Índice de Poema pedagógico Capítulo 16
Zaporozhie
Capítulo 18
Salida de reconocimiento
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LIBRO SEGUNDO

Capítulo 17

Cómo hay que contar

El golpe asestado por el hombrecillo del Comisariado del Pueblo de Hacienda resultó un golpe duro. Se oprimió el corazón de los colonos, sonrieron y relincharon los enemigos y yo me desorienté profundamente. Pero a nadie se le ocurría ya pensar que podíamos seguir a orillas del Kolomak. Y también en el Comisariado de Instrucción Pública sentían dócilmente nuestra resistencia, y la cuestión ante ellos se planteaba sólo de una forma: ¿a dónde ir?

Por eso, los meses de febrero y marzo de 1926 fueron de un contenido muy complejo. El fracaso del traslado a Zaporozhie apagó los últimos destellos de nuestra esperanza jubilosa y triunfal, pero en su lugar quedó en la colonia una obstinada seguridad. No pasaba semana sin que en asamblea general de los colonos se discutiera alguna nueva propuesta. En las anchurosas estepas de Ucrania había aún muchos sitios no ocupados por nadie u ocupados por malos administradores. Uno tras otro iban proponiéndolos nuestros amigos del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, las organizaciones del Komsomol, viejos vecinos y lejanos conocidos que trabajaban en organismos económicos. Shere, los muchachos y yo recorrimos muchas carreteras y muchos caminos y senderos en aquel tiempo, en tren, en coche, a lomos del Molodiéts o de diferentes caballos y jamelgos del transporte local.

Sin embargo, los exploradores no traían a la colonia más que cansancio: en las asambleas generales los colonos les escuchaban con frío practicismo, y, disponiéndose ya a volver a sus obligaciones, los muchachos lanzaban al informante la primera pregunta embarazosa:
- ¿Y cuántos caben allí? ¿Ciento veinte? ¡Qué absurdo!
- ¿Y dónde está? ¿En Piriatin? ¡Ni hablar!
Y los propios informantes se alegraban de ese desenlace, porque lo que más temían en el fondo de su alma era que la asamblea se dejara seducir por algo.

Así desfilaron ante nuestros ojos la finca de Staritski en Valki, el monasterio de Piriatin y el de Lubni, los palacios de los príncipes Kochubéi en Dikanka y otras porquerías por el estilo.

Se nos seguía ofreciendo sitios, pero eran rechazados sin que mereciesen siquiera un reconocimiento. Uno de estos sitios era Kuriazh, una colonia infantil a dos pasos de Járkov, en la que había cuatrocientos muchachos, según rumores, completamente relajados. La imagen de una institución infantil relajada nos era tan repulsiva, que la idea de Kuriazh no cobraba más que la forma de burbujas menudas y enclenques, que estallaban en el momento mismo de su aparición.

Un día, durante un nuevo viaje a Járkov, asistí casualmente a una reunión del Comité de Ayuda a la Infancia. Se examinaba el problema de la colonia de Kuriazh, que dependía de esa organización. El inspector del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública, Yúriev, hablaba, seco e irritado, de la situación en la colonia, concretaba y acortaba las expresiones, y por ello parecían más indignantes y estúpidos los asuntos de la colonia. Cuarenta educadores y cuatrocientos educandos le parecían al oyente, a través de centenares de anécdotas humillantes para el hombre, la invención de algún miserable degenerado, misántropo y corrompido. Yo sentía ganas de golpear la mesa con el puño y de gritar:
¡No puede ser! ¡Es una calumnia!
Sin embargo, Yúriev parecía un hombre respetable, y, a través de su seca cortesía de informante, se sentía netamente la vieja tristeza asentada en el Comisariado de Instrucción Pública, de la que yo podía dudar menos que nadie. Yúriev, avergonzado de mi presencia, me miraba a veces con la expresión de un hombre que tiene algún deterioro en el traje. Después de la reunión, se acercó a mí y me dijo francamente:
- Palabra de honor, me daba no sé qué hablar de todas estas porquerías delante de usted. La gente dice que en su colonia, si un muchacho llega con cinco minutos de retraso a la comida, usted le arresta y le deja veinticuatro horas a pan y agua y él sonríe y dice :
A la orden.
- No es del todo así. Si yo practicara un método tan afortunado, usted tendría que informar acerca de la colonia Gorki por el estilo de su informe de hoy.
Yúriev y yo empezamos a hablar, discutimos. Me invitó a almorzar, y, durante el almuerzo, me propuso:
- ¿Sabe usted una cosa? ¿ Por qué no se queda con Kuriazh?
- ¿Y qué hay allí de notable? Y, además, aquello está lleno.
- ¿Cómo lleno? Dejaremos libres para usted ciento veinte plazas.
- No me seduce la cosa. Es un trabajo ingrato. Y, además, no me dejarán ustedes actuar...
- Le dejaremos. ¿Por qué nos tiene tanto miedo? Le daremos carta blanca: haga usted lo que se le antoje. Ese Kuriazh es un horror. Imagínese usted: a dos pasos de la capital semejante guarida de bandidos. Usted me ha oído. ¡Son salteadores de caminos! Sólo en la propia colonia han desvalijado por valor de dieciocho mil rublos en cuatro meses.
- Entonces hay que echar de allí a todo el personal.
- No, ¿por qué?... Allí hay magníficos elementos.
- En tales casos yo soy partidario de la asepsia total.
- Bueno, échelos, échelos...
- Aunque no; no iremos a Kuriazh.
- ¡Pero si usted no lo ha visto todavía!
- No, no lo he visto.
- ¿Sabe usted una cosa? Quédese aquí hasta mañana. Llamaremos a Jalabuda e iremos a ver la colonia.

