Índice de Poema pedagógico Capítulo 10
La boda
Capítulo 12
Otoño
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Capítulo 11

Lírica

Poco después de la boda de Olga se abatió sobre nosotros una calamidad que esperábamos desde hacía tiempo: era preciso despedir a los que se iban a estudiar al Rabfak. Aunque acerca del Rabfak se hablaba ya en los tiempos del más guapo y para el Rabfak los muchachos se preparaban cotidianamente, aunque nuestra máxima ilusión era tener rabfakianos propios, y aunque todo esto era un motivo de alegría y de satisfacción, cuando llegó el día de la despedida todos sintieron que se les oprimía el corazón, que los ojos se les llenaban de lágrimas, y una sensación como de miedo embargó a los colonos: la colonia existía, trabajaba, se reía, y ahora de pronto empezaban a irse, se dispersaban, y parecía que esto no lo esperaba nadie. También yo me desperté aquel día con un sentimiento de inquietud y la sensación de perder algo.

Después del desayuno, todos se pusieron trajes limpios, se colocó en el jardín las mesas engalanadas, en mi despacho la brigada de la bandera quitaba la funda a la enseña y los tambores se ajustaban los instrumentos a la cintura. Pero tampoco esos indicios de fiesta pudieron apagar los destellos de tristeza; los ojos azules de Lídochka estaban llorosos desde por la mañana; las muchachas lloraban a lágrima viva tendidas en sus camas, y Ekaterina Grigórievna las consolaba sin éxito, porque ella misma apenas podía reprimir su emoción. Los muchachos estaban serios y silenciosos. Lápot parecía el hombre más aburrido del mundo; los pequeñuelos, distribuidos en inusitadas líneas rigurosas, como gorriones montados en alambres, no emplearon nunca el pañuelo para sonarse tanto como aquel día. Sentados muy formalitos en bancos y empalizadas, con las manos entre las rodillas, examinaban los objetos situados bastante por encima de su habitual campo de vista: los techos, las cimas de los árboles, el cielo.

Yo comparto su perplejidad infantil, yo comprendo su tristeza, la tristeza de los hombres que creen en la justicia. Estoy de acuerdo con Toska Soloviov: ¿por qué razón no estará ya mañana en la colonia Matvéi Belujin? ¿Acaso es imposible organizar más racionalmente la vida, de manera que Matvéi no tenga que irse a ningún sitio, de manera que Toska no deba sufrir un gran dolor, injusto e irremediable? ¿Y acaso no tiene Matvéi otro amigo que Toska y acaso se marcha únicamente Matvéi? Se marchan: Burún, Karabánov, Zadórov, Kráinik, Vérshnev, Golos, Nastia Nochévnaia y cada uno de ellos tiene decenas de amigos, y Matvéi, Burún, Semión son hombres de verdad, a los que es tan dulce imitar y sin los que será preciso comenzar de nuevo la vida.

No eran sólo esos sentimientos los que deprimían a la colonia. Tanto para mí como para cada colono estaba claro que la colonia había sido puesta en el tajo y que sobre ella se había alzado una pesada hacha para decapitarla.

Los propios rabfakianos tenían el mismo aspecto que si se les preparase a ser sacrificados a los múltiples dioses de la necesidad y del destino. Karabánov no se separaba de mí y decía sonriendo:
- La vida está organizada de tal modo que nada sale bien. Ir al
Rabfak, si se piensa en ello, es una felicidad, es, puede decirse, un sueño, el mirlo blanco, el diablo sabe qué. Pero, en realidad, tal vez no sea así, y tal vez nuestra felicidad se termina hoy, aquí mismo, ¡porque me da tanta, tanta pena dejar la colonia!... Si no me viera nadie, levantaría la cabeza y aullaría... ¡Cómo aullaría!... Tal vez entonces me sentiría mejor... No hay verdad en el mundo.
Desde un rincón de mi despacho Vérshnev nos lanza una mirada rabiosa:
- La única verdad es la gente.
- Habló el buey y dijo mu -se ríe Karabánov-. ¿Y tú qué?... ¿Has buscado ya la verdad entre los gatos?
- N-n-no, no se trata de eso... sino de que la gente debe ser buena; si no, que se vaya al dia-diablo to-toda verdad. Si hay un canalla, ¿comprendes?, igual estorbará en el socialismo. Hoy lo he comprendido.
Yo contemplé atentamente a Nikolái:
- ¿Por qué hoy?
- Hoy la gente se v-ve como en un espejo. Yo no sé; antes siempre había trabajo... y cada día era igual... de trabajo todo lo demás. Y hoy, no sé por qué, pero se ve, Gorki ha escrito la verdad. Yo antes no lo comprendía, es decir, lo comprendía, pero no le daba importancia: ser hombre. Esto no lo consigue un canalla cualquiera. Y es justo: hay gente y hay hombres.
Con esas palabras disimulaban los rabfakianos sus heridas recientes al abandonar la colonia. Pero ellos sufrían menos que nosotros, porque tenían en perspectiva el radiante Rabfak y nosotros no teníamos en perspectiva nada radiante.

