Índice de Poema pedagógico Capítulo 26
Los monstruos de la segunda colonia
Capítulo 28
Comienzo de la marcha al son de las fanfarrias
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 27

LA CONQUISTA DEL KOMSOMOL

En 1923 las marciales filas de los gorkianos se aproximaron a una nueva fortaleza, que, aunque parezca extraño, hubo que tomar por asalto: el Komsomol, la organización de las Juventudes Comunistas.

La colonia Gorki no había sido nunca una organización cerrada. Ya desde el año 21 nuestras relaciones con la llamada población circundante se distinguían por su amplitud y su diversidad. Los vecinos inmediatos, tanto por motivos sociales como por motivos históricos, eran nuestros enemigos, contra los que nosotros luchábamos como podíamos, lo que no impedía que sostuviéramos también con ellos relaciones económicas, gracias, sobre todo, a nuestros talleres. Pero las relaciones económicas de la colonia se extendían mucho más allá de esa capa hostil, ya que servíamos a campesinos de un radio bastante extenso, penetrando en lugares tan distantes como Storozhevói, Machuji, Brigadírovka. Las grandes aldeas próximas a la colonia -Gonchárovka, Pirogovka, Andrúshevka, Zabirálovka- habían sido asimiladas ya por nosotros en el año 23 no sólo en el terreno económico. Incluso las primeras campañas de nuestros argonautas en busca de objetivos de orden estético como la investigación de las bellezas del elemento femenino local o la demostración de los propios adelantos en el dominio de los peinados, de las aposturas, de los modales y de las sonrisas, incluso estas primeras incursiones de los colonos en el mar campesino condujeron a una considerable extensión de las relaciones sociales. Precisamente, en esas aldeas los colonos conocieron a los komsomoles.

Las fuerzas del Komsomol en las aldeas próximas a la colonia eran muy débiles tanto en calidad como en cantidad. Los komsomoles aldeanos se interesaban más por el aguardiente y las muchachas, y frecuentemente ejercían una influencia negativa en los colonos. Sólo cuando en la orilla derecha del Kolomak, frente a la colonia, comenzó a organizarse el artel agrícola Lenin, convertido involuntariamente en el blanco de la enemistad de nuestro Soviet rural y de todo el grupo de caseríos, descubrimos temple combativo en las filas del Komsomol y entablamos amistad con los jóvenes del artel. Los colonos conocían perfectamente, hasta en sus pormenores más pequeños, todos los asuntos del nuevo artel y las dificultades que acompañaron su nacimiento. Ante todo, el artel mermó las grandes parcelas de tierra de los kulaks y provocó, por su parte, una resistencia colérica. La victoria no fue fácil para el artel.

Los campesinos de los caseríos constituían en aquella época una gran fuerza; tenían amistades en la ciudad, y para muchas personalidades urbanas su naturaleza de kulaks era -no se sabía por qué- un secreto. En esta lucha, los principales campos de batalla eran las oficinas de la ciudad y el arma fundamental, la pluma: por eso, los colonos no podían participar directamente en la lucha. Pero cuando terminó el asunto de la tierra y empezaron las complicadísimas operaciones del material agrícola, hubo para nuestros muchachos y para los del artel mucho trabajo interesante, que estrechó más aún su amistad.

Sin embargo, los komsomoles no desempeñaban tampoco el papel dirigente en el artel y eran de por sí más débiles que los colonos mayores. Nuestras clases enseñaban mucho a los colonos y habían profundizado sensiblemente sus conocimientos políticos. Los colonos se reconocían ya con orgullo como proletarios y calibraban bien la diferencia entre su posición y la posición de los jóvenes campesinos. El intenso trabajo agrícola, en ocasiones muy rudo, no borraba en ellos la firme certidumbre de que tenían por delante otra actividad.