Accedí. Al día siguiente fuimos los tres a Kuriazh. Yo me puse en camino sin presentir que iba a elegir una tumba para mi colonia.
Con nosotros iba Sídor Kárpovich Jalabuda, presidente del Comité de Ayuda a la Infancia. Presidía honradamente esta institución, que entonces se componía de casas y colonias infantiles malas y relajadas, tiendas de comestibles, cinematógrafos, almacenes de muebles de mimbre, jardines de recreo, ruletas y contadurías. Sídor Kárpovich estaba rodeado de parásitos: comerciantes, comisionistas, crupiers, charlatanes, bribones, sinvergüenzas, malversadores, y yo sentía ardientes deseos de regalarle una gran botella de líquido desinfectante. Hacía ya mucho tiempo que Jalabuda estaba aturdido por consideraciones de diversa índole que le sugerían desde todas partes -consideraciones económicas, pedagógicas, sicológicas etc., etc.-, y por ello hacía también mucho tiempo que había perdido la esperanza de comprender la razón de que en sus colonias hubiera miseria, desbandada general, robos y granujería. Había aceptado sumisamente la realidad, creía de todo corazón que el niño desamparado era la suma de los siete pecados capitales, y de su antigua bonachonería conservaba tan sólo la fe en un futuro mejor y en el centeno.

Yo descubrí más tarde ese último rasgo de su carácter, pero ahora, yendo en el auto, escuchaba sin ninguna sospecha sus razonamientos:
- Es necesario que la gente tenga centeno. Si la gente tiene centeno, no hay miedo a nada. ¿Qué sacas tú enseñándole a leer a Gógol si no tiene pan? Tú dale pan y después el libro... Y esos bandidos no saben sembrar centeno, pero robar sí que saben...
- ¿Es mala gente?
- ¿Ellos? ¡Menuda gente! Me dicen: dame cinco rublos, Sídor Kárpovich; tengo ganas de fumar. Yo, naturalmente, se los di, y una semana más tarde, me dicen otra vez: Sídor Kárpovich, dame cinco rublos. Yo le digo: pero ¡si ya te los he dado! Y él responde: me diste para tabaco; ahora dame para vodka...

Después de recorrer unos seis kilómetros por un camino arenoso y aburrido, subimos una pendiente y entramos por las puertas desvencijadas de un monasterio. En medio de un patio redondo, veíase la mole informe de un templo antiguo, aunque horrible, tras él algo de tres pisos y, por los alrededores, varios pabellones largos y bajos, apuntalados por pequeñas terracillas semiderruidas. Algo aparte, casi en el borde del talud, había un hotel de dos pisos, todo de madera, en período de reconstrucción. Por rincones y esquinas se habían agazapado casitas, cobertizos, cocinas, toda una serie de porquerías, hechas no se sabía de qué y acumuladas en el curso de trescientos años de rezos. Ante todo, me sorprendió el olor que dominaba en la colonia. Era una mezcla compleja de olor a retretes, a sopa, a estiércol y a... incienso. En la iglesia se oficiaba, y, acurrucadas en los peldaños de la escalinata que daba acceso al templo, había unas viejas sarmentosas y antipáticas que recordaban probablemente los felices tiempos en que había a quién pedir limosna. Pero no se veía a los colonos.

