Índice de Poema pedagógico Capítulo 8
Carácter y cultura
Capítulo 10
Los ascetas de la educación socialista
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 9

AÚN QUEDAN CABALLEROS EN UCRANIA

Un domingo se embriagó Osadchi. Le trajeron a mi presencia porque estaba escandalizando en el dormitorio. Sentado en mi habitación, no cesaba de proferir tonterías de borracho ofendido. Era inútil hablar con él. Le dejé allí y le ordené que se acostara. Dócilmente se quedó dormido.

Pero, al entrar en el dormitorio, noté olor a alcohol. Numerosos muchachos rehuían evidentemente hablar conmigo. No quise complicar las cosas buscando a los culpables y me limité a decir:
- No es sólo Osadchi quien está borracho. Otros han bebido también.

Algunos días más tarde hubo nuevos casos de embriaguez en la colonia. Parte de los muchachos ebrios evitaban encontrarse conmigo; otros, arrepentidos en medio de su borrachera, acudían, por el contrario, a mí y, entre lágrimas, charlaban por los codos y me juraban afecto.

No me ocultaron que les habían invitado en el caserío.

Estábamos rodeados de un mar de samogón (1). En la propia colonia había casos frecuentes de embriaguez entre los empleados y los campesinos. Al mismo tiempo, supe que Golován enviaba a los muchachos por samogón. El propio Golován no lo negó:
- ¿Y qué hay de particular en ello?

Kalina Ivánovich, que no bebía nunca, empezó a gritarle:
- ¿No comprendes, parásito, lo que significa el Poder soviético? ¿Crees que el Poder soviético existe para que tú te atiborres de samogón?

Girando con torpeza en la silla chirriante y endeble, Golován argüía:
- ¿Y qué hay en ello de particular? ¿Quién es el que no bebe? Pregunte usted... Todos tienen algún alambique y beben todo lo que les da la gana. ¡Que el Poder soviético no beba entonces!...
- ¿Qué Poder soviético?
- Pues todo. Y en la ciudad se bebe y los ucranianos también.
- ¿Usted sabe quién vende aquí samogón? -le pregunté.
- ¡Cualquiera lo sabe! Yo jamás lo he comprado. Cuando me hace falta, mando a alguien por él. ¿Por qué quiere saberlo usted? ¿Piensa confiscar los aparatos para fabricar samogón?
- Pues ¿que piensa usted? Claro que los confiscaré...
- ¡Je! Cuántos quitó la milicia, y ya ve usted: no ha conseguido nada.

Al día siguiente obtuve en la ciudad un mandato que me autorizaba a luchar implacablemente contra el samogón en todo el territorio de nuestro Soviet rural. Por la noche celebré un consejo con Kalina Ivánovich. El viejo se sentía escéptico:
- No te metas en este asunto sucio. Aquí hay montado todo un negocio: el presidente, Grechani, es de ellos, ¿comprendes? Y en los caseríos, mírese a donde se mire, todos son Grechani y nada más que Grechani. Gente, que ¿sabes?, no ara con caballos, sino con bueyes. Y date cuenta: tienen Gonchárovka así -y Kalina Ivánovich mostró el puño cerrado-. ¡La tienen bien sujeta los parásitos, y no hay nada que hacer!
- No comprendo, Kalina Ivánovich. ¿Qué tiene que ver el samogón con eso?
- ¡Qué hombre más raro eres! ¡Parece mentira que tengas ilustración! Todo el poder está en sus manos. Más vale que no te metas con ellos, porque, si no, te harán la vida imposible. ¿Comprendes?

En el dormitorio previne a los colonos:
- Muchachos, os digo sinceramente que no permitiré beber a ninguno. Y expulsaré del caserío a esa banda de fabricantes de samogón. ¿Quién quiere ayudarme?
La mayoría de los muchachos se quedaron perplejos, pero otros se me ofrecieron con fervor. A Karabánov le brillaron los grandes ojos negros.
- Eso está muy bien. Muy bien. Es preciso meter un poco en cintura a esos mujiks.

Invité en calidad de ayudantes a tres muchachos: Zadórov, Vólojov y Taraniets. Avanzada la noche del sábado, nos pusimos a elaborar el plan. En torno a mi mesilla de noche, los muchachos permanecían inclinados sobre un plano del caserío, trazado por mí, y Taraniets, las manos hundidas en sus greñas pelirrojas, husmeaba el papel con su nariz salpicada de pecas.

