Índice de Poema pedagógico Capítulo 2
Principio sin gloria de la colonia Gorki
Capítulo 4
Operaciones de carácter interno
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 3

CARACTERÍSTICA DE LAS NECESIDADES PRIMORDIALES

Al día siguiente dije a los educandos:

- ¡El dormitorio debe estar limpio! Es preciso designar responsables de dormitorio. A la ciudad se puede ir únicamente con mi autorización. El que se marche sin permiso, que no vuelva, porque no le admitiré.

- ¡Oh, oh! -dijo Vólojov-. Puede que sea algo menos.

- Elegid, muchachos, qué os conviene más. Yo no puedo actuar de otra manera. En la colonia tiene que haber disciplina. Si no os gusta, marchaos cada uno a donde queráis. Pero el que se quede aquí, observará la disciplina. Como gustéis. Aquí no habrá ninguna cueva de ladrones.

Zadórov me tendió la mano:

- ¡Venga la mano! ¡Tiene usted razón! Tú, Vólojov, cállate. Todavía eres demasiado tonto para estos asuntos. Más nos conviene estar aquí, que ir a la cárcel.

- ¿Y es obligatorio asistir a la escuela? -preguntó Vólojov.

- Obligatorio.

- ¿Y si yo no quiero estudiar?... ¿Qué falta me hace?...

- Es obligatorio asistir a las clases. Quieras o no quieras, será igual. ¿Ves? Zadórov acaba de llamarte tonto. Esto quiere decir que debes aprender a ser listo.

Vólojov movió, burlón, la cabeza, repitiendo unas palabras de no sé qué anécdota ucraniana:

- ¡Eso sí que es un salto!

En el terreno de la disciplina, el incidente con Zadórov había señalado un viraje. Y, en honor a la verdad, yo no me sentía atormentado por ningún remordimiento de conciencia. Sí, había abofeteado a un educando. Yo experimentaba toda la incongruencia pedagógica, toda la ilegalidad jurídica de aquel hecho, pero, al mismo tiempo, comprendía que la pureza de mis manos pedagógicas era un asunto secundario en comparación con la tarea planteada ante mí. Estaba resueltamente decidido a ser dictador, si no salía adelante con ningún otro sistema. Al cabo de cierto tiempo tuve un choque serio con Vólojov, que, estando de guardia, no había arreglado el dormitorio y se negó a hacerlo después de una observación mía. Mirándole enfadado, le dije:

- ¡No me saques de quicio! ¡Arregla el dormitorio!

- ¿Y si no lo arreglo? ¿Me abofeteará usted? No tiene derecho...

Le agarré por el cuello y, acercándole hacia mí, barboté muy cerca de su rostro con absoluta sinceridad:

- ¡Oyeme! Te prevengo por última vez; ¡no te abofetearé, sino que te dejaré baldado! Después, si quieres, te quejas, y yo iré a la cárcel. Eso a ti no te importa.

Vólojov se desprendió de mis manos y me dijo con lágrimas en los ojos:

- No vale la pena ir a la cárcel por una tontería así. Arreglaré la habitación, ¡y que el diablo se lo lleve a usted!

Troné:

- ¿Qué manera de hablar es ésa?

- ¿Cómo quiere que hable con usted?... ¡Váyase al ...!

- ¿Qué? ¡Atrévete!...

Vólojov rompió a reír e hizo un ademán evasivo.

- ¡Vaya un hombre, fíjate!... ¡Arreglaré la habitación, la arreglaré, no chille usted!

Sin embargo, es preciso señalar que yo no pensaba ni por un minuto haber hallado en la violencia un medio todopoderoso de pedagogía. El incidente con Zadórov me había costado más caro que al mismo Zadórov. Tenía miedo a lanzarme por el camino de la menor resistencia. Lidia Petrovna fue quien me condenó con más franqueza y más insistencia entre las educadoras. Al anochecer de aquel mismo día, con el rostro apoyado en los pequeños puños, me dijo machacona:

- Entonces, ¿ha encontrado usted ya el método? ¿Como en el seminario?

- Déjeme, Lídochka.

- No, conteste: ¿tenemos que andar a bofetadas? ¿y yo también puedo? ¿O sólo usted?

- Lídochka, ya le contestaré más tarde. Por ahora ni yo mismo lo sé. Espere un poco.

- Bueno, esperaré.