El director de la colonia, un hombre gris y arrugado, contempló con angustia nuestro Fiat, golpeó con la mano en una aleta del coche y nos llevó a ver la colonia. Se veía que estaba ya acostumbrado a mostrarla no para recibir plácemes, sino para ser amonestado, y conocía perfectamente las estaciones de su calvario.
- Aquí están los dormitorios de la primera colectividad -dijo pasando por un sitio donde antes había una puerta y ahora se veía solamente su marco; ni siquiera habían quedado las jambas. Con la misma facilidad atravesamos también el segundo umbral y torcimos por el pasillo, a la izquierda. Sólo entonces comprendí que aquel pasillo no estaba separado por nada del aire, que algún día había sido puro. Esto se demostraba, entre otras cosas, por los montoncitos de nieve traídos por el viento y cubiertos ya de polvo.
- ¿Qué es esto? ¿No tenéis puertas? -pregunté.
El director nos demostró trabajosamente que en otro tiempo había sabido sonreír y continuó andando. Yúriev dijo en voz alta:
- Las puertas ardieron hace ya mucho tiempo. ¡Y si no fuesen más que las puertas! Ahora están arrancando y quemando el piso, también han quemado los cobertizos de los depósitos y hasta una parte de los carros.
- ¿Y la leña?
- ¡Cualquiera sabe por qué no tienen leña! Se les ha dado dinero para comprarla.
Jalabuda se sonó y dijo:
- Seguramente todavía ahora hay leña. No quieren serrarla y partirla, y no tenemos dinero para pagar a alguien. Los muy canallas tienen leña... No sabe usted qué gente son. ¡Verdaderos bandidos!...
Por fin, llegamos a una puerta cerrada de verdad, que daba paso a un dormitorio. Jalabuda pegó un puntapié contra ella, y la puerta quedó pendiente en el acto de un solo gozne en la parte inferior, amenazando con caer sobre nuestras cabezas. Jalabuda sujetó la puerta con una mano y se echó a reír:
- ¡Ah, no, bruja del diablo, ya te conozco bien!...
Entramos en el dormitorio. En unas camas rotas y sucias estaban sentados sobre montones de trapos informes, dignos de ser arrojados a la basura, unos auténticos niños desamparados en toda su magnificiencia; envolviéndose en unos andrajos parecidos, trataban de entrar en calor. Junto a una estufa medio rota, dos muchachos partían a hachazos una tabla, pintada, al parecer, recientemente, de amarillo. En los rincones y hasta en medio de la habitación había porquería. Aquí dominaba el mismo olor que en el patio, salvo el incienso.
Los muchachos nos seguían con la vista, pero ninguno volvió la cabeza. Me fijé que todos tenían más de dieciséis años.
- ¿Estos son los mayores? -pregunté.
- Si, ¡ésta es la primera colectividad, los mayores -me explicó afablemente el director.
Desde un rincón lejano alguien gritó con voz de bajo:
- ¡No crea usted lo que le digan! ¡Todo es mentira!
Desde otro rincón alguien manifestó libremente, sin recalcar nada:
- ¡Enseñan!... ¿Qué hay que enseñar? Valdría más que enseñaran lo que han robado.
No prestamos ninguna atención a esas exclamaciones.
Sólo Yúriev enrojeció y me miró de reojo.
Salimos al pasillo.
- En este edificio hay seis dormitorios -dijo el director-. ¿Quieren verlos?
- Enséñeme los talleres -pedí yo.
Jalabuda se animó y comenzó un largo relato acerca de la suerte que había tenido en la compra de los tornos.
De nuevo salimos al patio. Viniendo hacia nosotros, un pequeñuelo, arrebujado en su klift, saltaba de montículo en montículo con cuidado de no pisar con sus negros pies descalzos las franjas de nieve. Yo me quedé un poco rezagado de los demás y le pregunté:
- ¿De dónde vienes, pequeño?
Se detuvo y alzó el rostro:
- He ido a enterarme de si iban a enviarnos o no.
- ¿A dónde?
- Decían que iban a mandarnos no sé a donde.
- ¿Es que estáis mal aquí?
- Aquí ya no se puede vivir -repuso tristemente en voz baja el pequeño, rascándose la oreja con un extremo del klift-. Aquí hasta se puede helar uno... Además, nos pegan...
- ¿Quién os pega?
- Todos.
El pequeño era inteligente y, al parecer, no corrompido por la calle; tenía unos grandes ojos azules no deformados todavía por las muecas callejeras. Lavándole, hubiera resultado un chico guapo.
- ¿Y por qué os pegan?
- Porque sí. Si no se les da algo. Otras veces nos quitan la comida. Hay aquí muchachos que no comen hace ya tiempo. A veces, les quitan también el pan... O, si no robas... te dicen que robes, y tú no robas... ¿y usted no sabe si van a enviarnos a algún sitio?
- No lo sé, hijito.
- Y dicen que pronto será verano...
- ¿Y qué falta te hace a ti el verano?
- Cuando sea verano, me marchare.

