Índice de Poema pedagógico Capítulo 6
La conquista del tanque metálico
Capítulo 8
Carácter y cultura
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 7

NO HAY PULGA MALA

Tardamos bastante en traducir al lenguaje de los hechos nuestro entusiasmo por la conquista de la herencia de los hermanos Trepke. Diversas causas retrasaron la entrega del dinero y de los materiales. Pero el principal obstáculo era el Kolomak, un riachuelo pequeño, aunque maligno, que separaba nuestra colonia de la finca de los Trepke. Este río se condujo en abril como un representante muy respetable de los elementos naturales. Al principio, se desbordaba lento y tenaz, y después volvía con mayor lentitud aún a sus humildes riberas y dejaba a sus espaldas una nueva calamidad: un barro intransitable, por el que no podía pasar nadie.

Por eso Trepke como entre nosotros llamábamos a la nueva adquisición, siguió todavía mucho tiempo en ruinas. Todo este tiempo los colonos estuvieron entregándose a efusiones primaverales. Por las mañanas, después del desayuno, esperando la llamada al trabajo, se instalaban cerca del cobertizo y se calentaban al sol, ofreciendo sus vientres a los rayos solares y tirando despreciativamente sus klifts por el patio. Podían permanecer horas enteras al sol, resarciéndose de los meses invernales, en que era difícil entrar en calor hasta dentro de los dormitorios.

La llamada al trabajo les obligaba a levantarse. Entonces iban con desgana a sus puestos, pero, incluso en pleno trajín, encontraban pretextos y posibilidades técnicas para seguir tomando el sol.

A principios de abril se escapó Vaska Poleschuk. No era un colono envidiable. En diciembre, me encontré con este cuadro en la delegación de Instrucción Pública: un grupo numeroso de gente rodeaba junto a una mesita a un chicuelo sucio y harapiento. La sección de deficientes le había reconocido como anormal y quería enviarle a una casa de atrasados mentales. El harapiento protestaba, llorando y gritando que él no estaba loco, que le habían llevado con artimañas a la ciudad cuando, en realidad, le habían prometido llevarle a una escuela de Krasnodar.

- ¿Por qué gritas? -le pregunté yo.
- Pues, porque me toman por loco...
- Ya lo he oído. Deja de llorar y ven conmigo.
- ¿Y cómo vamos a ir?
- Montados en nuestras piernas. Ensilla.
- ¡Ji, ji, ji!...

La fisonomía del harapiento, desde luego, no era la fisonomía de una persona inteligente. Pero una energía poderosa desprendíase de él y yo me dije: Es igual, no hay pulga mala...

La sección de deficientes se desembarazó con alegría de su cliente y emprendimos animosos el camino de la colonia. Durante el trayecto el muchacho me refirió la historia de costumbre, que empezaba con la muerte de los padres y con la mendicidad. Se llamaba Vaska Poleschuk. Según sus palabras, sabía ya lo que era estar herido: había participado en la toma de Perekop.

Al día siguiente de llegar a la colonia enmudeció, y ni los educadores ni los muchachos conseguían hacerle hablar. Por lo visto, semejantes fenómenos habían impelido a los peritos a considerarle loco.

Los muchachos, interesados por su mutismo, me pidieron permiso para aplicarle no sé qué método especial: era preciso asustarle, y entonces rompería a hablar en el acto. Lo prohibí categóricamente. En general; lamentaba haber traído a este mudo a la colonia.

De repente Poleschuk empezó a hablar, a hablar sin motivo alguno. Era simplemente un maravilloso día de primavera, tibio, que olía a tierra secándose y a sol. Poleschuk rompió a hablar enérgicamente, a gritos, acompañando sus palabras de risas y de saltos. Se pasaba días enteros sin separarse de mí, hablándome de los encantos de la vida en el Ejército Rojo y del jefe Zubati.

