Índice de Poema pedagógico Capítulo 28
Comienzo de la marcha al son de las fanfarrias
Segundo Libro: Capítulo 2
Otchenash
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LIBRO SEGUNDO
Capítulo 1

La jarra de leche

Nos trasladamos a la segunda colonia un buen día tibio, casi estival. Aún no se había marchitado el follaje de los árboles, aún verdeaba la hierba en plena segunda juventud, refrescada por las primeras jornadas de otoño. También la segunda colonia era entonces como una mujer bella a los treinta años: bella para todos, feliz y segura de su indudable encanto. El Kolomak la rodeaba casi por todos lados, dejando un pequeño paso para la comunicación con Gonchárovka. Sobre el Kolomak pendían bulliciosas, como una espléndida cortina susurrante, las copas de los árboles de nuestro parque. Aquí había muchos rinconcitos umbríos y misteriosos, donde uno podía con gran éxito bañarse, criar sirenas, pescar o, en último caso, secretear con un buen amigo. Nuestros principales edificios estaban al borde de la alta ribera, y los chicos, desvergonzados y audaces, saltaban directamente de las ventanas al río, dejando en el poyo de la ventana su poco complicada indumentaria.

En otros lugares, allí donde se extendía el viejo jardín, la pendiente bajaba en terrazas, y Shere conquistó antes que nadie la gradería inferior. Aquí había siempre amplitud y sol. El Kolomak se deslizaba ancho y apacible, pero este lugar era tan poco adecuado para las sirenas como para la pesca y, en general, para la poesía. En lugar de poesía aquí florecían las coles y el casis. Los colonos acudían a este sitio exclusivamente movidos por intenciones prácticas, bien con la pala, bien con el azadón, y, a veces, acompañando a los colonos descendía penosamente hasta aquí, provisto de un arado el Korshun o la Banditka. En este mismo sitio estaba nuestro embarcadero: tres tablas que avanzaban sobre las olas del Kolomak a unos tres metros de la orilla.

Más lejos aún, el Kolomak, torciendo hacia el Este, extendía pródigamente ante nosotros unas cuantas hectáreas de prados buenos y jugosos, circundados de matorrales y de sotos. Nosotros bajábamos a la pradera directamente desde nuestro nuevo jardín, y esta verde pendiente se prestaba a las mil maravillas al descanso: en las horas de ocio, la hierba parecía invitar a sentarse bajo la sombra de los álamos que se alzaban en el extremo del jardín y admirar una vez más el prado, y los sotos, y el cielo, y los tejados de Gonchárovka recortándose en el horizonte. A Kalina Ivánovich le agradaba mucho ese lugar, y algún que otro mediodía dominical me arrastraba consigo hasta allí.

A mí me encantaba hablar con Kalina Ivánovich de los mujiks, de nuestros trabajos, de las injusticias de la vida y de nuestro porvenir. Ante nosotros se extendía el prado, y esta circunstancia desviaba en ocasiones a Kalina Ivánovich de la buena senda filosófica.
- ¿Sabes, querido? La vida es como una mujer, no esperes justicia de ella. A aquel que, ¿comprendes?, tiene bigotes enhiestos le dará empanadas, y bollos, y una botella, pero al que ni siquiera le crece la barba, sin hablar ya de los bigotes, la muy miserable no le dará ni un trago de agua. Cuando yo estuve en los húsares... ¡Eh, tú, hijo de Satanás! ¿Dónde tienes la cabeza? ¿ Es que te la has comido con el pan o te la has dejado olvidada en el tren? ¿Dónde has metido el caballo? ¡Así te retuerzas, parásito! ¿No ves que ahí está sembrada la col?
Kalina Ivánovich pronuncia en pie el final de este discurso, agitando la pipa, ya lejos de mí.