La víspera, de noche, se reunieron los pedagogos en la terracilla de mi casa. Unos sentados, otros de pie, pensativos y turbados, tenían necesidad de estar juntos, apoyados los unos en los otros. La colonia dormía, había silencio, un aire quieto y tibio, el cielo estaba estrellado. El mundo me parecía un delicioso jarabe, terriblemente complejo; sabroso, agradable, pero no se sabía de qué estaba hecho, no se sabía qué inmundicias había diluidas en él. En tales momentos, escarabajos filosóficos atacan al hombre, y el hombre quiere comprender lo antes posible las cosas y los problemas incomprensibles. Y si mañana os abandonan para siempre vuestros amigos, a los que vosotros habéis extraído con cierto trabajo de la nada social, en tal caso el hombre contempla también el apacible firmamento y calla, y por un instante le parece que los tilos, los fresnos, los álamos próximos le dictan en voz baja soluciones justas de los problemas.

Así también nosotros, en grupo impotente, cada uno por aislado y todos en común, guardábamos silencio y reflexionábamos, escuchando el susurro de los árboles y mirando fijamente a las estrellas. Así se conducen los salvajes después de una partida fracasada de caza.

Yo pensaba al mismo tiempo que los demás. Aquella noche, la noche de mi primera y verdadera promoción, pensé en muchas tonterías. A nadie se lo dije entonces; incluso a mis colegas les parecía que sólo ellos estaban emocionados y que yo seguía en mi puesto como un roble, fuerte e inconmovible. A ellos, seguramente, les daba vergüenza dar señales de debilidad en mi presencia.

Yo pensaba que mi vida era injusta, la vida de un forzado. Que yo había sacrificado el mejor trozo de mi vida sólo para que media docena de delincuentes pudieran ingresar en el Rabfak; que en el Rabfak y en la gran ciudad serían sometidos a nuevas influencias que yo no podría dirigir y que ¡quién sabe cómo terminaría todo eso! ¿Quizá mi trabajo y mi sacrificio eran simplemente un coágulo de energía innecesaria, gastada en vano?

También pensaba en otra cosa: ¿por qué tal injusticia? Yo había hecho una buena obra, algo mil veces más difícil y más digno que cantar una romanza en la velada de algún club, incluso más difícil que desempeñar un papel en una buena obra, aunque fuera en el Teatro de Arte de Moscú... ¿Por qué allí centenares de personas aplauden a los artistas, por qué los artistas se van a dormir a su casa con la sensación del interés y de la gratitud humana, mientras que yo permanezco angustiado de noche, a oscuras, en una colonia perdida en los campos? ¿Por qué no me aplauden aunque no sean más que los habitantes de Gonchárovka? Incluso peor: yo volvía continuamente, alarmado, a la idea de que había invertido mil rublos en dotar a los rabfakianos y de que semejante dispendio no estaba previsto en ningún capítulo del presupuesto, que el inspector de la sección de hacienda, cuando le consulté con ese motivo, me contempló con una mirada seca y condenatoria y me dijo:
- Si lo desea, puede usted gastarlos, pero tenga en cuenta que tiene asegurado el descuento de su salario.
Sonreí, recordando ese diálogo. En mi mente comenzó a funcionar en el acto toda una institución: en un despacho alguien componía una ardiente filípica contra el inspector, y, en la habitación contigua, otro decía en voz alta con un tono despreocupado: ¡Ríete de eso! y al lado, inclinándose sobre las mesas, la servicial banda cerebral calculaba durante cuántos meses tendrían que descontarme del sueldo los mil rublos. Esta institución funcionaba a conciencia, a pesar de que en mi mente funcionaban, además, otras instituciones. En el edificio vecino se celebraba una sesión solemne: en la escena nuestros educadores y los rabfakianos, una orquesta de cien voces ejecutaba La Internacional, un sabio pedagogo pronunciaba un discurso.

De nuevo pude sonreír: ¿qué cosas buenas podría decir el sabio pedagogo? ¿Acaso había visto él a Karabánov, salteador de caminos, con un revólver en la mano, o al ratero Burún en el alféizar de una ventana ajena, a Burún, cuyos amigos cayeron a tiros en esos mismos alféizares? No, él no los había visto.

