Índice de Poema pedagógico Capítulo 9
Aún quedan caballeros en Ucrania
Capítulo 11
La sembradora triunfal
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 10

LOS ASCETAS DE LA EDUCACIÓN SOCIALISTA

Los ascetas de la educación socialista eran cinco, yo incluido. Nos llamó así un camarada. Nosotros mismos no nos llamamos nunca de tal modo. Al contrario, ni siquiera pensábamos que estuviésemos realizando una hazaña. No lo pensábamos cuando la colonia daba tan sólo sus primeros pasos ni lo pensamos más tarde, al cumplir la colonia el octavo aniversario de su nacimiento.

Al hablarse de ascetismo, no se tenía únicamente en cuenta al personal de la colonia Gorki y por eso nosotros considerábamos en nuestro fuero interno esas palabras como una frase alada, imprescindible para el mantenimiento de la moral de los trabajadores de las casas y de las colonias de niños.

Entonces había mucho heroísmo en la vida soviética y en la lucha revolucionaria, y nuestro trabajo era excesivamente modesto, tanto en sus expresiones como en sus éxitos.

Nosotros, personas de lo más corriente, teníamos una infinidad de diversos defectos. Y, hablando con propiedad, no conocíamos nuestra profesión: nuestra jornada de trabajo estaba llena de errores, de movimientos inseguros, de ideas confusas. Y por delante teníamos unas tinieblas infinitas, en las que discerníamos difícilmente, a retazos, los contornos de nuestra futura vida pedagógica.

Se podía decir todo lo que se quisiera acerca de cada uno de nuestros pasos: hasta tal punto eran casuales. No existía nada indiscutible en nuestro trabajo. Pero cuando empezábamos a discutir, la cosa era peor aún; de nuestros debates, ignoro por qué causa, no nacía la verdad.

Teníamos únicamente dos cosas fuera de toda duda: nuestra firme resolución de no abandonar la causa, de llevarla hasta el final, aunque el final fuese triste. Y había, además, ese vivir cotidiano: entre nosotros, en la colonia y alrededor de nosotros.

Cuando los Osipov llegaron a la colonia, observaban una actitud de repulsión hacia los colonos. Según nuestras reglas, el educador de guardia estaba obligado a comer con los educandos. Tanto Iván Ivánovich como su mujer me manifestaron decididamente que ellos no comerían en la misma mesa que los colonos, porque les era imposible dominar su repugnancia.

Yo les dije:
- Más tarde veremos.

Durante su guardia nocturna en el dormitorio, Iván Ivánovich no se sentaba jamás en la cama de ningún educando. Pero no había otro sitio donde sentarse. Por eso se pasaba de pie toda su guardia. Iván Ivánovich y su mujer me decían:
_ ¿Cómo puede usted sentarse en esa cama llena de piojos?
Yo les replicaba:
- Eso no tiene importancia. Ya se arreglará todo: acabaremos de alguna manera con los piojos...

A los tres meses, Iván Ivánovich, además de comer con apetito en la misma mesa que los colonos, había perdido la costumbre de traer consigo su propia cuchara. Lo que hacía era tomar una cualquiera del montón general de la mesa, aunque, para tranquilidad de su conciencia, pasaba un dedo por encima.

Y por las noches, en el dormitorio, Iván Ivánovich, incorporado al círculo juvenil más fogoso y sentado en alguna cama, jugaba al ladrón y el confidente. Este juego era muy sencillo. Todos los que participaban en él recibían un billete con una inscripción: ladrón, confidente, juez, verdugo, etc. El confidente anunciaba la suerte que le había caído y, armándose de un zurriago, procuraba averiguar quién era el ladrón. Todos le tendían la mano, y él debía indicar por medio de un golpe la mano del ratero. Por lo común, el señalado era el juez o el fiscal, y estos honestos ciudadanos, ofendidos por la sospecha, golpeaban la mano extendida del confidente según la tarifa fijada para el pago de las ofensas. Si a la otra vez el confidente daba, a pesar de todo, con el ladrón, sus sufrimientos concluían, pero comenzaban los del ladrón. El juez podía condenarle a cinco calientes o a diez calientes o a cinco frías. El verdugo empuñaba entonces el zurriago, y comenzaba la ejecución.

