Índice de Poema pedagógico Capítulo 1
Conversación con el delegado provincial de instrucción pública
Capítulo 3
Característica de las necesidades primordiales
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 2

PRINCIPIO SIN GLORIA DE LA COLONIA GORKI

A seis kilómetros de Poltava, sobre unas colinas arenosas, extendíase un bosque de pinos como de doscientas hectáreas, y por el lindero del bosque corría la carretera de Járkov, en la que brillaban, monótonos y pulcros, los guijarros.

En el bosque había un prado de unas cuarenta hectáreas. En uno de sus ángulos se alzaban cinco cajas geométricas de ladrillos, que constituían todas juntas un cuadrilátero perfecto. Ésta era la nueva colonia para menores.

La plazoleta arenosa del patio descendía hacia el extenso claro del bosque, hacia los juncos de un pequeño lago, en cuya orilla opuesta se hallaban las cercas y las jatas (1) de un caserío de kulaks. Más allá del caserío se perfilaba en el cielo una hilera de viejos abedules y dos o tres tejados de bálago. Eso era todo.

Antes de la Revolución, aquí había una colonia de menores. En 1917 la colonia se disolvió, dejando en pos de sí muy pocas huellas pedagógicas. A juzgar por estas huellas, conservadas en unos viejos y rotos cuadernos-diarios, los principales pedagogos eran celadores, probablemente suboficiales retirados, cuyas obligaciones consistían en vigilar cada paso de sus educandos, tanto durante el trabajo como durante el recreo, y en dormir por las noches junto a ellos en la habitación contigua. De lo que contaban los campesinos de la vecindad deduciase que la pedagogía de esos celadores no brillaba por ninguna complicación especial. Exteriormente se expresaba por un instrumento tan simple como el palo.

Los rastros materiales de la antigua colonia eran todavía más insignificantes. Los vecinos más inmediatos de la colonia habían trasladado y llevado a sus depósitos propios todo lo traducible a unidades materiales: los talleres, los almacenes, los muebles. Entre otros bienes había sido trasladado también hasta el huerto de árboles frutales. Sin embargo, nada de toda esta historia recordaba a los vándalos. El huerto no había sido talado, sino excavado y replantado en algún otro lugar; tampoco los cristales de las casas habían sido rotos, sino sacados con precaución; las puertas, no arrancadas por ningún hacha colérica, habían sido cuidadosamente desprendidas de sus goznes y los hornos desmontados ladrillo a ladrillo. Sólo el aparador, en el antiguo domicilio del director, permanecía en su sitio.

- ¿Por qué sigue aquí el armario? -pregunté a un vecino, Luká Semiónovich Verjola, que había venido desde el caserío para ver a los nuevos amos.

- Pues porque, como usted ve, puede decirse que este armario no sirve para nuestra gente. Usted mismo juzgará que no vale la pena de desmontarlo. En las jatas no entrará, tanto por lo alto como por lo ancho...

En los rincones de los cobertizos se amontonaba la chatarra, pero no había cosas útiles. Siguiendo las huellas recientes, conseguí recuperar algunos objetos de valor, sustraídos en los últimos días. Eran una vieja sembradora corriente, ocho bancos de carpintería, que apenas se tenían en pie, un caballo merino de treinta años de edad, que en otros tiempos fuera kirguís, y una campana de cobre.

En la colonia encontré ya a Kalina Ivánovich, el administrador. Me acogió con esta pregunta:

- ¿Usted es el encargado de la parte pedagógica?

Pronto reparé en que Kalina Ivánovich hablaba con acento ucraniano, aunque no reconocía la lengua ucraniana como una cuestión de principio. En su léxico abundaban las palabras ucranianas, y siempre pronunciaba la letra "g" al modo meridional. Pero yo no sé por qué en la palabra "pedagógica" acentuaba con tanta fuerza esa literaria "g" rusa, que en él resultaba hasta exagerada.

- ¿Usted es el encargado de la parte pedagógica?

- ¿Por qué? Yo soy el director de la colonia...

- No -objetó quitándose la pipa de la boca-. Usted será el encargado de la parte pedagógica y yo el encargado de la administración.