Ekaterina Grigórievna anduvo varios días con el entrecejo fruncido y, al hablar conmigo, adoptaba un tono cortésmente oficial. Sólo cinco días después me preguntó con una sonrisa seria:

- Bueno, ¿cómo se encuentra?

- Igual. Me encuentro muy bien.

- ¿Sabe usted qué es lo más triste de toda esta historia?

- ¿Lo más triste?

- Sí. Lo más desagradable es que los muchachos refieren su hazaña con admiración. Están incluso dispuestos a enamorarse de usted, y Zadórov el primero de todos. ¿Cómo explicarlo? No lo comprendo. ¿La costumbre de la esclavitud?

Después de reflexionar un poco, contesté a Ekaterina Grigórievna:

- No, aquí no se trata de esclavitud. Aquí hay una cosa distinta. Analícelo usted bien: Zadórov, más fuerte que yo, podía haberme mutilado de un golpe. Considere usted, además, que no tiene miedo a nada, como tampoco tiene miedo a nada Burún y los demás. En toda esta historia, ellos no ven los golpes, sino la ira, el estallido humano. Comprenden muy bien que igualmente podía no haber pegado a Zadórov, que podía haberle devuelto como incorregible a la comisión (1), que podía ocasionarles muchos disgustos graves. Pero yo no hice eso y procedí de una manera peligrosa para mí, aunque humana y no formal. Y, por lo visto, la colonia, a pesar de todo, les hace falta. La cosa es bastante complicada. Además, ellos ven que nosotros trabajamos mucho para su servicio. A pesar de todo, son personas. Y éste es un hecho de suma importancia.

- Tal vez -me respondió, pensativa, Ekaterina Grigórievna.

Sin embargo, no disponíamos de mucho tiempo para meditar. Una semana más tarde, en febrero de 1921, traje en un carromato a quince muchachos auténticamente abandonados y harapientos. Nos vimos obligados a trabajar mucho para lavarles, vestirles de algún modo, curarles la sarna. En marzo teníamos en la colonia a unos treinta chicos. En su mayoría, estaban muy descuidados, en estado salvaje y absolutamente inadecuados para la realización del sueño de la educación socialista. De momento no había en ellos esa capacidad peculiar de creación, que, según se dice, asemeja el modo de razonar de los niños al de los sabios.

En la colonia aumentó también el número de educadores. Para marzo contábamos ya con un verdadero consejo pedagógico. La pareja Natalia Márkovna e Iván Ivánovich Osipov trajo, en medio del asombro de toda la colonia, un ajuar bastante considerable: divanes, sillas, armarios, una gran cantidad de ropa y de vajilla. Nuestros colonos, carentes hasta de lo más indispensable, contemplaban con extraordinario interés cómo era descargada de los carros toda esa riqueza a la puerta de la habitación en que debían vivir los Osipov.

El interés de los colonos por los bienes de los Osipov no era, ni mucho menos, un interés académico, y a mí me asustaba mucho la idea de que todo ese magnífico transporte hiciera el viaje de vuelta hacia los mercados urbanos. Una semana más tarde, cuando llego el ama de llaves, el interés especial por las riquezas de los Osipov se entibió un poco. El ama de llaves era una viejecita muy buena, parlanchina y tonta. Su ajuar, aunque cedía en mucho al de los Osipov, se componía de cosas muy apetitosas. Había allí mucha harina, tarros de mermelada y no sé que más, muchas bolsas cuidadosamente atadas y numerosos sacos de viaje, a través de los cuales la mirada de los colonos discernía diversos objetos de valor.

El ama de llaves arregló su habitación con el gusto y el confort de una persona entrada en años: dispuso sus cajas y los demás bártulos en despensas, rinconcitos y huecos, dispuestos para ello por la propia naturaleza, y entabló rápida amistad con dos o tres muchachos. Esta amistad descansaba sobre principios semejantes a los de un tratado: ellos le traerían leña y le encenderían el samovar y ella, como pago, les convidaría a tomar té y a hablar acerca de la vida. En realidad, el ama de llaves no tenía nada que hacer en la colonia. A mí me asombraba que nos la hubieran mandado.

En la colonia no necesitábamos ningún ama de llaves. Nosotros éramos increíblemente pobres.