- Atacaremos una jata -dijo-, y en las otras esconderán el samogón. Tres personas son pocas.
- ¿Es que hay samogón en tantas jatas?
- En casi todas: en la de Musi Grechani lo fabrican, y en la de Andréi Kárpovich, y en la del propio presidente Serguéi Grechani. Los Verjolas se dedican también todos a fabricarlo y las mujeres lo venden en la ciudad. Necesitamos más muchachos; si no, ¿sabe?, nos hincharán los morros y no conseguiremos nada.

Sentado silenciosamente en una esquina, Vólojov bostezaba.
- ¡Qué van a poder con nosotros! Unicamente con Karabánov nos basta. Y nadie se atreverá a tocarnos ni con un solo dedo. Yo conozco bien a esos mujiks (2). Nos tienen miedo.

Vólojov participaba en la operación sin entusiasmo. Todavía entonces me trataba con frialdad: la disciplina le era odiosa. Pero estaba entregado fielmente a Zadórov y le seguía sin comprobar ninguna cuestión de principio.

Zadórov, como siempre, sonreía, tranquilo y seguro. Sabía hacerlo todo sin desgastar su personalidad y sin pulverizar ni un solo gramo de su ser. Y también yo, igual que siempre, no confiaba en nadie como en Zadórov: lo mismo ahora, sin perder su personalidad, sería capaz de efectuar cualquier proeza si la vida le llamaba a ella.

Y Zadórov dijo a Taraniets:
- No le des vueltas, Fiódor; di claramente por qué jata debemos empezar y a dónde hay que ir después. Lo demás, mañana se verá. Eso sí, hay que llevar a Karabánov: sabe hablar con los mujiks, porque él mismo lo es. Y ahora vamos a dormir, que mañana debemos salir antes de que estén todos borrachos en los caseríos, ¿De acuerdo, Gritskó?
- -resplandeció Vólojov.

Nos separamos. Por el patio paseaban Lídochka y Ekaterina Grigórievna.
- Los muchachos -dijo Lídochka- dicen que van ustedes en busca de samogón. ¿Qué falta le hace a usted eso? ¿Es tal vez un trabajo pedagógico? ¿Qué pensarán de nosotros?
- Se trata, precisamente, de un trabajo pedagógico. Venga usted mañana con nosotros.
- ¿Cree que tengo miedo? Iré. Sólo que ése no es un trabajo pedagógico...
- Entonces, ¿viene usted?
- Sí.
Ekaterina Grigórievna me llamó aparte:
- Pero, ¿a santo de qué lleva usted a esa niña?
- No le haga caso -gritó Lidia Petrovna-; iré a pesar de todo.
De tal manera, formamos una comisión de cinco personas.

A las siete de la mañana llamamos a la puerta de Andréi Kárpovich Grechani, nuestro vecino más inmediato. La llamada sirvió de señal para una compleja obertura canina, que se prolongó alrededor de cinco minutos.

Unicamente después de la obertura comenzó la representación en regla.
Se inició con la salida a escena del abuelo Andréi Grechani, un viejecillo pequeño, con la cabeza monda, que conservaba una barbita cuidadosamente recortada. El abuelo Andréi nos preguntó secamente:
- ¿Qué desean ustedes?
- En su casa hay un aparato para fabricar samogón y nosotros venimos a destrozarlo -contesté yo-; aquí está la orden de la milicía provincial.
- ¿Un aparato para fabricar samogón? -repitió, perplejo, el abuelo Andréí, haciendo correr una aguda mirada por nuestras caras y por la abigarrada vestimenta de los colonos.

Pero en aquel momento se inmiscuyó en fortissimo la orquesta canina. Karabánov, a espaldas del abuelo, consiguió aproximarse al plano posterior y tumbar, por medio de un palo que llevaba previsoramente, a un perro melenudo y pelirrojo, que respondió al atentado con un estruendoso solo dos octavas más alto de la corriente voz canina.

