Índice de Poema pedagógico Capítulo 19
Juego de prendas
Capítulo 21
Unos viejos dañinos
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LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO 20

SOBRE LO VIVO Y LO MUERTO

En la primavera las cuestiones del material de trabajo nos colocaron entre la espada y la pared. El Malish y la Banditka no servían para nada: con ellos era imposible trabajar. Todos los días, desde por la mañana, Kalina Ivánovich pronunciaba en la cuadra discursos contrarrevolucionarios, acusando al Poder soviético de desorden y de implacabilidad en el trato de los animales:
- Si te dedicas a organizar una economía, hay que procurar ganado de labor y no atormentar a bestias irracionales. En teoría, esto, claro está, es un caballo, pero, prácticamente, se cae y da lástima verlo, y ni hablar de trabajar.
Brátchenko se atenía a una línea recta. Quería a los caballos simplemente por ser caballos vivos, y cualquier trabajo superfluo cargado sobre los lomos de sus favoritos le indignaba y ofendía. Contra toda suerte de súplicas y de reproches tenía siempre de reserva un argumento contundente:
- ¿Y si a ti te obligasen a tirar del arado? Sería interesante ver qué dirías entonces.
En su interpretación, las palabras de Kalina Ivánovich eran una directiva rotunda: no dar caballos para ningún trabajo. Pero nosotros ni siquiera sentíamos ganas de pedírselos. En la segunda colonia, la cuadra estaba ya terminada, y era preciso llevar allí, apenas entrara la primavera, dos caballos para la labranza y la siembra. Sin embargo, nos faltaban estos dos caballos.
Un día, hablando con Chernenko, el presidente de la Inspección Obrera y Campesina, le expuse nuestras dificultades: en lo tocante a los aperos, nos las arreglaríamos de algún modo para la temporada de primavera, pero, en cuanto a los caballos, las cosas marchaban mal. ¡Eran sesenta desiatinas! Y, si no las labrábamos, ¿qué dirían los campesinos?
Chernenko reflexionó y, de pronto, dio un salto de alegría:
- Espera; yo tengo aquí también una sección económica. Nosotros no necesitamos tantos caballos para la primavera. Os dejaré tres por algún tiempo y, de paso, así no tendré que darles de comer. Vosotros me los devolveréis dentro de mes y medio. Habla con mi administrador.
El administrador era un hombre riguroso e interesado, que nos pidió un pago considerable por el arriendo de los caballos: por cada mes, cinco puds de trigo y ruedas para sus carruajes.
- Ustedes tienen un taller donde hacen ruedas.
- ¿Cómo es eso? ¿Quiere usted despellejarnos a nosotros?
- Yo soy el encargado de la sección económica y no una dama bondadosa. ¡Fíjese en los caballos! Por nada del mundo se los hubiera dado: los estropearán ustedes. ¡Yo les conozco! He estado buscándolos dos años. No son caballos: ¡son preciosidades!
Dicho sea de paso, yo podía prometerle cien puds de trigo y ruedas para todos los carruajes de la ciudad. Los caballos nos hacían falta.
El administrador redactó un contrato en dos ejemplares, donde se detallaba con toda circunspección:

...lo que en lo sucesivo recibirá el nombre de colonia... estas ruedas serán entregadas a la sección económica de la Inspección Obrera y Campesina provincial una vez revisadas por una comisión especial y levantada el acta correspondiente... Por cada día que sobrepase el plazo del contrato, la colonia abonará a la sección económica de la Inspección Obrera y Campesina provincial a razón de diez libras de trigo por caballo... Y, en caso de incumplimiento del presente contrato, la colonia indemnizará al quíntuplo el importe de los perjuicios...

