Índice de Poema pedagógico Capítulo 27
La conquista del komsomol
Segundo Libro: Capítulo 1
La jarra de leche
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 28

COMIENZO DE LA MARCHA AL SON DE LAS FANFARRIAS

Deriuchenko, empezó a hablar de repente en ruso. Este acontecimiento antinatural estaba relacionado con una serie de sucesos desagradables en el nido de los Deriuchenko. La cosa empezó porque la mujer de Deriuchenko -persona, dicho sea de paso, totalmente indiferente a la idea ucraniana- se dispuso a dar a luz. Por emocionado que estuviera Deriuchenko ante las perspectivas del desarrollo de la gloriosa raza cosaca, estas emociones no fueron capaces de apearle de sus trece. En puro idioma ucraniano exigió de Brátchenko caballos para ir en busca de una comadrona. Brátchenko no renunció al placer de soltar varias sentencias, que condenaban tanto el nacimiento del joven Deriuchenko, suceso imprevisto por el plan de transporte de la colonia, como la invitación a hacer venir de la ciudad a una comadrona, porque, según opinión de Antón, era igual con comadrona que sin ella. A pesar de todo, dio los caballos a Deriuchenko. Al día siguiente, se puso de manifiesto que era preciso trasladar a la parturienta a la ciudad. Antón se disgustó tanto, que perdió la noción de la realidad y hasta dijo:
- ¡No daré caballos!
Pero Shere y toda la opinión social de la colonia y yo condenamos tan enérgica y severamente la conducta de Brátchenko, que no tuvo más remedio que dar los caballos. Deriuchenko escuchó pacientemente los razonamientos de Antón y quiso convencerle sin perder su magnificencia de expresión:
- Ya que se trata de un asunto que exige solución inmediata, le suplico, estimado camarada Brátchenko, que no pierda tiempo.
Antón manejaba datos matemáticos y se sentía seguro de su especial fuerza de persuasión:
- ¿Hemos enviado un par de caballos por la comadrona? Los hemos enviado. ¿Hemos llevado a la comadrona a la ciudad? Otro par de caballos, ¿verdad? ¿Usted cree que a los caballos les interesa mucho que alguien dé a luz?
- Sin embargo...
- ¡Ahí tiene usted el sin embargo! ¡Usted figúrese qué ocurriría si todos comenzaran con tales iniquidades!...
En señal de protesta, Antón enganchó para el asunto del parto los caballos menos estimados y más lentos. Luego aseguró que el faetón estaba estropeado y enganchó la carreta, sentando a Soroka en el pescante, indicio inequívoco de que no se trataba de un viaje de gala.
Pero cuando Antón se enfureció realmente fue el día en que Deriuchenko pidió caballos para ir en busca de la parturienta. No era un padre feliz: su primogénito, llamado prematuramente Tarás, vivió sólo una semana en la casa de maternidad y falleció sin haber añadido nada esencial a la historia de la raza cosaca. Deriuchenko manifestaba en su fisonomía un duelo completamente adecuado y se expresaba con cierta dejadez, pero, a pesar de ello, su dolor no llegaba a lo trágico, y Deriuchenko seguía hablando obstinadamente en ucraniano. En cambio, Brátchenko, a causa de su indignación y de la impotencia de su cólera, no encontraba palabras en ningún idioma, y de sus labios salían retazos poco comprensibles:
- En balde corrieron. ¡Un cochero!... no hay por qué apresurarse... Se puede esperar una hora. Todas parirán... Y todas sin objeto...
Deriuchenko reintegró a su nido a la desafortunada parturienta, y los sufrimientos de Brátchenko terminaron para mucho tiempo. Brátchenko no participó más en esta penosa historia, pero la historia no terminó así. Aún no había venido Tarás Deriuchenko al mundo cuando casualmente se inmiscuyó en la historia un tema extraño, que, sin embargo, no había de tener nada de extraño en lo sucesivo. También este tema hizo padecer a Brátchenko. Consistía en lo siguiente.