Nos lanzamos por la brecha, ahuyentando a los perros. Vólojov les gritó con una voz imperiosa de bajo, y los perros se dispersaron por los rincones del patio, matizando los acontecimientos ulteriores con una música poco expresiva de ladridos en que se sentía la ofensa. Karabánov estaba ya en la jata y, cuando entramos en ella con el abuelo, nos mostró triunfalmente lo que buscábamos: el aparato para fabricar samogón.
- ¡Aquí está!
El abuelo Andréi daba vueltas por la jata. Su chaqueta nueva de lustrina brillaba lo mismo que en la ópera.
- ¿Habéis hecho samogón ayer? -interrogó Zadórov.
- Sí, ayer -contestó el abuelo Andréi, rascándose, confuso, la barbita y viendo cómo Taraniets sacaba de debajo de un banco que había en el ángulo delantero un cuarterón lleno de néctar color rosáceo-malva.

De improviso el abuelo Andréi se enfureció y se lanzó sobre Taraniets, calculando justamente que lo mas fácil sería agarrarle en la angosta esquina, escombrada por los bancos, la mesa y los iconos. Y, en efecto, consiguió sujetar a Taraniets, pero Zadórov tomó con toda tranquilidad el cuarterón por encima de la cabeza del abuelo, y al anciano no le quedó más que la sonrisa injuriosamente abierta y encantadora de Taraniets.
- ¿Qué pasa, abuelo?
- ¿Cómo no os da vergüenza? -gritó colérico el abuelo-. No tenéis conciencia. Andáis robando por las jatas. ¡Y hasta traéis a una muchacha con vosotros! ¿Cuándo dejaréis de dar guerra? ¿Cuándo os tragará, por fin, la tierra?
- ¡Eh, abuelo! Pero si resulta que es usted poeta -dijo, gesticulando animadamente, Karabánov y, apoyándose en el palo, quedó inmóvil ante el abuelo en una actitud expectante y teatral.
- ¡Fuera de mi jata! -gritó el abuelo Andréi, y, empuñando una enorme horquilla que había junto al horno, golpeó torpemente en un hombro a Vólojov.

Vólojov se echó a reír y volvió a poner la enorme horquilla junto al horno, haciendo ver al abuelo un nuevo detalle del suceso:
- Vale más que mire usted hacia allí.
El abuelo volvió la vista y vio a Taraniets, que descendía del horno con otro cuarterón en las manos, sin perder su franca y encantadora sonrisa. El abuelo Andréi se desplomó en un banco, bajó la cabeza e hizo un ademán de impotencia.
Lídochka se sentó a su lado.

- ¡Andréi Kárpovich! -comenzó a hablarle cariñosamente-. Usted sabe que la ley prohíbe fabricar aguardiente. ¡Hay que ver cuánto trigo se pierde así! ¡Con el hambre que hay alrededor!
- Hambre pasa el vago. El que trabaja, no tiene hambre.
- ¿Y usted, abuelo, ha trabajado? -preguntó con una voz sonora y jovial Taraniets, sentándose en el horno-. A lo mejor es Stepán Nechiporenko quien ha trabajado.
- ¿Stepán?
- Sí, Stepán. Y usted le ha echado de su casa sin pagarle ni darle ropa, y ahora él pide que le admitan en la colonia.
Taraniets chascó alegremente la lengua mirando al abuelo y saltó del horno.
- ¿Que hacemos con todo esto? -inquirió Zadórov.
- Romperlo en el patio.
- ¿Y el aparato?
- El aparato también.

El abuelo no salió al lugar de la ejecución: se quedó en la jata, escuchando las digresiones económicas, sicológicas y sociales que Lídia Petrovna había comenzado a desarrollar ante él con tanto éxito. Los perros, llenos de indignación, representaban los intereses del amo desde los rincones del patio en que se habían guarecido. Sólo cuando ya nos íbamos, algunos de ellos expresaron una protesta tardía y sin objeto.

Zadórov hizo salir previsoramente a Lídochka de la jata:
- Venga con nosotros, porque, si no, el abuelo hará salchichas de usted...
Lídochka salió, animada por la conversación que había mantenido con el abuelo Andréi:
- ¿Sabéis? ¡Lo ha comprendido todo! Está de acuerdo con que hacer samogón es un crimen.
Le respondió una carcajada de los muchachos. Karabánov miró irónicamente a Lídochka:
- ¿Conque de acuerdo? ¡Qué formidable! Si hubiera estado usted hablando más tiempo con él habría roto personalmente el aparato, ¿verdad?
- Dé las gracias a que su mujer no estaba en casa -dijo Taraniets-. Ha ido a la iglesia de Gonchárovka. En cambio, tendremos que oír a la de Verjola.