Al día siguiente, Kalina Ivánovich y Antón entraron con toda solemnidad en la colonia. Desde muy temprano, los pequeños montaban la guardia muy lejos en el camino, y sobre toda la colonia, comprendidos los educadores, pesaba la angustia de la espera. Shelaputin y Toska fueron los más afortunados: encontraron la procesión en la carretera y tardaron poco tiempo en encaramarse a los caballos. Kalina Ivánovich parecía incapaz de hablar o de sonreír: a tal punto habían invadido su ser la importancia y la inaccesibilidad. Y, a su vez, Antón ni siquiera giró la cabeza hacia nosotros. En general, todos los seres vivos habían dejado de contar para él, a excepción del trío de caballos negros atados a la trasera de nuestro carro.
Kalina Ivánovich se apeó del carro, se sacudió las briznas de paja adheridas a su chaqueta y dijo a Antón:
- Tú cuídate de instalarlos como es debido; no se trata de una Banditka cualquiera.
Antón, que lanzaba órdenes entrecortadas a sus ayudantes y colocaba a sus antiguos favoritos en los pesebres más lejanos e incómodos, amenazando con la barriguera a los curiosos que asomaban por la puerta de la cochera, respondió a Kalina Ivánovich con amistosa brusquedad:
- Busca arreos, Kalina Ivánovich: ¡esta porquería no nos sirve!
Los caballos eran negros, altos y lustrosos. Trajeron consigo sus nombres, y esta circunstancia les comunicó a los ojos de los colonos cierto prestigo nobiliario. Se llamaban Zver, Korshun y Mary.
Sin embargo, el Zver nos decepcionó pronto: era un potro vistoso, aunque inútil para los trabajos agrícolas: se rendía rápidamente y se ahogaba. En cambio, la Mary y el Korshun demostraron su buena calidad en todos los terrenos: fuertes, dóciles, hermosos. Cierto que las esperanzas de Antón de tener un magnífico caballo que le permitiera deslumbrar a todos los cocheros de la ciudad resultaron fallidas, pero tanto la Mary como el Korshun eran muy buenos con la sembradora y el arado, y Kalina Ivánovich carraspeaba de satisfacción cuando, por las noches, me comunicaba cuánta tierra había sido labrada y cuánta sembrada. Lo único que le inquietaba en grado sumo era la alta posición oficial de los dueños de los caballos.
- Todo está bien. Pero tener que tratar con la Inspección Obrera y Campesina es una cosa que... siempre harán lo que quieran. ¿Y a dónde vamos a quejarnos? ¿A la Inspección Obrera y Campesina?

La segunda colonia comenzó a cobrar vida. Acabó la reparación de una casa y pasaron a habitarla seis colonos. Vivían allí sin educador y sin cocinera. Se llevaban unos cuantos víveres de nuestra despensa y ellos mismos se hacían la comida como podían en un hornillo instalado en el jardín. En sus obligaciones entraba: cuidar del jardín y de los edificios, asegurar la travesía en el Kolomak y trabajar en la cuadra, donde había dos caballos y donde Oprishko actuaba como emisario de Brátchenko. El propio Antón decidió quedarse en la colonia principal: aquí había más gente y más alegría. Diariamente efectuaba algún viaje de inspección a la segunda colonia, y todos los colonos, incluso el cochero y Oprishko, temían su visita.
En los campos de la segunda colonia se efectuó un gran trabajo. Las sesenta desiatinas íntegras fueron sembradas. Cierto que sin especiales conocimientos agrotécnicos y sin un plan correcto, pero teníamos allí trigo de otoño y de primavera, centeno y avena. En algunas desiatinas plantamos patata y remolacha. Para ello teníamos que labrar la tierra y aporcar, y esto nos obligaba a trabajar como condenados. En aquel período la colonia contaba con sesenta educandos.

Entre la primera y la segunda colonia no se interrumpía el tráfico en todo el transcurso del día: hasta muy avanzada la noche: pasaban los grupos de colonos que iban al trabajo o que volvían de él; pasaban nuestros carros cargados de materiales de siembra, de forraje y de víveres para los colonos; pasaban los carros campesinos que alquilábamos para el transporte de materiales de construcción; pasaba Kalina Ivánovich en un viejo cabriolet que había conseguido no sé dónde; montado en el Zver pasaba también Antón, irguiéndose gallardamente en la silla.

Los domingos, casi toda la colonia se bañaba en el Kolomak. Al principio se bañaban únicamente los colonos y los educadores y luego poco a poco empezaron también a congregarse a orillas del alegre y acogedor riachuelo las mozas y los mozos de la vecindad, los komsomoles de Pirogovka y de Gonchárovka y los hijos de los kulaks que poblaban los caseríos. Nuestros carpinteros construyeron junto al Kolomak un pequeño atracadero, sobre el que ondeaba una bandera con las iniciales C. G. Entre el atracadero y nuestra orilla iba y venía todo el día una lancha verde con bandera igual, que atendían Mitka Zheveli y Vitka Bogoiávlenski. Nuestras muchachas, comprendiendo perfectamente la importancia de nuestra representación en el Kolomak, hicieron de diferentes restos de galas femeninas sendas camisetas marineras para Mitka y Vitka, y numerosos pequeños, tanto en la colonia como en muchos kilómetros a la redonda, envidiaban de manera terrible a estos dos seres extraordinariamente dichosos. El Kolomak se transformó en nuestro club central.