Los educadores y todo el personal de la colonia recibían el suministro en caliente de la olla común de los colonos. Pero durante cierto tiempo, teniendo en cuenta las peculiaridades de la vida de familia y deseando descargar un poco la cocina, permití a Kalina Ivánovich que entregara a algunos sus raciones en seco. Así la recibía Deriuchenko. Una vez conseguí en la ciudad una cantidad mínima de manteca de vaca: tan poca, que duró sólo unos cuantos días y no se empleó más que en la olla común. Naturalmente, a nadie se le ocurrió incluirla en la ración en seco. Pero Deriuchenko se emocionó mucho al saber que en la olla de los colonos llevaba flotando ya tres días el valioso ingrediente y se apresuró a presentar una solicitud diciendo que prefería pasar a la olla común y renunciaba a la ración en seco. Desgraciadamente, cuando Deriuchenko presentó su solicitud se había agotado toda la reserva de manteca en la despensa de Kalina Ivánovich, y esto dio base a Deriuchenko para correr a mí con una protesta ardiente:
- ¡No hay que burlarse de la gente! ¿Dónde está la manteca?
- ¿La manteca? No queda: se la han comido.

Deriuchenko presentó otra solicitud: su familia y él deseaban recibir la ración en seco. Accedimos. No obstante, dos días más tarde Kalina Ivánovich trajo de nuevo manteca y de nuevo en la misma cantidad mínima. Deriuchenko soportó también este nuevo dolor rechinando los dientes y ni siquiera volvió a la olla común. Algo, sin embargo, debía haber ocurrido en el Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública: se esbozaba cierto largo proceso de inculcación periódica de manteca en el organismo de los funcionarios de la Instrucción Pública y de los educandos. Siempre que volvía de la ciudad, Kalina Ivánovich sacaba de debajo de su asiento una pequeña orza, pulcramente recubierta de gasa. La cosa llegó al extremo de que Kalina Ivánovich no iba a la ciudad sin esa orza. Lo más frecuente era, claro está, que la orza volviera sin estar cubierta por nada y que Kalina Ivánovich, haciéndola rodar desdeñosamente sobre la paja que cubría el fondo de la carreta, dijese:
- ¡Qué gente tan inconsciente! ¡Ya que dan, que lo hagan de modo que se vea! ¿Y ellos, los parásitos, qué hacen? ¡No se sabe si lo dan para oler o para comer!
A pesar de todo, Deriuchenko no resistió: otra vez pasó a la olla común. Sin embargo, este hombre era incapaz de observar la vida en su dinamismo. No veía que la curva de las grasas en la colonia ascendía de manera constante y, políticamente débil, ignoraba que la cantidad, en una etapa determinada, se transforma en calidad. Este tránsito se abatió inesperadamente sobre la cabeza de su familia. De repente empezamos a recibir manteca en tanta abundancia, que juzgué posible incluirla en la ración en seco correspondiente a la quincena vencida. Las mujeres, las abuelas, las hijas mayores, las suegras y otros personajes de importancia secundaria salían de la despensa de Kalina Ivánovich llevando a su domicilio rectángulos dorados que eran el premio de su larga paciencia. En cuanto a Deriuchenko, no tuvo manteca: imprevisoramente se había comido la grasa que le correspondía en la forma inasequible y poco atractiva de la olla común de la colonia. Deriuchenko incluso palideció de tristeza por su desventura constante. Completamente desorientado, escribió una solicitud indicando su deseo de obtener la ración en seco. Su profundo dolor suscitaba la simpatía general, pero incluso embargado por este dolor se portó como un cosaco y como un hombre y no abandonó su entrañable lengua ucraniana.
En aquel momento el tema de las grasas coincidió cronológicamente con el intento fracasado de prolongar la raza de los Deriuchenko.
Deriuchenko y su mujer rumiaban todavía pacientemente el amargo recuerdo de Tarás, cuando el destino quiso restablecer su equilibrio y trajo a los Deriuchenko una alegría merecida desde hacía tiempo: en la colonia se dispuso la entrega de la ración en seco correspondiente a la quincena vencida y en ella se incluía otra vez manteca de vaca. El feliz Deriuchenko se presentó en la despensa de Kalina Ivánovich con una bolsa. El sol resplandeció y todo lo vivo irradiaba júbilo. Pero esta felicidad duró poco tiempo. Media hora más tarde Deriuchenko corrió a mi despacho, disgustado y ofendido hasta lo más hondo. Los golpes descargados por el destino sobre su fuerte cabeza habían llegado ya a ser insoportables. El hombre había descarrilado y ahora golpeaba las traviesas con las ruedas en correcto idioma ruso:
