Índice de Poema pedagógico Capítulo 15
Gente difícil
Capítulo 17
Cómo hay que contar
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LIBRO SEGUNDO

Capítulo 16

Zaporozhie

De nuevo llegó el verano. De nuevo, sin quedarse rezagados del sol, los destacamentos mixtos recorrieron campos, de nuevo volvieron a funcionar de vez en cuando los famosos destacamentos mixtos número cuatro, mandados, como siempre, por Burún.

Los rabfakianos llegaron a la colonia a mediados de junio y trajeron consigo, además de la alegría de haber pasado al segundo curso, a dos miembros más de la colonia, a Oxana y a Rajil, que, en su calidad de colonas, no tenían otro remedio que disfrutar sus vacaciones en la colonia. Y también llegó la muchacha de Chernígov, un ser de cejas negras y ojos negros hasta más no poder. La chernigoviana se llamaba Galia Podgórnaia. Semión la presentó en la asamblea general de los colonos y dijo:
- Shurka escribió a la colonia que yo había perdido la cabeza por esta chernigoviana. No ha habido nada, palabra de komsomol. Pero lo importante es que Galia Podgórnaia no tiene, por decirlo así, ningún territorio donde pasar las vacaciones. Juzgadnos, camaradas colonos; decid quién tiene razón y quién es culpable.
Semión se sentó en la tierra: la reunión transcurría en el parque.
La chernigoviana examinaba, asombrada, nuestra sociedad de pies desnudos, de brazos desnudos y, en ciertas partes, también de barrigas desnudas. Lápot apretó los labios, entornó los ojos, dejando caer sus enormes párpados sin pestañas, y dijo con una voz ronca:
- Dígame, por favor, camarada chernigoviana... eso... ¿cómo se llama?...
La chernigoviana y la asamblea aguzaron el oído.
- ... ¿sabe usted el
Padrenuestro?
La chernigoviana sonrió, azorada, y, enrojeciendo, respondió con timidez:
- No lo sé...
- ¡Ah, no lo sabe! -Lápot apretó todavía más los labios y parpadeó otra vez-. ¿Y el Credo?
- No, tampoco lo sé...
- ¡Vaya, hombre! ¿Y puede usted cruzar a nado el Dniéper?
La chernigoviana miró, perpleja, en torno suyo:
- ¿Cómo decirles? Nado bien. Seguramente podría cruzarlo...
Lápot se volvió hacia la asamblea con esa expresión que suelen adoptar los tontos cuando se ponen a pensar intensamente en algo: inflando la cara, parpadeaba, levantaba un dedo, alzaba la nariz, todo ello sin la más leve insinuación de sonrisa:
- Entonces, quedamos en que el
Padrenuestro no lo sabe, del Credo ni palabra y el Dniéper puede cruzarlo. ¿O a lo mejor no puede?
- ¡Puede! -grita la asamblea.
- Bueno, ya que no el Dniéper, ¿puede cruzar el Kolomak?
- ¡Cruzará el Kolomak! -chillan los muchachos, riéndose a carcajadas.
- ¿Resulta que sirve para nuestra colonia de caballeros de Zaporozhie?
- Sirve.
- ¿En qué destacamento la incluimos?
- En el quinto.
- En tal caso, echadle arenita (1) en la cabeza y llevadla al quinto.
- Pero, ¿has perdido el juicio o qué? -grita Karabánov-. Si antes se echaba arenita únicamente a los atamanes...
- Y tú dime, cosaco -pregunta Lápot a Semión-. ¿Progresa la vida o no progresa?
- Progresa. ¿Y qué?
- Pues bien, antes se echaba arenita sólo a los atamanes, pero ahora se echa a todos.
- ¡Ah! -dice Karabánov-. ¡Bien hecho!

La idea del traslado a Zaporozhie había surgido en la colonia después de una carta de Dzhurínskaia, en la que nos comunicaba los vagos rumores que corrían acerca de la organización de una gran colonia infantil en la isla de Jórtitsa y de que el Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública vería con agrado que el organizador central de esa colonia fuese la colonia Gorki.

El estudio detallado del proyecto no había comenzado aún. Dzhurínskaia contestaba a mis preguntas que no se debía esperar una rápida solución definitiva de este asunto, y a que todo eso estaba relacionado con el proyecto de construcción de la Dnieprogués (2).

