Índice de Poema pedagógico Capítulo 20
Sobre lo vivo y lo muerto
Capítulo 22
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 21

UNOS VIEJOS DAÑINOS

Era deliciosa la colonia en las noches de verano. Amplio y dulce, extendíase el cielo palpitante de vida; en el crepúsculo se diluía el lindero del bosque; las siluetas de los girasoles al borde de las huertas reposaban después de la ardorosa jornada, y en los difusos contornos del anochecer se perdía la fresca y profunda pendiente que llevaba hacia el lago. En la terracilla de alguna casa había gente sentada, y, aunque se oía su diálogo incoherente, era difícil precisar quiénes eran y cuántos.

Es esa hora en que aún parece de día, pero en que ya se distingue y reconoce difícilmente las cosas. En esta hora, la colonia parece siempre desierta. Uno se pregunta: ¿dónde se habrán metido los muchachos? Pero dad una vuelta por la colonia y les encontraréis a todos. Aquí, en la cuadra, unos cinco muchachos celebran consejo al pie de una collera colgada de la pared. En la panadería, toda una asamblea: dentro de media hora estará el pan, y todos los que tienen que ver con ello, con la cena, con la guardia en la colonia, se han sentado en los bancos de la panadería, muy limpia, y ahora conversan en voz baja. Cerca del pozo han coincidido casualmente varios muchachos: uno, que iba corriendo con un cubo por agua; otro, que pasaba simplemente por allí; un tercero, al que llamaron los otros dos porque ya esta mañana tenían algo que decirle. Todos se han olvidado del agua para acordarse, en cambio, de otra cosa, tal vez poco importante. Pero ¿acaso puede haber algo poco importante en un bello crepúsculo de estío?

En el mismo extremo del patio, allí donde comienza la pendiente que lleva hacia el lago, se ha sentado sobre un sauce abatido y descortezado hace ya tiempo todo un tropel de muchachos, y Mitiaguin les refiere uno de sus maravillosos cuentos:
- ... entonces, una mañana la gente va a la iglesia y ve que no hay ningún pope. ¿Qué pasa? ¿Dónde se han metido los popes? Y el guardia dice: Seguramente el demonio se ha llevado hoy a nuestros popes al pantano. ¿Tenemos cuatro popes? Cuatro. Pues bien: a los cuatro se los ha llevado el demonio esta noche al pantano...
Los muchachos le escuchan en silencio con los ojos encendidos y sólo de vez en cuando chilla alegremente Toska: a él no le hace tanta gracia el demonio como ese guardia estúpido, que se ha pasado vigilando toda la noche sin poder descifrar si son o no sus popes los que el demonio se ha llevado al pantano. Toska se imagina a todos esos popes iguales, cebados y vulgares, se imagina toda esa difícil y pesada empresa -calculen ustedes: ¡llevarles a hombros hasta el pantano!-, toda esa profunda indiferencia por su destino, la misma indiferencia que suele haber en una matanza de chinches.

Entre los arbustos del viejo jardín se escucha la risa en explosiones de Olia Vóronova, le contesta como un eco la voz abaritonada y burlona de Burún, y luego nuevas risas, pero ahora ya no sólo de Olia, sino de todo un coro femenil, y después Burún echa a correr hacia el prado sujetando la gorra toda arrugada, y tras él un abigarrado y alegre tropel de muchachas. En el prado, Shelaputin, atraído por las risas, se detiene sin saber qué hacer: reírse o escapar, porque también él tiene viejas cuentas pendientes con las muchachas.