Como los papeles de los participantes en el juego cambiaban cada vez, y el ladrón, a la vuelta siguiente se convertía en juez o en verdugo, el encanto principal de toda la distracción estribaba en esa alternativa del sufrimiento y la venganza. Cuando le tocaba ser confidente o ladrón, el juez implacable o el verdugo feroz recibía al céntuplo del juez y del verdugo en funciones, que entonces le recordaban todas las condenas y todos los castigos.

Ekaterina Grigórievna y Lidia Petrovna jugaban también a esa distracción con los muchachos, pero los muchachos se conducían como unos caballeros: en caso de robo, la condena no pasaba de tres o cuatro frías. Durante la ejecución, el verdugo ponía los morritos más tiernos y se limitaba a acariciar con el zurriago la suave palma femenina.

Cuando jugaban conmigo, los muchachos tenían interés, sobre todo, por conocer mi capacidad de resistencia, y ésta era la causa de que a mí no me quedara otro remedio que recurrir a las bravatas. En calidad de juez, condenaba a los ladrones a tales castigos, que hasta los propios verdugos horrorizábanse, y cuando me tocaba ejecutar la sentencia, obligaba a la víctima a perder el sentimiento de la propia dignidad y a gritar:
- ¡Antón Semiónovich, así no se puede!
Pero también yo cobraba: siempre volvía a mi habitación con la mano izquierda hinchada; se consideraba vergonzoso cambiar de mano y, además, la derecha me hacía falta para escribir.

El pusilánime Iván Ivánovich seguía una táctica femenina, y, al principio, los muchachos le trataban con delicadeza. Un día advertí a Iván Ivánovich que tal política era falsa: nuestros muchachos tenían que crecer resistentes y valerosos. No debía intimidarles ningún peligro y menos aún los sufrimientos físicos. Iván Ivánovich no se mostró de acuerdo conmigo.

Una velada coincidí con él en el mismo grupo, y, haciendo de juez, le condené a doce calientes y en la otra vuelta, actuando en calidad de verdugo, batí implacablemente su mano con el zurriago. Enfadado, se vengó de mí. Uno de mis adictos no pudo dejar sin castigo semejante conducta de Iván Ivánovich y le zurró hasta hacerle cambiar de mano.

A la noche siguiente, Iván Ivánovich quiso rehuir su participación en este bárbaro juego, pero le abochornó la ironía general de los colonos, y en lo sucesivo soportó ya dignamente la prueba, sin adular cuando le tocaba ser juez y sin abatirse cuando tenía que hacer de ladrón o de confidente.

Frecuentemente los Osipov se me quejaban de que llevaban muchos piojos a su casa.
- No hay que luchar contra los piojos en la casa -les decía yo-, sino en los dormitorios...
Y, efectivamente, luchamos. Con gran esfuerzo conseguimos dos juegos de ropa de cama y dos mudas. Las mudas eran remiendo sobre remiendo, como dicen los ucranianos, pero, hirviéndolas, quedaba en ellas una cantidad mínima de insectos. Si no logramos exterminarlos rápidamente del todo, fue por la continua afluencia de educandos nuevos, por la relación con los aldeanos y por otras causas.

Oficialmente el trabajo de los pedagogos se distribuía de este modo: guardia principal, guardia durante el trabajo y guardia nocturna. Además, los educadores daban clase todas las mañanas en la escuela.

La guardia principal era un auténtico suplicio, que duraba desde las cinco de la mañana hasta el toque de queda. El encargado de la guardia principal era quien dirigía toda la actividad del día, controlaba la distribución de la comida, cuidaba del cumplimiento de los trabajos, resolvía todos los conflictos, ponía paz entre los alborotadores, convencía a los que protestaban, formulaba el pedido de productos, vigilaba la despensa de Kalina Ivánovich, y tenía cuidado de la limpieza de la ropa de cama y, en general, de toda la ropa. Sobre el encargado de la guardia principal se acumuló tanto trabajo, que ya a principios del segundo año comenzaron a ayudarle los colonos mayores, distinguidos por un brazalete rojo en el brazo izquierdo.

El educador encargado de la guardia en el trabajo participaba sencillamente en las labores de la colonia, por lo general allí donde se concentraban más colonos o donde había mayor número de educandos nuevos. La participación de los educadores en el trabajo era una participación real, porque, en nuestras condiciones, otra cosa habría sido imposible. Los educadores trabajaban en los talleres, en la tala, en el campo y en la huerta, en la reparación.

