Índice de Poema pedagógico Capítulo 3
Característica de las necesidades primordiales
Capítulo 5
Asuntos de importancia estatal
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 4

OPERACIONES DE CARÁCTER INTERNO

En febrero desapareció de mi cajón un fajo entero de billetes: aproximadamente mi salario de seis meses.

Por aquel tiempo en mi habitación estaban la oficina, la sala de los maestros, la contaduría y la caja, porque yo compaginaba en mi persona todas esas obligaciones. El fajo de billetes nuevecitos había desaparecido de mi cajón cerrado sin la menor huella de fractura.

Por la noche hablé de ello con los muchachos y les pedí que me fuera reintegrado el dinero. Yo no estaba en condiciones de demostrar que había sido robado, y podrían acusarme libremente de malversación. Los muchachos me oyeron sombríos y se dispersaron. Después de la reunión, dos de ellos -Taraniets y Gud- se me acercaron en el patio oscuro cuando me dirigía a mi habitación. Gud era un adolescente pequeño y ágil.

- Nosotros sabemos quién ha cogido el dinero -susurró Taraniets-, sólo que no podemos decirlo delante de todos: no sabemos dónde lo ha escondido. Y si declaramos lo que sabemos, el ladrón alzará el vuelo, llevándose el dinero.

- ¿Quién ha cogido el dinero?

- Uno de aquí.

Gud miraba con el entrecejo fruncido a Taraniets. Por lo visto, no aprobaba plenamente su política.

- ¡Hay que zumbarle! -gruñó- ¿A qué viene perder el tiempo hablando aquí?

- ¿Y quién va a zumbarle? -preguntó Taraniets, volviéndose hacia él-. ¿Tú? Te hará picadillo.

- Vosotros decidme quién ha cogido el dinero. Yo hablaré con él -les propuse.

- No, eso no podemos hacerlo.

Taraniets insistía en el secreto. Yo me encogí de hombros:

- Bueno, como queráis.

Me fui a dormir. Por la mañana, Gud encontró el dinero en la cuadra. Alguien lo había arrojado por el estrecho ventanuco de la caballeriza, y los billetes se habían esparcido por todo el local. Temblando de alegría, Gud vino corriendo a mí. En las dos manos traía los billetes arrugados y en desorden.

Gud bailaba de alegría por la colonia; todos los muchachos, resplandecientes, irrumpían en mi habitación para verme. Sólo Taraniets andaba presumiendo con la cabeza erguida. Ni a él ni a Gud les interrogué acerca de su conducta después de nuestro diálogo.

Dos días después alguien descerrajó la puerta de la cueva y se llevó unas cuantas libras de tocino, que constituían toda nuestra riqueza en grasas. También desapareció el candado. Al día siguiente alguien rompió la ventana de la despensa, y desaparecieron los caramelos que guardábamos para las fiestas de la Revolución de Febrero y varias latas de lubrificantes para ruedas, que eran como oro para nosotros.

Kalina Ivánovich llegó a adelgazar aquellos días: aproximaba su rostro pálido a cada colono y, echándole a los ojos el humo de la majorka, trataba de convencerle:

- ¡Pero pensadlo un poco! Todo es para vosotros, hijos de perra. ¡Os robáis a vosotros mismos, parásitos!

Taraniets sabía más que nadie, pero observaba una actitud evasiva. Por lo visto, no entraba en sus cálculos esclarecer este asunto. Los colonos hablaban mucho de los robos, aunque entre ellos prevalecía un interés puramente deportivo. No admitían en absoluto la idea de que los robados fueran, precisamente, ellos mismos.

En el dormitorio yo gritaba, iracundo:

- Pero ¿qué sois? ¿Sois personas o?...

- Somos ladronzuelos -sonó una voz desde un catre lejano.

- ¡Ladronazos!

- ¡Qué vais a ser ladronazos! ¡Sois rateros vulgares! ¡Os robáis a vosotros mismos! Ahora, por ejemplo, no tendréis tocino, ¡y que el diablo os lleve! Y pasaréis las fiestas sin caramelos. Nadie nos dará más. ¡Fastidiaos!

- Pero, ¿qué podemos hacer, Antón Semiónovich? Nosotros no sabemos quién los ha cogido. Ni usted lo sabe, ni tampoco nosotros.

Yo, dicho sea de paso, había comprendido desde el principio que mis palabras eran superfluas. Robaba alguien de los mayores temido por todos los demás.