Aparte unas cuantas habitaciones destinadas al personal, de todos los locales de la colonia habíamos conseguido reparar únicamente un vasto dormitorio con dos estufas. En esta habitación habían sido colocados treinta catres plegables y tres grandes mesas, en las que comían y escribían los muchachos. Otro gran dormitorio, el comedor, dos aulas y la oficina esperaban el momento de la reparación.

Teníamos juego y medio de sábanas y nos faltaba en absoluto otra clase de ropa. Nuestra actitud ante el problema de la ropa se expresaba casi exclusivamente en las diversas demandas dirigidas a la delegación de Instrucción Pública y a otras instituciones.

El delegado de Instrucción Pública que había inaugurado tan enérgicamente la colonia estaba ahora en otra parte. Su sucesor se interesaba poco por la colonia: tenía asuntos más importantes que nosotros.

La atmósfera reinante en la delegación de Instrucción Pública no favorecía en absoluto nuestros afanes de riqueza. En aquel tiempo, la delegación era un conglomerado de muchísimas habitaciones, grandes y pequeñas, y de muchísima gente, pero los verdaderos exponentes de la obra pedagógica no eran aquí las habitaciones ni la gente, sino las mesitas. Vacilantes y deterioradas, bien de escritorio, bien de tocador o de juego, en otro tiempo negras o rojas, estas mesitas, rodeadas de sillas semejantes, simbolizaban las diversas secciones, de lo que daban fe los rótulos colgados en las paredes sobre cada mesita. Una gran mayoría de las mesas estaba siempre vacía, porque la magnitud complementaria -el hombre- era esencialmente no tanto encargado de la sección como contable del distribuidor provincial. Si de pronto alguna figura humana aparecía detrás de cualquier mesita, los visitantes se precipitaban de todas partes y abalanzábanse sobre ella. En tal caso, el diálogo se reducía a poner en claro de qué sección se trataba y de si era ésa la sección a que debía dirigirse el visitante, y, si era a otra, por qué y a cuál precisamente; y, si, en efecto, era otra, ¿por qué el camarada sentado el sábado último ante aquella mesita dijo que era ésta, precisamente, la sección indicada? Después de resolver todas estas cuestiones, el encargado de la sección levaba anclas y desaparecía con rapidez cósmica.

Nuestros pasos inexpertos alrededor de las mesitas no nos llevaron a ningún resultado positivo. Por ello, en el invierno del año 21, la colonia se parecía muy poco a una institución educativa. Las chaquetas destrozadas, a las que cuadraba mucho mejor el nombre de klift, según el argot bandidesco, apenas cubrían la piel humana; muy raramente aparecían bajo el klift los restos de alguna camisa, que se caía en jirones de puro rota. Nuestros primeros educandos, que habían llegado bien vestidos, se distinguieron poco tiempo de la masa general: la tala de leña, los trabajos en la cocina y en el lavadero hacían su obra, aunque pedagógica, fatal para la ropa. En marzo todos nuestros colonos estaban vestidos de tal modo, que hubiera podido envidiarles cualquier artista que interpretase el papel de molinero en la ópera Rusalka (2). Muy pocos colonos tenían zapatos: la mayoría usaban peales sujetos con cuerdas. Pero, incluso con esta clase de calzado, sufríamos continuas crisis.

Nuestra comida se llamaba kondior, sopa aguada de mijo. La demás comida era puramente casual. En aquel tiempo existía gran cantidad de normas de alimentación: había normas corrientes, normas superiores, normas para débiles y para fuertes, normas para atrasados mentales, para sanatorios, para hospitales. Por medio de una activa diplomacia conseguíamos, a veces, convencer, rogar, engañar, ganarnos la simpatía con nuestro aspecto lamentable, intimidar agitando la amenaza de una rebelión de los colonos, y entonces se nos pasaba, por ejemplo, a la norma de sanatorio. En el racionamiento de sanatorio había leche, grasas en abundancia y pan blanco. Esto, claro está, no lo recibíamos, pero se nos daba en gran cantidad algunos elementos del kondior y pan de centeno. Al cabo de un mes o dos, experimentábamos una derrota diplomática y de nuevo descendíamos a la categoría de simples mortales, y otra vez comenzábamos a poner en práctica la línea cautelosa y oblicua de la diplomacia secreta y abierta. A veces, conseguíamos ejercer una presión tan intensa que hasta lográbamos carne, embutidos y caramelos, pero nuestra existencia se hacía aún más triste al demostrarse que a ese lujo no tenían ningún derecho los defectuosos morales, sino solamente los defectuosos intelectuales.