Luká Semiónovich Verjola visitaba frecuentemente la colonia por diversos asuntos y también nosotros solíamos dirigirnos a él en busca de cosas que nos hacían falta: bien una collera, bien una carreta, bien un tonel. Luká Semiónovich era un diplomático de talento, ubicuo, hablador y servicial. Muy apuesto, sabía cuidar su barba rizada, de un rojo brillante. Tenía tres hijos: el mayor, Iván, era irresistible en diez kilómetros a la redonda, porque tocaba un acordeón vienés de tres filas y lucía gorras de un color verde despampanante.

Luká Semiónovich nos recibió afablemente:
_ ¡Ah, queridos vecinos! ¡Pasen ustedes, pasen ustedes! Ya he oído, ya he oído que están buscando ustedes aparatos. Muy bien, muy bien. Siéntense. Joven, siéntese usted aquí, en el banco. ¿Y qué hay de nuevo? ¿Han encontrado albañiles para la finca de los Trepke? Porque, si no, yo, que pienso ir mañana a Brigadírovka, podría traerles a alguno de allí. Hay allí unos albañiles que... Pero ¿por qué no se sienta, joven ? Yo no tengo ningún aparato; no me dedico a eso. No se puede. ¿Cómo podría yo?... Una vez que el Poder soviético ha dicho que no se puede, yo comprendo que no debe ser... Mujer, no seas tacaña: ¡se trata de unos visitantes de calidad!...

En la mesa apareció una fuente llena de nata hasta los bordes y una montaña de empanadillas de requesón. Luká Semiónovich invitaba sin implorar, ni adular. Nos arrullaba con su voz agradable de bajo; sus modales eran los de un señor hospitalario. Yo observé que los corazones de los colonos se estremecían a la vista de la nata. Vólojov y Taraniets no podían quitar los ojos del rico convite. Zadórov, de pie en la puerta, sonreía, sonrojándose y comprendiendo lo desesperado de la situación. Karabánov, que se había sentado junto a mí, susurró, aprovechando un momento oportuno:
_ ¡Menudo hijo de perra!... ¿Qué vamos a hacerle? No tenemos más remedio que comer. Yo no puedo resistir: ¡palabra que no puedo!
Luká Semiónovich ofreció una silla a Zadórov:
- ¡Coman, queridos vecinos, coman! Podríamos conseguir también un poco de aguardiente, pero como vienen ustedes para un asunto así...

Zadórov se sentó frente a mí, bajó la vista y se metió media empanada en la boca, llenándose de nata la barbilla. Taraniets tenía unos bigotes de nata, que le llegaban hasta las mismas orejas. Vólojov engullía empanadilla tras empanadilla, sin manifestar la menor emoción.

- Sirve más empanadillas -ordenó Luká Semiónovich a su mujer-. Toca algo, Iván...
- Ahora hay servicio en la iglesia -objetó la mujer.
- Eso no tiene importancia -repuso Luká Semiónovich-; para unos visitantes como éstos se puede tocar.
El apuesto Iván, apacible y silencioso, empezó a tocar Brilla la luna. Karabánov se destornillaba de risa.
- ¡Vaya unos visitantes!...

Después del agasajo, la conversación se animó. Luká Semiónovich apoyaba con gran entusiasmo nuestros planes relativos a la hacienda de los Trepke y estaba dispuesto a acudir en nuestra ayuda con todos sus recursos.