Sin embargo, estos anocheceres apacibles, íntimos y líricos no siempre correspondían a nuestro estado de ánimo. Tanto los depósitos de la colonia como las cuevas de los campesinos y hasta los domicilios de los educadores no habían dejado de ser todavía arena de operaciones suplementarias, aunque ya no tan productivas como en el primer año de nuestra vida en la colonia. En general, la desaparición de objetos diversos había pasado a ser un fenómeno raro en la colonia. Incluso si aparecía en la colonia algún nuevo especialista en estos asuntos, tardaba poco en comprender que no tenía que habérselas con el director, sino con una parte considerable de la colectividad, y la colectividad era extraordinariamente cruel en sus reacciones. A principios del verano me costó un gran esfuerzo arrancar de sus manos a un novato, sorprendido por los muchachos cuando intentaba deslizarse por la ventana en la habitación de Ekaterina Grigórievna. Los colonos estaban golpeándole con la cólera ciega y despiadada de que únicamente es capaz la muchedumbre. Cuando yo me sumergí en esta muchedumbre, alguien me empujó con la misma ira y se oyó una voz febril:
- ¡Llevaos a Antón con mil demonios!

En verano había llegado a la colonia Kuzmá Leshi, enviado por la comisión. Seguramente su sangre era medio gitana. Adornaban el rostro atezado de Leshi unos enormes ojos negros, provistos de espléndidas pupilas, a las que la naturaleza había dado una facultad especial: descubrir lo que estaba colocado mal y podía, por lo tanto, ser sustraído. El resto del cuerpo de Leshi se subordinaba ciegamente a las órdenes sumarias de sus ojos gitanos: las piernas le conducían hasta el lugar en que se encontraba el objeto mal colocado, las manos se tendían dócilmente hacia él, la espalda curvábase, obediente, al amparo de alguna defensa natural, las orejas prestaban oído a toda suerte de susurros y otros ruidos inquietantes. Era imposible precisar en qué grado participaba la cabeza de Leshi en todas esas operaciones. En la historia futura de la colonia, la cabeza de Leshi debería ser bastante apreciada, pero durante la primera época fue para todos los colonos el objeto más inútil de su organismo.

¡Qué de disgustos y de risas tuvimos con este Leshi! No pasaba día sin que le sorprendiéramos en algo: o sustraía un pedazo de tocino del carro que acababa de volver de la ciudad, o se llevaba de la despensa, a ojos vistas, un puñado de azúcar, o sutilizaba la majorka del bolsillo de un amigo, o, yendo de la panadería a la cocina, se comía la mitad del pan, o, en plena conversación interesante acerca del trabajo en el domicilio de algún educador, desaparecía un cuchillo de mesa. Leshi no recurría jamás a ningún plan complicado ni utilizaba herramienta alguna por sencilla que fuese: consideraba que la mejor herramienta eran sus manos. Los muchachos probaron a pegarle, pero Leshi no hacía más que sonreír:
- ¿Por qué vais a pegarme? Ni yo mismo sé cómo ha ocurrido: me hubiera gustado veros en mi lugar.