- ¿Por qué no se me ha entregado la grasa correspondiente a mi hijo?
- ¿A qué hijo? -pregunté yo asombrado.
- ¿Cómo a qué hijo? A Tarás. ¡Esto es una arbitrariedad, camarada director! La ración en seco es para todos los miembros de la familia, y ustedes deben darla.
- ¡Pero si usted no tiene ningún hijo Tarás!...
- A usted no le importa si lo tengo o no. Yo le he presentado un certificado de que mi hijo Tarás nació el 2 de junio y murió el 10. Por lo tanto, le corresponde la grasa de ocho días...
Kalina Ivánovich, que había venido especialmente a mi despacho para presenciar el litigio, agarró con cuidado a Deriuchenko por un codo.
- Camarada Deriuchenko, ¿qué idiota da manteca a un niño tan pequeño? Piense usted ¿acaso un niño puede resistir semejante comida?
Contemplé estupefacto a los dos.
- Pero, Kalina Ivánovich, ¿qué les pasa hoy a todos ustedes?... Ese niño pequeño murió hace tres semanas...
- ¡Ah, sí! ¡Es verdad que ha muerto! Entonces, ¿qué necesita usted? De todas formas, la grasa le será ahora tan útil al niño como una misa a un difunto. Y él está difunto, si puede uno expresarse así.
Deriuchenko, rabioso, iba y venía por la habitación y cortaba el aire con la palma de la mano:
- Durante ocho días ha habido en mi familia un miembro con derechos iguales a todos y usted debe entregarle lo que le corresponde.
Kalina Ivánovich, reprimiendo a duras penas una sonrisa, demostraba:
- ¡Pero qué va a tener derechos iguales! Aunque teóricamente sea así, en la práctica no queda nada de él. Sólo la apariencia.
Pero Deriuchenko había salido definitivamente del carril, y sus movimientos ulteriores fueron ya desordenados y repulsivos. Había perdido todas las expresiones floridas de su lenguaje y hasta los rasgos específicos de su persona -los bigotes, el cabello y la corbata- se desenrollaron y pendían lacios. Con tal aspecto llegó hasta el delegado provincial de Instrucción Pública, en quien produjo una impresión desagradable. El delegado me llamó:
- Ha venido a verme un educador suyo para quejarse. ¿Sabe usted una cosa? A tipos así hay que echarlos. ¿Cómo puede usted mantener en la colonia a un intrigante tan insoportable? Me ha llenado los oídos de una serie de tonterías: un tal Tarás, la manteca, ¡el diablo sabe qué!
- Pero si fue usted quien le designó.
- ¡No puede ser!... ¡Echelo inmediatamente!
A este grato resultado condujo la actuación mutua y reforzada de dos temas: Tarás y la manteca. Deriuchenko y su mujer se fueron por el mismo camino que Rodímchik. Yo me alegré, los colonos se alegraron y se alegró también el pequeño sector de la naturaleza ucraniana enclavado en las inmediaciones de los hechos descritos. Pero, al tiempo que alegría, yo sentí también inquietud. La cuestión de siempre -¿dónde encontrar a un hombre de verdad?- nos ponía ahora entre la espada y la pared, ya que en la segunda colonia no quedaba ni un solo educador. Sin embargo, la suerte favorecía, sin duda, a la colonia Gorki: inesperadamente para mí mismo, tropecé con el hombre de verdad que necesitábamos. Tropecé con él en plena calle. Estaba en la acera, junto a una vitrina de la sección de abastos de la delegación de Instrucción Pública, y, de espaldas a la vitrina, contemplaba la calle cubierta de polvo y de paja y los objetos poco complicados que había en ella. Antón y yo estábamos sacando del depósito unos sacos de cereales. Antón metió el pie en un hoyo y se cayó. El hombre de verdad corrió al lugar del accidente y entre los dos terminamos de cargar el saco en nuestro carro. Di las gracias al desconocido y reparé en su ágil figura, en su rostro joven e inteligente y en la dignidad de su sonrisa en respuesta a mis palabras de reconocimiento. Llevaba con gallardía militar un blanco gorro cosaco de piel.

