moriréis sin saber nada. Tontos seréis, eso es, y tontos os enterrarán, y no hay más que hablar.
- Bueno, ¿y qué?
- Pues, fíjate qué historia: no sé si comprenden o si están borrachos, según se dice, o si no lo están. Yo procuro explicarles: ¿de quién necesitáis ocultaros? De Luká, de ese Sofrón, de Musi; ahí tenéis razón. Pero, ¿cómo no me dejáis pasar a mí? ¿No me habéis reconocido o es que os habéis vuelto tontos? Pues, fíjate qué historia: ni siquiera me oyen y se ríen a carcajadas como niños pequeños. Yo les hablo en serio y ellos se burlan, y no hay más que hablar.

Silanti intervenía también con el Komsomol en los asuntos escolares.
El buen funcionamiento del Komsomol había conseguido, ante todo, poner en pie nuestra escuela. Hasta entonces había arrastrado una existencia bastante precaria, sin fuerzas para vencer la repulsión por el estudio de numerosos colonos.
Esto, realmente, era comprensible. Los primeros días de la colonia habían sido días de descanso después de las duras jornadas de existencia errabunda, sin techo y sin pan, vividas por todos los colonos. En esos días se templaron sus nervios a la sombra de los humildes sueños con la carrera de zapateros o de carpinteros.
La espléndida marcha de nuestra colectividad y el sonido triunfal de las fanfarrias a orillas del Kolomak elevaron mucho la opinión que los colonos tenían de sí mismos. Conseguimos casi sin esfuerzo sustituir los humildes ideales zapateriles por unos signos hermosos y conmovedores:

RABFAK

En aquel tiempo la palabra Rabfak significaba algo completamente distinto de lo que ahora significa. Hoy día es el simple nombre de una modesta institución de enseñanza. Entonces suponía, para los jóvenes trabajadores, la bandera de la liberación, su liberación del atraso y de la ignorancia. Entonces era una afirmación poderosa y ardiente de los inusitados derechos del hombre al conocimiento, y todos nosotros, palabra de honor, sentíamos en aquella época incluso cierta emoción ante el Rabfak. Todo eso constituía nuestra línea práctica; en el otoño de 1923 casi todos los colonos ardían en deseos de estudiar en el Rabfak. Estos afanes se habían infiltrado inadvertidamente en la colonia ya en 1921, cuando nuestras educadoras convencieron a la infortunada Raísa de la necesidad de ingresar en el Rabfak. Muchos estudiantes que habían trabajado con anterioridad en los talleres ferroviarios acudían entonces a visitarnos. Los colonos les oían hablar con envidia sobre los días heroicos de las primeras Facultades obreras, y esta envidia les ayudaba a aceptar más fogosamente nuestra labor de agitación. Nosotros exhortábamos con insistencia a los colonos a estudiar, a adquirir conocimientos, y les hablábamos del Rabfak como del mejor camino humano. Pero, a los ojos de los colonos, el ingreso en el Rabfak estaba relacionado con un examen tremendamente difícil, del que, según palabras de testigos, no salían triunfantes más que personas geniales de verdad. Nos costó bastante convencer a los colonos de que también en nuestra escuela era posible capacitarse para esa terrible prueba. Muchos colonos se hallaban preparados para el ingreso en el Rabfak, pero sentíanse invadidos de un miedo cerval y decidieron permanecer un año más en la colonia a fin de prepararse sobre seguro. Eso les ocurría a Burún, a Karabánov, a Vérshnev, a Zadórov. El que más nos maravillaba con su pasión por el estudio era Burún. Muy pocas veces había que estimularle. Con silenciosa tenacidad superaba no sólo las sabidurías de la aritmética y de la gramática, sino también sus facultades relativamente débiles. Cualquier bagatela insignificante -una regla gramatical, un tipo determinado de problema matemático- era asimilada por él con enorme intensidad, bufando, sudando, pero jamás se dejaba llevar de la ira ni ponía en duda el éxito. Un error extraordinariamente feliz le hacía estar convencido hasta la médula de que la ciencia era, en realidad, una cosa tan difícil y tan complicada, que no se podía dominarla sin esfuerzos sobrehumanos. Del modo más maravilloso se negaba a advertir que otros captaban esas mismas sabidurías casi jugando, que Zadórov no invertía en el estudio ni un minuto más del tiempo prescrito en el horario escolar, que Karabánov soñaba hasta en las clases con cosas fuera de lugar y rumiaba en el interior de su alma cualquier menudencia de la colonia en vez de un problema o un ejercicio. Y, al cabo, llegó un día en que Burún destacó ante sus camaradas, cuando, para los muchachos, las lucecitas de sus conocimientos, aprendidos de un modo rápido y brillante, se hicieron demasiado modestos comparados con la sólida erudición de Burún. El contraste más completo con Burún era Marusia Lévchenko. Esta muchacha había traído a la colonia un carácter absurdo e inaguantable, una histeria chillona, desconfiada y lacrimosa. Nos dio muchísimo trabajo. Con una inconsciencia ebria y un ímpetu morboso podía, en el transcurso de un solo minuto, hacer añicos las mejores cosas: la amistad, la buena fortuna, un día soleado, un dulce y suave crepúsculo, los sueños más bellos y las esperanzas más risueñas. Muchas veces pensamos que el único remedio era verter despiadadamente cubos de agua fría sobre esta criatura insoportable, siempre encendida en un fuego insensato y estúpido.