Nosotros no sabíamos exactamente lo que pasaba en Járkov, pero en la colonia pasaban muchas cosas. Era difícil decir con qué soñaban los colonos: con el Dniéper, con la isla, con los grandes campos, con alguna fábrica. A muchos les seducía la idea de tener nuestro barco propio. Lápot hacía rabiar a las muchachas, afirmando que en la isla de Jórtitsa, según las viejas reglas, no se admitía a las muchachas y que, por lo tanto, sería preciso construir algo para ellas en la orilla del Dniéper.
- Sin embargo, no os preocupéis -las consolaba luego-. Iremos a veros, pero nos ahorcaremos en la isla. Así estaréis más tranquilas.

Los rabfakianos participaban también en los sueños, acariciados en broma, de obtener en herencia la isla de los zaporogos y rendían tributo de buen grado al afán, todavía no extinto en ellos, de jugar. Durante las veladas nocturnas, la colonia entera se reía hasta saltársele las lágrimas, viendo en el patio amplias imitaciones de la vida de los zaporogos: para ello la mayoría de los colonos se aprendía como es debido el Tarás Bulba (3). En esas imitaciones los muchachos eran inagotables. Unas veces, Karabánov aparecía en el patio con unos pantalones hechos de una cortina teatral y nos daba una conferencia acerca de cómo se debía hacer tales pantalones, para los que, según él, hacían falta ciento veinte varas de tela. Otras veces, se representaba en el patio la terrible ejecución de un zaporogo, acusado de robo por toda la comunidad. En este caso, los muchachos trataban, sobre todo, de conservar intacto el siguiente detalle legendario: la ejecución se efectuaba por medio de mazas, pero únicamente tenía derecho a golpear el que antes se bebía una jarra de aguardiente. Por falta de aguardiente para los colonos encargados de la ejecución, se ponía un enorme cántaro de agua, que hasta los mayores tragones de agua eran incapaces de beber. Otras veces, el cuarto destacamento mixto, al ir al trabajo, ofrecía a Burún la maza y el cetro (4) de mando de hetman. La maza era de calabaza y el bastón, de corteza, pero Burún estaba obligado a recibir respetuosamente esos atributos y a saludar en todas direcciones.

Así iba pasando el verano y, sin embargo, el proyecto del traslado a Zaporozhie no pasaba de ser un proyecto, y los muchachos se aburrían ya de jugar a él. En agosto se fueron los rabfakianos y se llevaron consigo a una nueva partida. Perdimos a cinco nuevos jefes, y la herida más sangrienta quedó en el lugar del jefe del segundo destacamento: a pesar de todo, se fue al Rabfak Antón Brátchenko, mi amigo más próximo y uno de los fundadores de la colonia Máximo Gorki. Se fue también Osadchi, por quien había pagado yo con un buen pedazo de mi vida. Había sido un bandido entre los bandidos, y se iba al Instituto Tecnológico de Járkov un muchacho esbelto y guapo, alto, discreto, que se distinguía por una fuerza y un valor especiales. Kóval decía refiriéndose a él:
- ¡Qué komsomol es Osadchi! Da pena despedir a un komsomol semejante.
Era verdad: Osadchi había soportado sobre sus espaldas por espacio de dos años el complicadísimo trabajo de jefe del destacamento encargado del molino, trabajo lleno de interminables preocupaciones, de infinitas cuentas con las aldeas y los comités de campesinos pobres.

También se fue Gueórguievski, el hijo del gobernador de Irkutsk, que no había podido borrar esa mancha ignominiosa, aunque en los documentos oficiales de Gueórguievski rezaba: No recuerda a sus padres.

También se fueron Schnéider, el jefe del famoso destacamento octavo, y Marusia Lévchenko, jefe del quinto.

Despedimos a los rabfakianos y de repente nos dimos cuenta de cómo había rejuvenecido la sociedad de los gorkianos. Incluso en el Soviet de jefes se reunían ahora los pequeñuelos de hace poco: en el segundo destacamento estaba Vitka Bogoiavlenski, en el tercero Oprishko había sido reemplazado por Kostia Sharovski, en el quinto estaba Natasha Petrenko, en el noveno Mitka Zheveli, y sólo en el octavo había conseguido, por fin, el puesto de jefe el enorme Fedorenko. Después de tres años de mando, Gueórguievski cedió el destacamento de los pequeños a Toska Soloviov.