Me llamaron para ver los talleres. Me parecía imposible dejar al pequeño sin prestarle ninguna ayuda, pero él saltaba ya por los montículos, acercándose a los dormitorios: probablemente allí, a pesar de todo, hacía más calor que en el patio.
No pudimos ver los talleres: un ser misterioso tenía las llaves, y el director, a pesar de todas sus investigaciones, no pudo desvelar ese misterio. Nos limitamos a mirar por las ventanas. Había allí prensas de estampar, máquinas de cepillar madera y dos tornos, en total doce. En pabellones aislados estaban los talleres de zapatería y confección, soporte y confirmación de la pedagogía.
- ¿Es que hoy es fiesta en la colonia?
El director no respondió. Yúriev asumió otra vez este trabajo de forzados:
- Me admira usted, Antón Semiónovich. Debería haberlo comprendido ya todo. Aquí no trabaja nadie: ésta es la situación general. Y, además han robado los instrumentos, no hay material, no hay energía, no hay encargos, no hay nada. Y nadie sabe trabajar.
La central eléctrica de la colonia, acerca de la que Jalabuda nos contó también toda una larga historia, no funcionaba, naturalmente: en ella había algo roto.
- ¿Y la escuela?
- Escuela hay -repuso personalmente el director-. Sólo que... no estamos para escuelas...
Jalabuda insistía en que fuéramos al campo. Salimos del círculo, limitado por murallas de una toesa de grosor, y vimos la gran hendidura de un antiguo estanque y detrás de él, hasta el lindero del bosque, unos campos cubiertos de una fina capa de nieve levantada por el viento. Jalabuda tendió la mano como Napoleón y pronunció solemnemente:
- Ciento veinte desiatinas. ¡Un tesoro!
- ¿Habéis sembrado el trigo de otoño? -pregunté yo, imprudente.
- ¡De otoño! -exclamó con entusiasmo Jalabuda-. Treinta desiatinas de centeno. Calcula usted a razón de cien
puds; salen tres mil puds sólo de cereales. No les faltará pan. ¡Y qué centeno! No importa que la gente siembre únicamente centeno: se puede vivir únicamente con centeno. ¿Sabes? El trigo no tiene tanta importancia. Los alemanes no pueden comer pan de centeno, y tampoco los franceses... Pero nuestra gente si tiene pan de centeno...
Ya habíamos vuelto al coche, pero Jalabuda continuaba hablando del centeno. Al principio, esto nos irritaba, pero después acabó por interesarnos: ¿qué más se podría decir aún del centeno?
Subimos al coche y nos marchamos, despedidos por el solitario y aburrido director. Guardamos silencio hasta la misma Jolódnaia Gorá. Cuando cruzábamos el mercado Yúriev me indicó con un movimiento de cabeza a un grupo de harapientos:
- Son educandos del Kuriazh... Bueno, ¿qué, se los lleva usted?
- No.
- ¿A qué tiene miedo? Recuerde usted que la colonia Gorki es de delincuentes. De cualquier forma, la comisión ucraniana envía aquí toda clase de granujas. Y nosotros le ofrecemos muchachos normales.
Hasta Jalabuda se echó a reír:
- ¡También tú! ¡Normales!
Yúriev seguía insistiendo:
- Vamos a hablar ahora con Dzhurínskaia. La Ayuda a la Infancia cederá la colonia al Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública. A Járkov le es violento enviarle delincuentes, pero carece de una colonia propia. En cambio, aquí tendría su colonia, y, además, qué colonia: ¡con capacidad para cuatrocientas personas! Esto sería magnífico. Los talleres aquí no son malos. Sídor Kárpovich, ¿cederá usted la colonia?
Jalabuda reflexionó:
- Treinta desiatinas de centeno son doscientos cuarenta
puds de semillas. ¿Y el trabajo? ¿Lo pagaréis? ¿Y por qué razón no hemos de ceder la colonia? La cederemos.
- Vamos a ver a Dzhurínskaia -insistía Yúriev-. Trasladaremos a algún sitio a ciento veinte colonos de los más jóvenes, y los doscientos ochenta restantes se los dejaremos a usted. Aunque desde el punto de vista formal no puede considerárseles delincuentes. Después de una educación como la que han recibido en Kuriazh son todavía peores.
- ¿Por qué voy a meterme yo en esa pocilga? -pregunté a Yúriev-. Y, además, aquí hay que reparar algo. La reparación no saldrá por menos de veinte mil rublos.
- Sídor Kárpovich dará el dinero.
Jalabuda se despertó.
- ¿Para qué veinte mil rublos?
- Es el precio de la sangre -explicó Yúriev-, el precio del crimen.
- ¿Para qué veinte mil rublos? -volvió a asombrarse Jalabuda.
- La reparación, las puertas, los instrumentos, la ropa de cama, los trajes, todo.
Jalabuda se enfadó:
- ¡Veinte mil rublos! ¡Por veinte mil rublos haremos todo eso nosotros mismos!

