Índice de Poema pedagógico Capítulo 25
Pedagogía de mandos
Capítulo 27
La conquista de Komsomol
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 26

LOS MONSTRUOS DE LA SEGUNDA COLONIA

Durante dos años largos estuvimos dedicados a la reparación de la finca de los Trepke, pero en la primavera del año 23 resultó casi inesperadamente para nosotros que habíamos hecho mucho, y la segunda colonia comenzó a desempeñar un notable papel en nuestra vida. En la segunda colonia se hallaba el principal campo de actividad de Shere; allí estaban los establos, la cochera y las porquerizas. Al comenzar la temporada de verano, la vida en la segunda colonia dejaba de vegetar: entonces hervía verdaderamente.

Durante algún tiempo, los verdaderos estimuladores de esta vida fueron, a pesar de todo, los destacamentos mixtos de la primera colonia. Durante todo el día, se podía ver cómo por los tortuosos senderillos y los linderos entre la primera y la segunda colonia sucedíase casi ininterrumpidamente el movimiento de los destacamentos mixtos: unos destacamentos iban rápidamente a trabajar a la segunda colonia, otros regresaban a toda prisa a la primera para el almuerzo o la cena.

El destacamento mixto cubría rápidamente en fila india la distancia. La inventiva y la audacia de los muchachos no se arredraban ante la existencia de intereses particulares o de límites de propiedades privadas. Al principio, los dueños de los caseríos intentaron oponer algo a esa inventiva, pero después se convencieron de que era una empresa desesperada: los colonos controlaban, alegres e inflexibles, las diversas vías de comunicación que pasaban por los caseríos y las rectificaban insistentemente, tendiendo a un ideal realista: la línea recta. Allí donde la línea recta pasaba por alguna propiedad privada, había que efectuar algo más que un trabajo de superación geométrica; también era preciso neutralizar perros, cercas; empalizadas y portalones.

Los perros eran el objetivo más fácil; teníamos bastante pan, pero, además, los perros de los caseríos, incluso sin necesidad de pan, simpatizaban, en el fondo de su alma, con los colonos. La tediosa vida provinciana perruna, privada de impresiones fuertes y de risas saludables, se veía súbitamente embellecida por nuevas e interesantes sensaciones: una gran sociedad, amenos diálogos, la posibilidad de organizar una lucha grecorromana en el primer montón de paja y, en fin, el máximo deleite: saltar junto al destacamento en su rápida marcha, arrancar una ramita de entre las manos de algún pequeñuelo y recibir de vez en cuando de sus manos una brillante cintita para el cuello. Incluso los representantes de presa de la gendarmería de los caseríos resultaron unos renegados, sobre todo porque faltaba el elemento principal para sus acciones agresivas: desde el principio de la primavera, los colonos no usaban pantalones. Los calzones de baño eran más higiénicos, más hermosos y más baratos.

La descomposición de la sociedad de los caseríos, iniciada con la traición de los Brovko, los Serko y los Kabizdoj, se prolongó y tuvo posteriormente como consecuencia que los demás obstáculos para la rectificación de la línea Colonia-Kolomak resultaran también ineficaces. Al principio se pasaron a nuestro bando los Andri, los Mikita, los Nechípor y los Mikola, cuya edad oscilaba entre diez y dieciséis años. Los muchachos se sentían atraídos por ese mismo elemento romántico de la vida en la colonia y del trabajo. Hacía mucho tiempo que escuchaban nuestras cornetas y, percatados de la inefable dulzura de una colectividad numerosa y alegre, ahora abrían la boca y se quedaban pasmados ante todos estos indicios de suprema actividad humana: destacamento mixto, jefe y, lo que era todavía más imponente, el parte. Los mayores se sentían interesados por los nuevos métodos de trabajo agrícola; los barbechos al estilo de Jersón les atraían no sólo hacia el corazón de los colonos, sino también hacia nuestro campo y nuestra sembradora. Se generalizó el hecho de que siguiera obligatoriamente a cada uno de nuestros destacamentos mixtos algún amigo de los caseríos con una pala o un azadón sacado en secreto del cobertizo. También por las noches estos muchachos llenaban la colonia y pasaron a ser insensiblemente para nosotros su complemento invariable. Sus ojos proclamaban que ser colonos era para ellos el sueño de su vida. Algunos lo consiguieron más tarde, a medida que los conflictos familiares, cotidianos y religiosos fueron arrojándoles de los brazos paternos.