De nuevo enterramos la remolacha y la patata, rodeamos de paja las cocheras, limpiamos y guardamos las semillas para la primavera, y de nuevo salieron a arar el primero y el segundo destacamentos mixtos, pero esta vez ya sin concurrencia. Y sólo entonces recibimos de Járkov la propuesta oficial del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública de ver en la región de Zaporozhie la finca de Popov.

La asamblea general de los colonos, después de escuchar mi informe y de hacer rodar el papelito del Comisariado por las manos de todos, comprendió en el acto que la cosa iba en serio. No en balde teníamos en nuestro poder otro papelito, en el que el Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública rogaba al Comité Ejecutivo Regional de Zaporozhie que pusiera la finca de Popov a disposición de la colonia.

En aquel instante esos papelitos nos parecían la solución definitiva del asunto: lo único que nos faltaba por hacer era respirar a nuestras anchas, olvidar las interminables conversaciones acerca de las diversas haciendas vacías, de las colonias fracasadas, de los monasterios que aún no habían muerto y de los nidos de terratenientes que aún no habían recobrado la vida, poner punto final a los sueños relacionados con la isla de Jórtitsa, hacer las maletas y marcharnos.

Para conocer y tomar posesión de la finca de Popov salimos Mitka Zheveli, elegido por la asamblea general, y yo. Mitka tenía ya quince años. Hacía tiempo que sobresalía notablemente entre los pequeños, había pasado la difícil prueba de jefe de destacamento mixto, hacía ya más de un año que era komsomol, y en el último tiempo había sido promovido merecidamente al puesto responsable de jefe del noveno destacamento. Mitka era el representante de una nueva formación de gorkianos: a los quince años poseía una gran experiencia administrativa, un talle flexible y la habilidad de un buen organizador, contaminándose, al mismo tiempo, de muchos hábitos de la experta generación adulta. Desde el primer día, Mitka había sido amigo de Karabánov, y parecía haber heredado de él los ojos negros y ardientes y los movimientos bellos y enérgicos, pero, al mismo tiempo, Mitka se diferenciaba sensiblemente de Semión, aunque no fuera más que por el hecho de que, a los quince años, Mitka estaba ya en el quinto grado de la escuela.

Mitka y yo salimos un día frío, despejado, sin nieve, de finales de noviembre, y veinticuatro horas más tarde estábamos ya en Zaporozhie. En nuestra inexperiencia nos imaginábamos que la nueva era feliz de la colonia de trabajo Gorki comenzaría aproximadamente así: el presidente del Comité Ejecutivo Regional, un hombre con el rostro agradable de un revolucionario, nos recibiría afablemente, se alegraría al vernos y nos diría:
- ¿La finca de Popov? ¿Para la colonia Gorki? ¡Cómo no, cómo no, ya lo sé! ¡Por favor, por favor! Aquí tienen la orden de entrega. Vayan ustedes y tomen posesión.
Lo único que nos quedaría por hacer después, sería averiguar el camino para ir a la finca y volver corriendo a la colonia con la invitación:
- ¡Preparaos de prisa, de prisa!...
No poníamos en duda que nos gustaría la finca de Popov. La propia Bréguel, mujer severa, nos había dicho a Mitka y a mí cuando la saludamos en Járkov, en el Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública:
- ¿La finca de Popov? ¡Precisamente lo que necesita Makárenko! Ese Popov era un poco excéntrico. Construyó allí muchas cosas... ya lo verán. Es una buena finca, y les gustará.
Dzhurínskaia decía también:
- Es un lugar bueno, rico y bello. Parece hecho especialmente para una colonia infantil.
Y, a su vez, María Kondrátievna confirmó:
- ¡Es un encanto!