En el despacho de Dzhurínskaia, Yúriev prosiguió su trabajo de agitación. Liubov Savélievna le escuchaba sonriente y me contemplaba con curiosidad.
- Ése sería un experimento demasiado caro. No podemos poner en peligro la colonia Gorki. Hay que proceder más sencillamente: clausurar Kuriazh y distribuir a los muchachos por otras colonias. Y, además, el camarada Makárenko no querrá ir a Kuriazh.
- No -confirmé yo.
- ¿Es la respuesta definitiva? -preguntó Yúriev.
- Yo hablaré con los colonos, pero, probablemente, no aceptarán.
Jalabuda parpadeó.
- ¿Quién no aceptará?
- Los colonos.
- ¿Cómo... sus educandos?
- Sí.
- ¿Y ellos qué entienden?
Dzhurínskaia puso una mano sobre el brazo de Jalabuda:
- ¡Querido Sídor! Ellos entienden allí más que tú y yo. Me gustaría ver la cara que pondrían si viesen tu Kuriazh.
Jalabuda se enfadó:
- ¿Pero por qué la tomáis conmigo:
tu Kuriazh? ¿Por qué es mío? Yo os he dado cincuenta mil rublos. Y un motor. Y doce tornos. Pero los pedagogos son vuestros... ¿Qué culpa tengo yo de que trabajen mal?...

Dejé a esas personalidades de la educación socialista ajustando sus cuentas familiares y corrí al tren. Karabánov y Zadórov me acompañaron a la estación. Después de oír mi relato acerca de Kuriazh, se quedaron pensativos. Durante unos segundos guardaron silencio, contemplando las ruedas del vagón. Por fin, habló Karabánov:
- Limpiar retretes no es un gran honor para los gorkianos. Sin embargo, habría que pensarlo...
- En cambio, nosotros estaremos cerca y podremos ayudarles -dijo Zadórov, enseñando los dientes-. ¿Sabes qué, Semión? Vamos a verlo mañana.
La asamblea general, como todas las asambleas en el último tiempo, escuchó mi informe con reserva y atención. Mientras hablaba, yo oía con curiosidad no sólo a la asamblea, sino también a mí mismo. De pronto sentí el deseo de sonreír tristemente. ¿Qué ocurría? ¿No sería yo acaso un niño cuatro meses atrás, cuando, lo mismo que los colonos, bullía y exultaba en los palacios de Zaporozhie, creados por nosotros? ¿Habría crecido en estos cuatro meses o únicamente había empobrecido? En mis palabras, en el tono, en el movimiento del rostro sentía claramente una molesta inseguridad. Durante todo el año habíamos anhelado espacios claros y amplios. ¿Sería posible que nuestros afanes se vieran coronados por algún ridículo y emporcado Kuriazh? ¿Cómo podía ocurrir que yo mismo, por mi voluntad, hablase con los muchachos acerca de un futuro tan insoportable? ¿Qué podía atraernos en Kuriazh? ¿En nombre de qué valores era preciso abandonar nuestra vida, embellecida por las flores y por el Kolomak, nuestro suelo entarimado, la finca restaurada por nosotros?
Pero al mismo tiempo, en mis frases escuetas y verídicas, donde era de todo punto imposible incluir una sola palabra optimista, yo sentía, inesperadamente, hasta para mí mismo, una llamada grandiosa y austera, tras de la que se ocultaba, a lo lejos, una alegría confusa, todavía tímida.
A veces, los muchachos interrumpían con risas mi informe, precisamente en los lugares donde yo esperaba despertar confusión entre ellos. Reprimiendo la risa, me hacían preguntas y, después de oír mis respuestas, se reían con más ganas aún. No era una risa de esperanza o de felicidad. Era una risa sarcástica.