- ¡Qué hombre! Tenía unos ojos azules, que parecían negros y que, cuando miraban, se sentía frío hasta en la barriga. Cuando estuvo en Perekop, incluso los nuestros le tenían miedo.
- ¿Por qué hablas tanto de ese Zubati? -le preguntaban los muchachos-. ¿Conoces su dirección?
- ¿Qué dirección?
- La dirección para escribirle. ¿Tú la conoces?
- No, no la conozco. Pero ¿para qué escribirle? Iré a Nikoláiev y allí daré con él.
- ¿Y si te echa?...
- No me echará. Fue otro quien me echó. Decía que no se debía perder tiempo con un bobo. ¿Es que yo soy bobo?

Poleschuk se pasaba el día íntegro hablándonos a todos de Zubati, de su apostura, de su intrepidez y de que nunca blasfemaba.

Los muchachos le preguntaban a boca de jarro:
- ¿Te dispones a largarte?
Poleschuk, pensativo, se quedaba mirándome. Meditaba largo tiempo y, cuando los muchachos se olvidaban ya de él y pasaban a tratar apasionadamente otro tema, zarandeaba de repente al que le había hecho la pregunta:
- ¿Antón se enfadará?
- ¿De qué?
- Si me largo.
- ¿Y tú crees que no? ¡Valía la pena de perder el tiempo contigo!...
Vaska se quedaba pensativo otra vez.
Y un día, después del desayuno, Shelaputin vino corriendo hacia mí.
- Vaska no está en la colonia... y no ha desayunado. Se ha largado. Se ha ido con Zubati.
Los muchachos me rodearon en el patio. Tenían interés por saber qué impresión me había producido la fuga de Vaska.
- A pesar de todo, Poleschuk se ha escapado...
- El olor a la primavera...
- Se habrá ido a Crimea.
- A Crimea no: a Nikoláiev...
- Si fuésemos a la estación, podríamos echarle el guante...

Y, aunque Poleschuk no era un colono envidiable, su fuga me produjo una impresión muy penosa. Me amargaba como una ofensa que, sin querer aceptar nuestro pequeño sacrificio, se hubiera marchado en busca de algo mejor. Pero, al mismo tiempo, yo sabía que la indigencia de nuestra colonia era incapaz de retener a nadie.

- ¡Que se vaya al diablo! -les dije a los muchachos-. Se ha ido, y no hay más que hablar. Tenemos asuntos más importantes.

En abril Kalina Ivánovich comenzó a arar. Este acontecimiento cayó sobre nosotros de manera completamente imprevista. La comisión encargada de los asuntos relacionados con los menores de edad había detenido a un pequeño cuatrero. El delincuente había sido enviado no sé a dónde, pero con el dueño del caballo no se pudo dar. La comisión pasó una semana entre terribles tormentos: no estaba acostumbrada a tener en su poder una prueba material tan incómoda como un caballo. Un día que fue a la comisión, Kalina Ivánovich -enterado de los tormentos y de la triste vida del inocente caballo, recluido en un patio pavimentado de guijarros- empuñó las riendas del animal sin decir nada a nadie y se lo trajo a la colonia. Tras él volaron los suspiros de alivio de los miembros de la comisión.

En la colonia Kalina Ivánovich fue recibido con gritos de entusiasmo y de asombro. Gud tomó en sus manos trémulas de emoción las riendas que le entregó Kalina Ivánovich y guardó en lo más hondo de su alma el sermón del viejo:
- ¡Ten cuidado! Al caballo no hay que tratarle como os tratáis aquí vosotros. Es un animal, que no sabe hablar y que no puede decir nada. Ya comprenderéis que no está en condiciones de quejarse. Pero, si le molestas y te larga una coz en la cabezota, no se te ocurra ir a Antón Semiónovich. Llores o no llores, yo, de todas formas, daré contigo y te partiré la cabeza.

Nosotros rodeábamos a aquel grupo solemne, y ninguno protestó contra los espantosos peligros que se cernían sobre la cabeza de Gud. Kalina Ivánovich sonreía, resplandeciente, a través de su pipa, pronunciando un discurso tan terrorífico. El caballo era de pelaje rojizo, todavía no viejo y bastante bien cuidado.

Durante varios días Kalina Ivánovich trabajó con los muchachos en el cobertizo. Con ayuda de martillos, de destornilladores, de simples trozos de hierro y, en fin, con ayuda de muchos discursos didácticos, logró construir de los diversos restos inútiles de la vieja colonia algo que se parecía a un arado.