Ya el simple hecho de que todos conocieran la finca, tenía gran importancia, y tanto Mitka como yo nos sentíamos fatalistas: el destino había preparado especialmente esa propiedad para los gorkianos.
Sin embargo, de todas nuestras esperanzas la única fundada resultó una: el rostro del presidente del Comité Ejecutivo Regional era, efectivamente, simpático y revolucionario. Todo lo demás -sobre todo su discurso- fue distinto a como pensábamos nosotros.
Después de leer el papelito del Comisariado de Instrucción Pública, el presidente exclamó:
- ¡Pero si hay allí una comuna campesina! ¿Y qué es eso de la colonia Gorki?
Nos miraba con franca curiosidad a Mitka y a mí, y me parece que Mitka le gustó más que yo, porque sonrió al ver el recelo que expresaban los ojos negros de Mitka y preguntó:
- Entonces, ¿muchachos como éste son los que van a organizar aquello?
Mitka enrojeció decididamente y empezó a insolentarse:
- ¿Es que nosotros somos muchachos de poca monta? Seguramente no lo haremos peor que sus mujiks.
Después de pronunciar esas palabras, Mitka se sonrojó todavía más y el presidente sonrió más aún y reconoció con franqueza:
- ¿A quién llama usted mujiks? ¿A los campesinos? Sí, efectivamente, los campesinos lo hacen mal. Pero se debe tener en cuenta que hay allí mil quinientas hectáreas. Este asunto rebasa la competencia del Comité Ejecutivo Regional. Tendrán ustedes que librar la batalla en el Comisariado del Pueblo de Agricultura...
Mirando al presidente, Mitka entornó con desconfianza los ojos:
- ¿Ha dicho usted que se sale... cómo es... compencia? ¿Qué significa eso?
- Resulta que yo entiendo mejor su lenguaje que usted el mío... Pero, bueno, su director le explicará lo que es competencia. ¿Y qué puedo hacer yo? Les daré un coche, vayan y vean la finca. Y, de paso, hablen con la comuna; tal vez lleguen a un acuerdo. Pero el asunto tendrán que decidirlo en Járkov, en el Comisariado del Pueblo de Agricultura.
Sonriendo, el presidente estrechó la mano a Mitka:
- Si todos sus muchachos son como éste, les apoyaré.
Mitka y yo visitamos la finca de Popov, y su belleza nos cautivó.

En el extremo del famoso Veliki Lug, parece que en el mismo sitio donde estuvo la jata de Tarás Bulba, en el ángulo entre el Dniéper y el Kara-Chekrak, se extendían, de pronto, en la estepa unas largas colinas. Entre ellas, el Kara-Chekrak, como una flecha enhiesta, corría al Dniéper; ni siquiera parecía un río, sino más bien un canal, y en su abrupta ribera se alzaba una maravilla. Altos muros almenados, tras ellos palacios de techos puntiagudos y redondos, entremezclados en fabulosa fantasía. En algunas torres todavía se agitaban las veletas, pero las ventanas nos miraban con sus huecos negros y vacíos, y en ello había una profunda contradicción con el vivo barroquismo de la fantasía morisca o árabe.

Por la puerta de un torreón afiligranado de dos pisos, entramos en un enorme patio recubierto de losas cuadradas. Entre las losas, manchadas por las vacas, los cerdos y las cabras, sobresalían con lúgubre insolencia unos tallos secos de abrojos, que la helada hacía tiritar. Entramos en el primer palacio. En él no había ya nada, a excepción de las corrientes de aire y del olor a cal, y en el vestíbulo yacía, tirada en un montón de escombros, una Venus de Milo de yeso, no sólo sin brazos, sino incluso sin piernas. En otros palacios, lo mismo de altos y de elegantes, también olía intensamente aún a revolución. Con la mirada experta de un restaurador, yo calculaba cuánto nos costaría la reparación de todo aquello. En realidad, la cosa no era terrible: ventanas, puertas, arreglo del piso, revoco de las paredes. La Venus podía quedar sin reparación; las escaleras, las estufas, el techo estaban enteros.

Mitka era menos prosaico que yo. Ningún destrozo podía apagar su entusiasmo estético. Vagaba por las salas, los torreones, los pasillos, los patios pequeños y grandes, y se extasiaba:
- ¡Oh, qué maravilla! ¡Pero mire! ¡Esto es formidable, palabra de honor! ¡Qué sitio tan bueno, Antón Semiónovich! ¡Qué contentos van a ponerse los muchachos! ¡Qué bonito! ¿Y cuántos muchachos se podrá instalar aquí? ¿Mil seguramente?
Según mis cálculos, se podía instalar a unos ochocientos muchachos.
- ¿Y podremos con ellos? Ochocientos que vendrán, probablemente, de la calle. Y todos nuestros jefes están en el
Rabfak...

