Índice de Poema pedagógico Capítulo 22
Amputación
Capítulo 24
El calvario de Semión
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 23

SEMILLAS DE CALIDAD

Coincidiendo con el final del otoño, empezó en la colonia un período sombrío: el más sombrío de toda nuestra historia. La expulsión de Karabánov y Mitiaguin resultó una operación en extremo dolorosa. El hecho de haber sido expulsados los muchachos más destacados, que hasta entonces habían ejercido la mayor influencia sobre la colonia, privó a los colonos de una buena orientación.

Tanto Karabánov como Mitiaguin eran excelentes trabajadores. Karabánov sabía entregarse al trabajo con ímpetu y pasión, sabía encontrar alegría en el trabajo y transmitírsela a los demás. Chispas de energía y de inspiración irradiaban literalmente de sus manos. No hacía más que gruñir de tarde en tarde contra los haraganes y los flojos, pero eso bastaba para avergonzar al vago más declarado. En el trabajo, Mitiaguin era un excelente complemento de Karabánov. Sus movimientos se distinguían por lo suaves y felinos -auténticos movimientos de ladrón-, pero en todo tenía suerte, todo lo hacía bien, con una alegre bonachonería. Al mismo tiempo, los dos muchachos, sensibles en extremo, reaccionaban enérgicamente a cualquier irritación, a cualquier acontecimiento cotidiano de la colonia.

Después de su marcha todo se hizo, de pronto, aburrido y gris. Vérshnev se sumergió todavía más en los libros. Las bromas de Belujin adquirieron un cariz excesivamente serio y sarcástico. Muchachos como Vólojov, como Prijodko, como Osadchi, se hicieron demasiado serios y corteses. Los pequeños se aburrían y secreteaban y, en general, toda la muchedumbre de colonos adquirió repentinamente el aspecto de una sociedad de adultos. Por las noches era difícil reunir una compañía animada: cada uno estaba embebido en sus propios asuntos. Tan sólo Zadórov, siempre sonriente y sincero, no había perdido su alegría, pero nadie experimentaba el deseo de compartir su animación, y el muchacho tenía que sonreír a solas, sentado, ante un libro o ante el modelo de una máquina de vapor que había comenzado a construir ya en la primavera.

Contribuían igualmente al desánimo de la colonia nuestros reveses agrícolas. Kalina Ivánovich, mal agrónomo, tenía las ideas más absurdas acerca de la rotación de cultivos y la técnica de la siembra, y, por otra parte, la tierra recibida por nosotros de los campesinos estaba terriblemente abandonada y exhausta. Por ello, a pesar del inmenso trabajo de los colonos en el verano y el otoño, nuestra cosecha se expresó en cifras vergonzosas. En el trigo de invierno había más malas hierbas que trigo; el de primavera tenía un aspecto lastimoso, y, en cuanto a la remolacha y a las patatas, la cosa era peor aún.
Y en las casas de los educadores reinaba la misma depresión.
Tal vez estábamos, simplemente, fatigados: desde el nacimiento de la colonia, ninguno de nosotros había tenido vacaciones. Pero los propios educadores no atribuían la cosa al cansancio. Reaparecieron las viejas conversaciones acerca de la inutilidad de nuestro trabajo, de la imposibilidad de dar una educación socialista a semejantes muchachos, de que aquello era un vano derroche de energías físicas y espirituales.
- Hay que dejar todo esto -decía Iván Ivánovich-. Ya ven ustedes: hasta a Karabánov, de quien nos enorgullecíamos, hemos tenido que echarle. No tenemos una confianza particular ni en Vólojov, ni en Vérshnev, ni en Osadchi, ni en Taraniets, ni en otros muchos. ¿Acaso vale la pena mantener la colonia únicamente por Belujin?
Hasta Ekaterina Grigórievna traicionó nuestro optimismo, que antes hacía de ella mi primer amigo y ayudante. Fruncía las cejas, absorta en hondas meditaciones y los resultados de estas meditaciones eran extraños e inesperados para mí:
- ¿Sabe usted una cosa? ¿Y si estuviéramos cometiendo un terrible error? No existe ninguna colectividad, ¿comprende usted?, ninguna colectividad, y, sin embargo, nosotros no hacemos más que hablar de ella. ¿Y si no hubiésemos hecho más que hipnotizarnos con nuestra propia ficción de colectividad?
- Pero vamos a ver -la detenía yo-. ¿Cómo que no hay colectividad? ¿Y los sesenta colonos, su trabajo, su vida, su amistad?
- ¿Sabe lo que pienso? Que éste es un juego interesante, un juego llevado tal vez con mucho talento. Arrastrados por él, hemos arrastrado también a los muchachos, pero se trata de un entusiasmo puramente provisional. Me parece que el juego nos tiene ya hartos a todos. Hoy estamos aburridos, pronto dejaremos todos de jugar, y todo se reducirá a una vulgar y fracasada casa de niños.
- Cuando aburre un juego, se empieza otro -intervino Lidia Petrovna, tratando de disipar el mal humor.