- ¿En qué piensa usted todo el tiempo? -me pregunta Ekaterina Grigórievna-. ¿En qué piensa y por qué sonríe?
- Estoy celebrando una sesión solemne -respondo yo.
- Ya se ve. Y, sin embargo, díganos, ¿qué vamos a hacer ahora sin núcleo?
- ¡Ah! Ahí tiene usted una sección más de la futura ciencia pedagógica, la sección del núcleo.
- ¿Qué sección?
- Me refiero al núcleo. Si hay colectividad, habrá núcleo.
- Según como sea el núcleo.
- El que necesitemos. Hay que tener una opinión más elevada de nuestra colectividad, Ekaterina Grigórievna. Nosotros nos inquietamos aquí pensando en el núcleo y, mientras tanto, la colectividad ha destacado ya a un núcleo, y usted ni siquiera lo ha advertido. El buen núcleo se multiplica por la división; apúntelo en su libro de notas para la futura ciencia acerca de la educación.
- Bueno, lo apuntaré -accede, condescendiente, Ekaterina Grigórievna.

Al día siguiente, el grupo de los educadores no expresaba para nada sus sentimientos, y la solemnidad transcurrió en medio de una severidad oficial. Yo no quise profundizar ese estado de ánimo y representé, lo mismo que en la escena, el papel de un hombre alegre que festeja el logro de sus mejores deseos.

A mediodía almorzamos ante las mesas engalanadas y, para nuestra sorpresa, nos reímos mucho. Lápot mostraba por gestos lo que sería de nuestros rabfakianos dentro de siete u ocho años. Representaba cómo moría de tuberculosis el ingeniero Zadórov, y cómo, junto a su cama, los médicos Burún y Vérshnev se repartían los honorarios, cómo el músico Kráinik exigía el pago inmediato de la marcha fúnebre y, en caso contrario, se negaba a tocar. Pero en nuestra risa y en las bromas de Lápot resaltaba en primer plano no una alegría verdadera, sino una voluntad bien gobernada.

A las tres de la tarde formamos y sacamos la bandera. Los rabfakianos ocuparon el flanco derecho. De la cochera salió Antón montado en el Molodiéts, y los muchachos cargaron en el carro las cestas de los que se iban. Se dio la voz de mando, batieron los tambores, y la columna se puso en marcha, camino de la estación. Media hora más tarde salíamos de las movedizas arenas del Kolomak y pisamos, con un suspiro de alivio, la hierba firme y menuda del amplio camino, por el que antaño marcharon los tártaros y los zaporogos. Los tambores enderezaron la espalda, y, en sus manos, los palillos batieron con más viveza y más gracia.
- ¡Derechos, la cabeza alta! -exigí con severidad.
Karabánov volvió la cabeza sin perder el paso y manifestó un raro talento: con una simple sonrisa me demostró simultáneamente orgullo, y alegría, y amor, y seguridad en sí mismo, en su bella vida futura. Zadórov, que marchaba a su lado, comprendió inmediatamente su movimiento y, tímido como siempre, se apresuró a ocultar su emoción; tan sólo disparó la mirada de sus ojos vivos por el horizonte y alzó la cabeza hacia la cima de la bandera. De pronto, Karabánov empezó a cantar con su voz alta y arrogante:

Tiéndete, tapiz bajito,
ponte, cosaco, cerquita.

Las filas corearon alegremente la canción. Me pareció estar en la plaza en un desfile del Primero de Mayo. Intuí con exactitud que tanto yo como todos los colonos sentíamos lo mismo: todo había cobrado de repente ímportancia, se había subrayado lo principal: la colonia Gorki despedía a sus primeros estudiantes. En su honor flameaba la bandera roja de seda, y batían los tambores, y la columna se mecía gallardamente en la marcha, y el sol, sonrosado de alegría, nos cedía el camino, inclinándose hacia el Oeste, como si cantara con nosotros la bella y aguda canción, que parecía hablar de un cosaco enamorado, pero que, en realidad, hablaba del destacamento de los rabfakianos que iban a Járkov, cumpliendo la orden dictada ayer por el Soviet de jefes, del séptimo destacamento mixto al mando de Alexandr Zadórov. Los muchachos cantaban con deleite y me miraban de reojo: estaban contentos de que yo compartiera su alegría.