Kuzmá era un muchacho muy alegre. En sus dieciséis años había podido acumular muchas experiencias: había viajado y visto mucho, había pasado algún tiempo en todas las cárceles provinciales. Tenía cierta instrucción, era ingenioso, muy ágil y audaz de movimientos, sabía bailar admirablemente el hopak y desconocía la propiedad de azorarse.
Por todas esas cualidades, los colonos le perdonaban muchas cosas, pero sus eternos robos empezaron a hartarles. Por fin, cayó en una historia muy desagradable, que le tuvo amarrado mucho tiempo a la cama. Una noche se deslizó en la panadería y fue golpeado fuertemente con un leño. Nuestro panadero, Kostia Vetkovski, llevaba padeciendo mucho tiempo tanto por las continuas faltas de pan como por las enojosas conversaciones con Kalina Ivánovich que ello traía consigo. Kostia preparó una celada y tuvo la inmensa satisfacción de que aquella noche apareciera precisamente Leshi. Por la mañana, Leshi acudió a Ekaterina Grigórievna en demanda de ayuda. Le contó que había trepado a un árbol para coger moras y se había producido algunos arañazos. Ekaterina Grigórievna se sorprendió mucho de que una simple caída de árbol hubiese tenido consecuencias tan sangrientas, pero su misión era sencilla: vendó el rostro de Leshi y le llevó hasta el dormitorio porque, sin su concurso, Leshi no hubiera podido hacerlo. Durante algún tiempo, Kostia no reveló a nadie los pormenores de la emboscada nocturna en la panadería: en sus horas libres, hacía de enfermera junto a la cama de Kuzmá y le leía Las aventuras de Tom Sawyer.
Una vez repuesto, el mismo Leshi refirió todo lo sucedido y fue el primero en reírse de su desventura.
- Escucha, Kuzmá -le dijo Karabánov-, si yo tuviera tan mala suerte como tú, habría dejado de robar hace tiempo. Así van a matarte alguna vez.
- Yo pienso lo mismo. ¿Por qué tendré tan mala suerte? Seguramente porque no soy un auténtico ladrón. Tendré que probar un par de veces más y, si no consigo nada, lo dejo. ¿Verdad, Antón Semiónovich?
- ¿Un par de veces? -le respondí yo-. En tal caso, no hay que aplazarlo: prueba hoy mismo. De todas formas, no conseguirás nada. Tú no sirves para eso.
- ¿Que no sirvo?
- No. En cambio, serás un buen herrero: Semión Petróvich lo ha dicho.
- ¿Ah, sí?
- Sí. Pero también ha dicho que tú has robado dos marcadores nuevos, que ahora estarán seguramente en tus bolsillos.
Leshi se sonrojó hasta donde era posible que se sonrojara su rostro moreno.
Karabánov agarró a Leshi por un bolsillo y relinchó como sólo él podía relinchar:
- ¡Claro que los tiene él! ¿ Ves? La primera vez que fallas.
- ¡Maldita sea! -dijo Leshi, vaciando sus bolsillos.

Sólo con casos como éste teníamos que habérnoslas en el interior de la colonia. Las cosas estaban mucho peor en el llamado mundo circundante. Las cuevas de los campesinos seguían gozando de las simpatías de los colonos, pero ahora esta empresa, organizada hasta el último detalle, se había estructurado en un armonioso sistema. En las incursiones contra las cuevas participaban exclusivamente los mayores. Los pequeños no eran admitidos e incluso se les acusaba de manera despiadada e implacable a la menor tentativa de incursión subterránea. Los mayores habían llegado a un grado de especialización tan notable, que hasta las lenguas de los kulaks no se atrevían a inculpar a la colonia de este sucio asunto. Aparte de ello, yo tenía todos los fundamentos para suponer que el dirigente de las operaciones en las cuevas era un perito como Mitiaguin.

Mitiaguin había sido siempre ladrón. En la colonia no robaba, porque sentía aprecio a los que vivían en ella y se daba cuenta perfectamente de que robar en la colonia era agraviar a los muchachos. Pero en los mercados urbanos y en las casas de los campesinos no había nada sagrado para él. Con frecuencia faltaba de la colonia por la noche, y a la mañana siguiente era difícil levantarle para el desayuno. Todos los domingos pedía permiso y regresaba ya avanzada la noche, a veces con un gorro o una bufanda que no tenía antes y siempre cargado de golosinas para todos los pequeños. Los pequeños adoraban a Mitiaguin, pero él sabía ocultar ante ellos su sincera filosofía de ladrón.

Mitiaguin me trataba con el mismo cariño que antes. Jamás hablábamos de robos. Yo sabía que con palabras no se le podía ayudar.

A pesar de todo, Mitiaguin me preocupaba mucho. Más listo e inteligente que muchos colonos, gozaba por ello del aprecio general. Sabía exhibir su naturaleza de ladrón de una manera irresistiblemente sugestiva. Siempre le rodeaba un séquito de muchachos mayores, que se comportaba con el mismo tacto que Mitiaguin y sentía tanto respeto como él por la colonia y por los educadores. Era difícil saber a qué se dedicaba toda esa banda en las horas sombrías y misteriosas. Para ello hubiera hecho falta espiarles o sonsacar a alguno de los colonos, y a mí me parecía que, de seguir tal camino, haría fracasar el desarrollo del ambiente que estaba cuajando con tanta dificultad en la colonia.