Nos reímos tristemente. Pero yo no pensaba deponer las armas:
- Ekaterina Grigórievna, su estado de ánimo es el lloriqueo corriente que corresponde a un intelectual blandengue, como hay tantos. Nada se puede deducir de su estado de ánimo, es un estado casual. Usted deseaba ardientemente que tanto Mitiaguin como Karabánov fueran dominados por nosotros. El maximalismo injustificado, el capricho y la avidez se transforman siempre en gemidos y en actitudes de desesperación. O todo o nada: vulgar filosofía epiléptica.

Yo decía todo eso, macerando tal vez en mi fuero interno la misma blandenguería intelectual. En ocasiones, también a mi mente acudían ideas anémicas: había que abandonar la empresa, no valía Belujin o Zadórov los sacrificios inmolados en aras de la colonia. Nosotros, pensaba, estábamos ya cansados y por ello el éxito era imposible.

Sin embargo, no me abandonaba el viejo hábito de la tensión silenciosa y paciente. Yo procuraba aparecer enérgico y seguro ante los colonos y los educadores, atacaba a los educadores pusilánimes, esforzándome por convencerles de que las adversidades eran temporales, de que todo se olvidaría. Tengo que rendir homenaje al enorme dominio y a la disciplina de que nuestros educadores dieron pruebas en aquel tiempo adverso.

Como siempre, ocupaban puntualmente sus puestos; como siempre, reaccionaban activos y sensibles a cada nota discordante en la vida de la colonia; como siempre, hacían las guardias, según la bella tradición establecida entre nosotros, con su mejor traje, pulcros y correctos.

La colonia marchaba adelante sin alegrías y sin sonrisas, pero marchaba con un ritmo neto y seguro, como una máquina bien montada. Yo veía también las consecuencias positivas de mi condena de los dos colonos: habían cesado por completo las incursiones a la aldea, habían llegado a ser inverosímiles las operaciones contra los sandiares y las despensas. Yo fingía no advertir el abatimiento de los colonos y daba a entender que la nueva disciplina y la lealtad respecto a los campesinos no tenían nada de particular y que, en general, todo marchaba como antes y que como antes seguíamos avanzando.

En la colonia aparecieron muchos asuntos nuevos e importantes. Empezamos a construir un invernadero en la segunda colonia, comenzamos a trazar los senderos y a arreglar los patios después de la liquidación de las ruinas de la finca de los Trepke, construimos arcos y empalizadas, empezamos a tender un puente sobre el Kolomak, en el sitio donde el río era más estrecho; en la fragua hacíamos camas de hierro para los colonos, reparábamos nuestro material agrícola y nos apresurábamos febrilmente a terminar la reparación de los edificios de la segunda colonia. Yo acumulaba rigurosamente trabajos nuevos y exigía de toda la colonia el mismo esmero y la misma precisión en el trabajo.