En la propia colonia había siempre alegría y bullicio a consecuencia del trabajo constante e intenso, de las continuas preocupaciones derivadas de él, de las visitas de campesinos que llegaban a encargar algún trabajo, del refunfuñar de Antón y de las sentencias de Kalina Ivánovich, de la risa y las travesuras eternas de Karabánov, de Zadórov y de Belujin, de los infortunios de Soroka y de Galatenko, de la vibración armoniosa de los pinos, del sol y de la juventud. En este período ya habíamos olvidado lo que eran la suciedad, los piojos y la sarna. La colonia brillaba por su limpieza y por los nuevos remiendos, colocados cuidadosamente sobre cada lugar sospechoso, lo mismo en los pantalones de los colonos que en la empalizada o en los muros del cobertizo, o en la vieja terracilla. En los dormitorios seguía habiendo los mismos catres, pero ahora estaba prohibido sentarse en las camas durante el día, porque para ello teníamos especialmente unos bancos de madera de pino sin pintar. En el comedor había mesas también sin pintar, que raspábamos a diario con unos cuchillos especiales hechos en nuestra fragua.

Por aquel tiempo, en la fragua se habían producido cambios esenciales. El plan diabólico de Kalina Ivánovich fue ejecutado por completo; despedimos a Golován por borracho y por sostener conversaciones contrarrevolucionarias con los clientes, pero Golován ni siquiera intentó recuperar sus herramientas: sabía que era una empresa desesperada. Al marcharse, se limitó a mover la cabeza con reproche e ironía:
- ¡También vosotros sois unos explotadores, como todos! ¡Os habéis enriquecido a costa mía!

Era imposible alterar a Belujin con semejantes discursos: no en balde leía libros y vivía entre la gente. Sonrió, animoso, mirando a Golován, y exclamó:
- ¡Qué ciudadano tan inconsciente eres, Sofrón! Llevas ya dos años trabajando con nosotros, y todavía no comprendes que se trata de medios de producción.
- Pues eso es lo que yo digo...
- Y, según la ciencia, los medios de producción, ¿comprendes?, deben pertenecer al proletariado. Y aquí tienes al proletariado, ¿ves?
Y Belujin mostró a Golován a los auténticos representantes vivos de la gloriosa clase proletaria: Zadórov, Vérshnev y Kuzma Leshi.

En la fragua mandaba Semión Bogdanenko, un auténtico herrero de abolengo, cuyo apellido gozaba de antigua fama en los talleres de locomotoras. Semión había implantado en la fragua una limpieza y una disciplina militar: todos los bruñidores, todos los machos, todos los martillos miraban severamente desde su puesto; el piso de tierra estaba cuidadosamente barrido, como en la casa de un amo aseado, sobre el hornillo ni un gramo de carbón, y con los clientes diálogos concisos y claros:
- No estás en la iglesia: aquí no hay que regatear.
Semión Bogdanenko sabía leer y escribir, se afeitaba todos los días, no blasfemaba nunca.
En la fragua había trabajo de sobra: nuestros aperos y los de los campesinos. Por aquel tiempo, los demás talleres habían suspendido casi sus trabajos. Sólo Kósir y dos colonos seguían haciendo ruedas bajo su cobertizo: la demanda de ruedas no había cedido.

