Índice de Poema pedagógico Capítulo 14
¡No gemir!
Capítulo 16
Zaporozhie
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 15

Gente difícil

Chóbot se ahorcó el 2 de mayo, por la noche.

Me despertó el destacamento de guardia. En cuanto oí los golpes en mi ventana, adiviné de qué se trataba. Junto a la cochera, a la luz de las linternas, los muchachos hacían la respiración artificial a Chóbot, al que acababan de quitar el nudo. Después de largos esfuerzos de Ekaterina Grigórievna y de los colonos, Chóbot recobró la respiración, pero no volvió en sí y murió al anochecer. Los médicos llegados de la ciudad nos explicaron que hubiera sido imposible salvar a Chóbot: se había ahorcado del balcón de la cochera; por lo visto, después de subirse al balcón y de ceñirse la soga al cuello, había saltado. Tenía rotas las vértebras cervicales.

Los muchachos acogieron con reserva el suicidio de Chóbot. Nadie manifestaba un dolor especial, y sólo Fedorenko comentó:
- Lástima de cosaco. ¡Hubiera sido un buen jinete de la caballería de Budionny!
Pero Lápot respondió a Fedorenko:
- Le faltaba mucho a Chóbot para llegar a Budionny: vivió como un mujik y ha muerto como un mujik. De codicia ha muerto.
Kóval miraba con iracundo desprecio hacia el club, donde había sido colocado el féretro de Chóbot, se negó a formar en la guardia de honor y no asistió al entierro.
- ¡Yo mismo ahorcaría a tipos como Chóbot! ¡Qué nos importan a nosotros sus estúpidos dramas!
Solamente las muchachas lloraban, pero también Marusia Lévchenko se secaba los ojos de vez en cuando y decía rabiosamente:
- ¡Qué imbécil, qué tarugo! ¡Vaya un marido! ¡Menuda suerte para Natasha! ¡Qué bien hizo en no irse con él! Como Chóbot hay muchos. ¡No va a andar una contentándoles a todos! ¡Anda y que se ahorquen todos los que quieran!
Natasha no lloraba. Cuando yo entré en el dormitorio de las muchachas, me miró con miedo y asombro y me preguntó en voz baja:
- ¿Qué debo hacer ahora?
Marusia respondió por mí:
- ¿También tú quieres ahorcarte? Da las gracias a que ese tonto ha decidido quitarse de en medio, que, si no, te hubiera amargado toda la vida. ¡A quién se le ocurre preguntar:
¿qué hacer?! Cuando estés en el Rabfak, ya podrás meditar en ello...
Natasha levantó los ojos hacia la enfadada Marusia y se abrazó a ella.
- Bueno.
- Yo apadrinaré a Natasha -dijo Marusia, lanzándome una mirada brillante y retadora.
Yo, en broma, me incliné ante ella:
- Por favor, por favor, camarada Lévchenko. ¿Y puedo servirle yo de pareja?
- Sólo a condición de que no se ahorque. Porque ya ve usted cómo resultan a veces los padrinos. Que se vayan a paseo. Más disgustos que provecho.
- A la orden, no ahorcarse.
Natasha se separó de Marusia y sonrió a sus nuevos padrinos. Incluso sus mejillas se colorearon un poco.
- Vamos a desayunar, infeliz -dijo alegremente Marusia.

En ese sector, mi corazón quedó, más o menos, tranquilo. Al atardecer llegaron el juez de instrucción y María Kondrátievna. Conseguí que el juez no interrogara a Natasha. No hubiera sido necesario pedírselo: era un hombre inteligente. Después de levantar una breve acta, comió y se fue. María Kondrátievna se quedó para compartir nuestra tristeza. Ya avanzada la noche, cuando todos dormían, entró en mi despacho con Kalina Ivánovich y se dejó caer, fatigada, en el diván.
- ¡Son indignantes sus colonos! Ha muerto un camarada, y ellos se ríen a carcajadas y ese Lápot suyo no para de hacer el tonto, igual que antes.
Al día siguiente, despedí a los rabfakianos. Camino de la estación, Vérshnev decía:
- Los mu-muchachos n-no comprenden de qué se trata. Cuando un hombre de-decide m-morir, eso significa que la vi-vida es mala. Les paparece que es-es por N-natasha, pero no es por-por eso, sino por la vi-vida.
Belujin movió la cabeza:
- Nada de eso. Chóbot, de todas maneras, no tenía ninguna vida. No era un hombre, sino un esclavo. Le quitaron al señor, y entonces inventó a Natasha.
- Os pasáis de listos, muchachos -intervino Semión-. A mí eso no me gusta. ¿Se ha ahorcado una persona? Bueno, pues borradla de la lista. Hay que pensar en el día de mañana. Y yo le diré una cosa: lárguese de aquí con la colonia; si no, se ahorcarán todos.

