Índice de Poema pedagógico Capítulo 21
Unos viejos dañinos
Capítulo 23
Semillas de calidad
Biblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 22

Amputación

Los muchachos no cumplieron su palabra. Ni Karabánov, ni Mitiaguin, ni los demás componentes del grupo cesaron sus incursiones por los sandiares ni sus atentados a las cuevas y las despensas de los campesinos. Por último, organizaron una empresa nueva, extraordinariamente complicada, que culminó en una verdadera cacofonía de cosas agradables y desagradables.

Una noche irrumpieron en el colmenar de Luká Semiónovich y se llevaron de él dos colmenas con la miel y las abejas. Los muchachos trajeron de noche las colmenas a la colonia y las instalaron en el taller de zapatería, que entonces no funcionaba. Para conmemorar el triunfo, celebraron un banquete, al que asistieron numerosos colonos. Por la mañana se hubiera podido hacer una relación exacta de los asistentes al banquete: todos ellos andaban por la colonia con la cara roja e hinchada. El propio Leshi tuvo que recurrir a la ayuda de Ekaterina Grigórievna.

Yo llamé a Mitiaguin. Inmediatamente reconoció que todo era obra suya, pero se negó a nombrar a sus cómplices. Más aún, me dijo, sorprendido:
- Aquí no hay nada de particular. No hemos cogido las colmenas para nosotros: lo que hemos hecho es traerlas a la colonia. Si usted cree que la colonia no necesita colmenar, podemos devolverlas.
- ¿Cómo vais a devolverlas? Os habéis comido la miel y las abejas han perecido.
- Bueno, como usted quiera. Pero conste que yo he intentado lo mejor.
- No, Mitiaguin, lo mejor será que nos dejes en paz... Tú ya eres grande, y nunca estarás de acuerdo conmigo: vamos a separarnos.
- Yo también pienso lo mismo.

Había que expulsar a Mitiaguin lo antes posible. Para mí estaba ya claro que me había retrasado imperdonablemente en tomar esta resolución y que no había advertido el proceso, declarado hacía tiempo, de descomposición de nuestra colectividad. Quizá las incursiones por los sembrados de sandías y el desvalijamiento del colmenar no fueron particularmente pecaminosos, pero la continua atención que los colonos otorgaban a esas empresas, las noches y los días llenos de los mismos esfuerzos y las mismas impresiones significaban una parada completa en el desarrollo de nuestro ambiente, es decir, significaban un estancamiento. Y sobre el fondo de este estancamiento, cualquier mirada atenta podía advertir ya tangiblemente varios aspectos negativos: el desparpajo de los colonos, el desdén con que miraban a la colonia y al trabajo, una charlatanería huera y fatigosa, ciertos elementos de indudable cinismo. Yo veía que incluso muchachos como Belujin y Zadórov, que no participaban en ningún asunto sucio, habían comenzado a perder el brillo de su personalidad, se enmohecían. Nuestros planes, un libro de interés, las cuestions políticas habían pasado a segundo plano, cediendo el puesto central a las aventuras desordenadas y baratas y a los interminables diálogos acerca de ellas. Todo esto se reflejaba también en el aspecto de los colonos y de toda la colonia: falta de disciplina, cierta tendencia descuidada y poco profunda a la ingeniosidad fácil, ropa al desgaire y porquería escondida en todos los rincones.

Di a Mitiaguin un certificado de salida de la colonia, le entregué cinco rublos para el camino -me dijo que se iba a Odesa- y le deseé buen viaje.
- ¿Puedo despedirme de los muchachos?
- Como quieras.
Cómo transcurrió la despedida, lo ignoro. Mitiaguin se marchó antes del anochecer, despedido por casi toda la colonia.
Por la noche, todos estaban tristes. Los pequeños parecían apagados, igual que si se hubiesen estropeado los potentes motores que les ponían en movimiento. Karabánov se sentó en un cajón tirado junto a la despensa y no se movió de allí hasta la noche.
Leshi entró en mi despacho.
- ¡Qué pena de Mitiaga! -suspiró.
Esperó largo tiempo mi contestación, pero yo no le contesté nada. Y se fue.