La sección económica de la Inspección Obrera y Campesina necesitaba unas ruedas especiales para llantas de goma, y Kósir no había hecho nunca ruedas de esa clase. Sentíase muy perplejo ante esos caprichos de la civilización, y cada tarde, después del trabajo, musitaba tristemente:
- Nosotros no conocíamos estas llantas de goma. Nuestro Señor Jesucristo iba a pie, igual que los apóstoles... y ahora la gente podría viajar con llantas de hierro.
Kalina Ivánovich decía severamente a Kósir:
- ¿Y el ferrocarril? ¿Y los automóviles? ¿Tú qué crees? ¿Qué tiene esto que ver con que tu Señor fuese a pie? Eso significa que era un hombre inculto, o, quizá, un aldeano, como tú. O quizá iba a pie porque era un mendigo, pero, si alguien le hubiera llevado en automóvil, le habría gustado. Y tú dices:
Id a pie. ¡Vergüenza debía darte decir estas cosas a tus años!
Kósir sonreía con timidez y balbuceaba confuso:
- Si yo pudiera ver cómo son las llantas de goma, tal vez, con ayuda de Dios, las haría. Pero ¡Dios sabe para cuántos rayos será!
- Ve a la Inspección y míralo. Cuéntalos.
- ¡Señor, Dios mío! ¿Dónde voy a encontrar eso?

Un día, a mediados de junio, Chernenko quiso proporcionar una distracción a los muchachos:
- He hablado aquí con unos cuantos y van a ir unas bailarinas a la colonia para que las vean los muchachos ¿Sabes? Tenemos buenas bailarinas aquí, en la Opera. Esta tarde llévalas a la colonia.
- Está bien.
- Pero ten cuidado con ellas, que son muy delicadas: no vayan a asustarlas tus bandidos. ¿Y cómo las llevarás a la colonia?
- Tenemos un coche.
- Lo he visto. No sirve. Envía los caballos para que los enganchen a mi carruaje y ve en busca de las bailarinas. Y pon guardia en el camino, no sea que alguien se apodere de ellas: son objetos tentadores.
Las bailarinas llegaron ya avanzada la noche. Durante todo el camino no cesaron de temblar, haciendo reír a Antón.
- Pero ¿qué teméis? -las tranquilizaba el muchacho-. Si no tenéis nada que pueda ser robado. Ahora no estamos en invierno: en invierno os habrían quitado los abrigos.

Nuestra guardia, que salió inesperadamente del bosque, las puso en tal estado, que, cuando llegaron a la colonia, hubo que darles inmediatamente valeriana. Bailaron de muy mala gana y no gustaron en absoluto a los muchachos. Una, la más joven, que tenía una espléndida y expresiva espalda morena, la empleó toda la noche en patentizar su indiferencia desdeñosa y altiva por toda la colonia. La otra, más entrada en años, nos contemplaba con un temor que no podía ocultar. Su actitud irritaba particularmente a Antón:
- ¡Pero, hombre! ¡Valía la pena de enviar un par de caballos ida y vuelta a la ciudad y otra vez ida y vuelta! Como éstas yo traigo cuantas hagan falta andando desde la ciudad.
- Pero ésas no bailan -dice, riéndose, Zadórov.
- ¡Ya lo creo!