De regreso, medité en los destinos de nuestra colonia. Ante mí se erguía en toda su magnitud la visión de una crisis terrible, en la que corrían el peligro de hundirse en un abismo valores indudables para mí, valores vivos, vitales, creados, como un milagro, por cinco años de trabajo de la colectividad, cuyas cualidades excepcionales ni siquiera por modestia quería ocultar ante mí mismo.
En una colectividad como la nuestra, la falta de claridad en las rutas personales no podía originar la crisis. Las rutas personales son siempre confusas. ¿Y qué es una ruta personal clara? Es la renuncia a la colectividad, es un espíritu pequeñoburgués concentrado: preocuparse, desde la más tierna edad, de algo tan fastidioso como el futuro pedazo de pan, como esa misma decantada calificación. ¿Calificación de qué? De carpinteros, de zapateros, de molineros. No, yo creo con firmeza que, para un muchacho de dieciséis años, la calificación más valiosa en nuestra vida soviética es la calificación de combatiente y de hombre.
Me imaginé la fuerza de la colectividad de los colonos y repentinamente comprendí en qué consistía la cuestión: naturalmente, ¡cómo había podido tardar tanto en darme cuenta! Todo consistía en el estancamiento. No se podía tolerar ningún estancamiento en la vida de la colectividad.
Me alegré como un niño: ¡qué encanto! ¡Qué magnífica, qué absorbente es la dialéctica! Una libre colectividad obrera no es capaz de estancarse. La ley universal del desarrollo general comenzaba únicamente ahora a poner de manifiesto su verdadera fuerza. La forma de existencia de una colectividad humana libre es el movimiento adelante; la forma de su muerte es el estancamiento.
Sí, nosotros habíamos permanecido casi dos años en el mismo sitio: los mismos campos, los mismos parterres, los mismos talleres y el mismo ciclo anual.
Me apresuré a llegar a la colonia para mirar a los ojos de los colonos y comprobar mi gran descubrimiento.
Junto a la terracilla de la casa blanca había dos coches de alquiler, y Lápot me recibió con esta noticia:
- Ha venido una comisión de Járkov.
¡Qué bien! -pensé yo-. Ahora mismo resolveremos este asunto.
En mi despacho me aguardaban Liubov Savélievna Dzhurínskaia; una dama gruesa, con un vestido de color frambuesa oscuro, no muy limpio, ya no joven, pero con los ojos vivos y penetrantes, y un hombre de aspecto insignificante, medio pelirrojo, medio rubio, no se sabe si con barba o sin ella; llevaba unas gafas muy torcidas y no hacía más que enderezarlas con la mano que le dejaba libre la cartera.
Liubov Savélievna hizo un esfuerzo para sonreír afablemente mientras me presentaba a los demás:
- Aquí está el camarada Makárenko. Le presento a Varvara Víktorovna Bréguel y a Serguéi Vasílievich Chaikin.
¿Por qué no recibir en la colonia a Varvara Víktorovna Breguel, que era mi jefe inmediato superior? Pero ¿con qué motivo había venido también ese Chaikin? Había oído hablar de él: era un profesor de pedagogía. ¿No dirigiría alguna casa de niños?
Bréguel me dijo:
- Hemos venido especialmente para comprobar su método.
- Protesto enérgicamente -repuse-. No existe ningún método mío.
- En ese caso, ¿qué método sigue usted?
- Un método corriente, soviético.
Breguel sonrió aviesamente:
- Tal vez sea soviético, pero, en cualquier caso, no es corriente. A pesar de todo, hay que comprobarlo.

Empezó un diálogo de lo más desagradable, uno de esos diálogos en que la gente juega con los términos, profundamente convencida de que los términos determinan la realidad. Por ello me opuse:
- De esa manera yo no seguiré hablando. Si ustedes lo desean, puedo hacerles un informe, pero les prevengo que no me llevará menos de tres horas.
Bréguel accedió. Inmediatamente nos sentamos, cerré el despacho y me dediqué a algo torturante: traducir a palabras las impresiones, las reflexiones, las dudas y las pruebas acumuladas en mí durante cinco años. Me parecía que hablaba con elocuencia, que encontraba expresiones exactas para conceptos muy delicados, que con el bisturí analítico ponía al desnudo con precaución y audacia regiones ignotas hasta entonces, que esbozaba las perspectivas del futuro y las dificultades del mañana. En cualquier caso, era sincero hasta más no poder, no respetaba ningún prejuicio y no tenía miedo a demostrar que en algunos lugares la teoría me parecía ya ajena y digna de lástima.
Dzhurínskaia me oía con el rostro encendido y radiante. Bréguel parecía haberse puesto una máscara. En cuanto a Chaikin, me ocupaba poco de él.
Cuando terminé, Breguel tamborileó en la mesa con sus gruesos dedos y dijo con un tono en que era difícil descifrar si hablaba con sinceridad o si se burlaba:
- Bien... Francamente, es interesante, muy interesante, ¿verdad, Serguéi Vasílievich?
Chaikin probó a enderezar las gafas, se sumió en su block de notas y muy cortésmente, como corresponde a un hombre de ciencia, con toda clase de visajes galantes y con una mímica seudorrespetuosa, pronunció el siguiente discurso:
- Está bien. Esto, claro está, debe ser dilucidado, pero... incluso ahora yo pondría en duda algunos de los teoremas, si es que podemos calificarlos así, que usted nos ha expuesto amablemente con tanto ardor, cosa que, claro está, pregona su convencimiento. Bien. Nosotros, por ejemplo, sabíamos ya, y usted, sin embargo, lo ha pasado por alto, que ha organizado aquí una especie de concurrencia entre los educandos: el que hace más, es alabado; el que hace menos, es denigrado. Cuando han arado ustedes la tierra, ha habido una concurrencia semejante, ¿no es verdad? Me gustaría que me contestase usted a lo siguíente: ¿sabe usted que nosotros consideramos la concurrencia como un método profundamente burgués, ya que sustituye la relación directa a la cosa por una relación indirecta? Eso es lo primero. Segundo: usted da a los muchachos dinero para sus gastos menudos, cierto que para las fiestas, y no se lo da por igual a todos, sino, ¿cómo decirlo?, en proporción a los méritos. ¿No le parece a usted que así sustituye el estímulo interior por el estímulo exterior y, además, profundamente material? Sigamos: los castigos, como usted dice. Usted debe saber que el castigo educa al esclavo, y nosotros necesitamos personalidades libres, que no determinen sus actos por el miedo al palo o a otra medida de coacción, sino por estímulos interiores y por autoconciencia política...