- ¿Seguramente es usted militar? -le pregunté.
- Ha acertado usted -sonrió el desconocido.
- ¿De caballería?
- Sí.
- En tal caso, ¿qué puede interesarle en la delegación de Instrucción Pública?
- Me interesa el delegado. Me han dicho que no tardará en llegar y estoy aguardándole.
- ¿Quiere usted obtener trabajo?
- Sí, me han prometido trabajo como instructor de educación física.
- Hable antes conmigo.
- Bueno.

Hablamos. Se encaramó a nuestro carro y nos dirigimos a la colonia. Mostré a Piotr Ivánovich la colonia, y al anochecer, el asunto de su nombramiento estaba resuelto.

Piotr Ivánovich aportó a la colonia todo un conjunto de felices peculiaridades. Tenía, precisamente, lo que nosotros necesitábamos: juventud, excelentes modales, una endiablada capacidad de resistencia, seriedad y buen ánimo, y no tenía nada de lo que no necesitábamos: ni siquiera una insinuación de prejuicios pedagógicos, ninguna fatuidad con relación a los educandos, ningún afán de medro personal. Y, además de todo ello, Piotr Ivánovich poseía cualidades complementarias: amaba el arte militar, sabía tocar el piano, tenía ciertas dotes poéticas y una gran fuerza física. Bajo su dirección, la segunda colonia adquirió, ya al día siguiente de su llegada, un nuevo tono. Piotr Ivánovich comenzó a agrupar a los muchachos en una comuna, valiéndose para ello bien de la broma, bien de la orden, bien de la ironía o el ejemplo. Aceptó a pies juntillas todas mis tesis pedagógicas y jamás las puso en duda, librándome de infructuosas discusiones pedagógicas y de inútil palabrería.

La vida de nuestras dos colonias se deslizaba como un tren bien engrasado. Yo sentía confianza y seguridad en el personal, cosa inusitada en mí: Tijon Néstorovich, Shere y Piotr Ivánovich, igual que nuestros veteranos, servían de verdad a la causa común.

Teníamos entonces unos ochenta colonos. Los cuadros de los años 20 y 21, cohesionados en un grupo muy unido, mandaban francamente en la colonia y eran para cada persona nueva una armazón de indómita voluntad, a la que tal vez fuese imposible no someterse. Por otra parte, yo casi no observé tentativas de resistencia. La colonia atraía y embargaba intensamente a los novatos por su bella forma exterior, por la precisión y la sencillez de su vida, por una relación bastante entretenida de tradiciones y hábitos diversos, cuyo origen no siempre recordaban ni siquiera los veteranos. Las obligaciones de cada colono se determinaban a través de expresiones exigentes y duras, pero todas estaban rigurosamente incluidas en nuestra constitución (1), y en la colonia casi no quedaba margen para ninguna clase de anarquías ni de extravagancias. Al mismo tiempo, ante toda la colonia hallábase planteada una tarea cuya importancia no admitía dudas: terminar la reparación de la segunda colonia, agruparse todos en un solo sitio y ampliar nuestra hacienda. Nadie ponía en duda el carácter obligatorio de esta tarea para nosotros ni la seguridad de que la resolveríamos. Por eso, todos nos resignábamos fácilmente a la falta de muchas cosas, renunciábamos a distracciones superfluas, a un traje mejor, a un plato más de comida, invirtiendo cada kopek libre en la porqueriza, en las semillas, en una nueva máquina segadora. Observábamos una actitud tan tranquila y benévola respecto a nuestros pequeños sacrificios en aras de la reconstrucción, teníamos una fe tan alegre, que yo me permití una verdadera bufonada en una asamblea general, cuando alguien de los recién llegados dijo que ya era hora de tener pantalones nuevos.

- El día en que terminemos la segunda colonia y seamos ricos -dije- tendremos de todo: los colonos llevarán camisas de terciopelo con cinturón de plata y las muchachas, vestidos de seda y zapatos de charol; cada destacamento tendrá automóvil y cada colono, además, su bicicleta propia. Y en toda la colonia plantaremos millares de Tosales. ¿Veis? Pero, por ahora, compremos con estos trescientos rublos una buena vaca Simmenthal.