Sentada al piano que adorna desde hace tiempo uno de nuestros dormitorios, está Ekaterina Grigórievna. No toca muy bien, su música se adapta difícilmente al baile, y las bailarinas no tienen la delicadeza suficiente como para salvar la falta de dos o tres compases. Con aire ofendido hacen gestos de impotencia ante las bárbaras faltas y paradas. Además, tienen una prisa terrible por llegar a cierta velada muy interesante.
Mientras cerca de la cochera, a la luz de las linternas y bajo los furiosos insultos de Antón, se engancha a los caballos, las bailarinas se agitan terriblemente: llegarán tarde a la velada. En su agitación y en su desprecio por esta colonia sumida en la oscuridad, por estos colonos silenciosos, por toda esta sociedad absolutamente extraña, ni siquiera pueden hablar y no hacen más que gemir quedamente, apoyadas la una contra la otra. Soroka, subido en el pescante, refunfuña por culpa del tirante y grita que él no irá. Antón, sin cohibirse por la presencia de las bailarinas, responde a Soroka:
- ¿Tú quién eres: un cochero o una bailarina? ¿Qué haces danzando en el pescante? ¿Dices que no vas a ir? ¡Venga, baja de ahí!
Soroka tira, en fin, de las riendas. Las bailarinas contienen la respiración y, mortalmente angustiadas, miran la carabina que cuelga en bandolera del hombro de Soroka. Mal que bien, el coche arranca. Y, de pronto, se oye gritar otra vez a Brátchenko:
- ¿Pero, cuervo, qué has hecho? ¿O es que está ciego o estás loco para enganchar así? ¿Cómo demonios has enganchado? ¿Dónde has puesto al
Pelirrojo? ¡Desengancha! ¡El Korshun a la derecha! ¿Cuántas veces te lo habré dicho?
Soroka, sin apresurarse, se descuelga el fusil y lo coloca a los pies de las bailarinas. Del faetón llega un débil rumor de sollozos contenidos.
A mis espaldas se oye la voz de Karabánov:
- ¡Les ha hecho efecto! Yo creía que serían menos sensibles. ¡Bravo por los muchachos!
Cinco minutos más tarde el coche vuelve a arrancar. Nosotros saludamos dignamente con la mano en la visera, aunque, de todas formas, sin grandes esperanzas de obtener un saludo de respuesta. Las llantas de goma saltan por el empedrado, pero en este instante se desliza ante nosotros, en persecución del carruaje, una sombra desgarbada que agita los brazos y vocifera:
- ¡Esperad! ¡Esperad, por amor de Cristo! ¡Esperad, queridos!
Soroka, perplejo, tira de las riendas, y una de las bailarinas salta en el asiento.
- ¡Me había olvidado, Virgen Santísima, de contar los rayos!
Kósir se inclina sobre las ruedas, arrecian los sollozos que parten del faetón, y a ellos se suma una voz agradable de contralto:
- Pero tranquilízate, tranquilízate...
Karabánov aparta de la rueda a Kósir:
- Vete, abuelo, a...
Pero el propio Karabánov, sin poder contenerse, lanza un bufido y se va hacia el bosque.
También yo salgo de mis casillas:
- ¡Venga, Soroka, basta de hacer el tonto! ¿Es que os habéis contratado o qué?
Soroka golpea de lleno al Korshun. Los colonos estallan en una risa unánime, Karabánov gime bajo una mata y hasta Antón se rie a carcajadas:
- ¡Menuda juerga si, además, les detiene algún bandido! Entonces, seguro que llegan tarde a la velada.
Kósir permanece desconcertado en medio de todos, sin acabar de comprender qué circunstancias importantes han podido impedirle que cuente los rayos.

Ocupados por diferentes asuntos, ni siquiera nos dimos cuenta de cómo pasó el mes y medio. El administrador de la Inspección Obrera y Campesina se presentó exactamente al cumplirse el plazo señalado.
- Bueno, ¿cómo están nuestros caballos?
- Bien.
- ¿Cuándo vais a devolverlos?
Antón palideció:
- ¿Cómo devolverlos? ¿Y con qué vamos a trabajar?
- Es lo convenido, camaradas -dijo el administrador con una voz áspera-. ¿Y cuándo puedo recibir el trigo?
- Pero, ¿qué dice usted? Hay que recogerlo, molerlo. ¿No ve que está aún en el campo?
- ¿Y las ruedas?
- Nuestro especialista en ruedas, ¿sabe?, no ha contado los rayos y no sabe de qué tamaño debe hacer las ruedas.
El administrador se sentía un gran personaje en la colonia. ¡Cómo no! ¡Administrador de la Inspección Obrera y Campesina provincial!
- Tendréis que indemnizar los perjuicios, según lo convenido. Ya lo sabéis: a partir de hoy son diez libras por día, diez libras de trigo. Como gustéis.
Se fue el administrador. Brátchenko siguió con una mirada de rabia su rápido coche y resumió lacónicamente:
- ¡Miserable!
Estábamos muy disgustados. Los caballos nos hacían una falta terrible, pero no íbamos a dar por ellos la cosecha íntegra.
Kalina Ivánovich gruñó:
- No daré el trigo a esos parásitos: quince
puds al mes y ahora, encima, diez libras. Ellos no hacen más que dedicarse a la teoría, y nosotros somos quienes cultivamos el trigo. Y, luego, dales el trigo y devuélveles los caballos. ¡Que lo cojan donde puedan, que yo no se lo doy!
Los muchachos mantenían una actitud negativa respecto al contrato:
- Si tenemos que darles el trigo, mejor será que se seque de raíz. O que ellos recojan el trigo y nos dejen los caballos.
Brátchenko resolvía el litigio de un modo más conciliador:
- Vosotros podéis darles el trigo, el centeno y las patatas, pero lo que es los caballos, yo no los devuelvo. Aunque me insultéis, ellos no volverán a ver los caballos.