La tenaz resistencia de la colectividad, que no tenía nada de dulce y que, en ocasiones, era cruel, enseñó a Marusia a reprimirse, pero entonces empezó con el mismo afán morboso a despreciarse y a burlarse de sí misma. Marusia tenía buena memoria, era muy lista y extraordinariamente bella: tez oscura y sonrosada, grandes ojos negros, que siempre despedían rayos y chispas, y, sobre ellos, una frente pura, limpia, serena, que asombraba y vencía. Pero Marusia estaba segura de que era horrible, de que se parecía a una negrita, que no comprendía nada y que jamás llegaría a comprender. Con una ira reconcentrada de antemano caía sobre cualquier ejercicio baladí.

- ¡De todas formas -decía-, no conseguiré nada! No sé por qué insisten ustedes en que estudie. Que estudien sus Burún. Trabajaré como criada. Si no sirvo para nada, ¿por qué me atormentan?
Natalia Márkovna Osipova, mujer sentimental de ojos de ángel y un carácter también irresistiblemente angélico, lloraba después de las clases a que asistía Marusia.
- Yo la quiero, deseo enseñarle, pero ella me envía al diablo y dice que la persigo descaradamente. ¿Qué puedo hacer?
Trasladé a Marusia al grupo de Ekaterina Grigórievna, aunque temía las consecuencias de esta medida. Ekaterina Grigórievna sabía exigir de una manera simple y sincera.
Tres días después del comienzo de las clases, Ekaterina Grigórievna se presentó con Marusia en mi despacho, cerró la puerta, hizo sentar a su alumna, trémula de rabia, en una silla y me dijo:
- ¡Antón Semiónovich! Aquí tiene usted a Marusia. Decida ahora mismo qué debe hacerse con ella. El molinero necesita precisamente una criada y Marusia piensa que no sirve más que para eso. Si usted quiere, podemos dejar que se vaya con el molinero. Pero también hay otra salida: yo garantizo que para el próximo otoño la prepararé de tal modo, que podrá ingresar en el
Rabfak. Tiene grandes aptitudes.
- Claro que es mejor el
Rabfak -opiné yo.
Marusia, sentada en la silla, contemplaba con ojos de odio el apacible rostro de Ekaterina Grigórievna.
- Pero no puedo consentir que me ofenda durante las clases. Yo también trabajo y no hay motivo para ofenderme. Si repite una vez más la palabra
diablo o me llama idiota, no le doy clase.
Comprendí la jugada de Ekaterina Grigórievna, pero con Marusia se habían empleado ya todas las jugadas, y mi creación pedagógica no daba ahora señales de la menor inspiración. Contemplé fatigado a Marusia y dije sin el menor fingimiento:
- No conseguiremos nada. Continuará diciendo diablo, y estúpida, y tonta. Marusia no respeta a la gente, y esto no se le pasará tan pronto...
- Yo respeto a la gente -me interrumpió Marusia.
- No, tú no respetas a nadie. Pero ¿qué podemos hacer? Eres nuestra educanda. Yo pienso así, Ekaterina Grigórievna; usted es una persona mayor, experta e inteligente, y Marusia una chiquilla de mal carácter. Vamos a no ofendernos por lo que haga. Vamos a concederle el derecho a que la llame idiota y hasta canalla, cosa que también ha ocurrido, pero usted no se ofenda. Eso se le pasará. ¿De acuerdo?
Ekaterina Grigórievna miró sonriente a Marusia y se limitó a decir:
- Está bien. Eso es verdad. De acuerdo.
Los ojos negros de Marusia me miraron fijamente y brillaron con lágrimas de agravio; de pronto, se cubrió el rostro con el pañuelo y, llorando, huyó de la habitación.
Una semana después pregunté a Ekaterina Grigórievna:
- Qué tal Marusia?
- Bien. Calla, pero está muy enfadada con usted.
A la noche siguiente, ya tarde, Silanti entró con Marusia en mi despacho.
- Por la fuerza, según se dice, te la traigo, Marusia, ya lo ves, está muy ofendida contigo, Antón Semiónovich. Habla con ella, eso es.
Se hizo modestamente a un lado. Marusia bajó la cabeza.
- No tengo nada que decir. Si piensan ustedes que estoy loca, me es igual: pueden seguir pensándolo.
- ¿Por qué estás ofendida conmigo?
- No me tome por loca.
- Yo no te tomo por loca.
- ¿Y por qué se lo ha dicho a Ekaterina Grigórievna?
- Sí, en eso me he equivocado. Pensaba que la insultarías.
Marusia sonrió:
- Pues no la insulto.
- ¡Ah! ¿No la insultas? Entonces me he equivocado. No sé por qué creí que ibas a insultarla.
El bello rostro de Marusia se iluminó con una prudente y desconfiada alegría:
- Así hace usted siempre: primero ataca...
Silanti se aproximó a nosotros y accionó con su gorra:
- ¿Y por qué te metes con ella? Vosotros, según se dice, hay que ver cuántos sois, y ella está sola. Bien; él se ha equivocado un poco, pero tú, eso es, no debes ofenderte.
Marusia miró rápida y alegremente a Silanti y dijo con una voz cantarina:
- Tú, Silanti, eres tonto, aunque viejo.
Y salió corriendo del despacho. Silanti volvió a agitar su gorra y comentó:
- ¿Ves? Fíjate qué historia.
Y de repente se golpeó las rodillas con la gorra y rompió a reír a carcajadas:
- ¡Vaya una historia, maldita sea!

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