No sé por qué -probablemente por un instinto pedagógico ignoto para mí-, me aferré a la instrucción militar.
Ya anteriormente habían efectuado los colonos algunos ejercicios de educación física y de instrucción militar. Yo no había sido nunca un especialista en educación física, y, además, carecíamos de medios para traer a un especialista semejante. Tan sólo conocía la formación y la gimnasia militar, tan sólo conocía lo referente a los ejercicios tácticos de una compañía. Sin la menor reflexión y, desde luego, sin ninguna vacilación pedagógica, dispuse que los muchachos se ejercitaran en todas esas cosas útiles.
Los colonos accedieron a ello de buen grado. Después del trabajo, dedicábamos todos los días una o dos horas a esos ejercicios, en los que participaba toda la colonia. Los ejercicios efectuábanse en nuestro patio, que constituía un espacioso cuadrado. A medida que iban aumentando nuestros conocimientos, ampliábamos también el campo de operaciones. Para el invierno, nuestras escuadras efectuaban interesantes y complicados movimientos militares en todo el territorio ocupado por nuestros caseríos. Asaltábamos de manera bella y metódica diversos objetivos -jatas y cobertizos- y coronábamos nuestros ataques con cargas a la bayoneta, que despertaban verdadero pánico en las almas impresionables de los dueños y las dueñas de esos objetivos. Ocultos tras las paredes de níveo blancor, los campesinos salían corriendo al oír nuestros gritos belicosos, se apresuraban a cerrar depósitos y cobertizos y, pegados a las puertas, seguían con una mirada recelosa y asustada a las airosas escuadras de los colonos.
A los muchachos les gustaba mucho todo esto, y pronto tuvimos fusiles de verdad, porque se nos aceptó con alegría en las filas de la instrucción militar general, ignorando artificialmente nuestro tenebroso pasado de infractores de la ley.
Durante la instrucción, yo era severo e inflexible como un auténtico jefe; los muchachos aprobaban plenamente tal actitud. Así sentamos el comienzo del juego militar, que debería ser más tarde uno de los motivos fundamentales de toda nuestra vida.
Yo observé ante todo, la influencia positiva que ejercía el porte militar. Cambió por completo el aspecto del colono: se hizo más esbelto y más fino, dejó de recostarse en las mesas y en las paredes, podía mantenerse libre y airoso sin necesidad de soportes. Ya los nuevos colonos empezaron a distinguirse notablemente de los viejos. Hasta el propio andar de los muchachos se hizo más seguro y más flexible; ahora iban con la cabeza erguida y empezaban ya a echar al olvido su costumbre de tener siempre metidas las manos en los bolsillos.
Atraídos por los ejercicios militares, los colonos aportaron e introdujeron muchos elementos nuevos en ellos, utilizando sus lógicas simpatías infantiles por todo lo relacionado con la vida marinera y militar. Por aquel tiempo, precisamente, fue introducida en la colonia la regla de responder a cada orden, en señal de aquiescencia y de conformidad, con las palabras a la orden, contestación magnífica que se subrayaba con el amplio saludo de los pioneros. También en aquella época adquirimos trompetas para la colonia.
Hasta entonces habíamos estado haciendo nuestras señales con una campana, que todavía quedaba de la antigua colonia. Ahora compramos dos trompetas, y varios colonos iban todos los días a la ciudad para tomar lecciones de un maestro de música, que les enseñaba a tocar. Después compusimos señales para todos los casos de la vida colonística, y en invierno renunciamos a la campana. Ahora el corneta de guardia salía a la terracilla de mi despacho y derramaba sobre la colonia los bellos y estentóreos sonidos del toque.
En la calma crepuscular, los sonidos de la trompeta vibraban de un modo especialmente emocionante sobre la colonia, sobre el lago, sobre los tejados de los caseríos. Alguien repetía el toque desde una ventana abierta del dormitorio con una voz joven y sonora de tenor y otro lo ejecutaba de repente al piano.
Cuando en la delegación de Instrucción Pública se enteraron de nuestras aficiones militares, la palabra cuartel fue durante largo tiempo nuestro mote. Era igual: yo estaba tan disgustado, que no me molesté en tomar en consideración un pequeño disgusto más. Además, no tenía tiempo.

Todavía en agosto traje dos lechones de una estación experimental. Ingleses auténticos, durante todo el camino protestaron enérgicamente contra el traslado a la colonia y no hacían más que hundirse a cada momento en un agujero de nuestro carro. Los lechones se enfurecían hasta la histeria y Antón protestaba irritado:
- ¡Como si tuviéramos pocos líos! Encima nos hacían falta estos cerdos...
Enviamos a los ingleses a la segunda colonia, y entre los chicos pequeños encontramos muchos más aficionados a cuidados de los que nos hacían falta. Entonces vivían en la segunda colonia veinte muchachos y un educador, individuo bastante anodino que llevaba el apellido de Rodímchik. La reparación de la casa grande, que nosotros llamábamos cuerpo A, estaba ya concluida. Destinada a talleres y clases, en ella se habían instalado ahora provisionalmente los muchachos. También estaban terminados otros edificios, y sólo quedaba todavía mucho por hacer en un enorme pabellón central de dos pisos, donde pensábamos instalar los dormitorios. En los cobertizos, en la cochera, en los graneros cada día se clavaban nuevas tablas, se revocaban nuevas paredes, se colocaban nuevas puertas.