Detrás de nosotros hacía ya tiempo que se levantaban unos remolinos de polvo y pronto reconocimos al jinete: era Olga Vóronova.
Saltó del caballo y me invitó:
- Monte usted. Es una buena silla, cosaca. A poco llego tarde.
- Yo no tengo nada de gran capitán -respondí-. Que monte Lápot; él es ahora el secretario del Soviet de jefes.
- Eso está bien -asintió Lápot y, encaramándose al caballo, se puso a la cabeza de la columna, irguiendo el talle y retorciéndose el inexistente bigote.
Me vi obligado a ordenar en su lugar descanso porque Olga tenía ganas de hablar y Lápot hacía reír con exceso a los colonos.
En la estación, todo transcurrió con una tristeza solemne y, al mismo tiempo, con una alegría algo descabellada. Desde el vagón, los estudiantes contemplaban con orgullo nuestras filas y al público emocionado por nuestra llegada.
Después del segundo toque de campana, Lápot, pronunció un pequeño discurso:
- Cuidado, hijitos, con dejarnos mal. Tú, Shurka, tírales bien de las riendas. Y no os olvidéis de entregar este vagón al museo. Y que digan en la inscripción:
En este vagón marchó al Rabfak Semión Karabánov.

Volvimos a través de los prados, siguiendo estrechos senderos, arroyos, zanjas, que era preciso atravesar de un salto. Por eso nos distribuíamos en grupos de amigos, y entre las sombras del crepúsculo desnudábamos en voz baja nuestros pensamientos más íntimos y los exhibíamos sin ninguna fanfarronería los unos a los otros.
- Yo -decía Gud- no quiero ir a ningún
Rabfak. Seré zapatero y haré buenas botas. ¿Acaso esto es peor que ir al Rabfak? No, no es peor. Pero es una lástima que se hayan ido los muchachos. ¿Verdad que es una lástima?
El torcido, patizambo y serio Kudlati miró severamente a Gud:
- Tú serás malo hasta como zapatero. La semana pasada me echaste un remiendo a las botas, y a la noche ya se me había caído. Francamente, un zapatero así es peor que un doctor. Y un buen zapatero puede ser mejor que un doctor.

Por la noche reinaba en la colonia un silencio abrumador. Antes del toque de silencio, Osadchi, jefe de guardia de aquel día, se presentó en mi despacho, trayendo borracho a Gud. Dicho sea de paso, más que borracho estaba tierno y lírico. Sin reparar en la indignación general, permanecía ante mí y hablaba en voz baja, mirando a mi tintero:
- He bebido porque era necesario. Yo soy zapatero, pero ¿tengo alma? La tengo. Si se han ido tantos muchachos, el diablo sabe a dónde, y Zadórov se ha ido también con ellos, ¿puedo yo soportarlo tranquilamente? ¡No, no puedo! Por eso he bebido con el dinero que he ganado. ¿Eché al molinero un par de suelas? Se las eché. Y he bebido con mi dinero. ¿He matado a alguien? ¿He ofendido a alguien? ¿Me he metido con alguna muchacha? No, no me he metido con ninguna. Y él grita: ¡Vamos al despacho de Antón! Bueno, vamos. ¿Y quién es Antón?... Ése es usted, Antón Semiónovich. ¿Quién es? ¿Una fiera? No, no es una fiera. ¿Tal vez es un hombre quisquilloso? No, no es un hombre quisquilloso. ¿Y entonces qué? He venido; aquí me tienen. Ante usted está el mal zapatero Gud.
- ¿Puedes escuchar lo que voy a decirte?
- Puedo. Puedo escuchar lo que me diga.
- Pues bien, escúchame. Hacer botas es una cosa buena, necesaria. Serás un buen zapatero y llegarás a dirigir una fábrica de calzado sólo en caso de que no bebas.
- Bueno, y ¿si se va tanta gente?
- De todas formas.
- Entonces, según usted, ¿no debía haber bebido?
- No.
- ¿Y ya no puedo corregirlo? -Gud inclinó profundamente la cabeza-. Entonces, castígueme usted.
- Vete a dormir. Por esta vez no te castigaré.
- ¡Ya os lo decía yo! -lanzó Gud a los que le rodeaban y, después de pasear una mirada despreciativa sobre todos ellos, saludó al estilo de la colonia:
- A la orden, ir a dormir.
Lápot le tomó del brazo y le condujo cuidadosamente al dormitorio, como si fuera un concentrado de la tristeza de la colonia.

Media hora más tarde, Kudlati comenzó en mi despacho la distribución del calzado para el otoño. Sacaba amorosamente de la caja los zapatos nuevos y los repartía entre los destacamentos de colonos según una lista hecha por él. En la puerta resonaban con frecuencia gritos.
- ¿Cuándo vas a cambiarlos? Estos me aprietan.
Kudlati respondía, respondía y, por fin, se enfadó:
- Os he dicho veinte veces que hoy no los cambio. Mañana los cambiaré. ¡Qué burros!
Junto a mi mesa, Lápot entorna, fatigado, los ojos y dice a Kudlati:
- Camaradas, observad la cortesía entre comprador y vendedor.

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