Los colonos se reían de todo corazón, y después de ello ya no les parecían tan pobres los remiendos de percal en los pantalones y las gorras grises y grasientas.
También entonces había motivos para reprender a la capa superior de la colectividad colonística por sus numerosas desviaciones del camino hacia una moralidad ideal, pero ¿a quién no se puede reprender por ello en el globo terrestre? Y en nuestro difícil trabajo la capa superior se comportaba como un mecanismo exacto y puntual. Yo la apreciaba, sobre todo, porque la tendencia principal de su trabajo -tendencia casi imperceptible- era el afán de dejar de ser la capa superior, de absorber a toda la masa de los colonos.

Constituían esta capa superior casi todos nuestros viejos conocidos: Karabánov, Zadórov, Vérshnev, Brátchenko, Vólojov, Vetkovski, Taraniets, Burún, Gud, Osadchi, Nastia Nochévnaia. Pero en el último tiempo se habían añadido a esos nombres otros nuevos: Oprishko, Gueórguievski, Zhorka Vólkov y Aliosha Vólkov, Stupitsin y Kudlati.

Oprishko había asimilado muchas cosas de Brátchenko: la pasión, el amor a los caballos y una capacidad sobrehumana de trabajo. No era tan original ni tan brillante, pero, en cambio, tenía cualidades propias: un brío exuberante hasta más no poder, movimientos ágiles y airosos.
A los ojos de la sociedad colonística, Gueórguievski era un ser bicéfalo. Por una parte, su aspecto inducía a llamarle gitano. Efectivamente, había algo de gitano en su rostro atezado, en sus ojos negros y saltones, en su ingenio indolente y bonachón, en su desdén de pillo por la propiedad privada. Pero, por otra parte, Gueórguievski procedía, indudablemente, de alguna familia intelectual: culto y atildado, tenía una belleza ciudadana y hablaba con un ligero deje aristocrático, arrastrando un poco las eres. Los colonos decían que Gueórguievski era hijo del antiguo gobernador de Irkutsk. El propio Gueórguievski negaba toda posibilidad de semejante origen vergonzoso, y en sus documentos no había ninguna huella de esa maldición del pasado, pero en tales casos yo me inclinaba siempre a dar crédito a los colonos. Gueórguievski era uno de los jefes de la segunda colonia y le distinguía un espléndido rasgo: nadie se afanaba tanto con su destacamento como el jefe del sexto. Gueórguievski leía libros a los muchachos de su destacamento, les ayudaba a vestirse y personalmente les hacía lavarse, y podía suplicar, convencer, insistir sin fin. En el Soviet de jefes, él encarnaba siempre la idea del cariño a los pequeños, el interés por ellos. Y Gueórguievski podía alardear de importantes progresos en este terreno. A él se le confiaban los muchachos más sucios y más mocosos, y, al cabo de una semana, les transformaba en petimetres peinados con esmero, que seguían cuidadosamente las sendas de la vida laboriosa de la colonia.

Había dos Vólkov en la colonia: Zhorka y Aliosha. No tenían ningún rasgo común, aunque eran hermanos. Zhorka inició mal su vida en la colonia: manifestó una pereza invencible, una antipática naturaleza enfermiza, mal carácter y una mezquindad odiosa y ruin. Jamás sonreía, hablaba poco, y yo llegué a dictaminar: Éste no es nuestro; se escapará. Su regeneración se produjo sin ninguna solemnidad y sin esfuerzos pedagógicos. En una sesión del Soviet de jefes se puso de manifiesto que, para trabajar en la excavación de una bodega, no había más que una combinación posible: Galatenko y Zhorka. Se oyeron risas:
- ¡Dos vagos que ni buscados a propósito!