La guardia nocturna se convirtió muy pronto en una simple formalidad: por la noche se reunían en los dormitorios todos los educadores, tanto los que estaban de guardia como los que se hallaban libres. Tampoco era ésta una hazaña. No teníamos otro sitio donde ir, salvo los dormitorios de los colonos. Nuestras habitaciones desoladas no eran confortables y, además, la luz de nuestros quinqués las hacía un poco terroríficas. Por el contrario, en los dormitorios nos esperaban impacientes después del té de la tarde los morritos conocidos y los ojos vivos y alegres de los colonos con una reserva enorme de relatos de toda índole, de historias inverosímiles y de hechos reales, de preguntas de todo género -sobre temas actuales, filosóficos, políticos, literarios- y una gran diversidad de juegos, comenzando por el ratón y el gato y terminando por el ladrón y el confidente. También aquí se examinaban los hechos diversos de nuestra vida, semejantes a los ya descritos, se ponía verdes a los vecinos del caserío, se proyectaban los detalles de la reparación y de nuestra futura vida feliz en la segunda colonia.

A veces, Mitiaguin nos refería cuentos. Era un maravilloso narrador. Sabía contar sus cuentos, empleando elementos de ficción teatral y una mímica expresiva. Mitiaguin quería a los pequeños, a los que sus narraciones causaban un placer especial. En ellas faltaba casi por completo el elemento mágico: únicamente figuraban mujiks listos y mujiks tontos, nobles bobalicones y operarios astutos, ladrones valientes y afortunados y policías ineptos, soldados audaces y vencedores y popes obtusos y lentos.

Por las noches organizábamos frecuentemente en los dormitorios lecturas en voz alta. Desde el primer día formamos una biblioteca, para la que yo compraba los libros o los pedía en las casas particulares. A finales del invierno teníamos casí todos los clásicos y mucha literatura política y agrícola. En los depósitos abandonados de la Delegación Provincial de Instrucción Pública encontramos numerosos libritos de divulgación sobre diversas ramas del saber.

Eran muchos los colonos aficionados a la lectura, pero no todos, ni mucho menos, sabían asimilarla. Por eso instauramos la costumbre de las lecturas en voz alta, en las que participaban habitualmente todos los muchachos. Leía yo o Zadórov, que poseía una espléndida dicción. En el transcurso del primer invierno leímos muchas obras de Pushkin, de Korolenko, de Mamin-Sibiriak, de Veresáiev y, en particular, de Gorki.

Gorki producía en nuestro medio una impresión muy fuerte, aunque de doble carácter. Karabánov, Taraniets, Vólojov y otros educandos sentían más directamente el romanticismo de Gorki, pero se negaban en redondo a tener en cuenta el análisis gorkiano. Con los ojos encendidos oían Makar Chudrá, estallaban en exclamaciones de admiración, agitaban los puños ante la figura de Ignat Gordéiev y se aburrían con la tragedia del Abuelo Arjip y Lionka. A Karabánov le gustaba, en particular, la escena en que el viejo Gordéiev contempla la destrucción de su Boyárina por los hielos. Semión tensaba todos los músculos de su rostro y decía con una voz de trágico:
- ¡Ése sí que es un hombre! ¡Si todo el mundo fuera así!
Con el mismo entusiasmo escuchaba la historia de la muerte de Ilyá en Los tres.
- ¡Vaya un tipo! ¡Eso sí que es morir: darse con la cabeza contra una piedra!
Mitiaguin, Zadórov y Burún se burlaban, condescendientes, del entusiasmo de nuestros románticos y les herían en lo vivo.
- Oís como pasmados y no comprendéis nada.
- ¿Que yo no comprendo nada?
- Claro que no. ¿Qué hay de bueno en eso de darse con la cabeza contra una piedra? Ese Ilyá es un tonto y un guiñapo. Porque una mujer le pone mala cara en seguida se echa a llorar. Yo en su puesto hubiera estrangulado a un comerciante más. Con todos hay que hacer lo mismo y con tu Gordéiev también.
Ambas partes coincidían únicamente en la apreciación del Luká de Bajos fondos. Karabánov movía la cabeza:
- Estos viejecitos son venenosos. No hacen más que zumbar y zumbar, y luego desaparecen como por encanto. También yo conozco a gente así.
- Ese Luká es un diablo listo -decía Mitiaguin-. Es feliz, lo comprende todo, siempre se sale con la suya, bien con astucia, bien robando, bien fingiendo bondad. Y así vive.