- ¿Y qué hacen los cuarenta educadores?
- No lo sé.
Risas.
- Antón Semiónovich, ¿no ha abofeteado usted allí a nadie? Yo no hubiera podido contenerme, palabra de honor.
Risas.
- ¿Hay comedor?
- Comedor hay, pero, como todos los muchachos están descalzos, se llevan las cazuelas a los dormitorios y allí comen.
Risas.
- ¿Y quién lleva las cazuelas?
- No lo he visto. Probablemente los muchachos...
- ¿Por turno o cómo?
- Probablemente por turno.
- Entonces lo tienen bien organizado.
Risas.
- ¿Y hay organización del Komsomol?
Aquí las risas, sin esperar mi respuesta, se hicieron estruendosas.
No obstante, cuando terminé mi informe todos me miraban de un modo serio y preocupado.
- ¿Y cuál es su opinión? -preguntó alguien.
- Pues yo, lo que digáis vosotros...
Lápot me miró fijamente, pero por lo visto, no descifró nada.
- Bueno, hablad... ¿Por qué calláis?... Es interesante ver cuánto tiempo vais a estar callados. Denís Kudlati levantó la mano.
- ¡Ah, Denís! Vamos a ver qué dices.
Denís intentó rascarse el cogote con su ademán habitual, pero, al recordar que esta debilidad era siempre señalada por los colonos, dejó caer la mano innecesaria.
A pesar de ello, los muchachos advirtieron la maniobra y se echaron a reír.
- En realidad, yo no voy a decir nada. Claro que Járkov está allí cerca: eso es verdad... Pero, a pesar de todo, cargar con un asunto así... ¿Con quiénes contamos? Todos se han ido al
Rabfak...
Volvió la cabeza, lo mismo que si se hubiera tragado una mosca.
- En realidad, ni siquiera valdría la pena de hablar de Kuriazh. ¿Para qué vamos a meternos allí? Y, además, hay que tener en cuenta que ellos son doscientos ochenta y nosotros ciento veinte, y, entre los nuestros, hay muchos novatos, ¿y los viejos quiénes son? Toska es jefe, y Natasha es jefe también, ¿y Perepeliátchenko, y Sujoiván, y Galatenko?
- ¿Qué pasa con Galatenko? -se oyó una voz somnolienta y rezongona-. En cuanto ocurre algo, se saca a relucir a Galatenko.
- Cállate -le contuvo Lápot.
- ¿Por qué voy a callarme? Antón Semiónovich ha hablado de la gente que hay allí. ¿Es que yo no trabajo o qué?
- Bueno, bueno -transigió Denís-, perdona, pero, de todas formas, allí nos darán de bofetadas y así acabará la cosa...
- Eso de las bofetadas ya lo veremos -dijo Mitka Zheveli, levantando la cabeza.
- ¿Y tú qué piensas hacer?
- Estáte tranquilo.
Kudlati se sentó. Tomó la palabra Iván Ivánovich:
- Camaradas colonos, yo, de todas maneras, no iré a ningún sitio; así que yo, por decirlo así, veo las cosas desde fuera y, por lo tanto, con mayor claridad. ¿Para qué ir a Kuriazh? Nos dejarán a trescientos muchachos de los peores, y además de Járkov...
- ¿Es que aquí no nos mandan también muchachos de Járkov? -preguntó Lápot.
- Nos los mandan, pero fijaos que allí son trescientos. Y Antón Semiónovich dice que en Kuriazh los muchachos son ya grandes. Y, además, tened en cuenta que sois vosotros quienes llegan y que ellos están en su casa. Si han sido capaces de robar solamente ropa por valor de dieciocho mil rublos, ¿os imagináis que harán con vosotros?
- ¡Nos asarán! -gritó alguien.
- Asarnos no, porque hay que trabajar para el asado: nos comerán vivos.
- Y, además, a muchos de vosotros os enseñarán a robar -prosiguió Iván Ivánovich-. ¿Tenemos muchachos así?
- Todos los que quiera -respondió Kudlati-; tenemos unos cuarenta que proceden del hampa, sólo que les da miedo robar.
- ¡Ya lo veis! -se alegró Iván Ivánovich-. Contad, pues. Vosotros seréis ochenta y ellos trescientos veinte, y, además, de entre vosotros hay que excluir a las muchachas y a los pequeños... ¿y todo esto para qué? ¿Para qué hundir la colonia Gorki? ¡Antón Semiónovich, va usted a la perdición!