Y vimos un cuadro inefable: Burún y Zadórov arando. Kalina Ivánovich, que iba a su lado, les decía:
- ¡Vaya parásitos! ¡No sabéis ni arar! Aquí tenéis un blanco, y aquí otro, y otro...
Los muchachos refunfuñaban bonachones:
- Debería enseñarnos usted, Kalina Ivánovich. Pero, seguramente, usted no ha arado nunca.
Kalina Ivánovich se quitaba la pipa de la boca y procuraba dar a su rostro una expresión feroz.
- ¿Cómo? ¿Que yo no he arado nunca? Pero, ¿qué falta hace que uno mismo are? Aquí lo que hace falta es comprender. Yo comprendo que tú has hecho blancos, y tú no lo comprendes.

A un lado iban Gud y Brátchenko. Gud espiaba a los labradores por si maltrataban al caballo, mientras Brátchenko se limitaba a contemplar embelesado al Pelirrojo. Se había ofrecido a Gud como ayudante voluntario en los trabajos de la cuadra.

En el cobertizo, algunos de los muchachos mayores se afanaban junto a la vieja sembradora. Sofrón Golován les imprecaba, asombrando sus almas impresionables con la erudición de cerrajero y de herrero que poseía.

Sofrón Golován estaba dotado de algunos rasgos muy notables, que le destacaban de los demás mortales: hombre de estatura gigantesca, lleno de alegría de vivir, eternamente bebido y jamás borracho, tenía acerca de todas las cosas una opinión propia que dejaba siempre estupefacta a la gente por su ignorancia. Golován era una monstruosa amalgama de kulak y de herrero: poseía dos jatas, tres caballos, dos vacas y una fragua. Pero, con todo, era un buen herrero, y sus manos parecían incomparablemente más listas que su cabeza. La fragua de Sofrón estaba en la carretera de Járkov junto a una posada, y en esta posición geográfica residía el secreto del enriquecimiento de la familia Golován.

Sofrón vino a la colonia invitado por Kalina Ivánovich. En nuestros cobertizos había aparecido algún que otro instrumental de forja. La propia fragua estaba semiderruida, pero Sofrón nos propuso traer su yunque y su hornillo, añadir algún otro instrumental y trabajar con nosotros como instructor. Incluso se comprometió a reparar la fragua por su cuenta. A mí me sorprendió tanto afán de ayudarnos.

Mi perplejidad quedó disipada con el informe nocturno de Kalina Ivánovich.
Metiendo un papel en el cristal de mi quinqué para encender su pipa, Kalina Ivánovich me dijo:
- Ese parásito de Sofrón no viene en vano a trabajar con nosotros. Los mujiks le presionan, ¿sabes?, y tiene miedo a que le quiten la fragua. En cambio, trabajando aquí, tendrán que considerarle como si estuviera sirviendo a los Soviets.
- Y entonces, ¿qué vamos a hacer con él? -pregunté a Kalina Ivánovich.
- ¿Qué vamos a hacer? ¿Quién querrá venir aquí? ¿De dónde podemos sacar una fragua? ¿Y las herramientas? Casa tampoco tenemos, y, si aparece alguna covachuela, de todas formas deberemos llamar a los carpinteros. ¿Y sabes una cosa? -Kalina Ivánovich entornó los párpados-. ¿A nosotros qué más nos da?
Sea bizca, sea jorobada, con tal de que sea bien dotada. ¡Da lo mismo que sea un kulak! De todas formas, trabajará como es debido.

Kalina Ivánovich, meditativo, llenaba de humo mi habitación y, de pronto, dijo, sonriendo:
- Los mujiks, esos parásitos, acabarán quitándole la fragua. ¿Y qué van a sacar con ello? De todas formas, no harán nada. Más vale, entonces, que tengamos nosotros nuestra fragua, porque, pase lo que pase, Sofrón está perdido. Esperaremos un poquito y después le daremos la patada: nosotros somos una institución soviética, y tú, hijo de perra, eres una sanguijuela que bebe sangre humana, ¡je, je, je!