- No vale la pena de que estén ustedes aquí, en el bosque. Trasládense lo antes posible; allí hace falta el ojo del amo. Y aprovechen también el molino. La fábrica ésa no sabe dirigir el asunto. Los mujiks se quejan, se quejan mucho. Hay que moler harina blanca para las empanadillas de Pascua, pero uno se pasa un mes entero yendo hasta allí, y nada. Al mujik le gustan las empanadillas. Sin embargo, ¿cómo va a hacerlas cuando falta la harina blanca, que es lo más importante?
- Tenemos poca fuerza para el molino -repliqué yo.
- ¿Por qué poca? La gente le ayudará... No sabe usted cuánto le aprecia la gente de aquí. Todos están diciendo siempre:
Ése sí que es un hombre bueno...
En aquel momento lírico apareció Taraniets en la puerta, y en la jata resonó el chillido del ama asustada. Taraniets tenía en sus manos la mitad de un magnífico alambique, su parte más vital, el serpentín. Nosotros ni siquiera habíamos advertido la ausencia de Taraniets.
- Lo he encontrado en la buhardilla -explicó Taraniets-. También hay allí samogón. Tibio aún.
Luká Semiónovich se mesó la barba y dejó de sonreír, nada más que por un brevísimo instante. En el acto se recobró y, acercándose a Taraniets, se detuvo, sonriente, ante él. Después se rascó detrás de la oreja y me guiñó un ojo.
- Este muchacho dará fruto. Bueno, si es así, yo no puedo decir nada... y ni siquiera me ofendo. La ley es la ley. ¿Qué van a hacer ustedes con el aparato? ¿Romperlo? Iván, ayúdales...
Pero la Verjolija no compartía la lealtad de su cuerdo esposo y, arrancando el serpentín de las manos de Taraniets, clamó:
- Pero, ¿Quién os va a permitir que lo rompáis? ¡Cuando vosotros hagáis uno, podréis romperlo! ¡Harapientos del demonio! ¡Como no os marchéis, voy a daros en la cabeza!...

El monólogo de la Verjolija fue interminablemente largo. Lídochka, que hasta entonces había permanecido silenciosa en el ángulo delantero, intentó entablar un apacible debate acerca del daño que produce el samogón, pero la Verjolija poseía unos espléndidos pulmones. Ya habían sido rotas las botellas de samogón; ya Karabánov, armado de una palanca de hierro, concluía en medio del patio de destrozar el aparato; ya se despedía afablemente de nosotros Luká Semiónovich y nos suplicaba que volviéramos a visitarle, asegurándonos que no se sentía ofendido; ya Zadórov había estrechado la mano de Iván y ya Iván había comenzado a tocar algo, y todavía la Verjolija, chillona y gimiente, seguía encontrando nuevos matices para pintar nuestro proceder y augurar nuestro triste sino. Desde los patios contiguos nos miraban mujeres inmóviles; ladraban y aullaban los perros, saltando por los alambres tendidos en los patios, y los dueños de las casas movían la cabeza, mientras limpiaban sus cuadras.

Nosotros saltamos a la calle, y Karabánov se dejó caer contra una valla próxima.
- ¡Ay, no puedo, no puedo! ¡Vaya unos invitados! ¿Cómo decía la mujer? ¡Que se os hinche la barriga de la nata! ¿Cómo tienes tú la tripa, Vólojov?

Aquel día acabamos con seis aparatos de fabricar samogón. Por nuestra parte no hubo bajas. Unicamente, al salir de la última jata nos tropezamos con Serguéi Petróvich Grechani, el presidente del Soviet rural. El presidente se parecía al cosaco Mamái: cabellos negros untados con aceite y pegados al cráneo y un bigotillo ensortijado. A pesar de su juventud, era el campesino más ordenado del distrito y se le tenía por un hombre muy cabal. Todavía desde lejos nos gritó:
- ¡Espérenme!
Le esperamos.
- ¡Buenos días! ¡Felicidades!... Permítame que me interese, ¿en qué mandato se basa semejante intervención arbitraria? ¿Por qué rompen ustedes los aparatos de la gente? ¿Qué derecho tienen a ello?
Afiló más aún sus bigotes y escrutó nuestras sospechosas fisonomías.
Yo le tendí en silencio el mandato de la intervención arbitraria.
Estuvo dándole vueltas largo rato y me lo devolvió descontento.
- Esto, claro está, es una autorización, pero la gente se molesta. Si una colonia cualquiera se dedica a hacer esto, no se podrá asegurar al Poder soviético que este asunto concluirá bien. Yo mismo lucho contra el samogón.
- Pero también usted tiene un aparato -dijo en voz baja Taraniets, permitiendo a sus penetrantes ojillos escrutar con descaro el rostro del presidente.
El presidente miró con ferocidad al andrajoso Taraniets.
- ¡Tú! ¡Tú a callar! ¿Quién eres tú? ¿De la colonia? Llevaremos este asunto hasta lo más alto, y entonces se verá por qué cualquier criminal puede injuriar libremente a los presidentes de los organismos locales.
Nos separamos.