Si yo conocía por casualidad alguna aventura de Mitiaguin, le atacaba directamente en las reuniones, a veces le imponía castigos, le llamaba a mi despacho y le reprendía a solas. Mitiaguin solía dar la callada por respuesta y con una expresión idealmente tranquila me sonreía afable y simpático. Al marcharse, se despedía inmutablemente serio y cariñoso:
- ¡Buenas noches, Antón Semiónovich!
Partidario resuelto del honor de la colonia, se indignaba muchísimo cuando alguno se pillaba los dedos.
- ¡No sé de dónde salen estos memos! ¡Se meten allí donde no les llegan las manos!
Yo intuía que deberíamos renunciar a Mitiaguin. Era doloroso reconocer la propia impotencia y, además, Mitiaguin me daba lástima. Seguramente, también él consideraba que no tenía por qué seguir en la colonia, pero al mismo tiempo, no experimentaba ningún deseo de abandonarla. En la colonia tenía numerosos amigos, y todos los pequeños se pegaban a él como las moscas al azúcar.
Lo peor de todo era que la filosofía de Mitiaguin había empezado a propagarse a colonos en apariencia tan firmes como Karabánov, Vérshnev, Vólojov. Sólo Belujin constituía la oposición manifiesta a Mitiaguin. Era interesante que la enemistad entre Mitiaguin y Belujin jamás revistiese la forma de un cambio de improperios. Los dos muchachos nunca se peleaban, ni siquiera reñían. Belujin decía sin ambages en el dormitorio que, mientras tuviéramos a Mitiaguin en la colonia, no nos libraríamos de ladrones. Mitiaguin le escuchaba sonriente y le respondía sin acritud:
- No todos pueden ser honrados, Matvéi. ¿Qué valdría tu honradez si no hubiera ladrones? Sólo gracias a mí, vales tú algo.
- ¿Cómo gracias a ti? ¿Qué dices?
- Pues muy sencillo. Yo, por ejemplo, robo y tú no, y sólo con eso ya te haces notar. Si nadie robara, todos seríamos, iguales. Me parece que Antón Semiónovich debería traer a propósito a gente como yo. Porque, si no, los que son como tú no valdrían nada.
- Pero ¿qué dices? -objetaba Belujin-. Existen países donde no hay ladrones. Por ejemplo, Dinamarca, Suecia, Suiza. Yo he leído que allí no hay ni un ladrón.
- Bu-bueno, eso es me-me-mentira -intervenía Vérshnev-. A-allí tam-también roba-barán. ¿Y qué hay de-de bu-bueno en que a-allí no-no hay la-lad-drones? En cambio, son... Di-dinamarca y Suecia una pe-pe-pequeñez.
- ¿Y nosotros qué somos?
- No-nosotros ya-ya verás có-cómo nos ma-manifestaremos, ¡ya ve-ves qué-qué Re-revolución!...
- Tipos como tú son los que primero están contra la Revolución, eso es...
Ante discursos semejantes, el que más se exasperaba y encendía era Karabánov. Saltaba de la cama, agitaba los puños en el aire y hundía, colérico, la mirada de sus ojos negros en el rostro bonachón de Belujin:
- Pero ¿de qué te las das? ¿Crees que, si Mitiaguin y yo nos comemos un panecillo de más, la Revolución sufrirá algo por ello? Vosotros estáis acostumbrados a medirlo todo por los panecillos...
- ¿Y por qué me metes tu panecillo por las narices? No se trata del panecillo, sino de que andas lo mismo que un cerdo, restregando la tierra con los hocicos.