Habíamos recibido ya parte del dinero presupuestado para la reparación de la finca, pero era tan poco que exigía de nosotros una habilidad extraordinaria. Todo debíamos hacerlo con nuestras propias manos. Para ello, la fragua era imprescindible, así como un taller de carpintería. Teníamos los bancos. En ellos, aunque difícilmente, se podía trabajar: habíamos comprado herramientas. Poco después apareció en la colonia el instructor carpintero. Bajo su dirección, los muchachos se dedicaron enérgicamente a serrar las tablas traídas de la ciudad y a ensamblar las puertas y ventanas de la nueva colonia. Por desgracia, los conocimientos profesionales de nuestros carpinteros eran tan insignificantes, que el proceso de fabricación de puertas y ventanas para la vida futura fue muy doloroso en los primeros tiempos. Los trabajos en la fragua -y eran muchos- tampoco nos alegraban al principio. Sofrón no se distinguía por el afán de terminar rápidamente el período de reconstrucción en el Estado soviético. Su jornal de instructor se expresaba en cifras insignificantes: los días de pago, Sofrón enviaba ostensiblemente todo el dinero por un muchacho a alguna mujer que fabricaba aguardiente:
- Tres botellas de aguardiente -ordenaba.
Tardé en saberlo. En general, yo estaba como hipnotizado entonces por esta relación: garfios, bisagras, argollas, pestillos. Y como yo, todo el mundo sentíase arrebatado por el trabajo en vías de franco desarrollo. Entre los muchachos se destacaban ya carpinteros y herreros; el dinero comenzó a sonarnos en los bolsillos.

Nos entusiasmaba la animación que la fragua había traído consigo. A las ocho de la mañana, resonaba ya en la colonia el alegre sonido del yunque. En la fragua había siempre risas, y junto a su amplio portón, abierto de par en par, constantemente aguardaban dos o tres aldeanos que discurrían de sus quehaceres, de los impuestos en especie de Verjola, el presidente del Comité de campesinos pobres, del forraje, de la sembradora. Herrábamos los caballos del lugar, colocábamos llantas de hierro en las ruedas, reparábamos los arados. A los campesinos pobres les cobrábamos únicamente la mitad de la tarifa, y aquí nacieron interminables discusiones acerca de la justicia y la injusticia social.

Sofrón se ofreció a construirnos una carreta. En los cobertizos de la colonia, donde había, en cantidad inagotable, toda clase de trastos, encontramos la caja de un carro. Kalina Ivánovich trajo de la ciudad dos ejes, sobre los que estuvieron golpeando por espacio de dos días los machos y los martillos de la fragua. Por fin, Sofrón declaró que la carreta estaba ya lista, pero que faltaban las ballestas y las ruedas. No teníamos ni lo uno ni lo otro. Durante mucho tiempo yo rebusqué por la ciudad, implorando ballestas viejas, y Kalina Ivánovich emprendió un largo viaje al interior del país. Viajó una semana entera y trajo consigo dos pares de llantas nuevas y unos cuantos centenares de impresiones diversas, entre las cuales la principal era ésta:
- ¡Qué gente tan inculta son esos mujiks!
Sofrón nos trajo del caserío a Kósir. Kósir tenía cuarenta años y se persignaba a cada oportunidad. Apacible y cortés, tenía siempre una animación sonriente. Hacía poco tiempo que había salido de un manicomio y temblaba mortalmente sólo de oír el nombre de su propia esposa, culpable del diagnóstico erróneo de los siquiatras provinciales. Kósir hacía ruedas de carros. Cuando le pedimos que nos hiciese cuatro ruedas, se alegró extraordinariamente. Las peculiaridades de su vida familiar y sus brillantes dotes de asceta le impulsaron a hacernos una proposición puramente práctica:
- ¿Saben una cosa, camaradas? Ya que, loado sea el Señor, han llamado al viejo, ¿saben lo que voy a decirles? Que me quedaré a vivir aquí.
- Aquí no hay dónde.
- No importa, no importa; ustedes no se preocupen, yo encontraré dónde, y Nuestro Señor me ayudará. Ahora estamos en verano. Para el invierno ya nos arreglaremos de algún modo. Yo me acomodaré en ese cobertizo. Me las compondré bien...
- Bueno, quédese usted.
Kósir se persignó y pasó inmediatamente a desarrollar el aspecto práctico de la cuestión:
- Conseguiremos llantas. Kalina Ivánovich no sabe encontrarlas, pero yo sí sé. Los propios mujiks nos las traerán. Ya verán ustedes cómo no nos deja abandonados Nuestro Señor.
- Pero si ya no nos hacen falta más llantas.
- ¿Cómo que no nos hacen falta? ¡Dios os libre! Si no les hacen falta a ustedes, a la gente sí le hacen falta. ¿Cómo puede pasarse el mujik sin ruedas? Ustedes las venden y así sacan dinero; con ello saldrán ganando los muchachos.
Kalina Ivánovich apoyó, riéndose, la petición de Kósir:
- ¡El diablo sea con él! Que se quede. En la naturaleza, ¿sabes?, todo está tan bien dispuesto, que hasta cada hombre sirve para algo.