Nuestra expedición había sido provechosa. Al otro día Zadórov anunciaba en la fragua a nuestros clientes:
- El domingo próximo lo haremos mejor aún. Ese día saldrá toda la colonia, los cincuenta que somos.
Los aldeanos asentían con la cabeza y expresaban su conformidad:
- Eso, desde luego, está bien. Porque el trigo se desperdicia y, ya que se trata de una cosa prohibida, está bien.

En la colonia se dejó de beber, pero apareció un nuevo mal: los naipes. Empezamos a advertir que en el comedor era frecuente que uno u otro colono comiera sin pan, que la limpieza o cualquier otro trabajo desagradable no fuese ejecutado por el que debía hacerlo, sino por otro.
- ¿Por qué limpias hoy tú en vez de Ivanov?
- Me lo ha pedido.
El trabajo a petición se convirtió en un fenómeno corriente y hasta llegaron a formarse grupos concretos de peticionarios. Aumentaba también el número de colonos que renunciaban a la comida y cedían su ración a algún camarada.

En una colonia infantil no puede haber mayor desgracia que los naipes. Los naipes sacan al colono de la esfera común de consumo y le obligan a buscar recursos complementarios, pero la única vía para ellos es el robo. Por eso me apresuré a lanzarme al ataque contra este nuevo enemigo.

Ovcharenko, un muchacho alegre y enérgico, ya habituado a la colonia, huyó de ella. No conseguí poner en claro los motivos de su fuga. Al día siguiente, le encontré en el mercado de la ciudad; pero, a pesar de todos mis esfuerzos para convencerle, se negó a volver a la colonia. Le noté lleno de confusión al hablar conmigo.

Una deuda de juego era considerada como una deuda de honor entre nuestros educandos. Negarse a pagar semejante deuda implicaba no sólo el apaleamiento y otros medios coercitivos, sino también el desprecio general.

De regreso a la colonia, pregunté por la noche a los muchachos:
- ¿Por qué se ha escapado Ovcharenko?
- ¿Cómo vamos a saberlo?
- Vosotros lo sabéis.
Silencio.

Aquella misma noche, con ayuda de Kalina Ivánovich, efectué un registro general. Sus resultados me dejaron estupefacto: debajo de las almohadas, en los cofres, en las cajas, en los bolsillos de algunos colonos hallé verdaderos depósitos de azúcar. El más rico era Burún: en su cofre, que él mismo se había construido con mi permiso en el taller de carpintería, aparecieron más de treinta libras. Pero más interesante aún era lo que se encontró en poder de Mitiaguin. Debajo de su almohada se le hallaron dentro de un viejo gorro de piel unos cincuenta rublos en monedas de cobre y de plata.
Burún, muy compungido, confesó sinceramente:
- Lo he ganado jugando a las cartas.
- ¿A los colonos?
- Sí.
Mitiaguin respondió:
- Yo no diré nada.

El depósito principal de azúcar, de prendas ajenas, de blusas, de pañuelos, de bolsillos, estaba en la habitación donde vivían nuestras tres muchachas: Olia, Raísa y Marusia. Las muchachas se negaron a decir quién era el dueño de tales reservas. Olia y Marusia lloraban, Raísa había optado por enmudecer.

En la colonia teníamos, efectivamente, a tres muchachas. La comisión nos las había enviado por robos domiciliarios. Una de ellas, Olia Vóronova, debía de haber caído, probablemente por casualidad, en una historia desagradable, caso frecuente entre las criadas menores de edad. Marusia Lévchenko y Raísa Sokolova, muy desenvueltas y depravadas, blasfemaban e intervenían en las borracheras de los muchachos y en las partidas de cartas, que transcurrían principalmente en su habitación. Marusia, que se distinguía por un carácter insoportablemente histérico, ofendía con frecuencia y hasta pegaba a sus compañeras de colonia. Al menor pretexto, siempre andaba peleándose también con los muchachos. Ella misma se tenía por un caso perdido, y cada vez que le hacíamos una observación o le dábamos un consejo nos contestaba monótonamente:
- ¿Por qué se molesta usted? Yo soy un caso perdido.