A unos trescientos metros de nosotros sombrea en el césped un lomo castaño, pero a nuestro alrededor no se ve a ningún hijo de Satanás. Sin embargo, Kalina Ivánovich no se equivoca de dirección. El prado es el reino de Brátchenko. Aunque invisible, Brátchenko está siempre aquí, y el discurso de Kalina Ivánovich es, en realidad, como un conjuro. Después de dos o tres breves fórmulas más, Antón se materializa, pero, de completo acuerdo con el ambiente espiritista, no aparece junto al caballo, sino detrás de nosotros, en el jardín.
- ¿Por qué grita usted, Kalina Ivánovich? ¿Dónde diablos están las coles y dónde diablos el caballo?
Comienza una discusión especial, de la que hasta un profano absoluto en el particular puede comprender cuánto ha envejecido Kalina Ivánovich y qué mal se orienta en la topografía de la colonia. En efecto, se ha olvidado del lugar donde está el campo de coles.
Los colonos dejaban envejecer tranquilamente a Kalina Ivánovich. Hacía ya tiempo que la agricultura pertenecía indivisiblemente a Shere, y Kalina Ivánovich sólo a título de crítico quisquilloso intentaba, a veces, meter su vieja nariz en algunas rendijas agrícolas. Pero Shere sabía pellizcar esta nariz con una broma fría y cortés, y entonces Kalina Ivánovich se rendía:
- ¿Qué vas a hacerle? En mis tiempos, teníamos trigo. Ahora que prueben otros: orgullo les sobra, pero vamos a ver si les crece el trigo.

En la administración general Kalina Ivánovich se acercaba más a la situación del rey de Inglaterra: reinaba sin gobernar. Todos reconocíamos su majestad administrativa y nos inclinábamos respetuosamente ante sus sentencias, pero hacíamos las cosas a nuestro modo. Esto ni siquiera ofendía a Kalina Ivánovich, porque no le distinguía un amor propio enfermizo y, además porque lo que estimaba ante todo eran sus sentencias, igual que para su colega inglés lo que más valía era el oropel.
Según la vieja tradición, Kalina Ivánovich seguía yendo a la ciudad, y su salida era rodeada ahora de cierta solemnidad. Kalina Ivánovich había sido siempre partidario del lujo antiguo, y los muchachos no ignoraban su sentencia:
- El señor lleva faetón a la moda y caballo hambriento, mientras que un buen amo prefiere carro no tan hermoso, pero caballo brioso.
Los colonos alfombraban de heno fresco la vieja carreta, semejante a un ataúd, y la cubrían de sacos limpios. Luego enganchaban el mejor caballo y se acercaban a la puerta de Kalina Ivánovich. Todas las autoridades y rangos administrativos hacen lo preciso para este momento: Denís Kudlati, ayudante del administrador, guarda en el bolsillo la lista de las operaciones urbanas; Aliosha Vólkov, encargado de la despensa, mete bajo el heno los cajones que hacen falta, las cuerdas, las orzas y demás envases. Kalina Ivánovich se hace esperar tres o cuatro minutos, después sale con una gabardina limpia y bien planchada, enciende la pipa preparada para este minuto, inspecciona rápidamente el caballo o el carro, y a veces lanza entre dientes, con un aire importante:
- ¡Cuántas veces te he dicho que para ir a la ciudad no te pongas un gorro tan roto!... ¡Vaya una gente obtusa!
Mientras Denís cambia de gorro con algún camarada, Kalina Ivánovich se encarama al asiento y ordena:
- ¡Venga, arrea!

En la ciudad, lo que hace principalmente Kalina Ivánovich es permanecer sentado en el despacho de algún magnate del abastecimiento, dándose tono y tratando de mantener el honor de la fuerte y rica potencia: la colonia Gorki. Por eso precisamente sus charlas versan más que nada sobre cuestiones de alta política:
- Los mujiks tienen de todo. Se lo digo yo con seguridad.
Mientras tanto, Denís Kudlati, tocado con un gorro ajeno, boga y se sumerge en el mar administrativo, que está un piso más abajo: hace pedidos, discute con encargados y oficinistas, carga cajones y sacos en el carro sin rozar el puesto intangible de Kalina Ivánovich, da de comer al caballo y a eso de las tres irrumpe en el despacho, todo lleno de harina y de aserrín:
- Podemos marcharnos, Kalina Ivánovich.
Kalina Ivánovich florece en una sonrisa diplomática, estrecha la mano del jefe e interroga diligente a Denís:
- ¿Has cargado todo como es debido?
De vuelta a la colonia, el agotado Kalina Ivánovich descansa, y Denís, después de engullir a toda prisa su comida ya fría, pasea hasta muy entrada la noche su fisonomía mongólica por las rutas administrativas de la colonia y se afana como una vieja.
Orgánicamente, Kudlati no podía ver tirado nada de valor; sufría si caía paja del carro, si se extraviaba algún candado, si la puerta del establo pendía de un gozne. Denís sonreía pocas veces, pero jamás parecía irritado, y sus prédicas a los despilfarradores de los valores económicos no eran nunca fastidiosas y pesadas: tanta solidez convincente, tanta voluntad contenida había en ellas. Kudlati sabía reprender a los frívolos pequeñuelos que consideraban en su simplicidad que el hecho de trepar a un árbol era la inversión más racional de la energía humana y con un solo movimiento de sus cejas les hacía descender del árbol.
- Me gustaría saber, hablando en propiedad, con qué razonas -les decía-. Te falta poco para casarte, y te dedicas a escalar sauces y a romperte los pantalones. Ven, que voy a darte otros.
- ¿Cómo otros? -respondía el pequeño, inundado de un sudor frío.
- Una especie de mono para trepar a los árboles. Pero dime, hablando en propiedad, ¿dónde has visto a un hombre con pantalones nuevos subiéndose a los árboles? ¿Has visto a alguno?

