Índice de Poema pedagógico Capítulo 4
Operaciones de carácter interno
Capítulo 6
La conquista del tanque metálico
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 5

ASUNTOS DE IMPORTANCIA ESTATAL

Mientras nuestros colonos adoptaban una actitud casi de indiferencia respecto a las propiedades de la colonia, había fuerzas ajenas que les concedían profunda atención.

El núcleo más importante de estas fuerzas se hallaba dislocado en la carretera principal de Járkov. Apenas había noche sin que alguien fuese desvalijado allí. Convoyes íntegros de carros campesinos eran detenidos por el disparo de un retaco, y los atracadores, sin perder tiempo en palabras, hundían las manos libres del retaco en el corpiño de las mujeres sentadas en los carros, mientras los maridos, llenos de confusión, golpeaban con sus látigos las cañas de las botas y se asombraban:

- ¿Quién podía pensarlo? Escondimos el dinero en el corpiño de las mujeres porque creíamos que era el sitio más seguro, y los malditos han ido a buscarlo directamente allí.

Este tipo de asalto colectivo, por llamarlo así, casi nunca era sangriento. Los labriegos, ya recobrados del susto, acudían a la colonia después de permanecer en el lugar del robo todo el tiempo señalado por los desvalijadores y nos describían expresivamente el suceso. Yo reunía a mi ejército, lo armaba de estacas, empuñaba personalmente el revólver, nos dirigíamos a todo correr a la carretera y husmeábamos largo tiempo por el bosque. Pero sólo una vez nuestras pesquisas se vieron coronadas por el éxito: a media versta de la carretera descubrimos a un grupo de gente, agazapado tras un montón de nieve. Aunque respondieron con un disparo a los gritos de los muchachos y se dispersaron, conseguimos apresar a uno y traerlo a la colonia. No encontramos en su poder ni el retaco ni ningún objeto robado, y negaba todo lo divino y lo humano. Entregado por nosotros a los agentes de investigación criminal, resultó, sin embargo, un bandido famoso, y tras él fue detenida la banda entera. El Comité Ejecutivo Provincial expresó su gratitud a la colonia Gorki.

Pero tampoco después de eso disminuyeron los asaltos en la carretera. A finales del invierno los muchachos comenzaron a encontrar ya huellas de sangrientos sucesos nocturnos. Entre los pinos veían, de pronto, un brazo asomando en la nieve. Se escarbaba la nieve y aparecía una mujer, muerta de un tiro en el rostro. En otro lugar, cerca del mismo camino, entre la maleza, un hombre vestido de cochero con el cráneo hendido. Una buena mañana, descubrimos al despertarnos que desde el lindero del bosque nos contemplaban dos ahorcados. Mientras llegó el juez, estuvieron colgados un par de días, mirando con sus ojos desorbitados la vida de la colonia.

Los colonos no experimentaban ante estos sucesos ni pizca de temor, sino un sincero interés. En primavera, cuando se fundió la nieve, buscaban en el bosque cráneos roídos por los zorros y, ensartándolos en un palo, los traían a la colonia únicamente para asustar a Lidia Petrovna. Los educadores no tenían necesidad de ello para vivir horrorizados, y por las noches temblaban en espera de que irrumpiese en la colonia una banda de saqueadores y diera comienzo la matanza. Los más asustados de todos eran los Osipov, que, según la opinión general, tenían qué perder.

A finales de febrero, nuestra carreta, que, arrastrándose a la velocidad habitual, venía de la ciudad con algunos bienes, fue detenida al anochecer cerca del mismo recodo antes de llegar a la colonia. En la carreta había cebada y azúcar en polvo, cosas que, por motivos ignotos, no sedujeron a los saqueadores. En poder de Kalina Ivánovich no encontraron ningún objeto de valor, a excepción de la pipa. Esta circunstancia despertó entre los asaltantes una justa ira: golpearon a Kalina Ivánovich en la cabeza, y el viejo cayó en la nieve, donde permaneció mientras los salteadores se daban a la fuga. Gud, que era quien cuidaba siempre del Malish en la colonia, fue un simple testigo. Ya en la colonia, tanto Kalina Ivánovich como Gud, se desahogaron en largos relatos. Kalina Ivánovich describía el suceso con tintes dramáticos; Gud, con tintes cómicos. Pero la decisión adoptada fue unánime: enviar siempre al encuentro de nuestra carreta a un destacamento de colonos.