Imaginaos el Pan (2) de Vrúbel, ya completamente calvo, sólo con un resto de pelo sobre las orejas. Afeitad a este Pan la barba y cortadle los bigotes como a un arcipreste. Ponedle una pipa entre los dientes. Y ya no será Pan, sino Kalina Ivánovich Serdiuk. Era un hombre extraordinariamente complicado para un trabajo tan simple como la administración de una colonia infantil. Tenía a sus espaldas, por lo menos, cincuenta años de diferente actividad. Pero únicamente dos épocas constituían su orgullo: en su juventud había sido húsar del regimiento de Kexholm de guardias de corps de Su Majestad y en el año 18, durante la ofensiva de los alemanes, había dirigido la evacuación de la ciudad de Mírgorod.

Kalina Ivánovich fue el primer objeto de mi actividad pedagógica. Era una gran dificultad para mí su abundancia en las convicciones más diversas. Con el mismo placer denostaba contra los burgueses, los bolcheviques, los rusos, los hebreos, nuestro desaliño y la meticulosidad alemana. Pero sus ojos azules brillaban con tanto amor a la vida, era tan sensible y dinámico, que no escatimé para él una pequeña cantidad de energía pedagógica. Y comencé a educarle desde el primer día, desde nuestra primera conversación:

- ¿Cómo es posible, camarada Serdiuk, que la colonia no tenga director? Alguien debe responder de todo.

Kalina Ivánovich se quitó otra vez la pipa y se inclinó cortésmente hacia mi rostro:

- Entonces ¿usted desea ser el director de la colonia? ¿Y que yo sea, en cierto modo, su subordinado?

- No, eso no es obligatorio. Si usted quiere, yo seré su subordinado.

- Yo no he estudiado pedagogía y lo que no me incumbe, no me incumbe. Usted es joven aún, y quiere que yo, un viejo, sea el chico de los recados. Esto tampoco está bien. Sin embargo, para ser el director de la colonia me falta cultura, y además, ¿qué necesidad tengo?...

Kalina Ivánovich se apartó con enojo de mí. Se había disgustado. Anduvo triste todo el día, y al anochecer se presentó en mi cuarto ya completamente abatido.

- Aquí le he puesto una camita y una mesilla. Lo que he podido encontrar...

- Gracias.

- No hago más que pensar qué vamos a hacer con esta colonia. Y he decidido que, naturalmente, vale más que sea usted el director de la colonia y yo una especie de subordinado suyo.

- No regañaremos, Kalina Ivánovich.

- También yo lo creo así. La cosa no es tan difícil, y nosotros cumpliremos nuestro deber. Y usted, como hombre culto, será un especie de director de la colonia.

Nos pusimos a trabajar. Con ayuda de palos conseguimos levantar el viejo caballo de treinta años. Kalina Ivánovich se encaramó a algo semejante a una carreta, amablemente cedida por un vecino, y todo este sistema puso rumbo a la ciudad a una velocidad de dos kilómetros por hora. Comenzaba el período de organización.

Para este período había sido planteada una tarea muy en su punto: la concentración de los valores materiales imprescindibles para la educación del hombre nuevo. Por espacio de dos meses, Kalina Ivánovich y yo nos pasamos días enteros en la ciudad. Kalina Ivánovich iba en coche y yo a pie. El creía que ir a pie rebajaba su dignidad, y a mí me era imposible resignarme con el ritmo que podía proporcionar el caballo ex kirguís.

En el transcurso de dos meses logramos, con ayuda de los especialistas rurales, poner más o menos en orden uno de los cuarteles de la antigua colonia: colocamos cristales, reparamos las estufas, pusimos puertas nuevas. En el dominio de la política exterior obtuvimos un solo éxito, aunque, en cambio, verdaderamente notable: a fuerza de solicitudes logramos de la Comisión de Abastecimiento del Primer Ejército de Reserva ciento cincuenta puds de harina de centeno. Pero no tuvimos la suerte de poder concentrar otros valores materiales.

Comparando todo eso con mis ideales en el terreno de la cultura material, vi que, aunque tuviera cien veces más, me faltaría tanto como ahora para llegar al ideal. A consecuencia de ello tuve que declarar terminado el período de organización. Kalina Ivánovich aprobó mi punto de vista:

- ¿Y qué podemos reunir, si ellos, los parásitos, se dedican a hacer encendedores? Han arruinado al pueblo y ahora dicen: Organízate como puedas. Tendremos que hacer lo mismo que Ilyá Múromets (3) ...

- ¿Lo mismo que Ilyá Múromets?