Estuve trabajando hasta muy tarde. A eso de las dos, al salir del despacho, vi luz en la buhardilla de la cochera. Desperté a Antón.
- ¿Quién está en la buhardilla? -le pregunté.
Antón se encogió de hombros, descontento, y me repuso de mala gana:
- Mitiaguin.
- ¿Qué hace allí?
- ¡Yo qué sé!
Subí a la buhardilla. En torno a la linterna de la cochera había varios muchachos: Karabánov, Vólojov, Leshi, Prijodko, Osadchi. Me miraron en silencio. A Mitiaguin, que hacía algo en un rincón de la buhardilla, pude verle apenas en la oscuridad.
- Todos al despacho.
Cuando yo abría la puerta del despacho, Karabánov dispuso:
- No es necesario que nos reunamos todos aquí. Con Mitiaguin y conmigo es bastante.
No objeté nada.
Entramos. Karabánov se dejó caer cómodamente en el diván. Mitiaguin detúvose en un rincón cerca de la puerta.
- ¿Por qué has vuelto a la colonia?
- Tenía un asunto pendiente.
- ¿Qué asunto?
- Un asunto nuestro.
Karabánov me contemplaba con una mirada fija y ardiente. De pronto se encogió todo y, con un movimiento flexible de serpiente, se inclinó sobre mi mesa, acercando sus ojos llameantes a mis gafas:
- ¿Sabe usted una cosa, Antón Semiónovich? ¿Sabe lo que voy a decirle? Que yo también me marcho con Mitiaguin.
- ¿Qué estabais tramando en la buhardilla?
- La cosa, en verdad, es de lo más simple, pero es igual: para la colonia no sirve. Me voy con Mitiaguin. Ya que no servimos para estar aquí, iremos a probar nuestra suerte. Quizá tenga usted educandos mejores.
Siempre había presumido un poco y ahora desempeñaba un papel de hombre ofendido, probablemente confiando en que yo me avergonzaría de mi propia crueldad e indultaría a Mitiaguin.
Mirándole de frente, volví a preguntarle:
- ¿Para qué os estabais preparando?
Karabánov no me respondió nada y miró a Mitiaguin como interrogándole.
Yo salí de detrás de la mesa y pregunté a Karabánov:
- ¿Tienes revólver?
- No -me respondió con firmeza.
- Enséñame los bolsillos.
- ¿Es posible que vaya a registrarnos usted, Antón Semiónovich?
- Enséñame los bolsillos.
- ¡Mire usted! -gritó casi histéricamente Karabánov y volvió del revés todos los bolsillos del pantalón y de la cazadora, esparciendo por el suelo briznas de tabaco y migas de pan de centeno.
Luego me acerqué a Mitiaguin.
- Enséñame los bolsillos.
Metiaguin metió torpemente las manos en los bolsillos, de los que sacó un monedero, un manojo de llaves y de ganzúas. Luego dijo, sonriendo con turbación:
- No hay nada más.
Metí la mano tras el cinturón de su pantalón y saqué una browning de tamaño medio. En el cargador había tres cartuchos.
- ¿De quién es esta pistola?
- Mía -repuso Karabánov.
- Entonces, por qué has mentido diciendo que no tenías nada? ¡Cómo sois!... ¿A qué esperáis? ¡Largaos ahora mismo de la colonia para que no quede de vosotros ni el olor! ¿Comprendéis?
Me senté ante la mesa y escribí un certificado para Karabánov. Tomó en silencio el papel y miró con desdén los cinco rublos que yo le tendía:
- Ya me las arreglaré sin ellos. Adiós.
Me tendió la mano con un ademán convulsivo y estrechó fuertemente la mía hasta hacerme daño. Quiso decir algo, pero se precipitó súbitamente hacia la puerta y desapareció en el claro nocturno. Mitiaguin no me dio la mano ni se despidió de mí. Cerró ampliamente los faldones de su klift y con un andar silencioso de ladrón se lanzó en pos de Karabánov.

Salí a la terracilla. Ante ella habíase congregado una multitud de educandos. Leshi echó a correr detrás de los expulsados, pero llegó únicamente a la linde del bosque y en seguida se volvió. Antón, subido en el peldaño superior, murmuraba algo ininteligible. De pronto, Belujin quebró el silencio:
- Bien. Yo reconozco que se ha procedido en justicia.
- Quizá -dijo Vérshnev-, pero, de to-to-todas forformas, me da pe-pena.
- ¿Quién te da pena? -le pregunté yo.
- Pues Se-semión y Mitiaga. ¿Es-s-s que-que a uss-ted no-no le dan pe-pe-pena?
- Tú eres quien me da pena, Kolka.
Me dirigí a mi habitación y escuché cómo Belujin procuraba persuadir a Vérshnev:
- Eres un tonto. No comprendes nada. Los libros no dejan en ti ninguna huella.
Durante dos días no supimos nada de los expulsados.

