Índice de Poema pedagógico Capítulo 7
No hay pulga mala
Capítulo 9
Aún quedan caballeros en Ucrania
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 8

CARÁCTER Y CULTURA

La llegada de nuevos colonos debilitó sensiblemente nuestra poco firme colectividad, y de nuevo adquirimos el aspecto de una cueva de malhechores.

Nuestros primeros educandos se habían formalizado únicamente para las necesidades más imprescindibles. Los adeptos del anarquismo patrio eran todavía menos partidarios de someterse a cualquier orden. Debe hacerse constar, sin embargo, que en la colonia jamás volvieron a aparecer la franca resistencia y la grosería respecto al personal educativo. Cabe suponer que Zadórov, Burún, Taraniets y los demás supieron comunicar a los novatos la breve historia de los primeros días de la colonia Gorki. Tanto los nuevos colonos como los viejos demostraron siempre su convicción de que el personal educativo no era una fuerza hostil a ellos. La causa principal de esta convicción residía, sin género de dudas, en el trabajo de nuestros educadores, tan manifiestamente abnegado y difícil, que inspiraba un respeto natural. Por esto, los colonos, salvo alguna que otra rara excepción, estuvieron siempre en buenas relaciones con nosotros, aceptando la necesidad de trabajar y de estudiar en la escuela y comprendiendo con bastante claridad que todo ello se desprendía de nuestros intereses comunes. La pereza y la falta de voluntad de pasar privaciones revestían entre nosotros formas puramente zoológicas y jamás adquirieron la forma de una protesta.

Nosotros comprendíamos que todo ese bienestar era una forma puramente externa de la disciplina y que tras ella no se encerraba ninguna clase de cultura, ni siquiera la más primitiva.

La razón de que nuestros colonos siguieran viviendo en medio de nuestra indigencia y de nuestro bastante rudo trabajo, la razón de que no huyesen de la colonia no debía ser buscada únicamente, claro está, en el terreno pedagógico. El año 1921 no ofrecía nada de envidiable para la vida en la calle. Aunque nuestra provincia no figuraba entre las hambrientas, en la propia ciudad se sufrían bastantes privaciones e incluso hambre. Además, en los primeros años casi no recibimos a auténticos niños abandonados, hechos a vagar por la calle. La mayoría de nuestros educandos procedían de famílías con las que acababan de romper.

Nuestros muchachos constituían, como término medio, una amalgama de rasgos muy brillantes de carácter y un nivel bajísimo de cultura. Precisamente estos muchachos eran los que se procuraba enviar a nuestra colonia, destinada especíalmente a los educandos difíciles. En su enorme mayoría tratábase de semianalfabetos o de analfabetos totales. Casi todos estaban acostumbrados a la suciedad y a los piojos, y frente a los demás había ido formándose en ellos una actitud permanente, entre defensiva y amenazadora, de heroísmo primitivo.

Destacaban de toda esa masa algunos muchachos de nivel intelectual más elevado, como Zadórov, Burún, Vetkovski, Brátchenko y, entre los nuevos, Karabánov y Mitiaguin. Los demás asimilaban gradualmente y con extraordinaria lentitud la cultura humana, con mayor lentitud aún porque éramos pobres y pasábamos hambre.

Durante el primer año nos abatía particularmente su continuo afán de reñir entre sí, la terrible debilidad de sus vínculos colectivos, que se rompían a cada momento y por cualquier nimiedad. Esto ocurría en grado considerable no ya por animadversión, sino por esa misma postura heroica, que no atenuaba ningún sentimiento político. Aunque bastantes muchachos habían estado en campos de clases hostiles, ninguno de ellos tenía la menor sensación de pertenecer a una u otra clase. Entre los educandos no había casi hijos de obreros. El proletariado era para ellos algo lejano e ignoto; la mayoría observaba un profundo desprecio por el trabajo campesino, desprecio que no se refería tanto al trabajo en sí como a la vida de los campesinos y a su sicología. Por lo tanto, les quedaba un amplio margen para toda clase de arbitrariedades, para la manifestación de una personalidad, que en su aislamiento llegaba al salvajismo.

El cuadro, en general, era penoso, pero, de todas suertes, los brotes de vida colectiva crecidos durante el primer invierno germinaban calladamente en nuestra sociedad, y era preciso salvarlos fuera como fuera, sin permitir que les ahogase la llegada de los refuerzos. Yo creo que mi mérito principal radica en haber sabido comprender esta importante circunstancia y haberla valorado exactamente. La defensa de esos primeros brotes fue luego un proceso tan increíblemente difícil, tan infinitamente largo y penoso, que, de haberlo sabido antes, es seguro que me hubiera intimidado y habría renunciado a la lucha. Por fortuna, me sentía siempre como en vísperas del triunfo, aunque para esto hacía falta ser un optimista incorregible.

En cada jornada de mi vida de entonces había obligatoriamente fe, alegría y desesperación.