- Sí. Hubo en otro tiempo un Ilyá Múromets, tal vez tú lo sepas, y los parásitos ésos han declarado que era un paladín. Pero yo considero que no era más que un pobretón y un vago. En verano, ¿comprendes?, viajaba en trineo...

- Pues bien: seremos como Ilyá Múromets. Después de todo, eso no es tan malo. ¿Y dónde está el bandido Solovéi (4)?

- Bandidos, hermano, hay todos los que quieras...

Llegaron a la colonia dos educadoras: Ekaterina Grigórievna y Lidia Petrovna. En mis búsquedas de pedagogos, yo había llegado casi a la desesperación completa; nadie quería consagrarse a la educación del hombre nuevo en nuestro bosque, porque todo el mundo temía a los golfos y nadie confiaba en el fausto final de nuestra empresa. Y sólo en una conferencia de maestros rurales, en la que me vi obligado a hacer uso de la palabra, encontré a dos personas vivas. Me alegró que fueran mujeres. Yo creía que la ennoblecedora influencia femenina completaría afortunadamente nuestro conjunto de fuerzas.

Lidia Petrovna era todavía muy joven, una chiquilla. Acababa de salir del liceo, y aún no había perdido la costumbre de los cuidados maternos. El delegado provincial de Instrucción Pública me preguntó al firmar su nombramiento:

- ¿Para qué quieres a esa muchachita? Si no sabe nada...

- Así la he buscado precisamente. De vez en cuando se me ocurre que los conocimientos no tienen ahora tanta importancia. Esta Lídochka es un ser purísimo, y yo cuento con ella como con una especie de vacuna.

- ¿No te pasarás de listo? En fin, de acuerdo...

En cambio, Ekaterina Grigórievna era un experto lobo pedagógico. No había nacido mucho antes que Lídochka, pero Lídochka se reclinaba en su hombro igual que una niña junto a su madre. En el rostro serio y hermoso de Ekaterina Grigórievna resaltaban unas cejas negras, casi varoniles. Sabía llevar con aseo subrayado vestidos que conservaba por verdadero milagro y Kalina Ivánovich, al conocerla, se expresó acertadamente:

- Con una mujer así hay que tener mucho cuidado...

En fin, todo estaba dispuesto.

El 4 de diciembre llegaron a la colonia los primeros seis educandos y me hicieron entrega de un sobre fabuloso, sellado con cinco enormes lacres... Este sobre contenía sus expedientes. Cuatro eran enviados a la colonia por asalto a mano armada de una casa y tenían dieciocho años de edad; los otros dos, más jóvenes, eran acusados de robo. Nuestros educandos estaban espléndidamente vestidos: pantalones de montar, botas elegantes. Sus peinados eran de última moda. En ellos no había absolutamente nada de niños abandonados. Los apellidos de estos primeros educandos eran Zadórov, Burún, Vólojov, Bendiuk, Gud y Taraniets.

Los recibimos afablemente. Desde por la mañana se estaba condimentando una comida especialmente sabrosa. La cocinera deslumbraba con su cofia de impoluto blancor. En el dormitorio, mesas engalanadas ocuparon el espacio libre entre las camas. No teníamos manteles, pero sábanas nuevas hicieron con buen éxito sus veces. Aquí se congregaron todos los participantes de la colonia naciente. También acudió Kalina Ivánovich, que, con motivo de la solemnidad, había cambiado la sucia chaqueta gris que vestía a diario por una cazadora de terciopelo verde.

Yo pronuncié un discurso acerca de la nueva vida de trabajo, acerca de la necesidad de olvidar el pasado y marchar adelante y adelante. Los educandos oían mi discurso con poca atención, susurraban algo entre sí, mirando con sonrisas sarcásticas y despreciativas los catres plegables, recubiertos de edredones que no tenían nada de nuevos, y las ventanas y las puertas sin pintar. En pleno discurso, Zadórov dijo de pronto en voz alta a uno de sus camaradas:

- ¡Por culpa tuya nos hemos metido en este lío!

Dedicamos el resto del día a planear nuestra vida futura. Pero los educandos escuchaban con cortés negligencia mis propuestas: sólo querían librarse de mí lo antes posible.

Por la mañana, Lidia Petrovna, toda agitada, vino a mi cuarto y me dijo:

- No sé cómo hablar con ellos... Les digo que hay que ir al lago por agua, y uno de ellos, con el pelo todo planchado, que estaba calzándose, me acerca de repente una bota a la cara y me dice: ¡Mire usted qué botas tan estrechas me ha hecho el zapatero!