Y, en fin, la descomposición de los caseríos se coronó por lo más fuerte que existe en el mundo: las muchachas de los caseríos no pudieron resistir la seducción del airoso, alegre y culto colono de piernas desnudas. Los representantes indígenas del sexo masculino eran incapaces de oponer nada a esta seducción, sobre todo, porque los colonos no se apresuraban a valerse de la maleabilidad femenil, no golpeaban a las muchachas entre las paletillas, no se aferraban a ningún sitio y no se reían de ellas. Nuestros jóvenes se disponían ya a ingresar en las facultades obreras y en el Komsomol, habían comenzado a comprender ya el sabor de una cortesía refinada y una charla interesante.

Las simpatías de las muchachas de los caseríos no habían adquirido aún la forma del enamoramiento. También trataban con deferencia a nuestras muchachas, más instruidas y urbanas, aunque, al mismo tiempo, no señoritas. El amor y las fábulas amorosas deberían llegar un tanto más tarde. Por eso, las muchachas no buscaban únicamente citas y conciertos de ruiseñores, sino también valores sociales. Sus bandadas aparecían con más y más frecuencia en la colonia. Todavía les daba miedo nadar a solas entre las olas de la colonia: se sentaban por grupos en los bancos y asimilaban en silencio las nuevas impresiones. Tal vez las hubiera sorprendido la prohibición de comer semillas de girasol no sólo en los edificios, sino también en el patio.

Las cercas, empalizadas y portalones, gracias a las simpatías de la generación joven por nuestra causa, no podían ya servir al dueño en el mismo sentido que antes: asegurar la intangibilidad de la propiedad privada. Por ello, los colonos llegaron muy pronto al descaro de construir en los sitios más difíciles los llamados pasos. Me parece que en Rusia se ignora este perfeccionamiento del transporte. Es muy sencillo: sobre la cerca se coloca una tabla con un puntal a cada lado.

La rectificación de la línea Kolomak-Colonia -confesamos este pecado nuestro- se efectuaba también a costa de los sembrados. Sea como fuere, el caso es que en la primavera del año 23 esta línea podía competir en rectitud con la línea Moscú-Leningrado del Ferrocarril de Octubre (1). Tal círcunstancia alivió mucho el trabajo de nuestros destacamentos mixtos.

A la hora del almuerzo, el destacamento mixto recibía su porción antes que los demás. A las doce y veinte el primer destacamento había comido ya y se aprestaba a partir. El responsable de la guardia en la colonia les entregaba un papel, en el que constaba todo lo necesario: el número del destacamento, la relación de miembros, el nombre del jefe, el trabajo a realizar y el plazo señalado para su ejecución. Shere había introducido las matemáticas superiores en todo ello; la tarea estaba calculada siempre hasta el último metro y el último kilo.

El destacamento mixto se pone rápidamente en camino y, a los cinco o seis minutos, su fila se divisa ya lejos en el campo. Vedlo saltando por una empalizada y ocultándose entre las casas. Tras él, a una distancia determinada por la duración del diálogo con el responsable de la guardia en la colonia, sale el siguiente destacamento, por ejemplo, el tercero K o el tercero J. Poco después, todo el campo está cortado por las líneas de nuestros destacamentos mixtos. Desde la trampilla de la cueva anuncia Toska:
- Regresa el primero
B.