Al día siguiente fui en compañía de dos muchachos a gestionar una nueva ración de tocino. Tuvimos que ir varios días, pero logramos la nueva ración. También nos dieron caramelos, aunque nos reprendieron mucho por no haber sabido conservarlos. Por las noches referíamos prolijamente nuestras andanzas. Al fin, trajimos el tocino a la colonia y lo guardamos en la cueva. La primera noche fue también robado.

A mí incluso me alegró esta circunstancia. Esperaba que ahora hablaría el interés colectivo, común, y que él obligaría a todos a tomar con más afán la cuestión de los robos. Efectivamente, todos los muchachos se apenaron, pero no hubo entre ellos excitación alguna, y, una vez disipada la primera impresión, el interés deportivo volvió a apoderarse de todos: ¿quién podría obrar con tanta habilidad?

Unos días más tarde desapareció de la cuadra la collera del caballo, lo que nos impedía incluso ir a la ciudad. Nos vimos obligados al principio a pedir prestada una collera en el caserío.

Los robos sucedíanse ahora a diario. Cada mañana se descubría que en uno o en otro lugar faltaba algo: un hacha, un serrucho, vajilla, sábanas, los arreos, las riendas, víveres. Probé a no dormir de noche y a vigilar, armado de mi revólver, en el patio, pero, naturalmente, no pude resistir más de dos o tres noches. Pedí a Osipov que montase él la guardia una noche; sin embargo, tuvo tanto miedo, que no volví a hablarle de ello.

Yo sospechaba de bastantes muchachos, entre ellos también de Taraniets y de Gud. Pero no tenía ninguna prueba y me veía obligado a guardar en secreto mis sospechas.

Zadórov, riéndose a carcajadas, bromeaba:

- ¿Y usted creía, Antón Semiónovich, que, por tratarse de una colonia de trabajo, aquí no habría más que trabajar y trabajar, sin ninguna diversión? ¡Espérese, que aún las verá más gordas! ¿Y qué hará usted al que pesque?

- Le meteré en la cárcel.

- Eso no es nada. Yo pensaba que le pegaría.

Una noche salió vestido al patio.

- Voy a acompañarle.

- Ten cuidado, no sea que los ladrones se metan contigo.

- No, ellos saben que hoy monta usted la guardia y no saldrán a robar. Además ¿qué hay de particular en esto?

- Confiesa, Zadórov, que les tienes miedo.

- ¿A quiénes? ¿A los ladrones? Claro que les tengo miedo, pero no se trata de eso: es que delatar no está bien. ¿No cree usted lo mismo, Antón Semiónovich?

- ¡Pero si están robándoos!

- ¡A mí qué van a robarme! Yo no tengo aquí nada mío.

- Pero si todos vivís aquí.

- ¿Qué vida es ésta, Antón Semiónovich? ¿Acaso puede llamarse vida a esto? No sacará usted nada en limpio de la colonia. Está esforzándose en vano. Ya verá cómo, después de saquear la colonia, los ladrones se escaparán. Vale más que contrate a dos buenos guardias y que les dé fusiles.

- No, no contrataré a ningún guardia ni les daré fusiles.

- ¿Por qué? -se sorprendió Zadórov.

- A los guardias hay que pagarles, y nosotros ya somos bastante pobres, pero lo principal es que vosotros debéis ser aquí los amos.

La idea de que eran precisos guardias pertenecía también a otros muchos colonos. En el dormitorio se había entablado una verdadera discusión con tal motivo.

Antón Brátchenko, el mejor representante de la segunda partida de colonos, demostraba:

- Cuando haya un guardia, nadie saldrá a robar. Y, si sale, se le puede meter, en salva sea la parte, una descarga de sal. Después de andar un mes con sal, ya no tendrá ganas de robar.

Le refutaba Kostia Vetkovski, un apuesto muchacho, cuya especialidad en la libertad eran los registros con mandatos falsos. Durante estos registros ejecutaba papeles secundarios; los principales pertenecían a los mayores. El propio Kostia -este hecho figuraba en su expediente jamás había robado nada, atraído exclusivamente por el lado estético de la operación. Su actitud respecto a los ladrones había sido siempre despectiva. Ya hacía algún tiempo que yo había advertido la naturaleza delicada y compleja de este muchacho. Lo que, sobre todo, me sorprendía en él era lo bien que se llevaba con los muchachos menos sociables y su autoridad, unánimemente reconocida, en las cuestiones políticas.