Llegó julio. Viendo cómo los muchachos segaban el heno en el prado, Kalina Ivánovich decía descontento:
- Los muchachos siegan mal: no saben hacerlo. Y eso que es heno. No sé qué va a pasar con el trigo. Tenemos siete desiatinas de centeno y ocho de trigo y, además, la avena, y luego el trigo vernalizado. ¿Qué podemos hacer? No hay otra solución que comprar una segadora.
- Pero, ¿qué dices, Kalina Ivánovich? ¿Con qué dinero quieres comprar la segadora?
- Aunque sea una sencilla. Antes costaba unos ciento cincuenta o doscientos rublos.
Al anochecer vino a mí con un puñadito de centeno:
- ¿Ves? A más tardar dentro de dos días tendremos que segar.
Teníamos la intención de segar el centeno con guadañas. Y decidimos inaugurar solemnemente la siega con una fiesta en torno al primer haz. En nuestra colonia, el centeno maduraba rápidamente sobre la arena cálida, y esta circunstancia favorecía nuestro propósito de celebrar una fiesta, para la cual nos preparamos como para una solemnidad muy grande. Invitamos a mucha gente, preparamos una buena comida, dispusimos el bello y expresivo ritual del majestuoso principio de la siega. Ya habíamos adornado el campo con arcos y banderas, ya estaban listos los nuevos trajes de los muchachos, pero Kalina Ivánovich no acababa de sentirse a gusto:
- ¡La cosecha está perdida! Antes de que terminen de segar, se desgranará todo el centeno. ¡Hemos trabajado para los cuervos!
Los colonos afilaban las guadañas en los cobertizos y disponían los rastrillos.
- No se perderá nada, Kalina Ivánovich -tranquilizaban al viejo-. ¡Trabajaremos como auténticos campesinos!
Designamos a ocho muchachos para la siega.
El mismo día de la fiesta Antón me despertó muy temprano:
- Ahí está un campesino con una segadora.
- ¿Qué segadora?
- Una máquina, grande, con alas: una segadora. Pregunta que si se la compramos.
- Despáchale. Ya sabes que no tenemos dinero...
- El dice que tal vez queramos cambiarla. El quiere un caballo.
Me vestí y fui a la cochera. En medio del patio había una segadora no muy vieja, al parecer pintada especialmente para la venta. Los colonos se habían agrupado alrededor de la máquina. Allí estaba también Kalina Ivánovich, que repartía sus miradas coléricas entre la segadora, su propietario y yo.
- ¿Es que ha venido usted a burlarse de nosotros? ¿Quién le ha traído aquí?
El propietario de la segadora desenganchaba los caballos. Era un hombre pulcro, con una honorable barba grisácea.
- ¿Y por qué la vendes? -preguntó Burún.
El campesino miró en torno suyo:
- Necesito casar al hijo. Yo tengo ya una segadora. Ésta que traigo, me sobra. En cambio, me hace falta un caballo para el hijo.
Karabánov me susurró:
- Miente. Yo le conozco... ¿No es usted de Storozhevói?
- Sí, de allí mismo. ¿Y tú qué haces aquí? ¿No eres Semión Karabánov? ¿El hijo de Panás?
- ¡El mismo! -se alegró Karabánov-. ¿Usted es Omélchenko? Teme, seguramente, que se la quiten, ¿no?
- Eso también es verdad. Claro que pueden quitármela, pero, al mismo tiempo, tengo que casar al hijo...
- ¿Es que su hijo no sigue en la banda?
- Pero ¿qué dices? ¡Nuesto Señor Jesucristo sea contigo!...