A finales del verano, la actividad de Mitiaguin y sus compañeros se desenvolvió en los sandiares vecinos dentro de las proporciones más amplias. En nuestra comarca, la siembra de sandías y de melones tenía entonces gran difusión. Algunos campesinos acomodados dedicaban a ello varias desiatinas.

La cosa comenzó con incursiones aisladas contra los sandiares. En Ucrania, no se ha considerado jamás un delito el robo de sandías. Por eso, hasta los muchachos campesinos se permitían alguna que otra incursión por los sandiares próximos. Los dueños reaccionaban a ello con más o menos benevolencia: en una desiatina se podía recoger alrededor de veinte mil sandías, y la desaparición de un centenar de ellas en todo el verano no se estimaba un perjuicio muy grande. Sin embargo, siempre había en medio de los sandiares alguna choza, y en ella solía vivir un abuelillo, que no tanto defendía el sembrado como registraba la aparición de visitantes inoportunos.

A veces acudía a mí un abuelillo de ésos y se me quejaba:
- Los suyos anduvieron ayer por el sandiar. Dígales que no está bien lo que hacen. Que vengan directamente a mí, porque siempre se puede obsequiar a la gente. Que hablen conmigo, y yo les daré la mejor sandía.
Transmití el ruego del viejo a los muchachos. Lo utilizaron aquella misma noche, aunque no sin introducir ciertas modificaciones en el sistema propuesto por el abuelo: mientras en la choza se degustaba la mejor sandía elegida por el viejo y se sostenía un amistoso diálogo acerca de las sandías del año pasado y de las que hubo el verano en que los japoneses declararon la guerra, en todo el sandiar actuaban huéspedes ilegales, que, sin ninguna conversación, atiborraban de sandías sacos, fundas y hasta los faldones de sus camisas. El primer día, aprovechando la deferente invitación del abuelo, Vérshnev propuso a Belujin que les acompañase. Los demás colonos no objetaron nada a esa distinción. Matvéi regresó satisfecho del sandiar:
- Palabra de honor que eso está bien: hemos hablado y hemos dado gusto a una persona.
Vérshnev, sentado en un banco, sonreía plácidamente. Por la puerta irrumpió Karabánov.
- Bueno, Matvéi, ¿qué tal la visita?
- Ya lo ves, Semión. Se puede vivir como buenos vecinos.
- Para ti la cosa ha estado bien: te has hinchado de sandía. Pero ¿y nosotros?
- ¡Qué raro eres! Ve tú también.
- ¡Caramba contigo! ¿Cómo no te da vergüenza? ¿Crees que, porque el viejo nos haya invitado, ya debemos ir todos? Eso sería una cochinada. Somos sesenta.
Al día siguiente, Vérshnev propuso otra vez a Belujin ir a visitar al abuelo. No obstante, Belujin renunció magnánimo: que fueran otros.
- ¿Y dónde voy a encontrar ahora a otros? ¡Vámonos! Tú puedes ir sin necesidad de comer sandías. Vas y hablas con él.
Belujin pensó que Vérshnev tenía razón. Incluso le sedujo la idea: visitar al abuelo y enseñarle que los colonos no iban únicamente a comerse sus sandías. Sin embargo, el abuelo recibió a los colonos de muy mala manera, y Belujin no consiguió enseñarle nada. Al contrario, fue el abuelo quien les enseñó una escopeta:
- Ayer vuestros delincuentes, mientras vosotros hablabais aquí, se llevaron medio sandiar. ¿Acaso está bien esto? No, se ve que con vosotros hay que proceder de otro modo. Y os aviso que pienso disparar.
Belujin volvió confuso a la colonia y empezó a chillar en el dormitorio. Los muchachos se reían a carcajadas, mientras Mitiaguin peroraba:
- ¿Te has contratado como abogado del abuelo? Ayer te has comido legalmente la mejor sandía. ¿Qué más quieres? A lo mejor, nosotros ni siquiera hemos visto una sandía. ¿ Qué pruebas tiene el abuelo?
El abuelo no vino más a verme. Pero, por muchos indicios, podía considerarse que había comenzado una verdadera bacanal de sandías.
Una mañana entré en el dormitorio y vi que todo el suelo estaba lleno de cortezas de sandía. Me lancé sobre el muchacho de guardia, castigué a unos cuantos y exigí que la cosa no volviera a repetirse. En efecto, durante los días siguientes los dormitorios estuvieron tan limpios como de costumbre.