Efectivamente, de las empalizadas de los caseríos se desliza el primero B. Este destacamento trabaja siempre en la labranza o en la siembra; en fin, siempre con caballos. Eran todavía las cinco y media de la mañana cuando se marchó de la colonia, y con él, su jefe, Belujin. Es a Belujin, precisamente, a quien divisa Toska desde la trampilla de la cueva. Unos minutos más tarde, el primero B -seis colonos- está ya en el patio de la colonia. Mientras el destacamento toma asiento ante las mesas instaladas en el bosque, Belujin da el parte al responsable de la guardia en la colonia. En el parte, Rodímchik ha anotado la hora de llegada y la ejecución del trabajo.

Belujin, como siempre, está contento.
- Nos hemos retrasado unos cinco minutos. La culpa ha sido de la flota. Nosotros tenemos que ir al trabajo, y Mitka se dedica a transportar a no sé qué especuladores.
- ¿A qué especuladores? -interroga, curioso, el responsable de la guardia.
- ¿No lo sabe usted? Venían a arrendar el jardín.
- ¿Y qué?
- Que no les he dejado pasar de la orilla. ¿ Qué os creéis, ciudadanos, que vais a comer manzanas y nosotros nos limitaremos a mirarles? ¡Volved, ciudadanos, al punto de partida!... Buenos días, Antón Semiónovich, ¿qué tal van aquí las cosas?
- Buenos días, Matvéi.
- Dígame de verdad, ¿cuándo van a quitar de allí a Rodímchik? Mire usted, Antón Semiónovich: es incluso indecente que un hombre así ande por la colonia. Quita las ganas de trabajar y, encima, hay que darle a firmar el parte. ¿Por qué razón?
Este Rodímchik fastidiaba a todos los colonos.

Por aquella época, en la segunda colonia había más de veinte personas y tenían trabajo de sobra. Shere empleaba a los destacamentos mixtos de la primera colonia únicamente en los trabajos del campo. La cochera, los establos y las porquerizas, que cada día iban cobrando mayor incremento, eran atendidos por los muchachos de allí. En la segunda colonia se invertían, sobre todo, muchas fuerzas en poner en orden el jardín, que ocupaba cuatro desiatinas y estaba poblado por excelentes árboles jóvenes. Shere emprendió en él grandiosos trabajos. Toda la tierra fue removida, los árboles podados y liberados de impurezas, se desbrozaron los zarzales de casis, se abrieron senderos y parterres. Nuestro joven invernadero dio aquella primavera su primera producción. También se trabajó mucho en la orilla: aquí se construyeron zanjas y se cortaron juncos.

La reparación de la finca tocaba a su fin. Incluso la cuadra de hormigón dejó de irritarnos con su techo destrozado: fue cubierta de chapa. En el interior de la cuadra, los carpinteros terminaban de construir los compartimentos para los cerdos. Según los cálculos de Shere, había que instalar allí ciento cincuenta cerdos.

Para los colonos, la vida en la segunda colonia tenía pocas atracciones, particularmente en invierno. Ya estábamos adaptados a la vieja colonia, y nos habíamos acomodado aquí tan bien, que ni siquiera reparábamos en las aburridas cajas de piedra y en la ausencia absoluta de belleza y de poesía. La belleza había sido reemplazada por un orden matemático, por la limpieza y la exacta coordinación de las cosas más mínimas.

La segunda colonia, a pesar de la turbulenta belleza del meandro del Kolomak, a pesar de sus altas riberas, de su jardín, de sus edificios bellos y espaciosos, no había sido sacada más que a medias del caos de la destrucción, estaba tan llena de los restos de los trabajos de construcción y tan deformada por los hoyos de cal, y sobre todo ello había, además, tanta maleza, que yo muchas veces me paraba a pensar si podríamos liquidar esa basura algún día.

Y, además, tampoco aquí estaba todo completamente preparado para la vida: había buenos dormitorios, pero faltaba una verdadera cocina y un verdadero comedor. Cuando conseguimos a duras penas instalar una cocina, resultó que el sótano no estaba preparado. Pero el mal mayor era la falta de personal: en la segunda colonia no había nadie capaz de una iniciativa.