Así procedimos durante dos años. Estas campañas tenían en nuestro léxico un nombre militar: Ocupar el camino.

Enviábamos a unas diez personas. A veces, yo también formaba parte del destacamento, ya que tenía un revólver. No podía confiárselo a cualquier muchacho, y, sin revólver, nuestro destacamento parecía débil. Tan sólo Zadórov recibía a veces el revólver y se lo colgaba orgullosamente sobre sus guiñapos.

Montar la guardia en la carretera era una ocupación muy interesante. Nos emplazábamos a lo largo de la carretera en una extensión de kilómetro y medio, desde el puente sobre el río hasta el mismo recodo antes de llegar a la colonia. Los muchachos, transidos de frío, daban saltos en la nieve, llamándose para no perder el contacto entre sí, y en la penumbra creciente eran como la amenaza de una muerte segura en la imaginación del viajero rezagado. De vuelta de la ciudad, los campesinos apaleaban a sus caballos y en silencio se deslizaban veloces ante aquellas figuras, que se repetían rítmicamente con el aspecto más criminal. Los dirigentes de los sovjoses y las autoridades volaban en trepidantes tachankas y exhibían ostensiblemente a los colonos sus escopetas de dos cañones y sus retacos; los que iban a pie deteníanse junto al puente en espera de otros peatones.

Delante de mí, los muchachos jamás se conducían mal ni asustaban a los viajeros, pero, cuando yo no estaba, hacían travesuras, y muy pronto Zadórov incluso renunció al revólver y exigió obligatoriamente mi presencia. En lo sucesivo, yo salía cada vez que se formaba el destacamento, pero seguí dando el revólver a Zadórov para no privarle de un placer merecido.

Al aparecer nuestro Malish, le recibíamos gritando:

- ¡Alto! ¡Manos arriba!

Pero Kalina Ivánovich se limitaba a sonreír y fumaba con particular energía su pipa.

Nuestro destacamento torcía gradualmente detrás del Malish y entraba como un alegre tropel en la colonia, interrogando a Kalina Ivánovich sobre las diversas novedades relacionadas con el capítulo de abastos.

Aquel mismo invierno emprendimos otras operaciones, no ya limitadas a la colonia, sino de importancia estatal. Un guardia forestal se presentó en la colonia y nos pidió que vigiláramos el bosque: había muchos infractores y el personal de que él disponía no era suficiente para poner coto a las talas furtivas.

La custodia de un bosque perteneciente al Estado, tarea que nos elevó mucho ante nuestros propios ojos, debía proporcionarnos un trabajo extraordinariamente ameno y, además, considerables ventajas.

Es de noche. Pronto amanecerá, pero la oscuridad es todavía completa. Me despierta un golpe en la ventana. Miro: a través del cristal advierto entre los dibujos del hielo una nariz aplastada y una cabeza de híspida cabellera.

- ¿Qué pasa?

- ¡Antón Semiónovich, están talando en el bosque!

Enciendo el quinqué, me visto apresuradamente y salgo después de coger el revólver y la escopeta. En la puerta me aguardan los mayores aficionados a las andanzas nocturnas: Burún y Shelaputin, un muchachito pequeño, diáfano, completamente puro.

Burún toma la escopeta de mis manos y llegamos al bosque.
- ¿Dónde es?

- Escuche.