Los bellos y plácidos crepúsculos de verano, llenos de gorgojeantes diálogos, de dulces y serenos estados de ánimo y de risas inesperadas y sonoras, eran seguidos por noches solemnes y transparentes.

Sobre la colonia dormida vagan los sueños, la fragancia de los pinos y del tomillo, los trinos de los pájaros y los ladridos de los perros, que parecen provenir de algún Estado remoto. Salgo a la terracilla. De una esquina surge el colono de guardia y me pregunta la hora. A sus pies, gozando del frescor vespertino, camina silenciosamente el moteado Bouquet. Puede uno acostarse tranquilamente.

Sin embargo, esa quietud ocultaba hechos muy complicados y alarmantes.
Un día, Iván Ivánovich me preguntó:
- ¿Ha dispuesto usted que los caballos paseen libremente toda la noche por el patio? Pueden robarlos.
Brátchenko estalló:
- ¿Es que los caballos no pueden ni siquiera respirar el aire puro?
Al día siguiente se interesó Kalina Ivánovich:
- ¿Cuál es la razón de que los caballos asomen los hocicos por las ventanas del dormitorio?
- ¿Cómo que asoman los hocicos?
- Fíjate: en cuanto amanece, ya están junto a las ventanas. ¿Qué hacen allí?
Lo comprobé: efectivamente, por la mañana temprano todos nuestros caballos y hasta el buey Gauriushka, que la sección económica de la delegación de Instrucción Pública nos había regalado por viejo e inútil, se situaban ante las ventanas del dormitorio, entre los arbustos de lilas y de ciruelos silvestres, y pasábanse allí, inmóviles, largas horas, aguardando visiblemente algo muy agradable para ellos.
Yo pregunté en el dormitorio:
- ¿Por qué están los caballos pegados a las ventanas?
Oprishko se levantó de la cama, miró por la ventana y gritó sonriente, no sé a quién:
- Seriozhka, ve y pregunta a esos idiotas qué hacen plantados ante las ventanas.
Bajo las mantas se oían risas. Mitiaguin, desperezándose, habló con su voz de bajo:
- No se debería tener en la colonia a unas bestias tan curiosas. Ya lo veis: ahora os darán un disgusto...
Me lancé sobre Antón:
- ¿Qué misterio es éste? ¿Qué hacen aquí los caballos todas las mañanas? ¿Cómo los atraéis?
Belujin apartó a Antón:
- No se preocupe usted, Antón Semiónovich; los caballos no sufren ningún daño. Antón los trae deliberadamente: esto quiere decir que les espera algo agradable.
- ¡Vaya! ¡Ya has abierto tú el chorro! -exclamó Karabánov.
- Se lo explicaremos todo. Usted nos prohibió que tirásemos al suelo las cortezas de sandía. Pero entre nosotros suele ocurrir que alguien tenga una sandía...
- ¿Cómo suele ocurrir?
- Unas veces nos las regala el abuelo; otras veces las traen los mozos de la aldea...
- ¿Qué el abuelo os regala sandías? -inquirí, recalcando bien mi pregunta.
- Bueno, supongamos que no nos las da el abuelo, sino que las obtenemos de otro modo. ¿Y dónde vamos a tirar las cortezas? Y una vez Antón sacó de paseo a los caballos y los muchachos les obsequiaron.
Salí del dormitorio.