Denís se hallaba profundamente penetrado de espíritu administrativo y por eso era incapaz de reparar en el sufrimiento humano. No podía comprender la sencilla sicología humana: si el pequeño se había subido al árbol era precisamente por hallarse entusiasmado con motivo de la obtención de unos pantalones nuevos. Los pantalones y el árbol tenían una relación de causa, pero Denís pensaba que eran cosas incompatibles.
Sin embargo, la política inflexible de Kudlati era indispensable, ya que nuestra pobreza exigía una economía feroz. Por eso, el Soviet de jefes le confería invariablemente el cargo de ayudante del administrador, rechazando sin vacilar las quejas pusilánimes de los pequeños contra las represalias de Denís -injustas según ellos- respecto a los pantalones. Karabánov, Belujin, Vérshnev, Burún y otros viejos colonos estimaban mucho la energía de Kudlati, a la que ellos se sometían dócilmente en primavera, cuando Denís ordenaba en alguna asamblea general:
- Mañana tenéis que entregar el calzado en el depósito; en verano se puede andar descalzo.
En octubre de 1923, Denís trabajó mucho. A duras penas instalamos a diez destacamentos de colonos en los edificios que habíamos reparado por completo. En el viejo palacio de los terratenientes -nosotros lo llamábamos la casa blanca- instalamos los dormitorios y la escuela, y en la gran sala, que pasó a sustituir a la terraza, dispusimos nuestro taller de carpintería. El comedor lo dejamos en un semientresuelo de la segunda casa, donde estaban las habitaciones del personal. No tenía cabida para más de treinta personas, y por esta razón comíamos en tres turnos. Los talleres de fabricación de ruedas, de costura y de calzado se refugiaron en rincones, muy poco semejantes a naves de trabajo. Todos en la colonia padecíamos de falta de espacio, tanto los educandos como los educadores. Y, lo mismo que una obsesionante alusión a nuestro posible bienestar, en el jardín se alzaba una casa de dos pisos estilo imperio, burlándose de nuestra imaginación con la amplitud de sus espaciosas habitaciones, sus techos revestidos de molduras y su gran terraza abierta, avanzando sobre el jardín. Si aquí hubiera pavimentos, ventanas, puertas, escaleras y calefacción, tendríamos unos magníficos dormitorios para ciento veinte personas y podríamos dejar libres otros edificios para necesidades pedagógicas de toda índole. Pero esto requería unos seis mil rublos, y nosotros no los teníamos, porque nuestros ingresos corrientes se invertían en la lucha contra los obstinados restos de la antigua miseria, a la que estábamos dispuestos a no volver. En este frente, nuestra ofensiva había aniquilado ya los klift, los gorros en jirones, los catres plegables, los edredones de la época del último Románov y los trapos en que los muchachos se envolvían los pies. Hasta había comenzado a venir dos veces al mes un peluquero y, aunque nos cobraba diez kopeks por el rapado al cero y veinte por el corte del pelo, podíamos permitirnos el lujo de cultivar en las cabezas de los colonos peinados de moda a la polaca, a lo político, y otros frutos de la cultura europea. Cierto que nuestros muebles estaban todavía por barnizar, que comíamos con cucharas de madera, que nuestra ropa se hallaba llena de remiendos, pero eso era porque invertíamos la mayor parte de nuestros ingresos en herramientas de trabajo, en instrumentos y en capital básico.

Nos faltaban seis mil rublos y no teníamos ninguna esperanza de obtenerlos. En las asambleas generales de los educandos, en el Soviet de Jefes o simplemente en las conversaciones de los colonos mayores, en los discursos de los jóvenes comunistas y muchas veces hasta en el gorjeo de los pequeñuelos se oía con frecuencia esa cifra, que, en todos estos casos, aparecía inasequible en absoluto por su magnitud.