No había tiempo de pensar en si podríamos o no. Seguimos recorriendo la finca. Del patio posterior disponía la comuna y disponía de manera detestable. Una cochera interminable estaba llena de basura, y en medio de esa basura, amontonada hacía tiempo, sin ninguna paja, se podía ver, aquí y allá, los clásicos jamelgos de huesos salientes y traseros sucios, muchos de ellos sarnosos. La enorme porqueriza estaba toda agujereada, había pocos cerdos y los que había eran malos. En los montículos helados del patio yacían abandonados carros, sembradoras, ruedas, piezas sueltas, y sobre todo ello, como un barniz, una soledad salvaje. Sólo en la porqueriza un viejo reumático de barba sucia salió a nuestro encuentro y nos dijo:
- Si tienen que ir a la oficina, vayan a aquella
jata.
- ¿Y dónde están vuestros cerdos? -preguntó Mitka.
- ¿Cómo dice?... ¡Ah!... ¿Los cerdos?
El abuelo se balanceó un poco, se llevó los dedos transparentes a los bigotes y miró en torno suyo. Se veía que la pregunta de Mitka era superior a las aptitudes diplomáticas del abuelo. Pero con un valeroso ademán sacudió la mano:
- Se los han... comido los canallas, se los han comido los sinvergüenzas...
- ¿Quiénes?
- ¿Quiénes van a ser? Los nuestros... la misma comuna.
- ¡Pero si usted, abuelito, también es de la comuna!
- ¡Je, je! Yo, amiguito, estoy en la comuna como gallina en corral ajeno. Ahora el que sabe chillar es el que manda. Y al abuelo no le han dado tocino. ¿Y ustedes a qué vienen?
- A tratar un asunto.
- ¡Ah, a tratar un asunto!... Pues, si es para eso, vayan allí. Están reunidos... Reunidos, ¿cómo no?... No hacen más que reunirse... y aquí...
El abuelo, por lo visto, tomaba impulso para explayarse en mayores sinceridades, pero nosotros no teníamos tiempo.

En una estrecha oficina sobre agonizantes sillas señoriales, se celebraba, efectivamente, una reunión. A través del humo de la majorka costaba trabajo discernir cuánta gente había, pero el ruido que armaban correspondía a unas veinte personas. Desgraciadamente, no pudimos conocer el orden del día, porque en cuanto entramos, un hombre de barba oscura y rizosa, con unos ojos tiernos y redondos de doncella, nos preguntó:
- ¿Quiénes sois?
Comenzó un diálogo, al principio frío y oficial, después apasionado y hostil, y sólo dos horas después simplemente práctico.
Era evidente que yo me había equivocado. La comuna estaba enferma de gravedad, pero no se disponía a fenecer y, al descubrir en nosotros a los inoportunos sepultureros, se indignó y, concentrando sus últimas fuerzas, puso de manifiesto su afán de vivir.
Una sola cosa estaba clara: mil quinientas hectáreas eran demasiado para la comuna. En este exceso de riqueza residía una de las causas de su indigencia. Acordamos con facilidad el reparto de las tierras. Con facilidad todavía mayor accedió la comuna a entregarnos los palacios, las almenas y los torreones con la Venus de Milo. Pero cuando llegó el turno al patio en que estaban los cobertizos y los depósitos, se inflamaron las pasiones tanto entre los miembros de la comuna como entre nosotros. Mitka ni siquiera pudo mantenerse en la línea de la discusión y pasó al ataque personal:
- ¿Y por qué tenéis todavía la remolacha en el campo?
Y el presidente respondió:
- ¡Eres demasiado joven para pedirme cuentas de la remolacha!
Sólo ya avanzada la noche nos pusimos también de acuerdo en este punto. Mitka dijo:
- ¿Pero por qué estamos discutiendo como asnos? Podemos dividir el patio con un muro.
Y así lo decidimos.

No recuerdo por qué procedimiento llegamos a la colonia Gorki, pero debió ser en una especie de alas. Nuestro relato en la asamblea general fue acogido con una ovación inaudita. Mitka y yo fuimos manteados, faltó poco para que me rompieran las gafas, y a Mitka le rompieron, efectivamente, algo, no sé si la frente o la nariz.