Durante los primeros días ni siquiera nos ofendían: simplemente, no reparaban en nuestra presencia. Al anochecer, se iban tranquilamente de la colonia y volvían por la mañana, escuchando con una discreta sonrisa mis reconvenciones, inflamadas por el espíritu de la educación socialista (5). Una semana más tarde, Bendiuk fue detenido en la colonia por un agente de investigación: se le acusaba de asesinato y robo nocturno. Lídochka, mortalmente asustada por este acontecimiento, lloraba en su habitación y no salía más que para preguntarnos a todos:

- Pero, ¿qué es eso? ¿Cómo ha podido matar?

Ekaterina Grigórievna, sonriendo seriamente, fruncía el entrecejo:

- No sé, Antón Semiónovich; de verdad que no lo sé... Tal vez tengamos que marcharnos sin más ni más... No sé qué tono hay que emplear aquí...

El bosque desierto en torno a nuestra colonia, las cajas vacías de los edificios, los diez catres plegables en lugar de camas, el hacha y la pala como herramientas y la media docena de educandos que negaban categóricamente no sólo nuestra pedagogía, sino la cultura humana íntegra, todo eso, a decir verdad, no se ajustaba en absoluto a nuestra precedente experiencia escolar.

En las largas veladas invernales, la colonia era angustiante. Dos quinqués la alumbraban, uno en el dormitorio y el otro en mi habitación. Las educadoras y Kalina Ivánovich tenían velones, invención de la época de Kii, Schek y Joriv (6). El cristal de mi quinqué estaba roto por la parte superior, y el resto se hallaba todo ahumado, porque Kalina Ivánovich, al encender su pipa, recurría frecuentemente al fuego de mi lámpara, metiendo para ello medio periódico en el cristal.

Aquel año las nevascas comenzaron pronto, y todo el patio de la colonia se llenó de montones de nieve. No teníamos a nadie para limpiar los senderos. Pedí a los educandos que lo hicieran ellos, y Zadórov me contestó:

- Podemos limpiar los senderos, pero sólo cuando pase el invierno: si no, los limpiaremos nosotros, y otra vez nevará. ¿Comprende?

Sonrió amablemente y se dirigió hacia un camarada, olvidando mi existencia. Zadórov procedía de una familia de intelectuales: se notaba en el acto. Hablaba correctamente, su rostro se distinguía por ese aspecto lustroso que no tienen más que los niños bien alimentados. Vólojov era de otro género; boca ancha, nariz ancha, los ojos muy separados, todo ello acompañado de una particular movilidad de facciones: el rostro de un bandido. Vólojov llevaba siempre las manos metidas en los bolsillos del pantalón de montar, y ahora se acercó a mí en esa actitud:

- Bueno, ya le hemos contestado...

Salí del dormitorio, transformando mi cólera en una especie de piedra pesada dentro del pecho. Pero era preciso limpiar los senderos, y la cólera petrificada exigía acción. Fui en busca de Kalina Ivánovich:

- Vamos a limpiar la nieve.

- ¿Qué dices? ¿Es que yo he venido aquí de peón? ¿Y los ruiseñores-bandidos qué? -dijo, señalando los dormitorios.

- No quieren.

- ¡Ah, parásitos! Bueno, vamos.

Kalina Ivánovich y yo estábamos terminando de limpiar el primer sendero cuando en él aparecieron Vólojov y Taraniets, que iban, como siempre, a la ciudad.

- ¡Eso está bien! -exclamó alegremente Taraniets.

- Hace tiempo que debían haberlo hecho -le sostuvo Vólojov.

Kalina Ivánovich les cerró el paso:

- ¿Qué es eso de que está bien? Tú, canalla, te has negado a trabajar, ¿y piensas que voy a hacerlo yo por ti? Por aquí no pasas, parásito. Métete en la nieve, que, si no, te daré con la pala...

Kalina Ivánovich alzó la pala, pero un segundo después su pala volaba hasta un lejano montón de nieve, su pipa iba a parar a otro lado, y el estupefacto Kalina Ivánovich pudo solamente acompañar con la mirada a los jóvenes y oír cómo le gritaban, ya desde lejos:

- ¡Tendrás que ir tú solito en busca de la pala!...

Entre risas se marcharon a la ciudad.

- ¡Me iré al diablo! ¡Yo aquí no trabajo! -exclamó Kalina Ivánovich y se fue a su habitación, dejando abandonada la pala en el montón de nieve.