Semión se encargó de dirigir toda la operación. Durante largo tiempo estuvo conversando con el propietario de la segadora junto a los hocicos de los caballos; los dos sacudían la cabeza, se daban palmadas en los hombros y en los codos. Semión tenía el aspecto de un verdadero amo, y se veía que Omélchenko le trataba como a un hombre entendido.
Media hora más tarde Semión abría una reunión secreta en la terracilla de la casa de Kalina Ivánovich. A la reunión asistimos Kalina Ivánovich, Karabánov, Burún, Zadórov, Brátchenko, dos o tres colonos de los mayores y yo. Mientras tanto, los demás esperaban en torno de la segadora, silenciosamente asombrados de que en el mundo hubiera gente que poseyese esta felicidad mecánica.
Semión nos explicó que el campesino quería un caballo a cambio de la segadora porque en Storozhevói iba a procederse al recuento de máquinas y tenía miedo a que se la quitaran, mientras que un caballo no se lo quitarían porque pensaba casar al hijo.
- Quizá sea verdad, quizá no -dijo Zadórov-. Sin embargo, esto no nos importa; lo que nos importa es quedarnos con la segadora. Y emplearla hoy mismo.
- Entonces, ¿qué caballo piensas darle? -preguntó Antón-. El
Malish y la Banditka no sirven para nada. ¿Tal vez has pensado en el Pelirrojo?
- Aunque sea el
Pelirrojo -dijo Zadórov-. ¡Se trata de una segadora!
- ¿El
Pelirrojo? ¿Ves esto?...
Karabánov interrumpió al fogoso Antón:
- No, claro que no debemos dar el
Pelirrojo. Es el único caballo que tiene la colonia. Pero podemos dar el Zver. Es un caballo vistoso, que puede servir todavía como semental.
Semión lanzó una mirada maliciosa a Kalina Ivánovich.
El viejo ni siquiera le contestó. Golpeó su pipa contra el peldaño de la escalera y se levantó:
- No quiero perder el tiempo hablando tonterías con vosotros.
Y entró en su casa.
Semión le siguió con sus ojos entornados y musitó a mi oído:
- En serio, Antón Semiónovich, dé usted al
Zver. Al fin y al cabo, todo se arreglará y nosotros tendremos una segadora.
- Nos meterán a la cárcel.
- ¿A quién?... ¿A usted? ¡Ni hablar de eso! ¡Si una segadora vale más que un caballo! Que la Inspección se lleve la segadora en vez de un caballo. ¿Por qué no va a darles lo mismo? Para ellos no es ningún perjuicio y nosotros podremos recoger el centeno. De todas formas, no se saca ningún provecho del
Zver...
Zadórov se echó a reír entusiasmado.
- ¡Vaya una historia! ¿Y si efectivamente...?
Burún guardaba silencio y, sonriendo, mordía una espiga de centeno con la comisura de la boca.
Antón se reía, los ojos brillantes:
- ¡Menuda broma si los de la Inspección enganchan una segadora al faetón en lugar del
Zver!
Los muchachos me miraban con los ojos encendidos.
- Venga, resuelva usted, Antón Semiónovich... Decídase: no es nada terrible. Incluso si le encierran será, a lo sumo, una semana.
Burún adoptó, al fin, una expresión seria y habló:
- Por muchas vueltas que demos al asunto, hay que acabar entregando el potro. Si no, todos nos llamarán estúpidos. Y en la Inspección también.
Yo contemplé a Burún y me limité a decir:
- ¡Es verdad! Saca el potro, Antón.
Todos corrieron a la cochera.
Al propietario de la segadora le gustó el Zver. Kalina Ivánovich me tiraba de la manga y me decía al oído:
- ¿Te has vuelto loco? ¿Es que estás harto de vivir? Anda y que se pierda todo: la colonia y el centeno... ¿Por qué te metes tú?
- Déjalo, Kalina... Es igual. Trabajaremos con la segadora.
Una hora más tarde el campesino se iba con el Zver.
Y dos horas después llegaba Chernenko. Lo primero que vio fue la segadora en el patio.
- ¡Oh, qué listos! ¿De dónde habéis sacado semejante preciosidad?
Los muchachos enmudecieron repentinamente igual que ante una tormenta. Yo miré con angustia a Chernenko.
- La hemos conseguido por casualidad -respondí.
Antón hizo sonar las palmas y salió:
- Por casualidad o no, el caso es que tenemos una segadora, camarada Chernenko. ¿Quiere usted trabajar hoy en ella?
- ¿En la segadora?
- Sí.
- Bueno, recordaremos los viejos tiempos... Vamos a probarla.