Después del almuerzo, Mitiaguin se presentó en mi despacho con una enorme sandía:
- Pruébela usted, Antón Semiónovich.
- ¿De dónde la has sacado? ¡Lárgate de aquí con tu sandía!... Y, en general, tendré que ocuparme seriamente de vosotros.
- La sandía es de lo más honrado: elegida especialmente para usted. Se la hemos pagado al abuelo en dinero contante y sonante. Y hace ya tiempo que sabemos que es preciso ocuparse seriamente de nosotros: por eso no nos ofendemos.
- ¡Lárgate con tu sandía y con tu verborrea!
Diez minutos más tarde llegó con la misma sandía toda una delegación. Yo me quedé asombrado: fue Belujin quien habló, interrumpiendo a cada palabra su discurso para reírse:
- ¡Si usted supiera, Antón Semiónovich, la de sandías que se comen esas bestias cada noche! ¿Para qué ocultarlo?... Sólo Vólojov... aunque esto, naturalmente, no tiene importancia. Que caiga sobre su conciencia el modo de conseguirlas, pero es indudable que también a mí me obsequian: estos bandidos han descubierto una debilidad en mi tierno corazón: me gustan terriblemente las sandías. Hasta las muchachas reciben su parte y también le dan a Toska: hay que reconocer que en el alma de esos bandidos se alojan, a pesar de todo, sentimientos nobles. Y nosotros sabemos también que usted no come sandías, que las malditas sandías no le dan más que disgustos. Así que acepte usted este humilde regalo. Yo soy un hombre honrado y no un Vérshnev cualquiera. Créame: al abuelo se le ha pagado por esta sandía quizá más de la productividad que hay en ella de trabajo humano, como dice la ciencia de la política económica.
Una vez que hubo hablado así, Belujin recobró la seriedad y, después de colocar la sandía sobre mi mesa, se apartó modestamente a un lado.
Vérshnev, despeinado y con su eterno aire de mártir, asomó detrás de un hombro de Mitiaguin:
- E-economía po-política y no po-política eco-conómica.
- Es igual -repuso Belujin.
Yo pregunté:
- ¿Y cómo le habéis pagado al abuelo?
Karabánov empezó a enumerar, doblando los dedos:
- Vérshnev le ha hecho un asa para su jarrito, Gud le ha remendado las botas y yo he estado media noche de guardia por él.
- ¡Me imagino la de sandías que habréis sumado a ésta mientras tanto! -exclamé.
- Exacto, exacto -asintió Belujin-. Eso puedo confirmarlo por mi honor. Ahora tenemos contacto con ese abuelo. En cambio, allí, en el bosque, hay un sandiar ¡con un abuelo más malo! Ese no hace más que disparar.
- ¿Tú también has comenzado a frecuentar los sandiares?
- No, yo no voy, pero oigo los disparos: a veces, salgo a dar una vuelta...
Di las gracias a los muchachos por la espléndida sandía.
Pocos días más tarde conocí al abuelo malo. Se me presentó muy disgustado.
- ¿Qué va a ser esto? Antes robaban, sobre todo, de noche, pero ahora ¡ni de día hay salvación! Llegan a las horas de comer en bandadas enteras y no se puede hacer nada. Es para desesperarse: mientras corro detrás de uno, los demás andan por todo el sandiar.
Amenacé a los muchachos, diciéndoles que yo ayudaría personalmente a vigilar los sembrados o que contrataría a guardias a expensas de la colonia.
Mitiaguin objetó:
- No crea usted a ese mujik. No se trata de las sandías, sino de que no deja pasar delante del sembrado.
- ¿Y vosotros para qué queréis pasar delante del sembrado? ¿Es que pasa algún camino por allí?
- ¿Y a él qué le importa a dónde vamos? ¿Por qué dispara?
A los dos días Belujin me advirtió:
- Las cosas van a terminar mal con ese abuelo. Los muchachos están muy ofendidos. El abuelo tiene ya miedo a estar solo en la choza y ahora hay dos más con él, los tres con escopeta. Y esto no pueden tolerarlo los muchachos.