Las obras de Gorki Infancia y Por el mundo impresionaron profundamente a todos. Los muchachos escucharon la lectura, conteniendo el aliento y pidiendo que continuásemos aunque fuera hasta las doce. Al principio, no me habían creído cuando yo les conté la historia de la vida real de Gorki. Tal historia les había dejado estupefactos y me preguntaban llenos de interés:
- Entonces, ¿resulta que Gorki es como nosotros? ¡Esto sí que es formidable!
Esta circunstancia despertó en ellos una honda y alegre emoción.

La vida de Máximo Gorki pasó a formar parte de nuestra vida. Algunos de sus episodios llegaron a ser entre nosotros elementos de comparación, base para los apodos, motivos para las discusiones, escalas para la medición de la calidad humana.

- A esos pequeños les cae muy bien el nombre de Korolenko -dijo Zadórov-. En cambio, nosotros somos los de Gorki.

Kalina Ivánovich era de la misma opinión:
- Yo he visto a ese Korolenko y hasta he hablado con él: una persona muy decente. Pero vosotros, tanto teórica como prácticamente, sois unos harapientos.

Comenzamos a llamarnos colonia Gorki sin que nos autorizase ninguna disposición oficial. Poco a poco en la ciudad se acostumbraron a que nos llamásemos así y no protestaron contra nuestros nuevos timbres y estampillas, que llevaban el nombre del escritor. Desgraciadamente, tardamos en establecer contacto con Máximo Gorki: nadie en la ciudad conocía su dirección. Sólo en 1925 leímos en un semanario ilustrado un artículo acerca de la vida de Gorki en Italia; en el artículo se citaba la transcripción italiana de su nombre: Massimo Gorky. Entonces enviamos al azar nuestra primera carta a una dirección idealmente lacónica: Italia. Massimo Gorky.

Tanto los mayores como los pequeños se sentían entusiasmados por los relatos y la biografía de Gorki, a pesar de que la mayoría de los pequeños eran analfabetos.

En la colonia teníamos a doce niños de diez años para arriba. Eran unos arrapiezos vivos y hábiles, ladronzuelos de menudencias y eternamente sucios hasta más no poder. Siempre llegaban a la colonia en mal estado: anémicos, escrofulosos, comidos por la sarna. Ekaterina Grigórievna, nuestra enfermera y hermana voluntaria de la caridad, se afanaba incansablemente con ellos. Los pequeños estaban siempre pegados a ella, a pesar de su seriedad. Ekaterina Grigórievna sabía reprenderles de un modo maternal, conocía todas sus debilidades, no creía en sus palabras (yo jamás me vi libre de este defecto), no pasaba por alto ninguna falta y se indignaba manifiestamente ante cualquier iniquidad.

Pero, en cambio, sabía admirablemente hablarles con las palabras más simples, con el sentimiento más humano acerca de su madre, de la vida, de lo que cada uno de ellos sería -marino o jefe del Ejército Rojo o ingeniero-; sabía comprender toda la hondura de la terrible ofensa que la vida maldita y estúpida había causado a los pequeños. Además, sabía sobrealimentarlos: infringía a la chita callando todas las normas y reglas de abastecimiento y triunfaba fácilmente con una palabra afable sobre la feroz meticulosidad de Kalina Ivánovich.

Los colonos mayores, que veían ese vínculo entre Ekaterina Grigórievna y los pequeños, no lo estorbaban y con un aire protector y bonachón cumplían siempre los pequeños ruegos de Ekaterina Grigórievna: cuidar de que el pequeño se bañase debidamente, que se enjabonara bien, que no fumase, que no desgarrara su traje, que no se pelease con Petka, etc.

Gracias en gran parte a Ekaterina Grigórievna, los muchachos mayores de nuestra colonia quisieron siempre a los pequeños, les trataron siempre como hermanos mayores: con cariño, con rigor y con solicitud.

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