- ¡Antón Semiónovich tiene razón! -decía Kostia-. ¡Ni hablar de guardias! Por ahora no nos damos cuenta, pero, dentro de poco, todos comprenderemos que en la colonia no se debe robar. Incluso muchos lo comprenden ya ahora. Pronto vigilaremos nosotros mismos. ¿Verdad, Burún? -preguntó, volviéndose inesperadamente hacia Burún.

- ¿Y qué? Si hay que vigilar, vigilaremos -repuso Burún.

En febrero nuestra ama de llaves dejó de trabajar en la colonia; yo había conseguido su traslado a un hospital. Un domingo el Malish se acerco al umbral de su casa, y todos los amigos y participantes de sus tés filosóficos comenzaron a instalar cuidadosamente los múltiples sacos y maletines en el trineo. La buena viejecita, balanceándose apaciblemente en lo alto de su tesoro, salió al encuentro de su nueva vida a la rapidez habitual de dos kilómetros por hora.

El Malish regresó tarde, pero con él volvió también la viejecita, que, entre gritos y sollozos, irrumpió en mi habitación: había sido desvalijada por completo. Sus amigos y ayudantes no habían colocado sólo en el trineo todos sus sacos, maletines y bártulos, sino, además, en otro sitio: el robo era insolente. Desperté en el acto a Kalina Ivánovich, a Zadórov y a Taraniets y procedimos a un registro general en toda la colonia. Lo robado era tanto, que seguramente no habrían tenido tiempo de ocultarlo bien. Entre los matorrales, en las buhardillas de los cobertizos, bajo las escaleras de la terracilla, simplemente debajo de las camas y detrás de los armarios dimos con todos los tesoros del ama de llaves. La viejecita era, efectivamente, muy rica: encontramos una docena aproximada de manteles nuevos, muchas sábanas y toallas, cucharas de plata, unos jarritos, un brazalete, pendientes y muchas menudencias.

La viejecita lloraba en mi despacho. Mientras tanto, la habitación se iba llenando de detenidos: sus antiguos amigos y simpatizantes.

Al principio, los muchachos negaban, pero yo les chillé y se despejó el horizonte. Los amigos de la viejecita no habían sido los principales desvalijadores. Ellos se habían limitado a llevarse algún recuerdo, como una servilleta o un azucarero. Se puso en claro que el protagonista de todo este suceso era Burún. El descubrimiento sorprendió a muchos y, en primer lugar, a mí. Desde el primer día Burún me había parecido el más firme de todos los muchachos. Siempre serio y afable sin exceso, era quien estudiaba con más aplicación e interés en la escuela. El volumen y la envergadura de su actividad me dejaron estupefacto. Burún había escondido fardos enteros de bienes de la viejecita. Estaba fuera de duda que los restantes robos producidos en la colonia eran también obra de sus manos.

¡Por fin había llegado hasta el verdadero mal! Sometí a Burún al juicio de un tribunal popular, el primer juicio en la historia de nuestra colonia.

En el dormitorio, sobre las camas y las mesas, se instalaron los jueces negros y harapientos. Un débil quinqué alumbraba los rostros agitados de los colonos y la cara pálida de Burún, pesadote y lento, con el cuello grueso, parecido a MacKinley, el presidente de los Estados Unidos.

Con acentos vigorosos y coléricos describí a los muchachos el delito: robar a una anciana, cuya única felicidad residía en esos pobres trapos, robarla, aunque nadie en la colonia trataba con más cariño que ella a los muchachos, robarla cuando pedía ayuda, significaba no tener realmente nada de humano, significaba no ser ni siquiera un reptil, sino un reptilillo. El ser humano debía respetarse, debía ser fuerte y altivo y no arrebatar a las viejecillas débiles sus últimos trapos.

Bien porque mi discurso produjo gran impresión en los colonos, bien porque estaban ya rabiosos contra Burún sin necesidad de discursos, el caso es que todos cayeron unánime y apasionadamente sobre él. El pequeño y melenudo Brátchenko tendió los dos brazos hacia Burún.

- ¿Y qué? ¿Tú qué dices a eso? Hay que meterte entre barrotes, encerrarte en la cárcel. Por culpa tuya hemos pasado hambre y tú eres quien robó el dinero de Antón Semiónovich.