Los mayores podían ya describir con más detalle lo que esperaban de su futuro y hacia dónde tendían. En la determinación de estos afanes y movimientos eran las fuerzas juveniles urbanas y no las rurales quienes ejercían el papel principal. Cerca de la estación había unos grandes talleres de reparación de locomotoras. Para los colonos eran un valiosísimo conglomerado de hombres y objetos estimables. Los talleres ferroviarios tenían un glorioso pasado revolucionario; en ellos actuaba un potente núcleo del Partido bolchevique. Los colonos soñaban con estos talleres como con un palacio de cuento, indescriptiblemente maravilloso. En el palacio no refulgían las columnas fosforescentes de El Pájaro Azul (1), sino algo más soberbio: el titánico vuelo de las grúas, los poderosos martillos de vapor, los ingeniosos tornos-revólver, de complicada aparatura mental. Por el palacio iban los hombres-dueños, príncipes nobilísimos, vestidos con preciosos atavíos, en los que brillaba el aceite de las locomotoras, y de los que se desprendían olores de acero y de hierro. Las manos de estos hombres tenían derecho a tocar los planos, cilindros y conos sagrados, toda la riqueza del palacio. Y estos hombres eran también unos hombres especiales. No tenían atildadas barbas pelirrojas y fisonomías grasientas como los hombres de los caseríos. Sus rostros eran finos e inteligentes. En ellos brillaban el conocimiento y el poder: el poder sobre los tornos y las locomotoras, el conocimiento de las complicadísimas leyes de las manivelas, los soportes, las palancas y los volantes. Y entre estos hombres había muchos komsomoles, que nos sorprendieron por su nueva y brillante apostura. Eran seguros y animosos. Al hablar, empleaban el rudo y chispeante lenguaje obrero.

Sí, los talleres ferroviarios eran el tope de las aspiraciones para muchos colonos de la época del año 22. Nuestros muchachos habian oído hablar también de obras todavía más notables de la humanidad: las fábricas de Járkov, de Leningrado, todas esas empresas legendarias de Putílov, de Sórmovo, del Combinado de Electricidad de Ucrania. ¿Acaso había pocas cosas en el mundo? Pero el modesto colono provincial no tenía derecho a soñar con todo. Paulatinamente fuimos estrechando nuestras relaciones con los ferroviarios y así obtuvimos la posibilidad de verlos con nuestros propios ojos, de experimentar su encanto con todos los sentidos, incluso con el del tacto.

Ellos fueron los primeros en acudir a nosotros. Acudieron, precisamente, los komsomoles. Un domingo, Karabánov entró corriendo en mi despacho y gritó:
- ¡Han venido los komsomoles de los talleres! ¡Qué bien!...
Los komsomoles habían oído muchas cosas buenas acerca de la colonia y deseaban conocernos. Eran siete. Los muchachos les rodearon amorosamente en estrecho tropel y pasaron todo el día con ellos, mostrándoles la segunda colonia, nuestros caballos, el material agrícola, los cerdos, el invernadero; les mostraron también a Shere, sintiendo en lo hondo de su alma de colonos la insignificancia de nuestra riqueza en comparación con la de los talleres ferroviarios. Les sorprendió muchísimo que los komsomoles no presumiesen ante ellos, que no manifestaran su superioridad e incluso que se entusiasmaran y emocionasen un poco.

Antes de regresar a la ciudad, los komsomoles vinieron a hablar conmigo. Querían saber por qué en la colonia no había una organización del Komsomol. Yo les referí brevemente la historia trágica de este asunto.

Ya en el año 22 habíamos empezado a gestionar la organización en la colonia de un núcleo del Komsomol, pero las fuerzas locales de las Juventudes Comunistas se oponían decididamente a ello: la colonia era un centro de delincuentes; ¿qué komsomoles, pues, podía haber en ella? A todas nuestras súplicas, discusiones, insultos, oponían una sola cosa: vuestros muchachos son delincuentes; que salgan de la colonia, que se compruebe que se han corregido; entonces podremos hablar de la admisión de algunos muchachos en el Komsomol.

Los ferroviarios expresaron su simpatía por nuestra causa y prometieron ayudarnos en la organización urbana del Komsomol. En efecto, el domingo siguiente volvió uno de ellos a la colonia, aunque sólo para comunicarnos tristes noticias. En el Comité urbano y en el de la provincia decían: Es justo. ¿Cómo puede haber komsomoles en la colonia, cuando entre los colonos hay muchos que han estado con Majnó, elementos delincuentes y, en general, gente turbia?