Todas estas circunstancias tuvieron como fruto que los colonos, que con tanto agrado y tanto brío efectuaban el enorme trabajo de reparar la segunda colonia, no quisieran vivir allí. Brátchenko estaba dispuesto a recorrer veinte verstas diarias de una colonia a otra, estaba dispuesto a pasar hambre y sueño, pero consideraba un bochorno ser trasladado a la segunda colonia. Incluso Osadchi decía:
- Prefiero marcharme de la colonia a vivir en Trepke.

Todos los muchachos destacados de la primera colonia formaban entonces una sociedad tan amigable, que, para arrancar a alguno, sería preciso hacerlo con carne y todo. Trasladarles a la segunda colonia significaría arriesgar la segunda colonia y los propios colonos. Los muchachos lo comprendían muy bien.
- Nuestra gente -decía Karabánov- es igual que los buenos potros. Uno como Burún, si se le engancha bien y se le arrea como es debido, le llevará incluso con la cabeza erguida, pero, si se le aflojan las riendas, entonces le despeñará a usted y al carro por el primer precipicio.

Por eso, en la segunda colonia comenzó a formarse una colectividad distinta de la primera por el tono y el valor. Esta colectividad estaba integrada por muchachos no tan brillantes, ni tan activos, ni tan difíciles. De ellos emanaba una mediocridad colectiva, resultado de la selección por consideraciones pedagógicas.

Las personalidades interesantes eran allí casuales. Surgían de entre los pequeños, destacaban inesperadamente entre los nuevecitos, pero, en aquel entonces, estas personalidades aún no habían tenido tiempo de manifestarse y se esfumaban en la masa gris de los trepkistas.

Y los trepkistas, en su conjunto, eran de un modo que nos disgustaba cada día más a los educadores, a los colonos y a mí. Vagos y sucios, incurrían hasta en un pecado mortal como la pedigüeñería. Sentían siempre envidia de la primera colonia y mantenían eternamente conversaciones misteriosas acerca de lo que había habido de almuerzo o de cena en la primera colonia, qué víveres habían sido llevados a la despensa de la primera colonia y por qué razón no se les había llevado a ellos. No eran capaces de una protesta fuerte y directa: cuchicheaban por los rincones y se insolentaban, sombríos, ante nuestros representantes oficiales.

Nuestros colonos habían empezado a adoptar una actitud despectiva hacia los trepkistas. Al volver de la segunda colonia, Zadórov y Vólojov solían traer consigo a algún quejumbroso y, metiéndole en la cocina, pedían:
- Haced el favor de dar de comer a este hambriento.
Por supuesto, el hambriento, partiendo de un falso amor propio, se negaba a comer. En realidad, los muchachos comían mejor en la segunda colonia que en la primera. La huerta estaba más próxima, se podía comprar algo en el molino y, en fin, tenían sus vacas propias. Trasladar la leche a nuestra colonia era difícil: estaba lejos y no había bastantes caballos.
En la segunda colonia iba formándose una colectividad de vagos y quejicas. Como ya he indicado, de ello eran culpables muchas circunstancias y, más que nada, la falta de un núcleo y el mal trabajo del personal pedagógico.
Los pedagogos no querían trabajar en la colonia: poco salario y trabajo difícil. Por fin, la delegación de Instrucción Pública envió lo primero que le vino a las manos: Rodímchik y, en pos de él, Deriuchenko. Llegaron con sus mujeres y sus niños y se instalaron en los mejores locales de la colonia. Yo no protesté, contento de que se hubiese encontrado aunque fuera gente así.

Estaba claro como el agua que Deriuchenko era un auténtico petliurista. Desconocía la lengua rusa; adornó todos los edificios de la colonia con malos retratos de Shevchenko y emprendió inmediatamente la única cosa de que era capaz: cantar canciones ucranianas.