Aquella misma noche, los muchachos se encaminaron en fila india al sandiar. Mis prácticas de instrucción militar les sirvieron de provecho. Hacia las doce de la noche, media colonia tomó posiciones en la linde del sandiar. Por delante salieron las patrullas y el servicio de reconocimiento. Cuando los abuelos dieron la voz de alarma, los muchachos, al grito de hurra, se lanzaron al ataque. Los guardias retrocedieron hacia el bosque y, en su pánico, olvidaron las escopetas en la choza. Una parte de los muchachos se dedicó a explotar el éxito, haciendo rodar las sandías por la pendiente hacia el lindero, y los demás se encargaron de la represión: incendiaron la enorme choza.
Uno de los guardias corrió a la colonia y me despertó. Nos apresuramos a trasladarnos al lugar del combate.
La choza era una gran hoguera sobre la altura, y esparcía tal resplandor, que se hubiera dicho que estaba ardiendo toda una aldea. Cuando llegamos al sandiar, se oyeron algunos disparos. Vi a los colonos, tendidos en correctas secciones entre la maleza que circundaba las sandías. De vez en cuando, las secciones se incorporaban y corrían hacia la choza en llamas. En algún sitio del flanco derecho, Mitiaguin daba órdenes:
- No vayas de frente: vete dando un rodeo.
- ¿Quién dispara? -pregunté yo al abuelo.
- ¡Cualquiera lo sabe! Allí no hay nadie. Tal vez alguno se ha dejado olvidada la escopeta, y ahora está disparando sola.
El asunto, en realidad, estaba terminado. Al verme, los muchachos desaparecieron como tragados por la tierra. El abuelo exhaló un suspiro y se fue a su casa. Yo volví a la colonia. En los dormitorios reinaba un silencio de muerte. No es que estuvieran durmiendo todos; es que incluso roncaban; yo no había oído en mi vida ronquidos semejantes.
- ¡Basta de hacer el tonto! ¡Levantaos! -ordené en voz baja.
Los ronquidos cesaron, pero todos los muchachos siguieron durmiendo tenazmente.
- ¡He dicho que os levantéis!
De las almohadas se alzaron unas cabezas greñudas. Mitiaguin me miró sin reconocerme:
- ¿Qué ocurre?
Pero Karabánov no pudo resistir:
- Déjalo, Mitiaga. ¿Ya para qué?...
Todos me rodearon y empezaron a referirme, entusiasmados, los detalles de la noche gloriosa. De pronto, Taraniets dio un salto, como si le hubiesen escaldado:
- ¡Las escopetas se han quedado en la choza!
- Habrán ardido...
- La madera sí, pero todo lo demás sirve...
Y salió volando del dormitorio.
- Esto -dije yo- será tal vez muy divertido, pero, a pesar de todo, se trata de bandidaje auténtico. Yo no puedo aguantar más. Si vosotros queréis continuar así, tendremos que separarnos. ¡Ni de día ni de noche hay tranquilidad en la colonia y en todas sus cercanías!
Karabánov me asió de la mano:
- Esto no ocurrirá más. Nosotros mismos comprendemos que ya está bien. ¿Verdad, muchachos?
Los muchachos zumbaron algo que parecía una aprobación.
- Todo eso son palabras -continué-. Os prevengo que, si estos actos de bandidaje se repiten, expulsaré a alguno de la colonia. Sabedlo, pues, de una vez. No lo repetiré más.
Al día siguiente fueron unos carros al sandiar siniestrado, recogieron todo lo que quedaba allí y se fueron.
Sobre mi mesa yacían los cañones y las pequeñas piezas de las escopetas quemadas.

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