Antes de la fiesta, los muchachos y Chernenko anduvieron atareados con la segadora: la engrasaron, la limpiaron, estuvieron poniéndola a punto y probándola.
En la fiesta, después del primer momento solemne, el propio Chernenko montó en la segadora y la hizo chirriar por el campo. Karabánov, ahogándose de risa, clamaba a voz en cuello:
- ¡En seguida se ve al amo!
El administrador de la Inspección Obrera y Campesina no hacía más que dar vueltas por el campo y preguntar a todo el mundo:
- ¿Y cómo no se ve al
Zver? ¿Dónde anda el Zver?
Antón señalaba con el látigo hacia el Este:
- Está, en la segunda colonia. Mañana nos toca segar allí el centeno: queremos que hoy descanse.
Las mesas del banquete habían sido instaladas en el bosque. Los muchachos acomodaron a Chernenko y, ofreciéndole empanadas y borsch, le entretenían con su conversación:
- Habéis hecho bien en adquirir una segadora.
- ¿Verdad que hemos hecho bien?
- Bien, bien.
- ¿Y qué vale más, camarada Chernenko: un caballo o una segadora? -preguntó Brátchenko, y sus ojos disparaban por todo el frente.
- Son cosas distintas. Depende del caballo que sea.
- ¿Y si es un caballo como, por ejemplo, el
Zver?
El administrador de la Inspección dejó caer la cuchara y movió, inquieto, las orejas. De repente, Karabánov se echó a reír y escondió la cabeza bajo la mesa. Tras él soltaron la carcajada todos los demás. El administrador dio un salto y empezó a recorrer el bosque con la mirada como si implorase ayuda. Pero Chernenko seguía sin comprender nada:
- ¿Qué les pasa? ¿Es que el
Zver es un mal caballo?
- Hemos cambiado hoy al
Zver por la segadora -expliqué yo sin ninguna gana de reír.
El administrador se desplomó en un banco y Chernenko, estupefacto, abrió la boca. Todos callaron.
- ¿Que lo habéis cambiado por la segadora? -balbuceó Chernenko y miró al administrador.
Ofendido, el administrador abandonó la mesa.
- ¡Es una desvergüenza de chiquillos y nada más! Golfería, anarquismo...
De pronto, Chernenko sonrió alegremente:
- ¡Qué granujas! ¿De verdad? ¿Y qué vamos a hacer nosotros con la segadora?
- ¿Cómo qué vamos a hacer? Tenemos el contrato: los perjuicios serán indemnizados al quíntuplo de su importe -insistió, cruel, el administrador.
- ¡Déjalo! -dijo Chernenko con animosidad-. Tú eres incapaz de una cosa así.
- ¿Yo?
- Tú, precisamente, y por eso debes callarte. En cambio, ellos son capaces. Necesitan segar y saben que el trigo vale más que tus multiplicaciones por cinco, ¿comprendes? Y eso de que no nos tengan miedo está igualmente muy bien. En una palabra: hoy les regalamos la segadora.
Destrozando las mesas de gala y el alma del administrador de la Inspección Obrera y Campesina, los muchachos mantearon a Chernenko. Cuando el presidente, desprendiéndose de ellos entre carcajadas, recobró, al fin, la postura vertical, Antón se le acercó:
- ¿Y de la
Mary y el Korshun qué?
- ¿Cómo qué?
- ¿Hay que devolvérselos? -preguntó Antón, indicando al administrador.
- Claro que sí.
- No los devolveré -dijo Antón.
- Los devolverás: ya tienes bastante con la segadora -se enfadó Chernenko.
Pero Antón se enfadó también:
- ¡Llévese usted su segadora! ¿Para qué demonios la necesito yo? ¿A quién vamos a enganchar en ella: a Karabánov?
Y Antón se fue a la cochera.
- ¡Ay, qué granuja! -exclamó, preocupado, Chernenko.
Alrededor se hizo el silencio. Chernenko miró al administrador:
- Nos hemos metido en un lío. Véndeles los caballos de algún modo, a plazos, como quieras, ¡el diablo se los lleve! Magníficos muchachos, aunque bandidos. Vamos, vamos por ese demonio rabioso.
Antón se había dejado caer en un montón de heno.
- Bueno, Antón, te he vendido los caballos.
Antón levantó la cabeza.
- ¿No caros?
- Ya los pagaréis de algún modo.
- Eso me parece bien -dijo Antón-. Es usted un hombre inteligente.
- Yo también pienso lo mismo -sonrió Chernenko.
- Más inteligente que su administrador.

Índice de Poema pedagógico Capítulo 19
Juego de prendas
Capítulo 21
Unos viejos dañinos
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