Todavía hubo más risas cuando alguien propuso llevar a cabo una experiencia interesante: formar con ellos un destacamento mixto y ver el fruto de su trabajo, ver cuánto cavaba. A pesar de todo, en calidad de jefe se eligió a Zhorka: Galatenko era peor aún. Zhorka fue llamado al Soviet, y yo le dije:
- Se trata de lo siguiente, Vólkov: has sido nombrado jefe de un destacamento mixto para cavar una bodega y te han dado a Galatenko. Pues bien, nosotros tenemos miedo a que no puedas con él.
Zhorka reflexionó un poco y masculló:
- Podré.
Al día siguiente, el colono de guardia, todo agitado, vino corriendo a buscarme.
- ¡Venga usted! Es muy interesante ver cómo Zhorka está amaestrando a Galatenko. Pero ande con cuidado. Si nos oyen, no veremos nada.
Ocultos entre la maleza, nos acercamos al lugar de la acción. En una plazoleta, habían sido marcados entre los restos del antiguo jardín los ángulos de la futura bodega. En un extremo, el sector de Galatenko; en el otro, el de Zhorka. Esto salta inmediatamente a la vista, tanto por la distribución de las fuerzas como por las evidentes diferencias en el rendimiento de trabajo. Zhorka ha cavado ya varias toesas cuadradas y Galatenko, una franja estrecha. Sin embargo, Galatenko no está sentado: torpe, empuja con su grueso pie la pala desobediente, cava y, haciendo un esfuerzo, vuelve frecuentemente la pesada cabeza hacia Zhorka. Si Zhorka no le mira, Galatenko deja de trabajar, aunque mantiene el pie sobre la pala, dispuesto a la primera señal de alarma a hundirla en la tierra. Por lo visto, todas esas astucias tienen ya harto a Zhorka.
- ¿Crees que voy a estar siempre encima de ti, suplicándote? -pregunta a Galatenko-. No tengo tiempo que perder contigo, ¿sabes?
- ¿Y tú para qué te afanas tanto? -zumba Galatenko.
Zhorka, sin responderle, se acerca a él:
- No quiero hablar contigo, ¿comprendes? Y, si no cavas desde aquí hasta aquí, tiraré tu comida a la basura.
- ¡Como que van a dejarte! ¿Y qué te dirá Antón?
- Que me diga lo que quiera, pero yo tiro la comida: ya lo sabes.
Galatenko mira fijamente a Zhorka y comprende que cumplirá su amenaza...
- Si ves que trabajo -pregunta-, ¿por qué me das la lata?
Su pala comienza a moverse con más ligereza, y el colono de guardia oprime mi codo.
- Señálalo en el informe -susurro yo al de guardia.

Por la noche, el colono terminó así su informe:
- Merece atención el buen trabajo del tercero
P mixto, mandado por Vólkov primero.
Karabánov encerró la cabeza de Vólkov entre las tenazas de sus manos y relinchó:
- ¡Ah! ¡No todos los jefes merecen tal honor!
Zhorka sonrió orgullosamente. Desde la puerta del despacho, Galatenko nos regaló también una sonrisa y carraspeó:
- ¡Sí, hoy hemos trabajado como diablos!
Y, desde entonces, la pereza de Zhorka desapareció igual que por encanto. El muchacho emprendió a todo vapor el camino de la perfección, y dos meses más tarde el Soviet de jefes le trasladó especialmente a la segunda colonia para que se hiciera cargo del séptimo destacamento, que adolecía de pereza.

Aliosha Vólkov agradó a todos desde el primer día. Era feo, con el rostro cubierto de manchas de los matices más diversos. Su frente era tan baja, que el pelo no parecía crecer hacia arriba, sino hacia adelante. Sin embargo, Aliosha era muy listo, por encima de todo, listo, y esto saltaba a los ojos de todos. Aliosha era el mejor jefe de los destacamentos mixtos: sabía calcular perfectamente el trabajo, distribuir a los pequeños, encontrar nuevos métodos, nuevas formas. Igual de listo era Kudlati, un muchacho de ancho rostro mongólico, recio y corpulento. Había sido bracero, pero en la colonia llevaba el mote de kulak; en efecto, sin la colonia, que con el tiempo debería llevarle hasta el carnet del Partido, Kudlati hubiera sido un kulak: en él predominaba demasiado un instinto profundamente económico, intestinal, el amor por las cosas, por los carros, los caballos, los rastrillos, el estiércol y el campo labrado, por cualquier trabajo en el cobertizo, en el granero. Kudlati era terriblemente razonable, discurría sin prisa, con la firme base de un rentista y un ahorrador concienzudo. Pero, como antiguo bracero, odiaba a los kulaks con la misma calma y la misma fuerza del sentido común; estaba profundamente convencido del valor de nuestra comuna, como de toda comuna en general. Hacía tiempo que Kudlati se había convertido en la mano derecha de Kalina Ivánovich, y a finales del año 23 una parte considerable de la administración de nuestra economía descansaba ya en él.