En la colonia se inició una era realmente dichosa. Durante tres meses los colonos vivieron de planes. Bréguel me reprochó un día que pasó por la colonia:
- ¿Makárenko, a quiénes está educando usted? ¿A soñadores?
Aunque fuera a soñadores. La palabra sueño no me entusiasma. Efectivamente, huele a sentimentalismo o tal vez a algo peor. Pero hay sueños y sueños: una cosa es soñar con un caballero jinete en blanco corcel y otra cosa soñar con ochocientos niños en una colonia infantil. Cuando vivíamos en estrechos cuartuchos, ¿acaso no soñábamos con habitaciones altas y llenas de luz? Al envolvernos los pies en trapos, soñábamos con calzado humano. Soñábamos con el Rabfak, con el Komsomol, con el Molodiéts, con un rebaño de raza. Cuando un día traje en un saco dos lechones de raza inglesa, uno de estos soñadores, el pequeño y melenudo Vañka Shelaputin, sentado sobre sus manos en un alto banco, dijo, balanceando las piernas y contemplando el techo:
- Esos son únicamente dos lechones. Pero después nos darán otros tantos y éstos, otros tantos... y dentro de cinco años tendremos cien cerdos. ¡Jo, jo! ¡Ja, ja! ¡Oyes, Toska, cien cerdos!
Y tanto el soñador como Toska se rieron de una manera desusada, sofocando las conversaciones serias en mi despacho. Pero hoy tenemos más de trescientos cerdos, y nadie se acuerda de cómo entonces soñaba Shelaputin.
Tal vez la diferencia principal entre nuestro sistema de educación y el sistema burgués resida, precisamente, en que en nuestro país una colectividad infantil debe, sin falta, crecer y enriquecerse, debe ver por delante un futuro mejor y tender a él en una alegre tensión de todos sus componentes, en un sueño optimista y tenaz. Tal vez en ello radique la verdadera dialéctica de la pedagogía.
Por eso yo no ponía ningún freno a los sueños de los colonos y, en común con ellos, me metía a veces quizá en demasiadas honduras. Pero aquélla fue una época muy feliz en la colonia, y todos mis amigos la recuerdan con alegría. También Máximo Gorki, al que informábamos detalladamente de los asuntos de la colonia, compartía nuestros sueños.

En la colonia sólo unas cuantas personas no sentían alegría ni soñaban. Una de ellas era Kalina Ivánovich. Tenía joven el alma, pero resulta que, para soñar, el alma no es suficiente. El propio Kalina Ivánovich lo explicaba así:
- ¿Tú has visto cómo un buen caballo tiene miedo al auto? Eso es porque el parásito quiere vivir, pero un carcamal cualquiera no tiene miedo no ya a un auto, sino ni siquiera al diablo, porque todo le es igual, lo mismo si es pan que si son tortas, como suele decirse...
Yo trataba de convencerle de que nos acompañara a Zaporozhie, y los muchachos se lo suplicaban también, pero Kalina Ivánovich seguía firme en sus trece:
- Yo ahora no tengo ya miedo a nada, y parásitos semejantes no os hacen falta. He vivido algún tiempo con vosotros, ya está bien. Ahora me retiraré a vivir de la pensión: bajo el Poder soviético viven bien los holgazanes, los viejos chochos.
También los Osipov declararon que no irían a ninguna parte con la colonia. Ya habían experimentado bastantes emociones fuertes.
- Somos gente modesta -decía Natalia Márkovna-. Ni siquiera comprendemos qué falta le hacen a usted esos ochocientos niños. Fracasará usted en esta empresa, Antón Semiónovich, palabra de honor.
En respuesta a esa declaración, yo declamé Cantamos a la temeridad de los valientes.
Los muchachos aplaudían y se reían, pero era imposible turbar de ese modo a los Osipov. Sin embargo, Silanti me consolaba:
- Pues que se queden aquí. A ti, Antón Semiónovich, te gusta, como se dice, enganchar a todos a coches de carreras. La vaca, sabes, no sirve para una cosa así, y tú no quieres dejarla en paz. Fíjate qué historia.
- ¿Y a ti se te puede enganchar, Silanti Semiónovich?
- ¿Dónde?
- ¡Pues al coche de carreras!
- A mí, ¿sabes?, puedes engancharme a donde se te antoje, hasta a la silla de Budionny. ¿Comprendes? Los muy canallas me querían dejar sólo para traer agua. ¡Y no se han dado cuenta los miserables de lo animoso que es el caballo!
Silanti erguía la cabeza y golpeaba el suelo con el pie, añadiendo un poco retrasado:
- ¡Fíjate qué historia!