Nuestra vida se hizo siniestra y angustiosa. Cada noche se oían gritos en la carretera principal de Járkov:

- ¡Socorro!

Los aldeanos desvalijados acudían a nosotros y con voces trágicas imploraban nuestra ayuda.

Conseguí del delegado provincial un revólver para defenderme de los caballeros salteadores, pero le oculté la situación en la colonia. Aún no había perdido la esperanza de encontrar la manera de llegar a un acuerdo con los educandos.

Para mí y para mis compañeros, los primeros meses de nuestra colonia no fueron sólo meses de desesperación y de tensión impotente: también fueron meses de busca de la verdad. En toda mi vida había leído yo tanta literatura pedagógica como en el invierno de 1920.

Esto ocurría en la época de Wrángel y de la guerra contra Polonia. Wrángel andaba por allí cerca, alrededor de Novomírgorod; muy próximos a nosotros, en Cherkasy, combatían los polacos; toda Ucrania estaba plagada de batkos (7); mucha gente a nuestro alrededor se hallaba fascinada por las bandas de Petliura. Pero nosotros, en nuestro bosque, con la cabeza entre las manos, tratábamos de olvidar el fragor de los grandes acontecimientos y leíamos libros de pedagogía.

El fruto principal que yo obtenía de mis lecturas era una firme y honda convicción de que no poseía ninguna ciencia ni ninguna teoría, de que era preciso deducir la teoría de todo el conjunto de fenómenos reales que transcurrían ante mis ojos. Al principio, yo ni siquiera lo comprendía, pero veía, simplemente, que no necesitaba fórmulas librescas, que, de todas suertes, no podría aplicar a mi trabajo, sino un análisis inmediato y una acción también inmediata.

Con todo mi ser sentía que debía apresurarme, que era imposible esperar ni un solo día más. La colonia estaba adquiriendo crecientemente el carácter de una cueva de bandidos. En la actitud de los educandos frente a los educadores se incrementaba más y más el tono permanente de burla y de granujería. Ya habían empezado a referir anécdotas escabrosas en presencia de las educadoras, exigían groseramente la comida, arrojaban los platos por el aire, jugaban de manera ostensible con sus navajas y, chanceándose, inquirían los bienes que poseía cada uno.

- Siempre puede ser útil... ¡en un momento de apuro!

Se negaban resueltamente a cortar leña para las estufas y un día destrozaron, en presencia de Kalina Ivánovich, el tejado de madera del cobertizo. Lo hicieron entre risas y bromas:

- ¡Para lo que vamos a vivir aquí nos basta!

Kalina Ivánovich desprendía millones de chispas de su pipa y hacía gestos de desesperación:

- ¿Qué vas a decirles a esos parásitos? ¡Gomosos indecentes! ¿Y de dónde habrán sacado que se puede destrozar las dependencias? Por una cosa así habría que meter en la cárcel a sus padres. ¡Parásitos!

Y sucedió que no pude mantenerme más tiempo en la cuerda pedagógica.

Una mañana de invierno pedí a Zadórov que cortase leña para la cocina. Y escuché la habitual contestación descarada y alegre:

- ¡Ve a cortarla tú mismo: sois muchos aquí!

Era la primera vez que me tuteaban.

Colérico y ofendido, llevado a la desesperación y al frenesí por todos los meses precedentes, me lancé sobre Zadórov y le abofeteé. Le abofeteé con tanta fuerza, que vaciló y fue a caer contra la estufa. Le golpeé por segunda vez y, agarrándole por el cuello y levantándole, le pegué una vez más.

De pronto, vi que se había asustado terriblemente. Pálido, temblándole las manos, se puso precipitadamente la gorra, después se la quitó y luego volvió a ponérsela. Y probablemente yo hubiera seguido golpeándole, pero el muchacho, gimiendo, balbuceó:

- Perdóneme, Antón Semiónovich.

Mi ira era tan frenética y tan incontenible, que yo me daba cuenta de que, si alguien decía una sola palabra contra mí, me arrojaría sobre todos para matar, para exterminar a aquel tropel de bandidos. En mis manos apareció un atizador de hierro. Los cinco educandos permanecían inmóviles junto a sus camas. Burún se arreglaba precipitadamente algo en el traje.

Me volví a ellos y les conminé, golpeando con el atizador el respaldo de una cama:

- O vais todos inmediatamente al bosque a trabajar o ahora mismo os marcháis fuera de la colonia... con mil demonios.