Deriuchenko era joven aún. En su cara todo aparecía ensortijado a la manera de un típico cosaco de Zaporozhie. Bigotes ensortijados, cabellera ensortijada y corbata ensortijada: un cordoncillo en torno al cuello de su bordada camisa ucraniana. Y, a pesar de todo, este hombre tenía que efectuar cosas monstruosamente indiferentes a la idea de la potencia ucraniana: estar de guardia en la colonia, entrar en la porqueriza, señalar la llegada al trabajo de los destacamentos mixtos y, durante las guardias de trabajo, ayudar a los colonos. Este trabajo era para él algo absurdo e insensato, y toda la colonia, un fenómeno completamente inútil, sin vínculo alguno con su obsesión.

Rodímchik servía de tanta utilidad a la colonia como Deriuchenko, sólo que era todavía más repulsivo...
Rodímchik tenía treinta años de experiencia de la vida. Antes de llegar a nuestra colonia había trabajado en diversas instituciones: en la investigación criminal, en las cooperativas, en el ferrocarril y, por fin, se había dedicado a la educación de la juventud en las casas de niños. Tenía un rostro extraño, que recordaba mucho algún morral viejo, deteriorado y rugoso. Todo en este rostro aparecía ajado y cubierto de una película roja: la nariz, un poco achatada e inclinada hacia un lado; las orejas, pegadas al cráneo como pliegues sin vida; la boca torcida, como deteriorada hacía mucho tiempo e incluso desgarrada por el uso largo y poco cuidadoso.
Después de llegar a la colonia y de instalarse con su familia en una casa recién reparada, Rodímchik trabajó una semana y de repente desapareció, enviándome una nota en la que decía que se marchaba a un asunto muy importante. A los tres días volvió en un carro campesino: tras el carro caminaba, atada, una vaca. Rodímchik ordenó a los colonos que instalaran su vaca junto a las nuestras. Incluso Shere, sorprendido, se desconcertó un poco.
Dos días más tarde Rodímchik corrió a quejárseme:
- Jamás creí que aquí se trataría de este modo a los empleados. Aquí, por lo visto, se han olvidado de que ahora no estamos ya en los viejos tiempos. Mis hijos y yo tenemos el mismo derecho a la leche que todos los demás. Y, si yo he dado prueba de iniciativa y no he esperado a que se me dé leche del Estado, ya que, como usted sabe, me he preocupado de comprar una vaca a costa de mis precarios recursos y la he traído yo mismo a la colonia, usted puede comprender que esto debe ser fomentado y en ningún caso perseguido. ¿Y qué trato se le da a mi vaca? En la colonia hay varios almiares de heno. Además, la colonia obtiene a bajo precio en el molino salvado y otras cosas. Y, sin embargo, todas las vacas comen, y la mía pasa hambre, y los muchachos me responden muy groseramente que ellos no tienen nada que ver con mi vaca. Las demás vacas están limpias, y la mía lleva ya sucia cinco días. Resulta que es mi esposa quien tiene personalmente que limpiarla. Ella lo habría hecho, pero los muchachos no le dan pala ni horquillas y, además, tampoco le dan paja. Si una bagatela como la paja tiene importancia, debo advertirle que tomaré medidas terminantes. Es igual que no esté ahora en el Partido. He sido del Partido y merezco que no se trate así a mi vaca.