La agricultura obtuvo un poderoso refuerzo. Llamamos a un agrónomo, y en los campos de la colonia apareció Eduard Nikoláievich Shere, un ser incomprensible en absoluto para la inexperta mirada de los colonos. Para todos estaba claro que Shere se debía a una clase especial de semillas de calidad y que no había sido regado por las lluvias bienhechoras, sino por una esencia preparada especialmente para tipos como Shere.
Shere, al contrario de Kalina Ivánovich, jamás se indignaba o enardecía por nada: su estado de ánimo era siempre igual, si acaso un poquitín alegre. Trataba a todos los colonos, incluso a Galatenko, de usted y nunca subía la voz, pero tampoco entablaba amistad con nadie. A los muchachos les impresionó mucho que un día, respondiendo a una grosera negativa de Prijodko: ¿Qué tengo yo que ver con el casis? ¡No quiero trabajar allí!, Shere se sorprendiera afable y simpático, sin afectación ni fingimiento:
- ¡Ah! ¿No quiere usted? En tal caso, dígame su apellido para que no le encargue casualmente algún otro trabajo.
- Yo estoy dispuesto a trabajar donde sea, menos en el casis.
- No se preocupe: me pasaré sin usted, ¿sabe?, y usted encontrará trabajo en otra parte.
- Pero ¿por qué?
- Tenga la amabilidad de decirme su apellido: no quiero perder mi tiempo hablando.

La gallardía bandidesca de Prijodko se amustió en el acto. Prijodko se encogió desdeñosamente de hombros y fue a trabajar en el casis, que un minuto antes contradecía de manera tan categórica su destino en el mundo. Shere era relativamente joven, pero sabía dejar estupefactos a todos los colonos con su aplomo continuo y su capacidad sobrehumana de trabajo. Los colonos tenían la impresión de que Shere no se acostaba nunca. La colonia se despertaba, y Eduard Nikoláievich estaba ya midiendo el campo con sus piernas largas, un poco desgarbadas, como las de un perro joven de raza. Sonaba el toque de queda, y Shere seguía aún en la porqueriza, poniéndose de acuerdo acerca de algo con el carpintero. Durante el día era posible verle simultáneamente -en la cochera y en las obras del invernadero, y en la carretera que llevaba a la ciudad y en la distribución del estiércol por el campo. Por lo menos, nosotros teníamos la impresión de que todo eso ocurría al mismo tiempo: con tanta rapidez, trasladaban a Shere de un lugar a otro sus maravillosas piernas.

Al día siguiente de su llegada a la colonia, Shere tuvo un choque con Antón en la cochera. Antón no podía comprender ni concebir que se pudiera tratar a un animal tan simpático como el caballo con la matemática precisión que recomendaba insistentemente Eduard Nikoláievich.
- ¿Qué es lo que se le ha ocurrido? ¿Pesar? ¿Vosotros habéis oído alguna vez que se pese el heno? Me dice:
Aquí tienes la norma, y ni más ni menos. Y la norma es estúpida: de todo un poco. Si los caballos revientan, ¿debo responder yo? Y también dice que hay que trabajar conforme a un horario. Y hasta ha inventado una libreta para apuntar en ella cuántas horas han trabajado los caballos.
Shere no se amilanó cuando Antón, fiel a su costumbre, empezó a gritar que no daría al Korshun, porque según sus planes, este caballo tenía que realizar al día siguiente no se sabía qué proeza especial. El propio Eduard Nikoláievich entró en la cochera, sacó y enganchó personalmente al Korshun, y ni siquiera miró a Brátchenko, petrificado ante tal agravio. Antón, enfadado, tiró el látigo en un rincón y se fue de la cochera. Al anochecer pasó, a pesar de todo, por la cochera y vio que allí mangoneaban Orlov y Búblik. Antón se sintió profundamente ofendido y venía ya a mi despacho para presentar su dimisión cuando Shere le alcanzó en mitad del patio con un papel en la mano y, como si no hubiese ocurrido nada, se inclinó cortésmente ante el rostro agraviado del cochero jefe.
- Oiga, su apellido si no me equivoco, es Brátchenko, ¿verdad? Aquí tiene el plan para una semana. Vea usted, aquí se indica claramente lo que cada caballo debe hacer uno u otro día, cuándo deben salir y demás. Vea usted, aquí se indica también qué caballo está de guardia para ir a la ciudad y qué caballo está de descanso. Examine este plan con sus camaradas y dígame mañana qué modificaciones considera preciso introducir.
Antón tomó, estupefacto, el papelito y se volvió a la cochera. Al día siguiente, por la noche, se podía ver, inclinadas sobre mi mesa, la cabeza rizosa de Antón y la cabeza aguda, afeitada al cero, de Shere: asuntos importantes les embargaban. Yo estaba sentado ante la mesa de dibujo, pero interrumpía de vez en cuando mi trabajo para poner oído a su conversación.
- Eso lo ha observado usted bien. Bueno, entonces que salgan el miércoles a labrar el Pelirrojo y la Banditka...
- ... El Malish no podrá comer remolacha: no tiene dientes...
- Es igual. Se puede cortar la remolacha más menuda. Pruebe usted...
- ... Bueno, y ¿si alguien más necesita ir a la ciudad?
- Que vaya andado. O que alquile un coche en la aldea. A nosotros eso no nos importa.
- ¡Ah! -aprobó Antón-. Eso está bien.