Por Karabánov yo me preocupaba poco: tenía a su padre en Storozhevói. Erraría por la ciudad una semana y luego volvería a la casa paterna. El destino de Mitiaguin estaba claro. Vagaría en libertad un año más, volverían a recluirle unas cuantas veces en la cárcel, le sorprenderían en algo serio y se le deportaría a otra ciudad, y cinco o seis años más tarde sería degollado por los suyos o fusilado en cumplimiento de la condena de algún tribunal. Otro camino no había para él. Quizá podría también arrastrar a Karabánov. El mismo había sido arrastrado, él mismo había sido inducido a participar en un asalto a mano armada.
Dos días más tarde, empezó a susurrarse en la colonia.
- Dicen que Semión y Mitiaga andan desvalijando por los caminos. Ayer han atracado a unos carniceros de Reshetílovka.
- ¿Quién lo ha dicho?
- Una lechera que ha estado en casa de los Osipov. Ella ha dicho que eran Semión y Mitiaga.
Los colonos cuchicheaban por los rincones y enmudecían al acercarse algún educador. Los mayores nos miraban con el entrecejo fruncido: no querían leer ni hablar; por las noches se reunían en grupos de dos o tres e intercambiaban palabras escuetas.
Los educadores procuraban no hablar conmigo acerca de los ausentes. Sólo Lídochka me dijo una vez:
- Es una lástima lo de los muchachos, ¿ verdad?
- Mire, Lídochka, vamos a ponernos de acuerdo -le respondí yo-. Empápese usted de lástima sin mi concurso.
- Ni falta que me hace -se ofendió Lidia Petrovna.

Unos cinco días más tarde volvía yo a la colonia en el cabriolet. El Pelirrojo, sobre alimentado por el pródigo estío, galopaba alegremente hacia la casa. Junto a mí, Antón, con la cabeza gacha, pensaba en algo. Estábamos acostumbrados a nuestra carretera solitaria y no esperábamos de ella nada interesante.
De repente, Antón me dijo:
- Mire, ¿no son ésos nuestros muchachos? ¡Oh, pero si son Semión y Mitiaguin!
Delante, en la carretera solitaria, se vislumbraban dos siluetas.
Unicamente la vista aguda de Antón había podido precisar con tanta exactitud que eran Mitiaguin y su camarada. El Pelirrojo nos conducía rápidamente hacia su encuentro. Antón miró con inquietud mi revólver enfundado.
- A pesar de todo, métase usted el revólver en el bolsillo. Así le tendrá más a mano.
- No digas tonterías.
- Bueno, como usted quiera.
Antón tiró de las riendas.
- Está muy bien que le hayamos visto -me dijo Semión-. Aquella vez, ¿sabe? nos despedimos de mala manera.
Mitiaguin, como siempre, sonreía afablemente.
- ¿Qué hacéis aquí?
- Queríamos verle. Usted nos dijo que no quería que quedase de nosotros en la colonia ni el olor y por eso no hemos ido allí.
- ¿Por qué no te has ido a Odesa? -pregunté a Mitiaguin.
- Por ahora se puede vivir bien aquí. Ya me iré a Odesa en invierno.
- ¿No piensas trabajar?
- Veremos cómo se arreglan las cosas -contestó Mitiaguin-. No crea, Antón Semiónovich, que estamos ofendidos con usted. Cada uno tiene su camino.
Semión irradiaba franca alegría.
- ¿Piensas irte con Mitiaguin?
- Todavía no lo sé. Estoy tirando de él, porque quiero que vayamos a ver al viejo, a mi padre, y él no acepta.
- ¡Pero si su padre es un campesino! ¿Qué tengo yo que hacer allí?

Me acompañaron hasta el recodo de la colonia.
- No guarde usted un mal recuerdo de nosotros -me dijo Semión al despedirse-. ¡Venga, abracémonos!
Mitiaguin se echó a reír:
- ¡Qué bestia tan cariñosa eres, Semión! ¡De ti no saldrá nada!
- ¿Y tú eres mejor? -interrogó Semión.
Los dos se echaron a reír estruendosamente, agitaron las gorras, y nos separamos en distintas direcciones.

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