En aquel tiempo la colonia Gorki dependía del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, que nos daba pequeñas sumas para nuestro presupuesto. De su cantidad se puede juzgar aunque no sea más que por el hecho de que para el vestuario de cada colono destinábanse veintiocho rublos anuales. Kalina Ivánovich se indignaba:
- ¿Quién será el listo que asigna esa suma? ¡Cuánto me gustaría verle la cara para saber cómo es, porque, después de haber vivido sesenta años, ¿comprendes?, no he visto todavía a hombres así, ¡parásitos!
Tampoco yo los había visto, a, pesar de ir frecuentemente por el Comisariado. Esa cifra no era asignada por ningún organizador, sino obtenida de una simple división entre el número de niños desamparados y la cantidad de rublos disponibles.

La casa roja, como nosotros designábamos simplemente a la casa imperio de Trepke, estaba arreglada igual que para un baile, pero el baile llevaba mucho tiempo siendo aplazado. Incluso las primeras parejas de bailarines -los carpinteros- no habían sido invitadas aún.

Sin embargo, esa triste coyuntura no hacía que los colonos se sintieran abatidos. Karabánov atribuía tal circunstancia a algo diabólico:
- Los diablos nos ayudarán, ¡ya lo verá! Tenemos suerte, ¿no ve usted que somos bastardos?... Ya lo verá: si no son los demonios, será alguna fuerza satánica, tal vez una bruja o algo por el estilo. Es imposible que la casa esté así tan estúpidamente ante nuestros ojos.
Y por eso, cuando recibimos un telegrama anunciándonos que la inspectora Bókova, de la Ayuda a la Infancia de Ucrania, visitaría el 6 de octubre la colonia y que era preciso enviar caballos en su busca al tren de Járkov, los círculos dirigentes de la colonia consideraron la noticia con suma atención y muchos expusieron ideas directamente relacionadas con la reparación de la casa roja:
- Esa viejecita puede darnos los seis mil rubios...
- ¿Y cómo sabes tú que es una viejecita?
- En la Ayuda a la Infancia siempre hay viejas.
Kalina Ivánovich dudaba:
- De la Ayuda a la Infancia no recibiréis nada. Yo lo sé ya. Nos pedirá que admitamos a tres muchachos. Y, además, hay que tener en cuenta que es una mujer: teóricamente, las mujeres son iguales a los hombres, pero, en la práctica, siguen siendo mujeres...

El día 5, el negociado de Antón Brátchenko se dedicó a limpiar el faetón de dos caballos y a trenzar las crines del Pelirrojo y de Mary. Eran poco frecuentes en la colonia los visitantes de la capital, y Antón sentía gran respeto por ellos. En la mañana del 6 fui a la estación, llevando en el pescante al propio Brátchenko.

En la plaza de la estación, Antón y yo, sentados en el faetón, examinábamos atentamente a todas las viejecitas y, en general, a todas las mujeres por el estilo del Comisariado de Instrucción Pública que aparecían en la plaza, cuando, de repente, oímos que una persona poco adecuada para nosotros nos preguntaba:
- ¿De dónde son esos caballos?
Antón respondió entre dientes con bastante grosería:
- Nosotros tenemos nuestros asuntos. Ahí están los cocheros.
- ¿No son ustedes de la colonia Gorki?
Antón alzó las piernas y giró en el pescante alrededor del eje. También yo me interesé.
Teníamos ante nosotros un ser completamente inesperado: un liviano abrigo gris a grandes cuadros, bajo el que asomaban unas piernecitas coquetonas enfundadas en seda: y un rostro cuidado, rosáceo, con hoyuelos de calidad superior en las mejillas y unos ojos brillantes bajo las cejas de delicado dibujo. Emergiendo de un chal de encaje, nos contemplaban unos esplendorosos bucles rubios. Tras ella, un mozo, y, en sus manos, un bagaje insignificante: una caja y una maleta de buen cuero.
- ¿Es usted la camarada Bókova?
- ¿Ve usted? Yo he adivinado en seguida que eran ustedes de la colonia Gorki.
Antón, al fin recobrado, movió seriamente la cabeza y examinó con atención las bridas. Bókova saltó al carruaje, sustituyendo el aire de la calle que nos envolvía por otro gas, fresco y aromático. Yo me encogí todo lo que pude en el fondo del asiento, pero me sentía muy turbado por la imprevista vecindad.