De vez en cuando, conseguíamos hacer incursiones desde la esfera de la pedagogía estricta hasta algunas esferas vecinas, como, por ejemplo, el Comité Provincial de Abastos o la Comisión especial de abastecimiento del Primer Ejército de Reserva. En la delegación de Instrucción Pública se nos prohibía rigurosamente tales actos de guerrillerismo, y por eso teníamos que efectuar estas incursiones en secreto.

Para ello era imprescindible armarse de un papel, donde constaran estas simples y expresivas palabras:

La colonia de delincuentes menores de edad le ruega ordenar la entrega de cien puds de harina para la alimentación de los educandos.

En la propia colonia no empleábamos términos como ése de delincuentes, y nuestra colonia nunca se llamó así. En aquel tiempo se nos llamaba defectuosos morales. Sin embargo, para el mundo exterior ese nombre era poco adecuado, ya que olía excesivamente a negociado de educación. Yo me colocaba con mi papelito en algún lugar del pasillo del negociado correspondiente, a la puerta del despacho. Por esta puerta pasaba muchísima gente. A veces, el despacho se abarrotaba de tal modo, que podía entrar todo el que quisiera. Entonces había que abrirse paso hacia el jefe por entre los visitantes y deslizar en silencio el papel bajo su mano.

Los jefes de los negociados en abastos se orientaban con mucha dificultad en las argucias de la clasificación pedagógica y no siempre caían en la cuenta de que los delincuentes menores de edad tenían algo que ver con la instrucción. A su vez, el tinte emocional de ese mismo término delincuentes menores de edad era bastante expresivo. Por eso, raramente los jefes nos miraban con severidad y nos decían:

- ¿Para qué han venido ustedes aquí? Diríjanse a su delegación de Instrucción Pública.

Lo más frecuente era que el jefe dijera después de reflexionar:

- ¿Quién les abastece a ustedes? ¿El negociado de prisiones?

- No, el negociado de prisiones no, porque, ¿sabe usted? son niños...

- ¿Pues quién entonces?

- Por ahora no está decidido...

- ¿Cómo que no está decidido?... Es extraño...

El jefe apuntaba algo en su block de notas y nos invitaba a volver dentro de una semana.

- En tal caso, denos usted de momento aunque no sean más que veinte puds.

- Veinte puds no puedo darles; reciban por ahora cinco y, mientras tanto, ya pondré en claro este asunto.

Cinco puds era poco y, además, la conversación entablada no correspondía a nuestros propósitos, en los que no entraba, claro está, ningún esclarecimiento.

Lo único aceptable para la colonia Gorki era que el jefe, sin preguntar nada, tomara en silencio nuestro papel y escribiera en un ángulo: E n t r é g u e s e.

En este caso, yo, a riesgo de romperme las narices, volaba a la colonia:

- ¡Kalina Ivánovich!... Tenemos una orden... ¡Cien puds! Busca gente y ve corriendo, que, si no, pueden darse cuenta...

Kalina Ivánovich examinaba radiante el papelito:

- ¿Cien puds? ¡Vaya contigo! ¿Y de dónde?

- ¿Acaso no lo ves?... Comité Provincial de Abastos de la sección jurídica provincial...

- ¡Cualquiera lo entiende!... Pero, además, nos es igual: ¡aunque venga del diablo, con tal de que nos salga bien, je, je, je!

La necesidad primordial del hombre es la comida. Por eso, la cuestión de la ropa no nos angustiaba tanto como la cuestión de los víveres. Nuestros educandos tenían siempre hambre, y esto complicaba sensiblemente su reeducación moral. Con ayuda de medios privados conseguían calmar los colonos sólo cierta parte, no grande, de su apetito.

Uno de los aspectos fundamentales de la industria privada de la alimentación era la pesca. Durante el invierno, la cosa era muy difícil. El método más sencillo consistía en vaciar las redes en forma de pirámides tetraédricas tendidas por los vecinos del caserío en un riachuelo próximo y en nuestro lago. El sentido de autoconservación y la sensatez económica inherente al hombre hacían abstenerse a nuestros muchachos del robo de las redes, pero entre los colonos hubo uno que infringió esa regla de oro.