Todavía me dijo muchas cosas ese Chaikin. Yo le escuchaba y recordaba el cuento de Chéjov en que se describe un asesinato con un pisapapeles; después pensaba que no era necesario matar a Chaikin, sino simplemente azotarle, pero no con una vara o con el knut del antiguo régimen zarista, sino con la correa vulgar y corriente que un obrero emplea para sujetarse los pantalones. Ideológicamente, eso estaría en la línea.
Bréguel me preguntó, interrumpiendo a Chaikin:
- ¿Por qué sonríe usted? ¿Acaso es cómico lo que dice el camarada Chaikin?
- ¡Oh, no! -respondí-. No es cómico...
- ¿Es triste, verdad? -sonrió también, por fin, Bréguel.
- No, ¿por qué? Tampoco es triste. Es vulgar...
Bréguel me miró con atención y, suspirando, bromeo:
- Le es a usted difícil tratar con nosotros, ¿verdad?
- No importa; estoy acostumbrado a la gente difícil. Suelo tenerla mucho más difícil.
Bréguel se echó de repente a reír.
- No hace usted más que bromear, camarada Makárenko -dijo, calmándose por fin-. Pero conteste algo a Serguéi Vasílievich.
Miré suplicante a Bréguel:
- Creo que el Consejo Científico de Pedagogía se ocupará también de estas cuestiones. Allí lo harán todo como es debido. Vale más que vayamos a comer.
- Bueno -dijo, un poco enfadada, Bréguel-. Pero contésteme ¿qué historia es ésa de la expulsión de un educando, de Oprishko?
- Por emborracharse.
- ¿Y dónde está ahora? ¿En la calle, naturalmente?
- No, vive aquí cerca, en casa de un kulak.
- Entonces, ¿qué? ¿Lo han entregado ustedes en patrocinio?
- Una cosa así -repuse sonriendo.
- ¿Vive allí? ¿Lo sabe usted bien?
- Sí, lo sé bien. Vive en casa de un kulak de la localidad, Lukashenko. Este alma caritativa
patrocina ya a dos desamparados.
- Bueno, eso lo comprobaremos.
- Como ustedes gusten.

Fuimos a comer. Después de la comida, Bréguel y Chaikin quisieron convencerse de algo por sí mismos y yo me incliné ante Liubov Savélievna:
- ¡Mi amado, mi querido Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública! Aquí estamos estrechos y, además, ya lo hemos hecho todo. Dentro de medio año nos habremos vuelto todos neurasténicos. ¡Denos algo grande, para que sintamos vértigo de trabajo! ¡Usted tiene mucho de todo! ¡Usted no tiene sólo principios!
Liubov Savélievna se echó a reír.
- Yo le comprendo a usted -dijo-. Eso podrá hacerse. Venga, vamos a hablar con más detalle. Pero espere, usted habla siempre del futuro. ¿Le molesta mucho esta revisión?
- ¡Oh, no! ¿Cómo podía ser de otro modo?
- Bueno, ¿y las conclusiones, todas esas preguntas de Chaikin no le preocupan?
- ¿Por qué? ¿Es que no va a tratar de ellas el Consejo Científico de Pedagogía? La preocupación será para él, no para mí...
Por la noche, Bréguel, al irse a dormir, me expuso sus impresiones:
- Tiene usted una colectividad maravillosa. Pero esto no significa nada. Sus métodos son terribles.
En el fondo del alma me alegré; menos mal que no sabía nada del aprendizaje de nuestros tambores.
- Buenas noches -dijo Bréguel-. ¡Ah! Tenga en cuenta que nadie piensa culparle de la muerte de Chóbot...
Me incliné ante ella con profunda gratitud.

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