Hacemos alto. Al principio, no oigo nada; después comienzo a distinguir los sordos golpes de un hacha, que se escuchan apenas entre los imperceptibles sonidos nocturnos y los latidos de nuestros corazones. Avanzamos inclinados; las ramas de los pinos jóvenes arañan nuestros rostros, me arrancan las gafas y nos salpican de nieve. A veces, cesan los golpes del hacha, y nosotros, sin orientación, nos detenemos y aguardamos pacientes. Otra vez resuena el hacha, pero ahora más fuerte y más próxima.

Hay que acercarse imperceptiblemente para no espantar al ladrón. Burún se balancea con la agilidad de un oso; tras él, avanza a saltitos el pequeño Shelaputin, arrebujándose en su klift, y yo cierro la procesión.

Por fin, estamos frente al objetivo. Nos escondemos detrás del tronco de un pino. Un árbol alto y esbelto se estremece, y junto a él surge una silueta ceñida por un cinto. La silueta golpea varias veces sin fuerza y sin decisión, hace un alto, se yergue, mira en torno suyo y vuelve a golpear con el hacha. Nosotros estamos a unos cinco pasos. Burún mantiene la escopeta hacia arriba y me observa sin respirar. Shelaputin, oculto detrás de mí, musita colgado de mi hombro:
- ¿Se puede? ¿Ya se puede?

Afirmo con la cabeza. Shelaputin tira a Burún de la manga.

Suena el disparo como una terrible explosión y se difunde largamente por los ámbitos del bosque.

El hombre del hacha se agacha instintivamente. Silencio. Nos acercamos a él. Shelaputin conoce sus obligaciones. El hacha está ya en sus manos. Burún saluda alegremente:
- ¡Ah, Musi Kárpovich, buenos días!

Da unas palmaditas en la espalda a Musi Kárpovich, pero Musi Kárpovich no se halla ahora en condiciones de pronunciar una sola palabra de saludo. Le domina un pequeño temblor y se sacude mecánicamente la nieve de su manga izquierda.

Yo le pregunto:
- ¿El caballo está lejos?

Musi Kárpovich sigue sin hablar y es Burún quien responde por él:
- ¡Pero si el caballo está aquí! ¡Eh! ¿Quién anda ahí? ¡Da la vuelta!

Solamente ahora distingo entre los pinos los morros del caballo y el arco.

Burún coge a Musi Kárpovich por un brazo:
- Haga el favor, Musi Kárpovich, de tomar asiento en la ambulancia de urgencia.

Musi Kárpovich comienza a dar, por fin, señales de vida. Quitándose el gorro, se atusa el pelo y balbucea sin mirar a nadie:
- ¡Ah! ¡Dios mío, Dios mío!

Vamos hacia el trineo.

El trineo arranca lentamente y avanzamos por unas huellas profundas y blandas. Un muchachuelo como de catorce años, con un gorro enorme y botas altas, guía el caballo, moviendo tristemente las riendas. No hace más que sorberse la nariz y, en general, se le nota disgustado. Nosotros guardamos silencio.

Ya en el lindero del bosque, Burún toma las riendas en sus manos.
- ¡Eh! ¿A dónde vas? Si tuvieras carga, irías hacia allí, pero, para llevar al padre, hay que ir allá...
- ¿A la colonia? -pregunta el muchacho, y Burún, sin devolverle ya las riendas, obliga a torcer al caballo hacia nuestro camino. Está empezando a amanecer.

Musi Kárpovich, por encima de la mano de Burún, hace parar súbitamente al caballo y con la otra mano se quita el gorro.
- ¡Antón Semiónovich, suélteme usted! ¡Es la primera vez!... No tengo leña... ¡Déjeme marchar!

Burún, descontento, desprende de las riendas la mano de Musi Kárpovich, pero no arrea al caballo, en espera de mi decisión.

- No, eso no vale, Musi Kárpovich -digo yo-. Hay que levantar un acta; usted mismo comprende que se trata de un asunto de Estado.
- Y tampoco es verdad que sea la primera vez -dice Shelaputin, recibiendo con su timbre argentino de contralto el amanecer-. No es la primera vez, sino la tercera. Una vez sorprendimos a su Vasili y la otra...