Muy gorda, sucia, reidora, indolente, Raísa distaba mucho de ser tonta y poseía alguna instrucción. Por haber estudiado en el liceo, nuestras educadoras la habían convencido de que debía prepararse para el ingreso en el Rabfak (Facultad obrera). Su padre -un zapatero de nuestra ciudad- había sido degollado dos años atrás en una compañía de borrachos; la madre bebía y mendigaba. Raísa afirmaba que esa mujer no era su madre, que ella había sido abandonada de niña en casa de los Sokolov, pero los muchachos decían que Raísa fantaseaba:
- Pronto dirá que su padre fue un príncipe.

Marusia y Raísa observaban una actitud de independencia frente a los muchachos y gozaban de cierto respeto por su parte como antiguas y expertas ladronas. Precisamente por ello Mitiaguin y otros les confiaban importantes detalles de sus tenebrosas operaciones.

Con la llegada de Mitiaguin, los elementos del hampa representados en la colonia habían aumentado en cantidad y en calidad.

Mitiaguin era un ladrón calificado, hábil, listo, afortunado y valiente. Además de todo eso, le caracterizaba una extraordinaria simpatía. Tenia unos diecisiete años, tal vez más.

Su rostro poseía una marca especial: unas cejas de blancura brillante, formadas por unos mechones completamente canosos y espesos. Según él, esta marca estorbaba frecuentemente el éxito de sus empresas. De todas maneras, ni siquiera se le ocurría pensar que pudiese dedicarse a otra cosa que al robo. La misma noche de su llegada a la colonia se explayó conmigo de manera franca y amistosa:
- Los muchachos hablan bien de usted, Antón Semiónovich.
- Bueno, ¿y qué?
- Eso es magnífico. Si los muchachos se encariñan con usted, les será más fácil.
- Entonces tú también tendrás que tomarme cariño.
- No. Yo no pienso estar mucho tiempo en la colonia.
- ¿Por qué?
- Porque es igual. De todas maneras, seré ladrón.
- De eso puede uno desacostumbrarse.
- Sí, se puede, pero a mí me parece que no hay necesidad.
- Tú presumes, Mitiaguin.
- Ni pizca. Robar es interesante y divertido. Sólo que hay que saberlo hacer y, además, no se debe robar a todo el mundo. Hay muchos miserables, a los que nos ordena robar el propio Dios. Pero hay también otra gente a quien no se debe robar.
- En eso tienes razón -dije a Mitiaguin-, pero el mal mayor no es para el robado, sino para el ladrón.
- ¿Y en qué consiste el mal?
- Pues en que, una vez acostumbrado a robar, te deshabitúas del trabajo, todo se te da fácilmente, te familiarizas con la bebida, y te quedas estancado, te conviertes en un golfo y nada más. Después, la cárcel y, más adelante, quién sabe...
- ¡Como si los que están en la cárcel no fueran gente! En libertad viven muchos que son peores que los que están en la cárcel. Eso no se puede saber.
- ¿Has oído hablar de la Revolución de Octubre?
- ¡Claro que he oído hablar! Yo mismo he ido detrás de la Guardia Roja.
- Pues bien: la gente no va a vivir ahora como se vive en la cárcel.
- ¡Quién lo sabe! -arguyó, pensativo, Mitiaguin-. De todas formas, queda mucha basura. Recuperarán lo suyo de una manera u otra. ¡Fíjese usted en la gente que hay alrededor de la colonia! ¡Menuda es!