Yo le expliqué que entre nosotros había muy pocos majnovistas y que incluso éstos habían estado casualmente con Majnó. Por último también le expliqué que no era posible interpretar el término corregirse de un modo tan formal como lo comprendían en la ciudad. Para nosotros, no bastaba corregir a una persona. Era preciso educarla de un modo nuevo, no para hacer simplemente de ella un miembro inofensivo y seguro de la sociedad, sino para convertirla en un elemento activo de la nueva época. ¿Y cómo podía educarse esta persona si anhelaba incorporarse al Komsomol y no se le dejaba ingresar, recordándosele continuamente delitos antiguos, delitos, al fin y al cabo, infantiles? El ferroviario estaba y no estaba de acuerdo conmigo. La mayor dificultad consistía, según él, en el límite: ¿cuándo se podía admitir al colono en el Komsomol y cuándo no, y quién se encargaría de resolver esta cuestión?
- ¿Cómo que quién puede resolverla? La resolvería, precisamente, la organización del Komsomol que funcionase en la colonia.

Los komsomoles ferroviarios siguieron visitándonos con asiduidad, pero yo acabé comprendiendo que les movía un interés hasta cierto punto insano por nosotros. Nos consideraban, precisamente, como infractores de la ley, querían escudriñar con gran curiosidad el pasado de los muchachos y estaban dispuestos a reconocer nuestros éxitos con una sola condición: que, a pesar de todo, no se trataba de muchachos corrientes. Me costó gran trabajo convencer de lo contrario a algunos komsomoles aislados.

Nuestras posiciones en esta cuestión seguían siendo las mismas que el primer día de existencia de la colonia. Yo consideraba que el método fundamental de reeducación de los delincuentes se basaba en la ignorancia completa de su pasado y tanto más de los antiguos delitos. Incluso para mí mismo fue poco fácil atenerme estrictamente a este método, porque, entre otros obstáculos, había que vencer también la propia naturaleza. Siempre se quería saber por qué había sido enviado el colono a la colonia, qué había hecho. La habitual lógica pedagógica trataba entonces de imitar a la lógica médica y repetía con una expresión inteligente en el rostro: para curar una enfermedad, es preciso conocerla. A veces, esta lógica me seducía también a mí y, en particular, a mis colegas y a la delegación provincial del Comisariado de Instrucción Pública.

La comisión encargada de los asuntos relacionados con los menores de edad nos enviaba los expedientes de los educandos, en los que se describía con todo detalle los diversos interrogatorios, careos y demás galimatías, que, según ellos, ayudaban a conocer la enfermedad.

En la colonia pude atraer a mi criterio a todos los educadores, y ya en 1922 pedía a la comisión que dejase de enviarme los expedientes. Del modo más sincero dejamos de interesarnos por los antiguos delitos de los colonos, y lo hacíamos tan bien, que hasta los propios colonos no tardaban en olvidarlos. Me alegraba mucho ver cómo desapareció gradualmente en la colonia todo interés por el pasado, cómo se esfumaba de nuestra vida todo el reflejo de los días enfermizos, malos y hostiles a nosotros. En este sentido llegamos al ideal completo: incluso a los nuevos colonos les daba vergüenza referir sus hazañas.

Y de pronto, con motivo de un asunto tan admirable como la organización del Komsomol en la colonia, teníamos que recordar precisamente nuestro pasado y restablecer los términos denigrantes para nosotros: corrección, infracción de la ley, expediente.

Gracias a la resistencia contraria, el afán de los muchachos por ingresar en el Komsomol se hizo apremiante y tenaz: estaban dispuestos a entablar verdaderas batallas. Colonos inclinados al compromiso, como Taraniets, proponían una maniobra: dar a los aspirantes al ingreso en el Komsomol un certificado de que se habían corregido y dejarles, naturalmente, en la colonia. La mayoría protestó contra semejante ardid.

- No hace falta eso -dijo, arrebatado de indignación, Zadórov-. No estamos tratando con mujiks. Aquí no hay que engañar a nadie. Necesitamos conseguir que el Komsomol funcione en la colonia, y el propio Komsomol determinará quién es digno y quién no.