Dicho sea en honor de la verdad, nuestras necesidades en el capítulo del transporte se satisfacían muy mal con un solo caballo de guardia. Pero Kalina Ivánovich no pudo hacer nada contra Shere, porque el agrónomo fulminó su inspirada lógica de administrador con una respuesta fría y plácida:
- Yo no tengo en absoluto nada que ver con sus necesidades de transporte. Cargue sus viveres como quiera o cómprese un caballo. Yo tengo sesenta desiatinas. Y le agradeceré mucho que no vuelva a hablarme de ello.
Kalina Ivánovich aporreó la mesa con el puño y gritó:
- ¡Si me hace falta un caballo, yo mismo lo engancharé!
Shere apuntaba algo en su librito de notas y ni siguiera miró al enojado Kalina Ivánovich. Una hora más tarde me previno al abandonar mi despacho:
- Si el plan de trabajo de los caballos es infringido sin mi conformidad, ese mismo día abandonaré la colonia.
Yo me apresuré a llamar a Kalina Ivánovich y le dije:
- ¡Que se vaya al diablo! ¡No te metas con él!
- Pero ¿cómo voy a componérmelas con un solo jamelgo? Hay que ir a la ciudad, y traer agua, y acarrear la leña, y llevar los víveres a la segunda colonia...
- Ya discurriremos algo.
Y lo discurrimos.

Los nuevos hombres, y las nuevas preocupaciones, y la segunda colonia, y el insignificante Rodímchik en ella, y la nueva silueta del airoso colono, y la antigua pobreza, y el bienestar creciente, todo ese multifacético mar de nuestra vida ocultó de un modo inadvertible hasta para mí mismo los últimos restos del abatimiento y de la gris melancolía. Sólo yo me reía con menos frecuencia, e incluso la viva alegría interior no tenía ya fuerzas para atenuar visiblemente la severidad externa, que, como una máscara, habían impreso a mi rostro los acontecimientos y el ambiente de finales de 1922. Esta máscara no me hacía sufrir y yo casi no la notaba. Pero los colonos la veían siempre. Tal vez sabían también que no era más que una máscara, pero, a pesar de ello, me trataban ahora con excesivo respeto, con cierta timidez, quizá también con cierto temor; no puedo definirlo exactamente. Pero, en cambio, yo veía siempre cómo los muchachos resplandecían y se aproximaban espiritualmente a mí si en alguna ocasión jugaba con ellos o hacía cualquier tontería para divertirles o cuando, sin más ni más, abrazaba a alguno al pasear con él por el corredor.

En la colonia desaparecieron toda la severidad y toda la seriedad innecesarias. Al principio, nadie advirtió él cambio. Como antes, las risas y las bromas seguían sonando alrededor; como antes, el ingenio y la energía de los muchachos eran inagotables. Sólo que ahora adornaba todo eso la ausencia total de dejadez y desorden.

Kalina Ivánovich encontró, a pesar de todo, solución a las dificultades del transporte. Para el buey Gavriushka, contra el que Shere no atentaba -realmente, ¿qué podía hacerse con un buey solo?-, se construyó un yugo, y Gavriushka traía el agua y la leña y, en general, ejecutaba todos los traslados de orden interior. Y una encantadora tarde de abril toda la colonia se rió como llevaba mucho tiempo sin reírse. Antón tenía que ir en el cabriolet a la ciudad en busca de algo y había enganchado a Gavriushka.
- Te detendrán -dije a Antón.
- Que lo intenten -respondió el muchacho-. Ahora todos son iguales. ¿En qué es peor
Gavriushka que un caballo?... También él es un trabajador.
Y Gavriushka, sin turbarse lo más mínimo, llevó el cabriolet a la ciudad.
Índice de Poema pedagógico Capítulo 22
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