Stupitsin era también un buen administrador, aunque de una índole completamente distinta. Era un auténtico proletario. Procedía del proletariado de la ciudad de Járkov, y podía contar dónde habían trabajado su tatarabuelo, su abuelo y su padre. Hacía mucho tiempo que su apellido ornaba las filas proletarias de las fábricas de Járkov; su hermano mayor había sido deportado en 1905. Stupitsin era guapo. Tenía olas cejas finas y unos pequeños ojos agudos y negros. Alrededor de su boca, se dibujaba un hermoso ramo de músculos elásticos y finos; su rostro era rico en mímica, en transiciones bruscas y graciosas. Stupitsin representaba entre nosotros una de las ramas más importantes de la agricultura: la porqueriza de la segunda colonia, en la que los cerdos se multiplicaban con fabulosa rapidez. En la porqueriza trabajaba un destacamento especial, el décimo, mandado por Stupitsin. Stupitsin supo hacer de este destacamento un grupo enérgico, que se parecía poco a los porqueros clásicos: los muchachos andaban siempre con libros, siempre estaban pensando en las raciones, en sus manos había lápices y cuadernos, en las puertas de las jaulas, inscripciones, en todas las esquinas de la porqueriza, diagramas y reglas, cada cerdo tenía su cédula. iQué de cosas se podía ver en aquella porqueriza!

Al lado de la capa superior había dos amplios grupos próximos a ella, su reserva. Por una parte, eran antiguos y aguerridos colonos, excelentes trabajadores y camaradas, que, sin embargo, no poseían dotes visibles de organizadores, muchachos tranquilos y fuertes como Prijodko, Chóbot, Soroka, Leshi, Gléizer, Schnéider, Ovcharenko, Korito, Fedorenko y otros muchos. Por otra parte, estaban los pequeños de la generación creciente, el auténtico relevo, que ya ahora enseñaba sus dientes de futuros organizadores. Por su edad, no podían empuñar todavía las riendas del poder y, además, los puestos de mando estaban ocupados por los mayores, a quienes ellos querían y respetaban. Pero, al mismo tiempo, los pequeños ofrecían muchas ventajas: habían conocido más jóvenes el sabor de la vida de la colonia, habían asimilado sus tradiciones con más profundidad, creían más intensamente en el valor indiscutible de la colonia, y, sobre todo, eran más cultos, la ciencia tenía entre ellos más raíces. En parte, eran nuestros viejos conocidos: Toska, Shelaputin, Zheveli, Bogoiavlenski y, en parte, nombres nuevos: Lapot, Sharovski, Románchenko, Nazarenko y Véxler. Todos ellos eran los jefes y los activistas futuros de la época de la conquista de Kuriazh. También ahora se les elegía frecuentemente jefes de los destacamentos mixtos.

Los grupos enumerados de colonos constituían la mayor parte de nuestra colectividad. Estos grupos, por su entusiasmo, por su energía, por sus conocimientos y experiencias, eran muy fuertes, y los demás colonos podían solamente ir a su zaga. Para los propios colonos, la parte restante podía dividirse en tres grupos: el pantano, los pequeños y la chusma.

En el pantano entraban los colonos que no habían sobresalido en nada, inexpresivos como si ellos mismos no estuvieran seguros de ser colonos. Hay que decir, sin embargo, que del pantano salían continuamente personalidades notables y, además, que el pantano era un estado temporal. Durante algún tiempo estuvo compuesto en su mayoría por educandos de la segunda colonia. Pequeños, teníamos unos quince; para los colonos eran materia prima, cuya función principal consistía en aprender a limpiarse las narices. Por lo demás, tampoco los pequeños tendían a una actividad sobresaliente y se contentaban con los juegos, los patines, las lanchas, la pesca, los trineos y otras pequeñeces. Yo estimaba que tenían razón.

En la chusma había cinco muchachos. Aquí entraban Galatenko, Perepeliátchenko, Evguéniev, Gustoiván y alguno más. Fueron calificados así por decisión unánime de toda la sociedad, una vez evidentes los vicios que poseía cada uno de ellos: Galatenko era tragón y perezoso; Evguéniev, un charlatán epiléptico y embustero; Perepeliátchenko, un ser endeble, quejica, pedigüeño; Gustoiván, un santurrón idiotizado, medio tonto, que rezaba a la Virgen y soñaba con el convento. Los representantes de la chusma lograron, con el tiempo, librarse de alguno de esos defectos, pero esto tardó bastante.