Cuando disolví la organización de juego de la colonia, Mitiaguin se negó a declarar la procedencia del gorro lleno de dinero.
- ¿Lo has robado?
Sonrió:
- ¡Qué ingenuo es usted, Antón Semiónovich!... Claro que no lo he comprado. Todavía hay muchos tontos en el mundo. Este dinero lo llevaron los tontos a un sitio y se lo dieron con toda clase de reverencias a unos granujas barrigudos. ¿Por qué iba a limitarme yo a contemplarlo? ¿No era mejor que lo cogiese para mí? Y eso es lo que hice. Lo malo es que en su colonia no tenemos donde guardarlo. Jamás creí que haría usted registros...
- Bien. Tomo el dinero para la colonia. Ahora mismo levantaremos un acta. Por ahora no se trata de ti.
Hablé a los muchachos acerca de los robos:
- Prohibo enérgicamente las partidas de cartas. No jugaréis más a los naipes. Jugar a los naipes significa robar al compañero.
- Que no jueguen.
- Juegan porque son tontos. Hay en la colonia muchos chicos que pasan hambre, que no comen pan ni azúcar. Por culpa de estos mismos naipes, Ovcharenko se fue de la colonia. Ahora anda por ahí llorando, está echándose a perder en el mercado...
- Sí, con Ovcharenko la cosa no estuvo bien -aprobó Mitiaguin.
Yo proseguí:
- Resulta que en la colonia no hay quien defienda al compañero débil. Por eso soy yo quien asume su defensa. No puedo permitir que los muchachos pasen hambre y pierdan la salud sólo por no haberles llegado a tiempo algún naipe estúpido. No lo toleraré. Por lo tanto, elegid. No me gusta registrar vuestros dormitorios, pero, cuando he encontrado en la ciudad a Ovcharenko, cuando he visto cómo llora y está a punto de perderse, he decidido no gastar ceremonias con vosotros. Y, si queréis, vamos a ponernos de acuerdo para no jugar más. ¿Podéis darme vuestra palabra de honor? Sólo me temo que no estéis muy fuertes en cuestiones de honor. Burún me dio su palabra...
Burún dio un salto adelante:
- No es verdad, Antón Semiónovich; vergüenza debería darle decir cosas que no son ciertas. Si también va a andar con mentiras... entonces nosotros... Yo di ninguna palabra acerca de las cartas...
- Bueno, perdóname. La culpa fue mía. Entonces no comprendí que hacía falta que me dieses palabra de no jugar, palabra de no beber...
- Yo no bebo.
- Bien, asunto concluido. ¿Y ahora cómo vamos a hacer?

Avanza lentamente Karabánov. Es irresistiblemente original y gracioso y, como siempre, posa un poco. De él emana una fuerza bovina criada en las estepas, que Karahánov parece contener deliberadamente.

- Muchachos, la cosa está clara. No hay que engañar a los compañeros. Aunque os enfadéis, aunque os pongáis como os pongáis, yo estoy en contra de los naipes. Así, pues, sabedlo bien: no descubriré nada, pero de los naipes sí hablaré. Y, si me apuráis mucho, pondré en juego las manos. Porque yo vi a Ovcharenko cuando se iba y puede decirse que entonces empujamos a la tumba a un compañero: vosotros mismos sabéis que Ovcharenko no tiene talento de ladrón. Los que le ganaron son Burún y Raísa. Creo que ellos deben ir a buscarle y no volver sin él.

Burún asintió calurosamente:
- ¿Para qué diablos me hace falta Raísa ? Yo mismo lo encontraré.
Todos los muchachos rompieron a hablar al mismo tiempo: había unanimidad en el acuerdo. Burún confiscó por su propia mano todos los naipes y los arrojó a un cubo. Kalina Ivánovich recogió alegremente el azúcar:
- Muchas gracias. Habéis hecho economías.
Mitiaguin me acompañó cuando salía del dormitorío:
- ¿Debo marcharme de la colonia?
Le respondí tristemente:
- No, ¿para qué? Sigue un poco más.
- De todas formas, robaré.
- Que el diablo te lleve, roba. No soy yo quien va a perderse, sino tú.

Asustado, se separó.
A la mañana siguiente Burún fue a la ciudad en busca de Ovcharenko. Los muchachos arrastraban tras él a Raísa. Karabánov relinchaba por toda la colonia y palmoteaba a Burún en los hombros:
- ¡Eh! ¡Aún quedan caballeros en Ucrania!
Zadórov reíase en la puerta de la fragua. Se dirigió a mí amistosamente, como siempre:
- Son unos sinvergüenzas, pero se puede vivir con ellos.
- ¿Y tú quién eres? -le preguntó ferozmente Karabánov.
- Ex atracador, descendiente de atracadores, y en la actualidad herrero de la colonia de trabajo Máximo Gorki, Alexandr Zadórov -dijo, poniéndose firme.
- ¡En su lugar, descanso! -repuso Karabánov, y pasó, contoneándose, a lo largo de la fragua.

Al caer la tarde, Burún trajo a Ovcharenko, hambriento y feliz.

**NOTAS**

(1).- Especie de aguardiente hecho de trigo, remolacha, etc., por procedimientos rudimentarios.

(2).- Se emplea aquí en el sentido de persona atrasada, codiciada, glotona, torpe y de mala traza.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 8
Carácter y cultura
Capítulo 10
Los ascetas de la educación socialista
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