Los muchachos visitaban frecuentemente las organizaciones urbanas del Komsomol y trataban de conseguir lo que querían, pero, en general, sin ningún éxito.

En el invierno del año 23 entablamos relaciones de amistad con otra organización del Komsomol. Esto fue por casualidad.
Un atardecer regresábamos Antón y yo a la colonia. La brillante y cuidada Mary tiraba de un ligero trineo. Cuando empezábamos a bajar la pendiente, nos encontramos con un fenómeno inesperado en nuestras latitudes: un camello. Mary fue incapaz de superar un sentimiento natural de repugnancia, se estremeció, encabritóse y, toda palpitante, echó a correr. Antón quiso frenar a la yegua, apoyando las piernas en la parte delantera del trineo, pero no consiguió nada. Un defecto esencial de nuestro trineo, defecto que Antón, dicho sea en honor de la verdad, había indicado ya hacía tiempo -lo corto de las varas-, determinó los acontecimientos ulteriores y nos acercó a la nueva organización del Komsomol antes mencionada. Corriendo enloquecida por el pánico, Mary golpeaba con sus patas traseras el borde de hierro del trineo y, todavía más asustada, nos llevaba con enorme velocidad hacia la catástrofe inevitable. Antón y yo tirábamos de las riendas, pero esto producía algo peor aún: Mary erguía la cabeza y se encrespaba más y más. Yo divisaba ya el lugar en que todo debía acabar de un modo más o menos lamentable: en el recodo de la carretera, junto a un abrevadero, se habían detenido unos cuantos trineos campesinos. Se hubiera dicho que no había salvación: la carretera estaba interceptada. Sin embargo, Mary cruzó, por no se sabe qué milagro, entre el abrevadero y un grupo de trineos urbanos. Sonó un chirrido de madera rota, sonaron gritos humanos, pero nosotros estábamos ya lejos. Terminada la pendiente, ahora corríamos, más tranquilos, por la carretera recta y llana. Antón pudo incluso mirar hacia atrás y mover la cabeza:
- Hemos destrozado un trineo: hay que correr.
Blandió el látigo sobre Mary, que, sin necesidad de ello, iba francamente al trote, pero yo detuve su enérgico brazo:
- No podemos escapar. ¡Mira qué diablo nos sigue!
Efectivamente, en pos de nosotros, lanzando de un modo amplio y tranquilo sus poderosas patas, venía un hermoso caballo de carrera y, tras de su grupa, un hombre con distintivos color frambuesa examinaba penetrante a los fracasados fugitivos. Nos detuvimos. El de los distintivos permanecía de pie en el trineo y se apoyaba en los hombros del cochero, porque no tenía donde sentarse: el asiento posterior y el respaldo del trineo habían quedado convertidos en una especie de enrejado bamboleante, y por el camino se arrastraban piezas y trozos desgarrados del trineo.
- Sígannos -nos lanzó, enfadado, el militar.
Le seguimos. Antón sonreía alegremente: le había agradado mucho el perfeccionamiento introducido por nosotros en el trineo. Diez minutos más tarde estábamos en la comandancia de la GPU, y sólo entonces se pintó en el rostro de Antón una sorpresa desagradable.
- Mira dónde hemos venido a caer: en la GPU...
Nos rodearon hombres de distintivos de color frambuesa y uno de ellos me gritó:
- ¡Claro está! ¡A quién se le ocurre poner de cochero a un chiquillo! ¿Acaso puede sujetar a un caballo? Tendrá que responder usted.
Antón vibró, ultrajado, y casi con lágrimas en los ojos movió la cabeza hacia el ultrajante:
- ¿Conque chiquillo? ¡Si no dejaran andar a los camellos por las calles! Pero se han empeñado en cultivar toda suerte de porquería y, claro, se mete entre los pies... ¿Es que una yegua puede mirarla?
- ¿De qué porquería hablas?
- De los camellos.
Los hombres de los distintivos de color frambuesa se echaron a reír.
- ¿De dónde son ustedes?
- De la colonia Gorki -respondí.
- ¿Oh, si son gorkianos! ¿Y usted es el encargado? Buenos peces hemos pescado hoy -se rió alegremente un hombre joven, llamando a sus compañeros y mostrándonos como a visitantes agradables.
Alrededor de nosotros se congregó una multitud. Los camaradas de la GPU se burlaban de su propio cochero y no dejaban en paz a Antón, haciéndole preguntas acerca de la colonia.
- Hace mucho tiempo que pensábamos ir por allá. Dicen que sois gente combativa. Iremos a veros el domingo.
Sin embargo, llegó el administrador y se puso enfadado a levantar un acta. Los demás le increparon:
- ¡Pero, hombre, deja tus modales burocráticos! Vamos a ver: ¿para qué escribes?
- ¿Cómo para qué? ¿Habéis visto cómo han dejado el trineo? Que lo arreglen ahora.
- Lo arreglarán sin necesidad de tu acta. ¿Verdad que sí? Más vale que nos contéis cómo vivís en la colonia. Dicen que incluso no tenéis celda de castigo.
- Pues no faltaba más que eso. ¡Celda de castigo! ¿Y ustedes tienen? -se interesó Antón.
La gente se echó otra vez a reír.
- El domingo, sin falta, iremos a veros. Os llevaremos el trineo para que lo reparéis.
- ¿Y en qué voy a ir yo hasta el domingo? -aulló el administrador.
Pero yo le tranquilicé:
- Nosotros tenemos otro trineo. Que venga uno ahora con nosotros y él se lo llevará.