Y salí del dormitorio.

En el cobertizo donde guardábamos las herramientas empuñé un hacha y contemplé, ceñudo, cómo los educandos se repartían las hachas y los serruchos. Por mi mente pasó la idea de que era mejor no ir al bosque aquel día, no poner las hachas en manos de los educandos, pero ya era tarde: se habían repartido todas las herramientas. Daba igual. Yo me sentía dispuesto a todo: había resuelto no entregar gratuitamente mi vida. Además, tenía el revólver en el bolsillo.

Nos fuimos al bosque. Kalina Ivánovich me dio alcance y, terriblemente agitado, susurró:

- ¿Qué pasa? Dime, por favor: ¿cómo están hoy tan amables?

Yo contemplé distraído los ojos azules del Pan y respondí:

- Mal van las cosas, hermano... Por primera vez en mi vida he pegado a un hombre.

- Pero, ¿qué has hecho? -se sorprendió Kalina Ivánovich-. ¿Y si se quejan?

- Eso es lo de menos...

Para mi asombro, todo transcurrió bien. Estuve trabajando con los muchachos hasta la hora de comer. Cortábamos pinos torcidos. En general, los muchachos permanecían sombríos, pero el aire puro y helado, el hermoso bosque, que ornaban enormes caperuzas de nieve, la amistosa colaboración del hacha y el serrucho hicieron su obra.

En un alto, fumamos confusos de mi reserva de majorka (8), y Zadórov, echando el humo hacia las copas de los pinos, lanzó de repente una carcajada:

- ¡Menudo! ¡Ja, ja, ja, ja!

Era agradable ver su rostro sonrosado, que agitaba la risa, y yo no pude dejar de sonreír:

- ¿A qué te refieres? ¿Al trabajo?

- También al trabajo, pero ¡hay que ver cómo me ha zumbado usted!

Era natural que Zadórov, un mocetón robusto y grandote, se riese. Yo mismo me sorprendía de haberme atrevido a tocar a tal gigante.

Lanzó otra carcajada, y, sin dejar de reírse, empuñó el hacha y se fue hacia un árbol.

- ¡Vaya una historia! ¡Ja, ja, ja, ja!

Almorzamos juntos con apetito, bromeando, pero no aludimos más al suceso de la mañana. Yo, sin embargo, me sentía violento, aunque estaba dispuesto a no bajar el tono y seguí dando órdenes con la misma firmeza después de la comida. Vólojov sonreía, pero Zadórov se aproximó a mí con una expresión de lo más seria:

- ¡No somos tan malos, Antón Semiónovich! Todo saldrá bien. Nosotros comprendemos...



**NOTAS**

(1).- Casas campesinas en Ucrania.
Nota de Omar Cortés y Chantal Lopez: Kulak: En la URSS, los campesinos fueron distinguidos según los criterios siguientes: bednyaks, los más pobres, seredniaks, de nivel intermedio, y finalmente los kulaks, quienes poseían más de 3 hectáreas. Los batraks eran los agricultores sin tierra.

(2).- El autor se refiere a Pan, dios mitológico de los rebaños y protector de la naturaleza, que inspiró el conocido cuadro de M. Vrúbel (1856-1910).

(3).- Héroe de los poemas épicos rusos.

(4).- Fabuloso bandido al que venció lIyá Múromets.

(5).- Se alude a la sección de Educación Social del Ministerio de Instrucción Pública. La sección dirigía las colonias infantiles.
Makárenko se burlaba de los principios idílicos y poco viables de educación que implantaba la sección mencionada.

(6).- Aquí: tiempos remotos. Kii, Schek y Joriv son los legendarios fundadores de la ciudad de Kíev.

(7).- Jefes guerrilleros en Ucrania.
Nota de Omar Cortés y Chantal Lopez: Simón Vasílievich Petliura (Poltava, 1877 - París, 1926) Político ucraniano. Representante de una Ucrania Independiente... de la URSS se entiende, pues se alía con el polaco Pilsudski en 1920. Lucha contra los bolcheviques hasta que los polacos son expulsados de Ucrania y se refugia en París. Cabe agregar que no impidió los pogroms perpetrados por sus fuerzas armadas que significaron el asesinato de miles de judíos, razón por la que Shalom Schwartzbard lo mató en París el 26 de mayo de 1926.

(8).- Tabaco ordinario.

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