El hecho de que casi todos los educadores, y Silanti, y Kósir, y Elísov, y el herrero Godanóvich, y todas las lavanderas y cocineras, y hasta los trabajadores del molino decidieran irse con nosotros infundió a este traslado seguridad y cierto aire de familia.
Mientras tanto, en Járkov los asuntos marchaban mal. Yo iba allí con frecuencia. El Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública nos apoyaba calurosamente. Hasta Bréguel se contaminó de nuestros sueños, aunque en aquel período no me llamaba más que Don Quijote de Zaporozhie.
Hasta el Comisariado del Pueblo de Agricultura, aunque confundiendo siempre desdeñosamente nuestro nombre -unas veces la colonia Gorki, otras veces la colonia Korolenko, otras veces la colonia Shevchenko-, transigió: llevaos las ochocientas desiatinas y la finca de Popov, pero dejadnos en paz.

Nuestros enemigos no estaban en el frente de combate, sino en una emboscada. Yo choqué con ellos en un ardiente ataque, imaginándome que éste sería mi último golpe triunfal, después del cual me quedaría tan sólo cantar victoria. Sin embargo, para hacer frente a mi ataque salió de entre los matorrales un hombrecillo pequeño, con una chaqueta corta. Pronunció sólo unas palabras, y yo quedé destrozado por completo y retrocedí vertiginosamente, abandonando cañones y banderas y desbaratando las filas de los colonos, ya lanzadas a toda marcha.
- El Comisariado del Pueblo de Hacienda no puede acceder a este negocio: dar treinta mil rublos para la reparación de un palacio que no le hace falta a nadie, mientras que sus casas de niños están en ruinas.
- Pero si no es solamente para la reparación. En el presupuesto entran también las herramientas y el traslado.
- ¡Ya lo sabemos, ya lo sabemos! Ochocientas desiatinas, ochocientos niños desamparados y ochocientas vacas. Ha terminado la época de semejantes negocios. Hay que ver cuántos millones hemos dado al Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública y, sin embargo, no se ha conseguido nada: lo robarán todo, lo romperán y se dispersarán.
Y el hombrecillo puso el pie sobre el pecho de nuestro hermoso y vivo sueño, tan inesperadamente derrumbado. Y por mucho que el sueño llorase bajo este pie, por mucho que tratara de probar que era un sueño de los gorkianos, nada le ayudó: dejó de existir.

Y heme aquí, apesadumbrado, de regreso a la casa, recordando febrilmente que en nuestra escuela se está estudiando el tema: Nuestra hacienda de Zaporozhie. Shere había visitado dos veces la finca de Popov y había comunicado a los colonos un plan económico compuesto por él, un plan todo refulgente de diamantes, de perlas, de rubíes, en el que brillaban, resplandecían, deslumbraban tractores, cientos de vacas, millares de cabras, varios centenares de miles de aves, la exportación de mantequilla y de huevos a Inglaterra, incubadoras, desnatadoras, jardines.

Todavía la semana pasada, yo, lo mismo que ahora, regresaba de Járkov y los muchachos me recibían excitados, me sacaban del coche y vociferaban:
- ¡Antón Semiónovich! ¡Antón Semiónovich! Zorka tiene un potrillo. ¡Venga usted a verlo! ¡Ahora mismo!...
Me arrastraron a la cochera y allí rodearon a un potrillo dorado, todavía húmedo y tembloroso. Sonreían en silencio y sólo uno dijo como para sí mismo:
- Lo hemos llamado
Zaporozhets...
¡Queridos pequeños míos! No iréis tras el arado en Veliki Lug, no residiréis en un palacio fabuloso, no tocarán vuestros tambores la diana desde lo alto de los torreones moros y en vano habéis dado al potrillo dorado el nombre de Zaporozhets.

**NOTAS**

(1).- La Siech de Zaporozhie: organización autónoma de los cosacos ucranianos, existió del siglo XVI al XVII en la isla de Jórtitsa, en el Dniéper. Los colonos jugaban a cosacos de Zaporozhie y, en broma, imitaban las normas de vida de la Siech. En la Siech de Zaporozhie, representantes de todos los destacamentos elegían anualmente al atamán (jefe) de las tropas zaporogas. La elección se efectuaba de acuerdo con un ritual rigurosamente establecido. Los cosacos echaban arena sobre la cabeza del elegido.

(2).- Central hidroeléctrica del Dniéper. (N. de la Edit.)

(3).- Tarás Bulba: romántica novela histórica de Gógol que habla de la vida y hechos de armas de los zaporogos.

(4).- Imitación burlesca de las tradiciones de la Siech de Zaporozhie, el mazo y el cetro eran los atributos del hetman (jefe de los zaporogos).

Índice de Poema pedagógico Capítulo 15
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