Kósir pasó a ser pronto el preferido de todos los colonos. Los muchachos consideraban su religiosidad como una forma especial de demencia, muy desagradable para el enfermo, pero nada peligrosa para quienes le rodeaban. Más aún: Kósir desempeñó un papel positivo, pues contribuyó a despertar en los muchachos un sentimiento de aversión por todo lo religioso.

Se instaló en una habitación pequeña, junto al dormitorio. Aquí se sentía bien guarecido contra los actos agresivos de su esposa, que poseía, en efecto, un carácter verdaderamente demencial. Los muchachos experimentaban un auténtico placer defendiendo a Kósir de los vestigios de su vida pasada. La mujer de Kósir se presentaba en la colonia siempre entre gritos y maldiciones. Exigiendo el retorno del marido al hogar familiar, nos culpaba a todos nosotros -los colonos, el Poder soviético, ese granuja de Sofrón y yo- del hundimiento de su felicidad doméstica. Los muchachos le demostraban con ironía manifiesta que Kósir no tenía para ella ninguna utilidad como marido, que la fabricación de ruedas era algo mucho más importante que la felicidad doméstica. Mientras tanto, el propio Kósir, escondido en su habitación, esperaba, paciente, a que el ataque fuera definitivamente rechazado. Y sólo cuando la voz de la esposa ofendida resonaba tras el lago y de sus maldiciones llegaban únicamente retazos sueltos ...hijos de... que... os... vuestra cabeza..., Kósir aparecía en escena:
- ¡Hijitos! ¡Sálvame, Jesucristo! Una mujer tan poco ordenada...

A pesar de un medio tan hostil, el taller de fabricación de ruedas comenzó a rendir beneficios. Kósir, textualmente con ayuda de una persignación, sabía hacer excelentes negocios comerciales; la gente nos traía llantas sin que nosotros las buscásemos e incluso no nos exigía el pago inmediato. Se trataba, en efecto, de un espléndido constructor de ruedas, y la fama de su trabajo había rebasado en mucho los límites de nuestro distrito.

Nuestra vida se hizo más complicada y más alegre. A pesar de todo, Kalina Ivánovich consiguió sembrar en nuestro prado unas cinco desiatinas de avena; el Pelirrojo caracoleaba en la cuadra, en el patio lucía la carreta, cuyo único defecto era su altura sin igual: se alzaba más de dos metros sobre el suelo, y el pasajero sentado en su cesta tenía siempre la impresión de que el caballo que tiraba de la carreta iba no sólo delante, sino también muy debajo.

Desarrollamos una actividad tan intensa, que comenzamos ya a sentir falta de mano de obra. Tuvimos que reparar a toda prisa un dormitorio más, y pronto nos llegaron refuerzos. Fueron de un tipo completamente nuevo.

Por aquel tiempo había sido liquidado un gran número de atamanes y de batkos, y todos los menores de edad pertenecientes a las diversas bandas de las Lévchenko y de las Marusias, cuyo papel militar y bandidesco no había rebasado las obligaciones de cocheros o de pinches, eran enviados a la colonia. Gracias, precisamente, a esta circunstancia histórica aparecieron en la colonia los nombres de Karabánov, Prijodko, Golos, Soroka, Vérshnev, Mitiaguin y otros.
Índice de Poema pedagógico Capítulo 6
La conquista del tanque metálico
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