Así era la colectividad de los colonos a finales del año 23. Desde el punto de vista exterior, todos los colonos, salvo rarísimas excepciones, tenían un aspecto gallardo y alardeaban de apostura militar. Teníamos ya una magnífica formación, que precedían cuatro cornetas y ocho tambores. También contábamos con nuestra bandera, una hermosa bandera de seda, bordada igualmente en seda, regalo del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública de Ucrania el día de nuestro tercer aniversario.

En los días de fiesta proletaria, la colonia entraba en la ciudad al son de sus tambores, asombrando a los ciudadanos y a los impresionables pedagogos por su aspecto marcial, su férrea disciplina y su original apostura. Siempre llegábamos los últimos a la plaza para no tener que esperar a nadie. Nos quedábamos inmóviles a la voz de firmes, los cornetas saludaban a todos los trabajadores de la ciudad y los colonos alzaban los brazos. Después, nuestras filas se rompían en busca de impresiones de fiesta, pero en el lugar que había ocupado la columna quedaban inmóviles el abanderado y los centinelas por delante y donde había estado la última fila un pequeño señalero con un banderín. Y esto tenía un aspecto tan imponente, que nadie se atrevió nunca a ocupar el puesto jalonado por nosotros. Superábamos fácilmente nuestra pobre indumentaria recurriendo a nuestra inventiva y a nuestra audacia. Eramos adversarios resueltos de los trajes nuevecitos de percal, esta detestable peculiaridad de las casas de niños. Sin embargo, no teníamos trajes más caros. Tampoco teníamos calzado nuevo y elegante. Por ello acudíamos descalzos al desfile, pero esto tenía la apariencia de ser algo deliberado. Los muchachos brillaban con sus nuevas camisas blancas y limpias. Los pantalones eran buenos, negros, doblados a la altura de las rodillas, por donde asomaba el blanco ribete de la pulcra ropa interior. También llevábamos dobladas las mangas de la camisa por encima del codo. Resultaba una formación alegre y elegante, que tenía algo de campestre.

El 3 de octubre de 1923 una formación parecida se extendió por la plaza de la colonia. Este día terminó una complicadísima operación cuyo proceso había durado tres semanas. Por acuerdo de la asamblea unificada del Soviet pedagógico y del Soviet de jefes, la colonia Gorki se concentraba en una sola posesión, la antigua finca de los Trepke, y cedía su vieja casa junto al lago Rakítnoie a la delegación provincial del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública. Para el 3 de octubre habíamos trasladado ya todo a la segunda colonia: los talleres, los cobertizos, las cocheras, las despensas, los objetos del personal, el comedor, la cocina y la escuela. En la mañana del día 3 no quedaban en la colonia más que cincuenta colonos, la bandera y yo.

A las doce de la mañana un representante de la delegación provincial de Instrucción Pública firmó el acta de recepción de la finca que había ocupado la colonia Gorki y se apartó. Yo ordené:
- ¡Ante la bandera, firmes!
Los colonos se irguieron en el saludo, tronaron los tambores, las cornetas rompieron a tocar. La brigada de custodia de la bandera sacó la enseña del despacho. La colocamos en el flanco derecho y, aunque no sentíamos ningún rencor hacia nuestra vieja residencia, no nos despedimos de ella. Simplemente no nos gustaba mirar hacia atrás. Ni siquiera volvimos la cabeza cuando la columna de colonos, rompiendo el silencio campestre con el fragor de sus tambores, pasó junto al lago Rakítnoie, junto a la fortaleza de Andréi Kárpovich, por la calle del caserío y, descendiendo hacia el prado que festoneaba la hondonada del Kolomak, se encaminó al nuevo puente construido por los colonos.

En el patio de la segunda colonia se habían congregado todo el personal y muchos campesinos de Gonchárovka, y la formación de los muchachos de la segunda colonia resplandeció igual de bella e igual de inmóvil en el saludo a la roja enseña de Gorki.

Entrábamos en una nueva época.

**NOTA**

(1).- Se alude al Reglamento de la colonia, redactado por Antón Makárenko.

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