Iván Ivánovich se sentó, mirando triunfalmente en torno suyo. Entre los colonos resonaron murmullos semiaprobatorios, pero yo no distinguí en este rumor general ninguna decisión.
Bajo la aprobación general, salió a hablar Kalina Ivánovich. Vestía su viejo impermeable, pero estaba afeitado y pulcro, como siempre. A Kalina Ivánovich le causaba un gran dolor la necesidad de separarse de la colonia, y en sus ojos azules, que fulguraban con una incierta luz senil, yo veía un gran dolor humano.
- Entonces -comenzó sin apresurarse Kalina Ivánovich-, la cuestión es que tampoco yo iré con vosotros y, por lo tanto, veo el asunto desde fuera, pero no desde lejos. Hay diferencia entre dónde se piensa ir y a dónde le lleva a uno la vida. El mes pasado decíamos: exportaremos manteca a los ingleses. Por favor, decidme a mí, a un viejo: ¿cómo se puede admitir eso: trabajar para esos parásitos de ingleses? Yo mismo he visto las ganas que tenían los muchachos de ir allá: ¡vamos, vamos! Y si hubieran ido, ¿qué habría pasado después? Teóricamente, eso, claro está, hubiera sido Zaporozhie, pero prácticamente os hubierais limitado a apacentar vacas y nada más. ¿Habéis calculado cuánto habríais tenido que sudar antes de que vuestra manteca llegara a los ingleses? Hubierais tenido que apacentar a las vacas, y sacar el estiércol, y lavarles el trasero, porque, si no, los ingleses no habrían querido comer vuestra manteca. Pero vosotros, tontos, no habéis pensado en eso; no queríais más que iros. Y está muy bien que no hayáis ido: que los ingleses coman pan seco. Y ahora os proponen Kuriazh. Y vosotros os ponéis a pensar. ¿Y qué hay que pensar? Sois gente avanzada y no veis que trescientos hermanos vuestros están al borde de la perdición, trescientos Máximo Gorki como vosotros. Antón Semiónovich os ha estado contando lo que ha visto y vosotros le escuchabais riendo, pero ¿qué hay aquí de cómico? ¿Cómo puede el Poder soviético consentir que en la propia capital, en Járkov, al lado mismo del Gobierno, se críen cuatrocientos bandidos? Y el Poder soviético os dice: venga, muchachos, a trabajar para que salga de ellos gente decente: ¡son trescientas personas, fijaos! Y tened en cuenta que no será gentuza como Luká Semiónovich quien ha de seguir vuestro trabajo, sino todo el proletariado de Járkov. ¡Pero vosotros no queréis! Preferís alimentar a los ingleses para que se atraganten con vuestra manteca. Y aquí os da pena. Os da pena separaros de las rosas y tenéis miedo: nosotros somos tantos y ellos, los parásitos, cuántos. Y cuando Antón Semiónovich y yo empezamos a trabajar solos en la colonia, ¿entonces qué? ¿O puede que también nosotros celebrásemos asambleas y pronunciáramos discursos? Que digan Vólojov, Taraniets y Gud si teníamos miedo a los parásitos. Y este trabajo será un trabajo de Estado, un trabajo que necesita el Poder soviético. Y yo os aconsejo: id sin pensarlo más tiempo. Y Máximo Gorki dirá: ¡hay que ver mis gorkianos, han ido, no les ha dado miedo!