Durante todo el camino la camarada Bókova gorjeó acerca de diferentes cosas. Había oído hablar mucho de la colonia Gorki, y un deseo terrible de ver cómo era se había apoderado de ella.
- ¡Ah, camarada Makárenko, usted sabe qué difícil, qué difícil es tratar con esos muchachos! Me dan mucha lástima, y ¿sabe?, siento muchos deseos de ayudarles en algo. ¿Éste es un educando? ¡Qué chico tan simpático! ¿No se aburren ustedes aquí? En estas casas de niños la gente se aburre bastante, ¿sabe? Entre nosotros se habla mucho de usted. Sólo que dicen que usted no nos estima.
- ¿A quién?
- A nosotras, las damas de la educación socialista.
- No comprendo.
- Dicen que usted nos llama así: las damas de la educación socialista.
- ¡Vaya una novedad! -exclamé-. Jamás he llamado así a nadie, pero... eso, naturalmente, está bien dicho.
Me eché a reír sinceramente. Bókova se sentía entusiasmada por un calificativo tan feliz.
- ¿Sabe? En parte, eso es justo: hay muchas damas que se dedican a la educación socialista. Yo también soy una dama de ésas. Pero de mí no oirá usted nada sabio... ¿Está satisfecho?
Antón no hacía más que volver la cabeza, contemplando seriamente con los ojos desorbitados a un pasajero tan poco habitual.
- ¡No hace más que mirarme! -se echó a reír Bókova-. ¿Por qué me mira de ese modo?

Antón enrojeció y, farfullando algo ininteligible, arreó a los caballos.
En la colonia nos acogieron los colonos, llenos de curiosidad, y Kalina Ivánovich, también. Semión Karabánov, azorado, se llevó las manos al cuello, ademán que expresaba su total turbación. Zadórov entornó un ojo y sonrió.
Presenté a Bókova a los colonos, y ellos se la llevaron afablemente consigo para mostrarle la colonia. Kalina Ivánovich me tiró de la manga:
- ¿Y qué le damos de comer? -preguntó.
- Te juro que no lo sé -respondí, imitando el tono de Kalina Ivánovich.
- Opino que hay que darle leche, mucha leche. ¿Tú qué piensas?
- No, Kalina Ivánovich, hay que darle algo de más consistencia...
- ¿Y qué voy a hacer? ¿Matar un cerdo? ¡Eduard Nikoláievich no nos dejará!
Kalina Ivánovich se fue a resolver el problema de la comida para la ilustre visitante y yo corrí a reunirme con Bókova. Ya había tenido tiempo de entablar amistad con los muchachos.
- Llamadme María Kondrátievna -les decía.
- ¿María Kondrátievna? ¡Eso sí que está bien!... Pues mire usted, María Kondrátievna, éste es nuestro invernadero. Nosotros mismos lo hemos construido; yo también he cavado aquí bastante. ¿ Ve usted? Todavía tengo callos.
Karabánov mostraba su mano, que parecía una pala, a María Kondrátievna.
- Mentira, María Kondrátievna. Esos callos son de remar.
María Kondrátievna giraba vivamente su bella cabeza rubia, libre ya del chal de viaje, y demostraba escaso interés por el invernadero y por otros adelantos nuestros.
Los muchachos mostraron igualmente a María Kondrátievna la casa roja.
- ¿Por qué no la termináis? -preguntó María Kondrátievna.
- Seis mil -dijo Zadórov.
- ¡Ah! ¿No tenéis dinero? ¡Pobrecitos!
- ¿Y usted lo tiene? -rugió Semión-. ¡Oh, entonces!... ¿Sabe usted una cosa? Vamos a sentarnos aquí en la hierba.
María Kondrátievna se sentó graciosamente en la hierba, al lado mismo de la casa roja. Los muchachos le describieron en vivos colores nuestra estrechez y los futuros contornos opulentos de nuestra vida una vez reparada la casa roja.
- Comprenda usted: ahora tenemos ochenta colonos y podríamos tener ciento veinte. ¿Comprende?
Del jardín salió Kalina Ivánovich y, tras él, Olia Vóronova con una enorme jarra, dos tazones campesinos de barro y medio pan de centeno. María Kondrátievna se admiró:
- ¡Magnífico! ¡Qué bien organizado lo tenéis todo! ¿Este abuelito es también de la colonia? El colmenero, ¿ verdad?
- No, no soy colmenero -floreció en una sonrisa Kalina Ivánovich- ni lo he sido nunca, pero esta leche vale más que cualquier miel. No se la hemos comprado a una aldeana cualquiera, es de la colonia de trabajo Gorki. Usted no ha bebido nunca una leche semejante, fría y dulce.
María Kondrátievna batió palmas y se inclinó sobre el tazón, en el que Kalina Ivánovich vertía solemnemente la leche. Zadórov se apresuró a utilizar este notable momento:
- Usted posee esos seis mil rublos sin utilidad alguna y nosotros, en cambio, tenemos la casa sin reparar. Esto es injusto, ¿comprende?
María Kondrátievna, ahogándose del frescor de la leche, susurró con voz de sufrimiento:
- Esto no es leche, sino una felicidad... Jamás en la vida...
- Bueno, ¿y los seis mil? -preguntó Zadórov y sonrió con insolencia.
- ¡Qué materialista es este muchacho! -exclamó María Kondrátievna, entornando los ojos-. Necesitáis seis mil rubios? ¿Y yo qué recibiré a cambio?
Zadórov miró impotente a su alrededor y abrió los brazos, dispuesto a ofrecer en lugar de los seis mil rublos toda su riqueza. Karabánov no lo pensó mucho:
- Podemos ofrecerle todo cuanto usted quiera de semejante felicidad.
- ¿Qué felicidad? -refulgió María Kondrátievna con todos los colores del arco iris.
- Leche fría.
María Kondrátievna, desfalleciendo de risa, se dejó caer de bruces contra la hierba.
- No, no vais a embaucarme con vuestra leche. Os daré los seis mil rublos, pero tendréis que admitir a unos cuarenta niños más... Buenos chicos, sólo que ahora están, ¿sabes?, un poco... negritos...
Los colonos se pusieron serios. Olía Voronova miraba fijamente a María Kondrátievna y movía el jarro como un péndulo.
- ¿Por qué no? -dijo-. Admitiremos a esos cuarenta niños.
- Llevadme al lavabo. Quiero dormir... En cuanto a los seis mil, yo os los daré.
- Todavía no ha estado usted en nuestros campos.
- Al campo iremos mañana, ¿bueno?