Así, la colonia adquirió nuevos y excelentes amigos. El domingo llegaron a la colonia chequistas-komsomoles. Y de nuevo se puso a debate la misma cuestión maldita: ¿por qué los colonos no podían ser miembros del Komsomol? En la resolución de este problema, los chequistas se colocaron unánimemente de nuestro lado:
- Pero ¿qué inventos son ésos? -me decían-. ¿Qué delincuentes hay aquí? Esas son tonterías que deberían avergonzar a la gente seria... Nosotros moveremos este asunto, si no aquí, en Járkov.

Precisamente por aquel tiempo nuestra colonia pasó a depender directamente del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública de Ucrania como una institución modelo y ejemplar para infractores de la ley. Comenzaron a visitarnos inspectores del Comisariado. No tenían ya nada de provincianos superficiales e ignaros, adeptos de la educación socialista bajo la influencia de las emociones primaverales. En la educación socialista, los de Járkov se interesaban poco por el alma, el derecho de la personalidad y otra chatarra lírica. Buscaban formas nuevas de organización y nuevos acentos. Lo más simpático de ellos era que no fingían ser el doctor Fausto, a quien le falta un solo momento feliz, sino que nos trataban como camaradas y estaban dispuestos a buscar con nosotros lo nuevo y a alegrarse de cada nueva partícula.

Los de Járkov se asombraron mucho al conocer nuestras desventuras con motivo de la cuestión del Komsomol:
- ¿Entonces trabajáis sin Komsomol?... ¿Que no se puede?... ¿ A quién se le ha ocurrido?
Por las tardes sostenían conversaciones secretas con los colonos mayores y concertaban el plan a seguir.
En el Comité Central del Komsomol de Ucrania, gracias a las gestiones del Comisariado del Pueblo de Instrucción Pública y de nuestros amigos urbanos, la cuestión fue resuelta con la rapidez de un relámpago, y en el verano del año 23 se nombró a Tijon Néstorovich Kóval instructor político de la colonia.
Tijon Néstorovich era un hombre del campo. A pesar de sus veinticuatro años, había tenido tiempo de introducir en su biografía muchos aspectos interesantes, sobre todo relacionados con la lucha en el campo; había acumulado fuertes reservas de actividad política y era, además, un hombre inteligente, bonachón y tranquilo. Desde su primer contacto con los colonos les habló como un camarada, y tanto en el campo como en la era demostró ser un experto conocedor.
En la colonia se organizó una célula, integrada por nueve komsomoles.

**NOTA**

(1).- Se refiere a los juegos de luz en la representación de la obra El Pájaro Azul, del escritor belga Mauricio Meterlink (1862-1949), por el Teatro de Arte de Moscú.

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