A medida que iba hablando Kalina Ivánovich, se coloreaban sus mejillas, y los ojos de los colonos ardían con más fuego. Muchos de los que estaban sentados en el suelo se acercaron a nosotros, y algunos, con la barbilla apoyada en los hombros de los vecinos, no clavaban su mirada en Kalina Ivánovich, sino más lejos, en alguna futura proeza. Y cuando Kalina Ivánovich habló de Máximo Gorki, las fijas pupilas de los colonos fulguraron en un estallido ardiente y humano. Los pequeños empezaron a alborotar, a gritar, a agitarse, se lanzaron a aplaudir, pero ni para aplaudir había tiempo. Mitka Zheveli, de pie entre los sentados en el suelo, gritaba a las últimas filas, como si esperase resistencia de allí:
- ¡Vamos, parásitos, palabra que sí!
Pero también las filas de atrás hacían fuego graneado contra Mitka y gesticulaban con enérgicas muecas, y entonces Mitka se lanzó hacia Kalina Ivánovich, rodeado de un enjambre de pequeñuelos, capaces ahora solamente de chillar:
- Kalina Ivánovich, ¿entonces también usted viene con nosotros?
Kalina Ivánovich sonrió amargamente, llenando su pipa. Lápot dijo:
- ¿Qué hay escrito allí? ¡Leed!
Todos gritaron a coro:
- ¡No gemir!
- A ver, ¡leedlo otra vez!
Lápot bajó el puño y todos repitieron con una voz sonora y exigente:
- ¡No gemir!
- ¡Y nosotros gemimos! ¡Hay que ver cuántos matemáticos nos han salido! Cuentan: ochenta y trescientos veinte. ¿Quién cuenta así? Hemos admitido a cuarenta muchachos de Járkov. ¿Acaso los hemos contado? ¿Dónde están?
- ¡Aquí estamos, aquí! -gritaron los muchachos.
- Bueno, ¿y qué?
Los muchachos gritaron:
- ¡Sirven!
- Entonces, ¿para qué contar? Yo, en lugar de Iván Ivánovich, contaría así: nosotros no tenemos piojos y ellos tienen diez mil. Vale más no moverse de donde estamos.
La asamblea, riéndose a carcajadas, miró a Iván Ivánovich, rojo de vergüenza.
- Nuestras cuentas son de lo más sencillo -siguió Lápot-. Nosotros aportamos la colonia Gorki y ellos, ¿qué? Nada.
Lápot terminó su discurso; los colonos gritaron:
- ¡Tiene razón! Vamos, y no hay más que hablar. ¡Que Antón Semiónovich escriba al Comísariado del Pueblo de Instrucción Pública!
Kudlati dijo:
- ¡Bueno! Si lo acordáis así, iremos. Sólo que también para ir se necesita cabeza. Mañana es ya marzo; no se puede perder ni un solo día. No hay que escribir, sino enviar un telegrama; de lo contrario, nos quedaremos sin huerta. Y otra cosa: tampoco podemos ir sin dinero. Ya sean veinte mil o lo que sea, dinero hace falta de todos modos.
- ¿Votamos? -me preguntó Lápot.
- ¡Que diga su opinion Antón Semiónovich! -gritaron voces de la multitud.
- ¿Acaso no ves lo que opina? -replicó Lápot-. Pero, de todas maneras, hay que guardar las formas. Tiene la palabra Antón Semiónovich.
Me puse en pie y exclamé lacónicamente:
- ¡Viva la colonia Gorki!
Media hora más tarde, Vitka Bogoiavlenski, nuevo encargado de la cochera y jefe del segundo destacamento, salía a caballo para la ciudad.
En el gorro llevaba el siguiente telegrama:

Járkov. Comisariado Instrucción Pública. Dzhurínskaia.
Insistentemente rogamos transferencia Kuriazh antes posible para asegurar siembra presupuestos siguen.
Asamblea general colonos.
Makárenko.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 16
Zaporozhie
Capítulo 18
Salida de reconocimiento
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