María Kondrátievna pasó tres días con nosotros. Ya al anochecer del primer día conocía a muchos colonos por el nombre y hasta muy avanzada la noche estuvo gorjeando con ellos en los bancos del viejo jardín. Los muchachos la pasearon en lancha, la columpiaron, la llevaron a los pasos de gigante. Únicamente no pudo ver nuestros campos y apenas si encontró tiempo para firmar conmigo el contrato. Según el contrato, la Ayuda a la Infancia de Ucrania se comprometía a girarnos seis mil rublos para la reparación de la casa roja y, a cambio, nosotros nos obligábamos, una vez listo el edificio, a admitir a cuarenta niños desamparados.
María Kondrátievna estaba entusiasmada de la colonia.
- Esto es un paraíso -decía-. Tiene usted unos magníficos, ¿cómo decirlo?...
- ¿Angeles?
- No, ángeles no; simplemente muchachos.
Yo no acompañé a María Kondrátievna en su viaje de regreso. Brátchenko no ocupaba el pescante y las crines de los caballos estaban sin trenzar. En el pescante se hallaba Karabánov, a quien -no sé por qué- Antón había cedido el puesto. Los ojos negros de Karabánov esplendían, y todo él estaba saturado hasta más no poder de sonrisas satánicas que difundía por todo el patio.
- ¿Habéis firmado el contrato? -me preguntó en voz baja.
- Sí.
- Eso está bien. ¡Eh, llevaré galopando a la hermosa!
Zadórov estrechó la mano a María Kondrátievna:
- Venga usted a vernos en verano. Nos lo ha prometido.
- Vendré, vendré. Alquilaré por aquí una casa de campo.
- ¿Para qué una casa de campo? Venga a nuestra casa.. .
María Kondrátievna saludó con la cabeza en todas las direcciones y nos regaló a todos una mirada cariñosa y sonriente.
A la vuelta de la estación, Karabánov se mostró preocupado mientras desenganchaba los caballos. Con el mismo aire preocupado le escuchaba Zadórov. Yo me acerqué a ellos.
- Ya decía yo que nos ayudaría una bruja, y así ha resultado.
- ¡Pero si ella no tiene nada de bruja!
- ¿Y usted cree que las brujas tienen que montar obligatoriamente en una escoba? ¿Y con una nariz así? No. Las verdaderas brujas son guapas.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 28
Comienzo de la marcha al son de las fanfarrias
Segundo Libro: Capítulo 2
Otchenash
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