Burún interrumpe la música del contralto argentino con su voz ronca de barítono:
- ¿Qué hacemos aquí parados? Tú, Andréi, vuela a casa, que tienes poco que pintar en este asunto. Dile a la madre que el padre ha dado un mal paso y que prepare algo de comer para enviárselo.

Andréi, atemorizado, salta del trineo y vuela al caserío. Nosotros seguimos adelante. A la entrada de la colonia nos recibe un grupo de muchachos.

- ¡Oh! Y nosotros pensábamos que os habían matado allí y ya nos disponíamos a ir a salvaros.

Burún rompe a reír:
- La operación se ha efectuado con un éxito vertiginoso.

En mi habitación se reúne gran cantidad de gente. Musi Kárpovich, abrumado, está en una silla frente a mí; Burún, junto a la ventana, vigila con el revólver; Shelaputin musita a sus camaradas la historia espeluznante de la alarma nocturna. Dos muchachos han tomado asiento en mi cama y lo mismo que los restantes, sentados en los bancos, siguen con atención el levantamiento del acta.

El documento es redactado con desgarradores detalles.
- ¡Tiene usted doce desiatinas de tierra? ¿Tres caballos?
- ¡Pero qué van a ser caballos! -gime Musi Kárpovich-. Tengo una yegüita que no pasa de dos añitos...
- Tres, tres -insiste Burún, golpeando cariñosamente a Musi Kárpovich en un hombro.

Yo sigo escribiendo:
- ...el tajo del árbol mide 36 centímetros.
Musi Kárpovich alza los brazos:
- Pero, ¿qué dice usted? ¡Por Dios, Antón Semiónovich! ¡Qué va a ser tanto! ¡Ni siquiera veinticinco centímetros!

Shelaputin interrumpe su relato, señala con las manos algo parecido a medio metro y, mirando fijamente a Musi Kárpovich, dice con una risa descarada:
- ¿Era así? ¿Así? ¿Verdad?

Musi Kárpovich hace un ademán como sacudiéndose de su risa y sigue dócilmente los movimientos de mi pluma.
El acta está concluida. Musi Kárpovich con un aire de persona agraviada me da la mano para despedirse y tiende igualmente la mano a Burún como al mayor de todos los chicos.
- En vano hacéis esto, muchachos. Todos tenemos que vivir.
Burún se inclina en una gentil reverencia:
- ¡Naturalmente, y nosotros estamos siempre dispuestos a ayudar!
De improviso recuerda:
- ¡Ah, Antón Semiónovich! ¿Y qué hacemos con el árbol?

Quedamos pensativos. El árbol, en efecto, está casi talado, y de seguro mañana acabarán de talarlo y se lo llevarán. Burún no espera nuestra decisión y se dirige a la puerta. De paso lanza al apenado Musi Kárpovich:
- Le llevaremos el caballo; no se preocupe. Muchachos, ¿quiénes vienen conmigo? Bueno, seis bastan. ¿Tiene usted cuerda, Musi Kárpovich?
- Está en el trineo.

Todos se dispersan. Una hora más tarde los muchachos traen un alto pino. Es el premio a la colonia. Además, el hacha, conforme a una vieja tradición, pasa a ser propiedad nuestra. Mucha agua correrá desde entonces, pero los colonos, al arreglar sus cuentas mutuas, todavía hablarán así largo tiempo:
- Había tres hachas. Yo te he dado tres hachas y ahora no hay más que dos. ¿Dónde está la tercera?
- ¿Qué tercera?
- ¿Cómo qué tercera? La que quitamos entonces a Musi Kárpovich.

Más que las convicciones morales y que la ira, fue esta lucha verdaderamente práctica e interesante lo que originó los primeros brotes de un buen ambiente colectivo.

Al reunirnos por las tardes, discutíamos, y reíamos, y fantaseábamos sobre nuestras peripecias, nos sentíamos hermanados por la lucha, nos fundíamos en un todo único que se llamaba colonia Gorki.

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