Burún protestó de repente.

- ¿El dinero de Antón Semiónovich? ¡A ver: demuéstralo!

- ¡Claro que lo demostraré!

- Demuéstralo.

- ¿Lo niegas? ¿Dices que no fuiste tú?

- ¿Yo?

- Claro que tú.

- ¿Que fui yo quien cogió el dinero de Antón Semiónovich? ¿Quién puede demostrarlo?

Resonó atrás la voz de Taraniets:

- Yo lo demostraré.

Burún quedó atónito. Se volvió hacia Taraniets con intención de decir algo, pero después se encogió de hombros:

- Bueno, aunque sea así. ¿Es que no lo he devuelto?

En respuesta los muchachos rompieron a reír inesperadamente. Les gustaba este atractivo diálogo. Taraniets tenía un aire de héroe. Dio un paso adelante.

- Pero no hay que expulsarle de aquí. A cualquiera puede sucederle. Lo que sí hay que hacer es darle en los morros como es debido.

Todos guardaban silencio. Burún paseó lentamente su mirada por el rostro picado de viruelas de Taraniets.

- ¡No has crecido todavía bastante para darme en los morros! ¿Por qué te esfuerzas? De todas formas tú no serás nunca el director de la colonia. Si es preciso, Antón me abofeteará, pero ¿tú qué tienes que ver con eso?

Vetkovski saltó de su asiento:

- ¿Cómo? Muchachos ¿tenemos que ver con eso nosotros o no?

- Claro que sí -gritaron los muchachos-. Nosotros te hincharemos los morros mejor que Antón.

Alguno se había lanzado ya contra él. Brátchenko vociferaba, agitando las manos junto al mismo rostro de Burún:

- ¡Azotarte, eso es lo que deberíamos hacer: azotarte!

Zadórov me susurró al oído:

- Lléveselo usted de aquí: si no, le pegarán.

Aparté a Brátchenko de Burún. Zadórov apartó a dos o tres más. Difícilmente sofocamos el escándalo.

- ¡Que hable Burún! ¡Que hable! -gritó Brátchenko.

Burún bajó la cabeza:

- No tengo nada que decir. Todos tenéis razón. Dejadme con Antón Semiónovich; que él me castigue como sabe.

Silencio. Fui hacia la puerta, temiendo verter el mar de ira feroz que me llenaba hasta los bordes. Los colonos se apartaron a un lado y a otro, dejándonos pasar a mí y a Burún.

Atravesamos en silencio el patio oscuro, entre los montones de nieve: yo delante, él detrás.

Mi estado de ánimo era pésimo. Burún me parecía el último detritus que podía producir el basurero humano. No sabía qué hacer con él. Había llegado a la colonia por su participación en una banda de ladrones, cuyos miembros mayores de edad habían sido fusilados casi todos. Tenía diecisiete años.

Burún permanecía sin decir palabra junto a la puerta. Yo, sentado a la mesa, me contenía a duras penas para no terminar la conversación arrojando contra él algún objeto pesado.

Por fin, Burún alzó la cabeza, me miró con fijeza a los ojos y despacio, recalcando cada palabra, conteniendo difícilmente las lágrimas, habló:

- Yo... jamás... volveré a robar.

- ¡Mientes! ¡Eso se lo has prometido ya a la comisión!

- ¡Una cosa es la comisión y otra es usted! ¡Castígueme como quiera, pero no me eche de la colonia!

- ¿Y qué es lo que te interesa en la colonia?

- Aquí estoy a gusto. Aquí se estudia. Yo quiero estudiar. Y si he robado es porque siempre tengo hambre.

- Bueno. Permanecerás tres días bajo cerrojo, a pan y agua. Y ni tocar a Taraniets.

- Está bien.

Burún pasó tres días en la pequeña habitación contigua al dormitorio, donde, en la antigua colonia, vivían los celadores. No le encerré porque me dio su palabra de que no saldría sin mi permiso. El primer día le envié, efectivamente, pan y agua. El segundo sentí lástima y dispuse que le llevaran la comida. Burún quiso renunciar altivamente, pero yo le chillé:

- ¿Es que encima vas a hacer paripés?

Sonriendo, se encogió de hombros y tomó la cuchara.

Burún cumplió su palabra: nunca volvió a robar nada, ni en la colonia ni en otro lugar.

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