Yo contemplaba a este hombre sin comprenderle y en el primer momento no pude siquiera darme cuenta de si había posibilidad de luchar contra él.
- Permítame, camarada Rodímchik, ¿qué dice usted? La vaca, a pesar de todo, es su propiedad privada. ¿ Cómo puede usted mezclar estas cosas? Y, en fin, usted es un pedagogo. ¿En qué situación se coloca con relación a los educandos?
- Pero ¿de qué se trata? -tableteó Rodímchik-. Yo no quiero absolutamente nada de balde. Pagaré, claro está, el forraje y el trabajo de los educandos, si el precio no es muy elevado. Y cuando hace poco los colonos, indudablemente fueron ellos, le robaron la boina a mi niño, yo no dije nada.
Le envié a Shere.
Shere había tenido tiempo de volver en sí para entonces y expulsó de la cuadra a la vaca de Rodímchik. Días más tarde, la vaca desapareció: probablemente la habría vendido su dueño.
Pasaron dos semanas. Vólojov planteó en una asamblea general:
- ¿Por qué Rodímchik se lleva las patatas de las huertas de la colonia? Nuestra cocina no tiene patatas, y Rodímchik se las lleva. ¿Quién le ha autorizado?
Los colonos apoyaron a Vólojov.
- No se trata de las patatas -dijo Zadórov-. Tiene familia y podía haber pedido permiso: a nosotros no nos duelen las patatas. Pero, ¿qué falta nos hace este Rodímchik? Se pasa el día entero en su casa, cuando no se va a la aldea. Los muchachos andan sucios, no le ven nunca y viven como salvajes. Incluso cuando se le busca para que firme el parte, tampoco se le encuentra: está durmiendo o almorzando o no tiene tiempo, y siempre hay que esperar. ¿Qué provecho sacamos de él?
- Nosotros sabemos cómo deben trabajar los educadores -opinó Taraniets-. ¿Y Rodímchik? Cuando le toca la guardia de trabajo, se presenta con la pala, no hace nada y media hora más tarde dice: Bueno, tengo que ir a un asunto, y desaparece, pero dos horas más tarde ya viene de la aldea con algo en la bolsa...
Yo prometí a los muchachos que tomaría medidas. Al día siguiente llamé a Rodímchik. Llegó al anochecer y, a solas con él, empecé a reprenderle, pero no hice más que empezar. Rodímchik me interrumpió indignado:
- Sé quién trabaja contra mí, quién me pone la zancadilla: ¡todo es obra de ese alemán! Valdría más que usted, Antón Semiónovich, comprobase qué clase de hombre es. Yo lo he hecho ya: para mi vaca no he logrado paja incluso pagándola y he tenido que venderla. Mis hijos carecen de leche y debo traerla de la aldea. Después de esto pregunte usted: ¿con qué alimenta Shere a su Milord? ¿Sabe usted con qué le alimenta? No, no lo sabe usted. Pues lo que hace es coger el mijo destinado a las vacas y cocerlo para Milord. ¡El mijo! El mismo lo cuece y se lo da al perro sin pagar nada. Y el perro se come el mijo de la colonia completamente gratis y en secreto, valiéndose de que Shere es agrónomo y de que usted tiene confianza en él.
- ¿Cómo sabe usted todo eso?
- ¡Oh! Yo nunca hubiera hablado sin pruebas. No soy así: mire usted...
Extrajo de un bolsillo interior un pequeño paquete y lo desenvolvió. En el paquetito apareció algo entre negro y blanco, una extraña mezcla.
- ¿Qué es eso? -pregunté sorprendido.
- Esto lo demostrará todo: son excrementos de Milord. Excrementos, ¿comprende usted? He estado vigilando hasta que he podido conseguirlos. ¿Ve usted las deposiciones de Milord? Mijo puro. ¿Y usted cree que Shere lo compra? Claro que no lo compra; lo coge simplemente de la despensa.
Yo le dije a Rodímchik:
- ¿Sabe usted una cosa? Sería mejor que se marchara de la colonia.
- ¿Cómo que me marche?
- Sí, que se vaya lo antes posible. Hoy daré una orden despidiéndole. O, si no, presénteme una solicitud de baja voluntaria; esto será lo mejor.
- No dejaré así la cosa.
- Bueno. No la deje usted, pero yo le despido.
Rodímchik se fue; dejó así la cosa y tres días más tarde abandonó la colonia.

¿Qué se podía hacer con la segunda colonia? Los trepkistas salían malos colonos, y era imposible seguir tolerándolo. Entre ellos las peleas eran continuas, siempre estaban robándose unos a otros: indicios evidentes de una mala colectividad.
¿Dónde encontrar gente para este maldito trabajo? ¡Verdadera gente!
¿Verdadera gente? Eso no era tan poco, ¡qué diablo!

**NOTA**

(1).-Esta línea, llamada antes Ferrocarril del zar Nicolás, por haberse tendido durante su reinado, se consideraba de una rectitud extraordinaria, pues se construyó sin tener en cuenta las peculiaridades del terreno.

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