Todo, al parecer, marcha bien. Por la noche, los educadores han concluido su trabajo, han leído algún libro, simplemente han charlado o jugado, y, después de dar las buenas noches a los muchachos, se han retirado a sus habitaciones. Los muchachos, aparentemente tranquilos, se disponen a acostarse. En mi habitación va cesando de latir el pulso del día de trabajo. Todavía permanece conmigo Kalina Ivánovich, dedicado, con arreglo a su costumbre, a alguna generalización; cerca de nosotros da vueltas un colono curioso; junto a la puerta, Gud y Brátchenko se disponen al ataque cotidiano contra Kalina Ivánovich por cuestiones relacionadas con el forraje, y de pronto irrumpe, gritando, algún pequeño:
- ¡En el dormitorio están matándose los muchachos!

Salgo disparado de la habitación. En el dormitorio gritos y estrépito. En un rincón dos grupos furiosos y erizados hasta el frenesí. Los gestos amenazadores y los saltos se mezclan con espantosos insultos; uno le atiza a otro, Burún arrebata a un héroe su navaja y alguien le grita desde lejos:
- ¿Y tú por qué te metes? ¿Quieres que te estampe mi firma?

Sentado en su cama, entre una multitud de simpatizantes, un herido se venda silenciosamente con un trozo de sábana la mano maltrecha.

Yo nunca separaba a los que combatían, nunca me esforzaba por chillar más que ellos.

A mi espalda, Kalina Ivánovich, empavorecido, musita:
- ¡Ay, de prisa, de prisa, querido, que si no, los parásitos se degollarán y no quedará ni uno vivo!...

Pero yo permanezco silencioso en la puerta y observo. Poco a poco los muchachos advierten mi presencia y se apaciguan. El rápido silencio hace volver en sí incluso a los más enfurecidos. Se guardan las navajas y se bajan los puños; los monólogos coléricos e injuriosos se cortan a media palabra. Pero yo sigo sin decir nada: dentro de mí hierven la ira y el odio a todo este mundo salvaje. Es el odio a la impotencia, porque sé perfectamente que hoy no será el último día de pelea.

Por fin, se establece en el dormitorio un angustioso y pesado silencio. Incluso se calman los sordos sonidos de la respiración jadeante.

Entonces estallo súbitamente yo mismo, estallo en un acceso de verdadera ira, y, penetrado de la consciente seguridad de que así debe ser, ordeno:
- ¡Las navajas sobre la mesa! ¡Y de prisa, demonio!...

La mesa va llenándose de armas: navajas, cuchillos de cocina, cogidos especialmente para la pelea, cortaplumas y puñales hechos en la fragua. El silencio sigue pesando sobre el dormitorio. Cerca de la mesa sonríe Zadórov, el simpático y encantador Zadórov, que ahora me parece el único ser próximo a mí. Yo vuelvo a ordenar categóricamente:
- ¡Los rompecabezas!
- Yo tengo uno; lo he recogido antes -dice Zadórov.

Todos permanecen con la cabeza gacha.
- ¡A dormir!...

No me voy del dormitorio hasta que se acuesta el último muchacho.

Al día siguiente, los colonos procuran no recordar el escándalo de la víspera. Tampoco yo aludo a él.

Pasa un mes, otro. Durante este tiempo, focos aislados de hostilidad humean débilmente en algunos sitios, pero si intentan tomar impulso, son pronto sofocados en el seno de la propia colectividad. Hasta que, de repente, vuelve a estallar la bomba, y de nuevo los colonos enfurecidos, perdiendo todo aspecto humano, se persiguen cuchillo en alto.

Una noche comprendí que era preciso apretar la tuerca, como se dice entre nosotros. Después de una pelea ordeno a Chóbot, uno de los caballeros más infatigables de la navaja, que se presente en mi habitación. Obedece sumisamente. Ya en la habitación, le digo:
- Tendrás que abandonar la colonia.
- ¿Y a dónde voy a ir?
- Te aconsejo que vayas allí donde esté tolerado el empleo del cuchillo. Hoy por que un camarada no te cedió el sitio en el comedor, le has pinchado con el cuchillo. Busca, pues, un sitio donde las discusiones se decidan a cuchilladas.
- ¿Cuándo debo marcharme?
- Mañana por la mañana.

Se aparta sombrío. Por la mañana, durante el desayuno, todos los muchachos me piden que perdone a Chóbot. Ellos responden de él.
- ¿Cómo respondéis?
No me comprenden.
- ¿Cómo respondéis? Supongamos que, a pesar de todo, empuña un cuchillo. Entonces, ¿qué vais a hacer vosotros?
- En tal caso, le expulsará usted.
- Eso quiere decir que no respondéis de ningún modo. No, se irá de la colonia.
Después del desayuno Chóbot se me acercó.
- Adiós, Antón Semiónovich -me dijo-; gracias por la lección...
- Hasta la vista y no me guardes rencor. Si la vida se te hace difícil, vuelve, pero no antes de quince días.

Al cabo de un mes regresó, pálido y flaco:
- He vuelto, como usted me dijo.
- ¿No has encontrado un sitio donde se pueda discutir a cuchilladas?
Sonrió.
- ¿Cómo que no lo he encontrado? Hay sitios así... Pero seguiré en la colonia y no volveré a tocar un cuchillo.

Los colonos nos acogieron cariñosamente en el dormitorio.
- ¡A pesar de todo, le ha perdonado! Ya lo decíamos nosotros.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 7
No hay pulga mala
Capítulo 9
Aún quedan caballeros en Ucrania
Biblioteca Virtual Antorcha