Fue Taraniets. Tenía dieciséis años, descendía de una vieja familia de ladrones y era esbelto, picado de viruelas, alegre, ingenioso, organizador magnífico y hombre emprendedor. Pero no sabía respetar los intereses colectivos. Un día robó varias redes en la orilla del río y se las trajo a la colonia. Tras él se presentaron también los dueños de las redes y el asunto concluyó en un gran escándalo. Después de este incidente, los vecinos del caserío comenzaron a tener cuidado de sus redes, y nuestros cazadores raras veces lograban atrapar algo. Pero al cabo de cierto tiempo Taraniets y otros colonos se hicieron con sus propias redes, regaladas por un conocido de la ciudad. Gracias a estas redes propias, la pesca empezó a desarrollarse rápidamente. Al principio, el pescado era consumido en un pequeño círculo de personas, pero, a finales del invierno, Taraniets decidió, sin ninguna prudencia, incluirme a mí también en el círculo.

Un día trajo a mi habitación un plato de pescado frito.

- Este pescado es para usted.

- No lo acepto.

- ¿Por qué?

- Porque no está bien lo que hacéis. Hay que dar el pescado a todos los colonos.

- ¿A santo de qué? -enrojeció de rabia Taraniets-. ¿A santo de qué? Yo he conseguido las redes, yo soy quien pesca, quien se moja en el río, ¿y encima tengo que dar a todos?

- Pues, entonces, llévate tu pescado: yo no he conseguido nada ni me he mojado.

- Pero si es un regalo que le hacemos...

- No, no estoy de acuerdo. A mí esto no me gusta. Y, además, no es justo.

- ¿En qué está aquí la injusticia?

- Pues en que tú no has comprado las redes. Te las han regalado, ¿no es verdad?

- Sí, me las han regalado.

- ¿A quién? ¿A ti o a toda la colonia?

- ¿Por qué a toda la colonia? A mí...

- Sin embargo, yo pienso que también a mí y a toda la colonia. ¿Y las sartenes de quiénes son? ¿ Tuyas? No. Son de todos. Y el aceite que habéis pedido a la cocinera, ¿de quíén es? De todos. ¿Y la leña, y el horno, y los cubos? ¿Qué puedes decir? Y si yo te quito las redes, se habrá concluido todo. Pero lo más importante es que eso que hacéis no es de camaradas. No importa que las redes sean tuyas. Tú hazlo por los camaradas. Todos pueden pescar.

- Está bien -accedió Taraniets-, que sea así. Pero, de todas maneras, tome usted el pescado.

Tomé el pescado. A partir de entonces, la pesca pasó a ser un trabajo que se hacía por turno, y el producto se entregaba a la cocina.

El segundo método de obtención privada de víveres eran los viajes al mercado de la ciudad. Cada día, Kalina Ivánovich enganchaba al Malish, el caballo kirguís, y se íba a buscar los víveres o a recorrer las instituciones. Se le sumaban dos o tres colonos que tenían necesidad de ir a la ciudad para algún asunto: el hospital, los ínterrogatorios en la comisión o, simplemente, para ayudar a Kalina Ivánovich a cuidar del Malish. Todos estos felices mortales solían regresar ahítos de la ciudad y siempre traían algo para los compañeros. No hubo un solo caso de alguien que fuera pescado en la plaza. Los resultados de estas campañas tenían una apariencia legal: Una conocida me lo ha dado... Me encontré a un amigo... Yo me esforzaba por no agravíar al colono con turbias sospechas y siempre daba crédito a sus explicaciones. Pero, además, ¿a dónde podía llevarme la desconfianza? Los colonos, sucios y hambrientos, correteando en busca de comida, me parecían un objetivo ingrato para la prédica de cualquier clase de moral con un motivo tan baladí como el robo en el mercado de una rosquilla o de un par de suelas.

Nuestra extraordinaria pobreza tenía, sin embargo, un aspecto bueno, que después ya no existió jamás. Igual de pobres y de hambrientos eramos también nosotros, los educadores. Entonces casi no percibíamos salario, nos contentábamos con el mismo kondior y andábamos casi tan andrajosos. Durante todo el invierno yo anduve sín suelas en las botas, siempre con algún trozo de peal fuera. Sólo Ekaterina Grigórievna lucía vestidos limpios y planchados.



**NOTAS**

(1).- Se refiere a la comisión que se encargaba de los delincuentes menores de edad.

(2).- ópera del compositor Dargomyzhski (1813-1869). El molinero loco -personaje de la ópera- se viste de andrajos.

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